Yo conozco tus obras, y dónde moras, donde está el trono de Satanás; pero retienes mi nombre, y no has negado mi fe.
En el mensaje a Pérgamo vemos el desvío de la Iglesia profesante luego de los días de persecución. A la profesión cristiana de este período, el Señor se presenta como Aquel que “tiene la espada aguda de dos filos”. La seria situación de la Iglesia queda expuesta por el filo cortante de la Palabra. Unir el judaísmo con el cristianismo es tratar de acomodar el cristianismo al mundo, adoptando aquello que apela a la vista y los sentidos del hombre natural. Esto no logra sacar del mundo a las personas, sino que lleva a la profesión cristiana a introducirse en el mundo. Por lo que el Señor tuvo que decir: “Yo sé dónde moras: donde está el trono de Satanás” (LBLA). El lugar en donde habitamos es una seria muestra de lo que nuestros corazones desean. Morar donde está el trono de Satanás demuestra un deseo de recibir el patrocinio y el esplendor del mundo cuyo príncipe es Satanás.
A pesar de todo esto, todavía se sostenían las verdades grandes y esenciales con respecto a la persona y la obra de Cristo, pues el Señor pudo decir: “pero retienes mi nombre, y no has negado mi fe”. Sin embargo, la Iglesia adoptó los métodos del mundo y cayó bajo los males que distinguieron tanto a Balaam en la antigüedad. Se levantó una clase de hombres que, como Balaam, transformaron el ministerio en una profesión lucrativa y que también unieron a la Iglesia con el mundo, privándola de su posición de “una virgen pura” desposada a Cristo (cf. 2 Co. 11:2). Esto abrió la puerta al nicolaitismo, el cual consideraba que la vida práctica de la piedad no era importante, ya que el creyente es justificado por la fe. Esto estaba transformando la gracia de Dios en lascivia.
El vencedor (que rechazaba las formas mundanas) sería recompensado con la aprobación secreta del Señor, y sería sustentado por Cristo, “el maná escondido”, quien fue un extraño en este mundo.
Hamilton Smith