Porque de su plenitud tomamos todos, y gracia sobre gracia.
¿Habían notado alguna vez que, en las epístolas de Pablo, él siempre abre y cierra con la gracia? Él era el objeto inmerecido de la gracia de Dios, y nunca perdió de vista ese hecho. ¡Qué maravillosa es la gracia de Dios que nos salvó! Además, tenemos entrada a esta gracia en la cual estamos firmes, para que podamos extraer de su provisión ilimitada en tiempos de necesidad.
La gracia hace lo que la ley no podía hacer, pues actúa como un motor poderoso que nos impulsa a vivir vidas santas. La ley apelaba a nuestros temores, pero la gracia apela a nuestros afectos. También nos ayuda cuando hablamos entre nosotros, pues a menudo nuestras palabras pueden herir debido a su dureza. Debemos aprender de Jesús cómo hablar siempre con gracia (Col. 4:6). Él sabía cómo “hablar palabras al cansado” (Is. 50:4). Las consecuencias a menudo se derivan de la forma en que decimos las cosas. También es grato poder ver la gracia de Dios en un creyente que soporta el dolor y sufre injustamente sin quejarse. Pedro escribió de Jesús: “quien cuando le maldecían, no respondía con maldición; cuando padecía, no amenazaba, sino encomendaba la causa al que juzga justamente” (1 P. 2:23).
Aunque estemos caracterizados por la debilidad, podemos ser animados por lo que el Señor le dijo a Pablo: “Bástate mi gracia; porque mi poder se perfecciona en la debilidad” (2 Co. 12:9). Sea lo que sea que estés atravesando hoy, su gracia es suficiente.
La gracia también es esencial para el servicio cristiano. Pablo lo resumió de esta forma: “su gracia no ha sido en vano para conmigo, antes he trabajado más que todos ellos; pero no yo, sino la gracia de Dios conmigo” (1 Co. 15:10). Ahora solo vemos un anticipo de la gracia de Dios, pues Él nos mostrará “en los siglos venideros las abundantes riquezas de su gracia en su bondad para con nosotros en Cristo Jesús” (Ef. 2:7).
Richard A. Barnett