Conocéis la gracia de nuestro Señor Jesucristo, que por amor a vosotros se hizo pobre, siendo rico, para que vosotros con su pobreza fueseis enriquecidos.
Alguien me dijo una vez que no le gustaba la palabra “gracia”, pues pensaba que la palabra amor significaba lo mismo y era mucho mejor. Eso es un error; la gracia cubre un aspecto mucho más amplio que el amor. El hombre ama lo que, en cierta medida, es digno de amar, y piensa que Dios actúa igual que él, por lo tanto, dice: «un día iré hacia Dios y tratare de ser digno de su amor, y entonces Él me amará». Bueno, la gracia de Dios es justamente lo opuesto a este pensamiento humano. No conozco nada como ella en el mundo entero.
«¿Qué es la gracia?», me dije días atrás. «Misericordia», fue la respuesta. Bueno, es verdad que el amor de Dios y la misericordia de Dios son asuntos muy asombrosos: “Dios, que es rico en misericordia, por su gran amor con que nos amó, aun estando nosotros muertos en pecados” (Ef. 2:4-5); de manera que el amor y la misericordia nos son concedidos por gracia, es decir, por un favor puro e inmerecido. Sin embargo, esta gracia de Dios va aún más allá; realmente supera todo entendimiento humano.
Imaginemos a un criminal delante de un juez. Ser misericordioso con tal persona sería algo magnífico, pero lo que sería un verdadero milagro es que el corazón de un juez humano amara a una persona tan indigna e injusta; eso si que sería algo maravillosamente incomprensible. ¿Pero cuál sería la reacción si el juez amara tanto al culpable criminal, que él mismo tomara su lugar, sufriera todo el castigo de sus crímenes, y luego lo llevase a su propia casa, lo hiciese su compañero, y dijera: «Mientras yo viva, todo lo que tengo también te pertenece»? ¡Ah! Díganme dónde, entre todos los desalmados hijos de los hombres, ¿dónde se ha visto alguna vez una gracia semejante a esta? ¡En ningún lugar! La gloria de esta gracia solamente le pertenece a mi Dios. ¡Oh!, ¡¿cómo no hablar de esta maravillosa gracia?!
C. Stanley