Todos los siervos del rey que estaban a la puerta del rey se arrodillaban … ante Amán … pero Mardoqueo ni se arrodillaba ni se postraba.
¿Por qué Mardoqueo rehusó inclinarse ante Amán? Rehusar el acostumbrado honor que se le debe al más noble señor del rey, ¿no suena a ciega obstinación? ¡Claro que no! Es verdad que Amán era el oficial más eminente de Asuero; pero él era, además, el más grande “enemigo” de Dios al ser el más grande “enemigo de los judíos”. Era amalecita; y Dios había jurado que tendría “guerra con Amalec de generación en generación” (Ex. 17:16). ¿Cómo, pues, un verdadero hijo de Abraham podría haberse inclinado ante uno con quien Dios estaba en guerra?
La firme negativa de Mardoqueo a inclinarse ante Amán no era una ciega obstinación ni un orgullo absurdo. Mas bien era evidencia de su fe en el Dios de Abraham, de Isaac y de Jacob, y de su íntima comunión con Él. Aunque el pueblo de Dios se hallara disperso; aunque su hermosa casa se hallara en ruinas; aunque la antigua gloria de Jerusalén se hubiera ido ¿habría de abandonar la fe aquella alta posición que Dios, en sus consejos, le había asignado a su pueblo? No, la fe reconoce la ruina y camina en paz. Mardoqueo fue llevado a sentir hondamente la ruina. Él podía rasgar sus vestidos y cubrirse de cilicio y ceniza, pero jamás inclinaría ante Amán.
Y ¿cuál fue el resultado? Su cilicio fue cambiado por ropaje real; su lugar a la puerta del rey, por un lugar junto al trono. Se situó en ese elevado terreno en el que la fe siempre coloca al alma. Ajustó su camino, no según la percepción natural de las cosas que lo rodeaban, sino según la percepción de la fe en la Palabra de Dios. Los hombres podrían decir: «¿Por qué no bajar los estándares a la altura de tus circunstancias? ¿No habría sido mejor reconocer al amalecita, viendo que el mismo se hallaba en el lugar de poder?». La fe responde con sencillez: “Jehová tendrá guerra con Amalec de generación en generación”. De este modo, la fe echa mano del Dios viviente y de su Palabra eterna; queda en paz y camina en santidad delante de Él.
C. H. Mackintosh