Digo, pues, por la gracia que me es dada, a cada cual que está entre vosotros, que no tenga más alto concepto de sí que el que debe tener, sino que piense de sí con cordura, conforme a la medida de fe que Dios repartió a cada uno … Unánimes entre vosotros; no altivos, sino asociándoos con los humildes. No seáis sabios en vuestra propia opinión.
(Romanos 12:3, 16)
Puede que alguien no te hada dado el debido reconocimiento—al menos eso es lo que tú crees. Durante días, esta situación te ha molestado, y no puedes ver a esa persona y manifestar la actitud amable que tanto conviene a un cristiano.
¿Tanto te amas que tu corazón y rostro son como un sensible termómetro que, cuando se acerca alguien, se enfrían o calientan un poco más o un poco menos? ¿Tanto te amas que solo tienes comunión con aquellos que son amables contigo y te honran? ¿Prefieres guardar distancia con aquellos que parecen ser un poco más duros y menos considerados contigo? ¿Tienes un concepto tan elevado de ti mismo que te enojas cuando te contradicen? ¿Estás tan seguro de que tienes la razón que no puedes descansar hasta que tu punto de vista sea aceptado? Acuérdate que dices ser un creyente, un hijo de Dios, un cristiano. ¿Tanto te amas que esto se manifiesta en tu ropa y en tu conducta, de tal manera que otros fácilmente podrían confundirte con una persona del mundo, centrada en sí misma? ¿Es este tu caso? ¿Cuándo serás pequeño y humilde a tus propios ojos, de tal manera que te cause indiferencia que alguien no te salude?
Aquel que posee un corazón que arde por conocer mejor, día a día, a su amante y humilde Jesús, y que se postra en admiración ante Él, perderá cada vez más aquel amor por sí mismo. El lenguaje de su corazón será: “Es necesario que Él crezca, pero que yo mengüe” (Jn. 3:30). “Llevad mi yugo sobre vosotros, y aprended de mí, que soy manso y humilde de corazón” (Mt. 11:29).