Un ángel del Señor, descendiendo del cielo y llegando, removió la piedra, y se sentó sobre ella … el ángel, respondiendo, dijo a las mujeres: No temáis vosotras; porque yo sé que buscáis a Jesús, el que fue crucificado. No está aquí, pues ha resucitado, como dijo. Venid, ved el lugar donde fue puesto el Señor.
(Mateo 28:2, 5-6)
La tumba vacía de Jesús es el testimonio silencioso y efectivo de su resurrección. Si hubiese sido posible encontrarlo, entonces sus discípulos lo habrían recuperado y dado una nueva y cuidadosa sepultura. Si sus enemigos hubiesen hecho tal hallazgo, entonces lo habrían desplegado con un júbilo diabólico como una clara demostración que Él se había equivocado. Sin embargo, el cuerpo no fue hallado ni por amigos ni enemigos, pues Dios resucitó a su Hijo de entre los muertos como una muestra de su completa satisfacción en la obra de la cruz.
Aquella mañana del primer día de la semana, la tumba estaba vacía, no porque los discípulos hayan ido de noche para robar el cuerpo mientras los soldados dormían, ni porque los principales sacerdotes y sus emisarios se hayan animado a quebrantar el sello romano puesto sobre la roca que cubría la entrada de la tumba. Esta estaba vacía porque Jesús había cumplido lo que había anunciado: si ellos destruían el templo de su cuerpo, entonces Él resucitaría al tercer día.
La resurrección se le atribuye al Padre: “el Dios de paz que resucitó de los muertos a nuestro Señor Jesucristo” (He. 13:20); al Hijo: “Tengo poder para ponerla [su vida], y tengo poder para volverla a tomar” (Jn. 10:18); y al Espíritu Santo (Ro. 8:11). Toda la Trinidad formó parte de este evento glorioso; el supremo milagro de todos los siglos. José de Arimatea poco se dio cuenta del honor que le fue dado cuando preparó aquel sepulcro nuevo. Ese lugar se convirtió en la morada, por unas pocas horas, del cuerpo de Aquel que hoy vive por los siglos de los siglos.
H. A. Ironside