Se le apareció Jehová a Salomón en Gabaón una noche en sueños, y le dijo Dios: Pide lo que quieras que yo te dé. Y Salomón dijo: … yo soy joven, y no sé cómo entrar ni salir. Y tu siervo está en medio de tu pueblo al cual tú escogiste; un pueblo grande, que no se puede contar ni numerar por su multitud. Da, pues, a tu siervo corazón entendido para juzgar a tu pueblo, y para discernir entre lo bueno y lo malo; porque ¿quién podrá gobernar este tu pueblo tan grande?
(1 Reyes 3:5, 7-9)
Salomón estaba delante de Dios con un corazón íntegro, y solo buscaba una cosa: servir al Señor en las circunstancias en las que Él lo puso como líder del pueblo. Él le pidió al Señor un “corazón entendido”, o literalmente: «un corazón que oye». Oír es la puerta del discernimiento y la inteligencia. Para ser sabio, uno debe comenzar por escuchar a la sabiduría: “Bienaventurado el hombre que me escucha” (Pr. 8:34). Todo verdadero servicio comienza por unos oídos dispuestos a oír. Salomón no sabía “cómo entrar ni salir”. Solo podía aprender esto escuchando. Todo el que no comienza por enlistarse en la escuela de la sabiduría jamás será un verdadero siervo. Ese fue la senda del servicio de Cristo como Hombre. “Jehová el Señor me dio lengua de sabios…despertará mañana tras mañana, despertará mi oído para que oiga como los sabios” (Is. 50:4).
Salomón le pidió al Señor un corazón entendido. No podemos aprender a conocer la mente de Dios si no es con el corazón—no con la inteligencia. La verdadera inteligencia es el resultado del amor por Cristo. El corazón oye, y cuando ha recibido las lecciones que necesita, es hecho sabio y capaz de discernir entre el bien y el mal, y de cuidar del pueblo de Dios. Lo que hace que el rol que juega el corazón sea tan importante en el servicio es que ningún juicio puede estar en conformidad con la mente de Dios si el amor no es su punto de partida.
H. L. Rossier