Así que, hermanos, teniendo libertad para entrar en el Lugar Santísimo por la sangre de Jesucristo.
De forma admirable, la epístola a los Hebreos presenta la grandeza de nuestro Señor Jesucristo en su Persona y en su obra. Los capítulos 8 al 10 se centran en la grandeza de su obra y sus resultados, y cómo responder a ello. El autor de la epístola expone los contrastes existentes entre los sacrificios que Dios dio en el Antiguo Testamento, por un lado, y el sacrificio supremo de Cristo, hecho una vez y para siempre, por el otro. Los primeros debían repetirse siempre, mientras que el sacrificio único de Cristo fue suficiente para siempre, no es necesario que se repita.
Otro contraste lo vemos en el sacrificio ofrecido en el gran día de la expiación. El sumo sacerdote podía entrar al Lugar Santísimo solo una vez al año, mientras que el pueblo permanecía afuera. Sin embargo, sobre la base del sacrificio de Cristo, la entrada a la presencia de Dios ha sido abierta. Desde Pentecostés hasta el arrebatamiento, todos los creyentes que pertenecen a esta compañía celestial, llamada a salir del mundo, disfrutan de este libre acceso y de todos los privilegios involucrados. Ahora los creyentes pueden acercarse a Dios en cualquier momento, ya sea en oración como en alabanza y adoración.
Esta libertad no existía en el Antiguo Testamento. La única excepción fue Moisés, quien tenía el privilegio de entrar en el Lugar Santísimo en cualquier momento (Ex. 25:22). Moisés era una excepción a la regla, ilustrando el privilegio que disfrutan los creyentes hoy en día. Esta libertad implica confianza en Dios, quien no nos rechazará, pues la obra de Cristo ha sido completada y aceptada. También implica verdadera libertad, la libertad de hijos que pueden entrar en cualquier momento en la presencia de Dios como adoradores. El versículo de hoy es parte de un pasaje que contrasta el valor de los sacrificios de animales, que se ofrecían según las instrucciones de Dios, y el valor de la sangre de Cristo derramada una vez y para siempre. ¡Alabado sea Dios!
Alfred E. Bouter