En el principio era el Verbo, y el Verbo era con Dios, y el Verbo era Dios. Este era en el principio con Dios.
Todo lo que vemos o conocemos naturalmente tuvo un principio. Claramente, la creación misma tuvo un principio: “En el principio creó Dios los cielos y la tierra” (Gn. 1:1). De hecho, el hombre fue creado con tal curiosidad natural, que se interesa en conocer el origen de todo lo que observa. Él examina estas cosas con diligencia. Si no cree en el Dios de la creación, entonces se enfrenta con el problema de explicar el vasto conjunto de maravillas que lo rodean. Puede intentar convencerse de que todo evolucionó a partir de un orden de cosas primitivo, pero eso no soluciona nada, pues debe admitir que este orden primitivo, aunque lejano, debiese haber tenido un principio. Sin embargo, las investigaciones humanas jamás podrán descubrir esto. Solamente puede conocerse por revelación de Dios.
Dios mismo no es observable, pero toda la creación da testimonio de su existencia. El hombre puede objetar esto y preguntar: «¿De dónde provino Dios?» La respuesta a esta pregunta no puede venir de nadie sino de Dios mismo. Más que eso, Él ha revelado un hecho magnífico: Él es eterno. No tuvo un principio. Y, de forma clara, se nos dice que su Hijo amado, llamado aquí “el Verbo” (pues Él es la expresión misma de todos los pensamientos de Dios), era “en el principio”. Él mismo no tuvo comienzo. En un pasado tan lejano que la misma mente no puede imaginar, Él ya estaba allí. El Hijo no comenzó en algún momento particular denominado como “el principio”, por el contrario, el Hijo ya era en aquel principio.
El Hijo es una Persona eterna; una Persona distinta: “El Verbo era con Dios”. Él es una Persona divina: “El Verbo era Dios”. Además, se añade la expresión: “Este era en el principio con Dios”. Él era, eternamente, una Persona distinta, aunque completamente Dios. Dios se revela como Padre, Hijo y Espíritu Santo—un solo Dios, pero en tres Personas distintas. ¡Un Dios digno de eterna adoración!
L. M. Grant