Lejos esté de mí gloriarme, sino en la cruz de nuestro Señor Jesucristo, por quien el mundo me es crucificado a mí, y yo al mundo.
Lo que Pablo escribió aquí es precioso. ¡Qué contraste con el orgullo natural del hombre, al cual le gusta vanagloriarse de sí mismo o de sus logros! Los gálatas habían adoptado la ley como norma de vida en lugar de experimentar el poder y la realidad de la gracia de Dios; habían permitido que el orgullo humano los pusiera en una posición de vanagloria. ¡Con qué facilidad caemos en la misma trampa! Esto sucede cuando sacamos nuestra vista de las bellezas de Cristo y su obra en la cruz. Quizás no nos gloriamos de una forma descarada y flagrante, e incluso podemos introducir nuestras expresiones diciendo: «No es que quiera vanagloriarme, pero…» Y luego continuamos la frase atrayendo la atención hacia nosotros.
“El que se gloría, gloríese en el Señor” (1 Co. 1:31). En Él hay perfección, verdad, justicia, gracia, belleza—todo lo que el creyente necesita para gloriarse incesantemente en Él. Debido a quién es Él, el Señor Jesús es digno de nuestra mayor y más profunda adoración.
Sin embargo, el versículo de hoy nos muestra a Pablo gloriándose en la cruz de nuestro Señor Jesucristo. Aquí, nuevamente, vemos una razón importante para gloriarnos. Esta fue una obra de valor infinito, aunque para el Señor Jesús significó vergüenza, oprobio y rechazo—todo lo opuesto a aquello que, naturalmente, sería motivo de orgullo. Esto también lleva a que el mundo sea crucificado al creyente y el creyente al mundo. La cruz corta de raíz todo lo que el hombre es en su carne: su arrogancia y orgullo, su independencia, su autosuficiencia. Nos pone a todos en nuestro debido lugar si reconocemos adecuadamente su significado. Permanece entre el mundo y el cristiano, permitiendo que no participe en la comunión de un mundo que rechazó al Señor de gloria. De manera que, el hijo de Dios puede gloriarse en aquello que lo humilla, pues esto exalta el nombre de su Señor.
L. M. Grant