El Señor Está Cerca

Día del Señor
7
Marzo

Porque ellos mismos cuentan de nosotros la manera en que nos recibisteis, y cómo os convertisteis de los ídolos a Dios, para servir al Dios vivo y verdadero, y esperar de los cielos a su Hijo, al cual resucitó de los muertos, a Jesús, quien nos libra de la ira venidera.

(1 Tesalonicenses 1:9-10)

Esperar de los cielos al Hijo de Dios

Aquí tenemos un ejemplo maravilloso del efecto de un evangelio claro y completo, recibido con fe sencilla y sincera. Ellos se convir­tieron a la bienaventurada esperanza de la venida del Señor. Esa era una parte integral de su fe. ¿Hubo en realidad un abandono de los ídolos? ¡Sin duda alguna! ¿Fue en realidad una determinación de servir al Dios vivo! ¡Incuestionablemente! Pues entonces, es igual de real, de positivo, de sencillo, ese esperar de los cielos al Hijo de Dios. Si ponemos en duda la realidad de uno de esos hechos, enton­ces tenemos que cuestionar la realidad de todo el resto, pues están estrechamente unidos.

Si le preguntabas a un cristiano tesalonicense qué es lo que espe­raba, ¿cuál habría sido su respuesta? ¿Habría dicho: «estoy espe­rando que el mundo mejore por medio del evangelio» o «estoy espe­rando el momento de mi muerte para ir a estar con Jesús»? ¡Nada de eso! Su respuesta habría sido: «estoy esperando que el Hijo de Dios venga de los cielos». Esta, y nada más, es la verdadera espe­ranza del cristiano, la genuina esperanza de la Iglesia.

Esperar que el mundo mejore no es para nada una esperanza cristiana. Si ese fuera el caso, bien podríamos esperar que la carne también mejore, pues existe el mismo tipo de ‘esperanza’ en lo uno como en lo otro.

En cuanto a la muerte—aunque sin duda alguna esta puede alcan­zarnos—, jamás nos es presentada como la verdadera esperanza del cristiano. No existe ni un solo pasaje en todo el Nuevo Testa­mento en el que la muerte sea vista como la esperanza del creyente. Por otro lado, la esperanza de la venida del Señor está ligada, estre­chamente, con todas las preocupaciones, asociaciones y relaciones de la vida.

C. H. Mackintosh

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