El Señor Está Cerca

Sábado
7
Agosto

Bienaventurado el hombre a quien Jehová no culpa de iniqui­dad, y en cuyo espíritu no hay engaño.

(Salmo 32:2)

Justificación y arrepentimiento

David no dijo: «Bienaventurado el hombre en quien no hay culpa de iniquidad», pues él no podría formar parte de tal bienaventuranza. Trágicamente, él había sido culpable de una iniquidad horrible y pre­meditada. ¿Cómo podía no serle imputada culpabilidad? Solo hay una respuesta justa: absoluta y únicamente debido al valor perfecto del sacrificio de Cristo en lugar del pecador. Aunque Cristo aún no había muerto, Dios ya podía reconocer el valor de su muerte hacia el pecador que, honestamente, se arrepentía. Sin duda alguna, David entendía poco esto, pero su fe estaba en Aquel que lo entiende todo. Creyó que Dios podía hacerlo, aun cuando podía no comprender la forma en que Él lo haría.

Esto es justificación, una maravillosa obra hecha en favor del pecador que cree, y por medio de la cual es hecho justo delante de Dios. Ahora no hay ningún cargo que pueda levantarse en contra de él, pues Cristo respondió a todos los cargos en su favor, derramando su sangre en la cruz del Calvario.

Sin embargo, también existe una obra que debe ser hecha en el creyente. David añade: “en cuyo espíritu no hay engaño”. Cierta­mente, esto no significa que no hay pecado dentro de la persona, porque “Si decimos que no tenemos pecado, nos engañamos a nosotros mismos” (1 Jn. 1:8). El engaño busca hacer creer que no hay pecado. David mismo, luego de su terrible pecado, fue culpable de esto por cierto tiempo. En lugar de confesarlo a Dios, él mantuvo silencio (v. 3), generando gran miseria dentro de él. Solo cuando fue quebrantado en arrepentimiento, confesando todo a Dios, y enfrentando su culpabilidad con honestidad, él pudo decir que en su espíritu no había engaño. Sin embargo, es la bondad de Dios la que conduce al arrepentimiento (Ro. 2:4). Dentro nuestro no hay ninguna inclinación a arrepentirnos. Sin embargo, Dios obra en gra­cia en el creyente para que este vea su culpabilidad y se arrepienta. ¡Qué gracia infinita la suya!

L. M. Grant

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