Aguarda a Jehová; esfuérzate, y aliéntese tu corazón; sí, espera a Jehová.
La fe puede atravesar la tormenta con tranquilidad, pues no espera a las circunstancias para pedir ayuda, sino que se sostiene en Dios y sabe que Él es más grande que cualquier situación. La fe puede esperar, esperar y esperar hasta que Dios actúe. La desconfianza es impaciente e inquieta, y es capaz de tratar de sacar las cosas de las manos de Dios y tomar por su cuenta el objeto deseado antes de tiempo. Miren por ejemplo a Jacob y Rebeca, maquinando, fingiendo, mintiendo, engañando; no podían esperar a Dios. Miren a cualquier hombre, bueno o malo, cuya historia nos ha sido dada por Dios. La mayoría, por no decir todos, se desmoronan justo en este punto; Satanás los incitó, al menos una vez, a actuar por su cuenta en asuntos donde la fe hubiese esperado quietamente en Dios.
Miren ahora al humilde Hombre de Nazaret; escúchenlo cuando tuvo hambre en el desierto, renunciando a todos los recursos excepto a Dios, y frente al tentador que tenía 4000 años de exitosa experiencia en esa área. Escúchenlo decir: “No sólo de pan vivirá el hombre, sino de toda palabra que sale de la boca de Dios”. Véanlo, desde allí en adelante, caminando sin desviarse ante toda circunstancia de prueba y dolor, yendo directo hacia la cruz. Su única preocupación fue siempre la gloria de Dios. ¡Cuán asombrados quedaron sus discípulos de que no se salvara a sí mismo! Cuando Pedro saco su espada y atacó al siervo del sumo sacerdote, ¿no vemos allí la impaciencia humana contrastada con la mansedumbre del Señor?
Pero ¿dónde está Jesús ahora? Coronado de gloria y honra en el trono del Padre. Él encomendó su camino a Dios, Dios oyó su oración y lo exaltó cuando llegó el momento. Él es el Autor y Consumador de la fe, y en Él no hay errores, impaciencia, apuros ni descontentos, sino que siempre anduvo con perfecta paz, pues siempre confió en su Dios. Y Él es nuestro modelo; no Abraham ni Moisés, sino Jesús. Él nos da su paz para que sigamos sus pisadas y dependamos por completo del amor del Padre, quien jamás se equivoca.
J. T. Mawson