Un varón llamado Jairo … postrándose a los pies de Jesús, le rogaba que entrase en su casa; porque tenía una hija única, como de doce años, que se estaba muriendo. Y mientras iba, la multitud le oprimía. Pero una mujer que padecía de flujo de sangre desde hacía doce años … se le acercó por detrás y tocó el borde de su manto.
En esta historia, la hija de Jairo “se estaba muriendo”, y mientras iba camino a su casa, el Señor Jesús fue interrumpido por una mujer que tenía flujo de sangre. Ella tocó a Jesús en medio de una multitud de personas, y se sanó de su enfermedad. Esta condición había persistido por 12 años y los médicos no habían sido capaces de ayudarla. Ella tenía estampada sobre sí la sentencia de muerte— igual que nosotros. Está establecido que los hombres mueran una sola vez, y después de eso el juicio, pero el Hijo de Dios tiene vida en sí mismo y autoridad para dar vida a quien Él quiere (Jn. 5:21, 26).
La virtud de dar vida fluye directamente de Él: la mujer se sanó y se fue en paz. En el interín alguien vino y le dijo a Jairo: “Tu hija ha muerto; no molestes más al Maestro” (v. 49). Ante esto, el Señor respondió: “No temas; cree solamente, y ella será sanada” (v. 50 LBLA). Jesús prosiguió su camino a la casa de Jairo, donde todo era lágrimas y tristeza. Ningún doctor podía solucionar esta situación, la niña estaba muerta, no había esperanza de recuperación.
Así es con cada uno de nosotros. Todos estábamos muertos en nuestros delitos y pecados. No necesitábamos una cura; necesitábamos vida—¿y quién sino Dios puede dar vida? Dios ha provisto la respuesta: “Dios nos ha dado vida eterna; y esta vida está en su Hijo. El que tiene al Hijo, tiene la vida; el que no tiene al Hijo de Dios no tiene la vida” (1 Jn. 5:11-12). La vida eterna es un don de Dios y está disponible para todo aquel que cree. ¿Has aceptado el don gratuito de Dios? Es tuyo si crees en el Hijo de Dios. Entonces conocerás el gozo que proviene de tus pecados perdonados y una paz establecida con Dios.
Jacob Redekop