Dios mío, Dios mío, ¿por qué me has desamparado?
El salmo 22 trata de Cristo desamparado por Dios. Obviamente, también vemos que fue despreciado por los hombres: fuertes toros de Basán lo cercaron, perros lo rodearon, lo acorraló cuadrilla de malignos. Sin embargo, todo esto fue como nada para Cristo en comparación con lo que sintió ante la terrible realidad de sufrir bajo la mano de Dios, es decir, ¿qué sufrimiento se puede equiparar al de Cristo sufriendo por el pecado? Cristo reveló lo que Dios es: amor; incluso cuando se trató del asunto de nuestros pecados. En la cruz estuvo colgado el único Hombre bendito y sin mancha, y, sin embargo, ¡desamparado por Dios! ¡Qué hecho tan visible para el mundo! No es de extrañar que el sol (el testimonio central y espléndido de la gloria de Dios en la naturaleza) se haya oscurecido cuando el Fiel y Verdadero Testigo clamó a su Dios y no obtuvo respuesta.
¡Desamparado de Dios! ¿Qué significa esto? ¿Qué tiene que ver esto con el ser humano? ¿Qué parte tengo yo en la cruz? Una sola parte: mis pecados. Allí vemos a Aquel desamparado de Dios, proclamando su situación ante todos los hombres. No había nadie que lo viera y pudiese simpatizar con Él. Las mujeres que lo habían seguido desde Galilea estaban allí a lo lejos, pero no lo comprendieron. Nos confunde ese momento tan solemne y solitario que se mantiene apartado de todo lo sucedido antes o después. ¡Cómo brilla en él la perfección de Cristo!
Todo lo que emanaba de Cristo era perfecto. Sin embargo, si tengo que decir algo de Cristo, ¿cuál es mi primer pensamiento? ¿Qué tengo que llevar a la cruz? ¿Qué parte tengo en ella? Mis pecados. No hay vanidad que no hayamos preferido por sobre Él. ¡Qué pensamiento tan humillador para nosotros, ¡para mí! El Justo sufriendo por el pecado, vindicando a Dios, aunque para Él fue la más profunda agonía. Fue obediencia—sufriendo hasta lo sumo; pero desamparado. Ahora sabemos la razón. Fue por el pecado, por nuestros pecados. Nuestros pecados fueron nuestra única contribución. ¡Qué historia la nuestra! ¡Pero qué historia la Suya, qué amor tan bendito!
J. N. Darby