Caín trajo del fruto de la tierra una ofrenda a Jehová. Y Abel trajo también de los primogénitos de sus ovejas, de lo más gordo de ellas. Y miró Jehová con agrado a Abel y a su ofrenda; pero no miró con agrado a Caín y a la ofrenda suya.
Después de su caída, Dios vistió a Adán y Eva con las túnicas de pieles tomadas del sacrificio que Él mismo había traído. El Génesis relata el comienzo de muchas cosas, y en este caso, la necesidad de vestimenta. Sin embargo, cuando el Hijo de Dios vino a esta tierra para convertirse en el verdadero Sacrificio, y tomar el lugar de los pecadores en la cruz, ¡Él estuvo desnudo! Era necesario que se ofreciera a sí mismo para vestirnos con las vestiduras de hermosura del Hombre resucitado y exaltado.
Luego de vestirlos, Dios los expulsó del jardín de Edén y bloqueó el acceso al árbol de la vida con querubines y una espada encendida que se revolvía por todas partes. Como buenos padres, ellos le debieron haber hablado de esto a sus hijos. Un día, Caín y Abel trajeron un sacrificio al Señor. Aunque Dios maldijo la tierra (Gn. 3:17), Caín pensó que estaba bien traer algo cultivado de ella y presentarlo a Dios, el fruto de su trabajo. Abel, por su lado, trajo de los primogénitos de su rebaño. Él debió haber oído acerca del sacrificio de Dios y cómo sus padres fueron vestidos con túnicas de pieles. Consciente de que Dios solo podía aceptarlo sobre la base del sacrificio de una víctima inocente, Abel se acercó a Dios por fe (He. 11:3) y fue un paso más allá que sus padres: él le trajo algo a Dios, de lo más gordo de los primogénitos del rebaño.
La epístola a los Hebreos describe el sacrificio de Abel como “más excelente” que el de Caín, el cual fue preparado a partir de los frutos de una tierra maldita, sin relación con la muerte de un substituto. Dios no podía aceptar tal sacrificio. Caín, caracterizado por el esfuerzo propio, se enojó y, consumido por la envidia, asesinó a su hermano Abel, el cual se caracterizó por su fe.
Alfred E. Bouter