Porque todo lo que es nacido de Dios vence al mundo; y esta es la victoria que ha vencido al mundo, nuestra fe. ¿Quién es el que vence al mundo, sino el que cree que Jesús es el Hijo de Dios?
Es precioso contemplar los triunfos morales del cristianismo — las victorias que obtiene sobre el yo y el mundo, y la maravillosa forma en la que se obtienen tales victorias. La ley decía: «Haz esto y no hagas esto otro». Sin embargo, el cristianismo habla en un lenguaje completamente diferente. En él vemos la vida otorgada como un don gratuito—la vida que fluye directamente de un Cristo resucitado y glorificado. Esto es algo que está lejos del alcance de la ley. El lenguaje de la Ley era el siguiente: aquel que practique estas cosas vivirá por ellas. Una larga vida en la tierra era todo lo que la Ley les proponía a aquellos que pudiesen guardarla. La vida eterna en un Cristo resucitado era algo completamente desconocido e impensado bajo el sistema mosaico de la Ley.
El cristianismo no solo da vida eterna (en la Persona de Jesucristo), sino que también da un objeto en el que esa vida puede fijar sus ojos—un centro alrededor del que los afectos pueden circular y un modelo sobre el cual fundar aquella vida. Es decir, nos otorga vida divina y un centro divino. A medida que la vida se mueve alrededor de aquel centro, nos alejamos del yo, nos hallamos fuera de su influencia. Este es el secreto de la abnegación.
“Mas la Escritura lo encerró todo bajo pecado, para que la promesa que es por la fe en Jesucristo fuese dada a los creyentes. Pero antes que viniese la fe, estábamos confinados bajo la ley, encerrados para aquella fe que iba a ser revelada. De manera que la ley ha sido nuestro ayo, para llevarnos a Cristo, a fin de que fuésemos justificados por la fe” (Gá. 3:22-24). “Con Cristo estoy juntamente crucificado, y ya no vivo yo, mas vive Cristo en mí; y lo que ahora vivo en la carne, lo vivo en la fe del Hijo de Dios, el cual me amó y se entregó a sí mismo por mí” (Gá 2:20).
C. H. Mackintosh