Jehová habló a Moisés y a Aarón, diciendo: … Di a los hijos de Israel que te traigan una vaca alazana, perfecta, en la cual no haya falta, sobre la cual no se haya puesto yugo.
Números 19 es la única referencia a la obra de Cristo que encontraremos en el relato del viaje del pueblo a través del desierto. Esto es muy significativo e instructivo. De hecho, es la clave para entender el libro de Números. La redención de Israel del poder de Egipto es lo que caracteriza al libro del Éxodo. La obra propiciatoria del gran día de la expiación (Lv. 16) es lo que caracteriza al libro de Levítico ante el fracaso del sacerdocio. Y la mantención y restauración de aquel que estaba inmundo es la característica especial del libro de Números. Cada uno de estos caracteres corresponde adecuadamente al libro en el cual se encuentra, así como al estado del pueblo y los aspectos en los que es visto el Señor.
En todo esto hay algo asombroso: no volvemos a ver que se repita la aspersión de sangre de la redención tal como sucedió en la Pascua en Egipto. De igual forma, cuando la sangre de Cristo ha sido aplicada a nuestras almas, jamás será necesaria su reutilización. Su eficacia es permanente y eterna. Nunca encontraremos, en las enseñanzas del Nuevo Testamento, que la preciosa sangre de Cristo necesita ser aplicada una y otra vez a nuestras almas.
Sin embargo, lo que vemos aquí, en el libro de Números, es cuán importante era esta agua de la purificación mezclada con las cenizas de la vaca. Evidentemente no nos presenta, figurativamente, el aspecto más elevado de la bendita obra de nuestro Señor; pero si nos muestra algo muy necesario y que nos humilla grandemente, pues dice relación con los fracasos del pueblo de Dios. Tampoco nos presenta la excelencia de la obra de Cristo, pues un becerro representaría mejor ese aspecto. Tampoco prefigura su sumisión pasiva y silenciosa, como un cordero sin mancha ni contaminación. No, aquí vemos un aspecto inferior (aunque no menos importante) que todos los anteriormente mencionados: una vaca roja, perfecta, sin falla, y sobre la cual no se haya puesto yugo.
F. G. Patterson