Así que ya no sois extranjeros ni advenedizos, sino conciudadanos de los santos, y miembros de la familia de Dios.
¡Qué maravillosas palabras de aliento para los gentiles, quienes antes estaban sin esperanza ni Dios en el mundo! ¡Qué resultados tan maravillosos emanan del sacrificio del Señor Jesucristo en la cruz! Sólo por la gracia de Dios los judíos eran salvos, pero poseían la promesa de la venida de Cristo para traerles bendiciones asombrosas. Los gentiles no poseían tales promesas. Sin embargo, la gracia de Dios en Cristo Jesús (como los vástagos de la fructífera vid de José) se extendió por sobre el muro de separación. Ahora la salvación eterna es proclamada a las naciones sobre el mismo fundamento que a los judíos.
Los gentiles no se convierten en judíos. Ellos no son ahora ciudadanos de Jerusalén ni miembros de la casa de Israel. Los creyentes de entre los judíos y gentiles son hechos uno en Cristo Jesús. Ellos son conciudadanos, no de una ciudad terrenal, sino de “la ciudad que tiene fundamentos, cuyo arquitecto y constructor es Dios”. Su ciudadanía está fuera de este mundo. Obviamente, seremos introducidos en la ciudad celestial solo cuando el Señor venga por nosotros, sin embargo, nuestra ciudadanía ya está establecida allí, junto con todos los santos de Dios.
Por otra parte, somos “miembros de la familia de Dios”. Este es un hecho presente y consumado que ya podemos valorar y disfrutar, antes del día en que seamos llamados a nuestra morada celestial. Actualmente Dios tiene una casa, en la cual todo hijo de Dios tiene su debido lugar. Allí se debe reconocer la autoridad del Señor Jesús como Hijo sobre su casa, y poner en práctica lo que Él ha ordenado y así glorificar a Dios. Si nos reunimos al nombre del Señor Jesús, entonces nos estamos reuniendo de forma consistente a la verdad de la casa de Dios y, por lo tanto, experimentaremos la dulzura de su presencia en medio nuestro.
L. M. Grant