El Señor Está Cerca

Miércoles
3
Marzo

La apariencia de la gloria de Jehová era como un fuego abra­sador en la cumbre del monte, a los ojos de los hijos de Israel.

(Éxodo 24:17)

La gracia y la verdad en una persona: Jesucristo

Esto sucedió cuando Dios le dio los Diez Mandamientos a Israel. ¿Cómo podía Israel pensar en acercarse a un Dios cuya presen­cia era un fuego consumidor? Todo lo que este fuego implicaba era inquietante y amenazador. ¿Por qué? Porque en el mismo momento en que Dios dio la ley, quería que el hombre fuera consciente de este solemne hecho: sobre la base de la ley, el hombre no podía esperar que Dios le fuese favorable. Por medio del cumplimiento de la ley, el hombre podía jactarse de sus buenas obras y su supuesta justicia, pero si se atrevía a acercarse a Dios en la fuerza de esta ley, se iba a encontrar con el calor ardiente de un fuego consumidor—el juicio poderoso de un Dios santo.

Por siglos, Israel permaneció bajo la ley y experimentó esta ver­dad invariable. Al final del Antiguo Testamento, los hijos de Israel se encontraban lejos de Dios, desesperadamente necesitados de algo mucho mejor que aquella ley en la cual se jactaban.

¡Qué maravilloso contraste con el Nuevo Testamento, en rela­ción al gran Dios de gloria! Ya no vemos el fuego consumidor en la cumbre del monte, sino que el mismo Dios se acerca al hombre con una gracia llena de humildad. “Aquel Verbo fue hecho carne, y habitó entre nosotros (y vimos su gloria, gloria como del unigénito del Padre), lleno de gracia y de verdad” (Jn. 1:14). La ley no lo trajo a este mundo, sino la maravillosa gracia de su corazón, y no pudo haber venido sino con el expreso propósito de ofrecerse a sí mismo en sacrificio en el Calvario, para llevar los pecados de aquellos que se confiesan culpables y sin esperanza bajo la ley. Como “el Verbo”, Él es la misma expresión de todos los pensamientos de Dios, Aquel que es Dios sobre todas las cosas. Él “fue hecho carne”, un Hombre verdadero, tan accesible, tan lleno de gracia, tan fiel y digno de la eterna adoración de toda criatura.

L. M. Grant

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