Para lo cual también trabajo, luchando según la potencia de él, la cual actúa poderosamente en mí.
Dondequiera que el apóstol Pablo iba, hablaba de Cristo, amonestando a todo hombre y enseñándoles en toda sabiduría. Pudo hacerlo porque el poder de Cristo operaba en él. Una fuente de poder completamente distinta lo había vitalizado cuando respiraba “amenazas y muerte contra los discípulos del Señor” (Hch. 9:1). Desde ahí en adelante, solamente el Señor era quien actuaba en él; ahora era un siervo obediente y deseoso de complacer a su Maestro.
Este principio, ¿se aplica solamente a Pablo o también se aplica a cada uno de nosotros? ¿Acaso no tendemos a decir que esto era algo muy cierto para Pablo, pero que no es lo mismo para nosotros? ¿Pensamos que no somos capaces de hablar de Cristo, pues nos encontramos tan abrumados con el trabajo cotidiano o porque no somos dignos de llevar a cabo esa misión? ¿Suspiramos por la falta de poder en la actualidad? Pablo mismo dijo que era “torpe en el hablar” (2 Co. 11:6 LBLA); trabajó con sus propias manos para su sustento, y “con afán y fatiga día y noche” (2 Ts. 3:8); habló de sí mismo como el “principal de los pecadores”, y también escribió: “cuando soy débil, entonces soy fuerte” (2 Co. 12:10). Pablo trabajó mucho más que cualquiera de sus contemporáneos debido a la gracia de Dios que estaba con él.
La verdadera humildad nos llevará a hacer con gusto lo que el Señor nos manda, pero jamás será una excusa para desobedecer. Debemos obedecer, y El obrará. Confiemos en Dios, “que es poderoso para hacer todas las cosas mucho más abundantemente de lo que pedimos o entendemos, según el poder que actúa en nosotros” (Ef. 3:20). Él nos dará todo lo que necesitamos: tiempo, paz de corazón, sabiduría, las palabras adecuadas, y lo que sea que necesitamos para cumplir la tarea que se nos ha confiado.
K. H. Wittenburg