Apareció Jehová a Abram, y le dijo: A tu descendencia daré esta tierra. Y edificó allí un altar a Jehová, quien le había aparecido.
El Dios de gloria se le apareció a Abram y lo llamó a que saliera de un ambiente idólatra. Esto es porque después del diluvio los descendientes de los hijos de Noé se apartaron de Dios y comenzaron a servir “a dioses extraños” (Jos. 24:2). Incluso los descendientes de Sem se habían vuelto idólatras. Por fe, Abram respondió al llamado de Dios, sin saber a dónde iba. Y así fue como se convirtió en el padre de todos los creyentes, sean estos de entre los judíos o de entre los gentiles.
Abram además le respondió a Dios con un sacrificio de adoración. La idolatría le quita a Dios la porción que le corresponde, pues reemplaza al Dios vivo por una imitación, la cual se convierte en un centro de atracción, afecto y alabanza. Incluso los verdaderos cristianos pueden sustituir a Dios por otros intereses, quizás no oficialmente, pero sí en la práctica. Juan advierte a los hijos de Dios a que estén atentos contra este peligro y les pide que se guarden de los ídolos (1 Jn. 5:21). Abram, que más tarde fue llamado Abraham, se convirtió en un verdadero vencedor, pues debido a su amor a Dios, él aprendió a poner los intereses de Dios en primer lugar y por sobre todo. Es por eso que la Palabra lo llama “amigo de Dios”.
Abram estaba rodeado por la idolatría cananea y la iniquidad de los amorreos, pero Dios lo animó a confiar en Él. Fue entonces cuando Abram edificó un altar al Señor que se le había aparecido (Gn. 12:7). ¡Qué fe y qué amor por Dios! Todo el que miraba aquel altar podía reconocer que Abram era un testigo de Dios. Al Señor le agrada que los creyentes sean un testimonio público de Él, que sean vistos como vencedores y personas que aman a Dios. La palabra “altar” significa «lugar de sacrificio», y tal testimonio público está basado en el verdadero sacrificio de nuestro Señor, ofrecido una vez y para siempre en la cruz del Calvario.
Alfred E. Bouter