Yo conozco tus obras, que ni eres frío ni caliente. ¡Ojalá fueses frío o caliente! Pero por cuanto eres tibio, y no frío ni caliente, te vomitaré de mi boca.
En el mensaje a Laodicea vemos con solemnidad hasta donde ha llegado el fracaso de la Iglesia responsable. Se ha abusado de la gracia vivificadora del Señor y no se ha prestado atención a sus advertencias. Sin embargo, en medio de todo el fracaso, el Señor sigue siendo el recurso inmutable de su pueblo, e incluso en el día más oscuro, siempre habrá una bendición especial para cada creyente en particular.
El Señor se presenta como un contraste asombroso ante la gran profesión cristiana, la cual no ha sido fiel a Dios ni ha sido un verdadero testimonio ante los hombres. Él es “el Amén”, aquel por el cual todo propósito de Dios se cumplirá; “el Testigo fiel y verdadero, el principio de la creación de Dios”.
El fracaso que comenzó con la pérdida del primer amor finaliza en una completa indiferencia hacia Cristo. La Iglesia permanece inmóvil, aun cuando Cristo está fuera de la puerta (v. 20), y se muestra sorda ante todos los llamados que Él realiza para ganar su corazón. La gran masa profesante utiliza la verdad que la gracia les devolvió para exaltarse a sí mismos y vanagloriarse de sus riquezas; su vanidad los enceguece, no permitiéndoles ver su condición. No se dan cuenta que a los ojos del Señor son espiritualmente desventurados, miserables, pobres, ciegos y desnudos. Su condición es nauseabunda, y el único fin posible es que Él rechace por completo a la profesión cristiana.
Sin embargo, en medio de estos días oscuros, aquellas almas fieles, a las que el Señor ama, se manifestarán a través de sus reprensiones y castigos, los cuales utilizará para atraerlos a sí mismo. Con paciencia, el Señor llama a la puerta, buscando un lugar en sus corazones. Cuando alguien abre la puerta de su corazón, el Señor le dice: “entraré a él, y cenaré con él, y él conmigo”. ¡Cristo entrará en todos nuestros ejercicios y pruebas!
Hamilton Smith