Al tercer día se purificará con aquella agua, y al séptimo día será limpio.
Pensemos en Pedro. Él negó al Señor, y cuando el galló canto, el Señor se volteó y miró a Pedro. Él no se había dado cuenta de su pecado, ni había percibido su apartamiento hasta ese momento; pero la mirada de Cristo penetró su alma. Para Pedro había llegado el “tercer día” del versículo de hoy, y Cristo dejó que se apartara para llorar amargamente (Lc. 22:60-62). La mirada del Señor dejó al descubierto las profundidades de su alejamiento del Señor. Sin embargo, para Pedro también hubo un “séptimo día”. La alegría de su corazón, que hizo que se ciñera la ropa y se lanzara al mar para ir con su Maestro, demuestra que su corazón había sido restaurado; el “séptimo día” había llegado. ¿Quién había tomado “el manojo de hisopo” y reavivado el recuerdo de los sufrimientos de su Salvador cuando cargó sus pecados en aquella cruz? ¡El Hombre limpio!
Cuando David consumó su adulterio y el homicidio de Urías, y trató de continuar con su vida y olvidar el crimen cometido, ¿quién envió al profeta para que abriera los ojos de David, los cuales estaban cegados a causa de su concupiscencia? ¿Natán había sido enviado para restaurar a David a Su comunión? No, fue para hacer la obra del “tercer día” y humillar su alma en agonía con el clamor: “Pequé contra Jehová” (2 S. 12:13). “Purifícame con hisopo, y seré limpio” (Sal. 51:7). Esta fue una verdadera convicción de pecado, un verdadero “tercer día”. Fue el horror de sí mismo y el juicio propio a los ojos de Dios, quien no le había imputado su pecado, sino que lo había quitado. Ahí no vemos una comunión restaurada, sino solo tristeza y dolor.
Sin embargo, al “séptimo día”, el niño, fruto de su adulterio, murió. Figurativamente, el hisopo de nuevo se sumergió en el agua de la purificación, la cual fue rociada sobre su alma. ¿No sintió David como sus esperanzas se reavivaron en Dios? Su verdadero estado (no simplemente lo que sintió) fue recuperado. “Vuélveme el gozo de tu salvación” (Sal. 51:12). Ahora podía lavar su rostro y ungirse, y entrar en la casa del Señor y adorar. Para David, ese fue el “séptimo día”.
F. G. Patterson