4 - Capítulos 5:11-14 y 6

Los cielos abiertos


Cuando el autor se desvía de su argumento para exhortar a los hebreos, observamos que lo que temía en ellos no era la corrupción moral –como en el caso de los corintios–, sino la corrupción doctrinal. ¿No vemos tales variedades morales a nuestro alrededor hoy en día? Una tiene una tendencia corintia, otra una tendencia gálata. Lo que él temía de los creyentes hebreos era que abandonaran a Cristo como el objeto de su confianza.

Para el hebreo era muy difícil separarse de las cosas en las que había sido educado. Era «inexperto en la palabra de justicia» (cap. 5:13).

La mente legalista es inducida a concebir la justicia como lo hizo Moisés, es decir, como una cosa que nos está exigida, mientras Dios la considera como algo que él quiere darnos. Por eso en el capítulo 6 el autor, descubriendo este obstáculo entre ellos, hace sonar la alarma, así como al comienzo del capítulo 2 hizo resonar una palabra de exhortación. La mente carnal y la mente legalista son 2 grandes villanos. Son «zorras pequeñas, que echan a perder las viñas» (Cant. 2:15).

«Por tanto –dice el autor– dejando los rudimentos». Debo ponerlas en otro libro: «hacia la perfección». «Porque es imposible que los que una vez fueron iluminados… y recayeron, sean renovados para arrepentimiento…». Es como si dijera: “No está a mi alcance renovarlos”. Que ellos puedan ser traídos de vuelta o no, es algo que pertenece a Dios, algo que está entre ellos y Dios. Es terrible volver a las ordenanzas después de haber conocido a Cristo; pero tampoco se puede decir que eso mismo no les sea perdonado a muchos que, después de haber caído así en una trampa, vuelvan otra vez[2].

[2] Seguimos el orden de las Escrituras, desplazando aquí el comentario referente al paréntesis que aparece desde el capítulo 5:10 hasta el final del capítulo 6. El autor del artículo había colocado este comentario al principio del capítulo 8.

¿Qué emplea Dios hoy para cultivar nuestros corazones? (v. 7). La gracia, no la Ley. Moisés estaba sobre el principio de la Ley; el Señor Jesús estaba sobre el principio de la gracia. Corazones libres, felices y agradecidos son los frutos propios –las «plantas provechosas»– de tal labranza. ¿Cómo está su alma delante de Dios? ¿Piensa usted encontrarlo en juicio o en gracia?

¿Su alma está en comunión con Dios merced a la libertad de la gracia, o teme un próximo día de juicio? En este último caso, ella no produce hierba provechosa para Aquel por quien es labrada, sino espinos y abrojos, producto natural de un escenario corrupto, ya sea la tierra que piso o el corazón que llevo dentro de mí. Si actúo con un espíritu legalista, con un espíritu de justicia propia, si mis relaciones con Dios son como las que mantengo con un juez, ¿no es eso actuar según la naturaleza y producir espinos y abrojos? Si, por el contrario, ando en la confianza filial de uno que ha confiado en la salvación de Dios, allí está la tierra que produce hierbas provechosas para aquel por quien es labrada.

Ahora bien, ¿sobre qué se funda el autor para estar persuadido de «cosas mejores» (v. 9) en cuanto a ellos? No le basta la simplicidad con que ellos habían recibido la gracia, sino que considera los frutos de justicia que se veían entre ellos, cosas hermosas que acompañan a la salvación, pero que nunca la constituyen. Por tanto, al comprobar esta abundante y bella fertilidad, es como si les dijera: “Aunque estoy haciendo sonar una alarma, no es por ustedes que temo”. Después de ubicarse sobre este terreno, prosigue en él hasta el final del capítulo, y solo retorna a lo doctrinal cuando llega al capítulo 7. Les ruega que continúen sirviendo a los santos. El conocimiento que ustedes tienen de Cristo, ¿produce estos 2 resultados: comunión secreta del alma con él y energía práctica en una marcha cristiana fecunda? Ahora –dice él– perseveren en la hermosa actividad práctica que han comenzado. No se hagan perezosos, «sino imitadores de los que heredan las promesas por medio de la fe y la paciencia».

A continuación, presenta a Abraham como uno que no aflojó su mano hasta el final. Abraham no solo obtuvo la promesa (Gén. 15), sino que perseveró con paciencia hasta que le fue confirmada por juramento (Gén. 22). Nosotros no estamos llamados a la fe solamente, sino también a la paciencia de la fe. Uno podría tener un consuelo y, sin embargo, no tener un fortísimo consuelo. Esto lo vemos en Abraham. Tuvo un consuelo en Génesis 15, y un fortísimo consuelo en Génesis 22. Cierta vez un creyente me dijo: “En esta última enfermedad el Señor me tuvo tan cerca de él que sentí como si nunca antes hubiera creído”. El apóstol quería que fuésemos como Abraham en Génesis 22, para que: «Tengamos un poderoso consuelo los que hemos huido en busca de refugio, para aferrarnos a la esperanza puesta ante nosotros» (v. 18).

Generalmente se aplica mal este pasaje. No se trata de un pecador que corre a refugiarse en la sangre de Cristo, sino de un creyente que corre hacia la esperanza de la gloria para escapar del naufragio de todas las perspectivas terrenales. Esto basta para probarnos. ¿Nos aferramos al naufragio de todo aquí abajo? ¿Alimentamos esperanzas para mañana? Abraham huyó de todas las perspectivas terrenales para asirse de la esperanza de la gloria. El autor dice: «Aferrarnos a la esperanza», no de la cruz. La Palabra de Dios tiene una intensidad tal que a menudo se nos escapa. Seguidamente vuelve a las figuras levíticas. Su esperanza, ¿penetra dentro del velo? ¿Tienen todavía una esperanza acerca de mañana, una esperanza en la tierra? De qué está pendiente su esperanza: ¿del retorno de Cristo o de lo que el día de mañana les promete en este mundo?

«Adonde Jesús entró por nosotros como precursor». Aquí el Señor Jesús es revelado bajo un nuevo carácter. Lo vemos en el cielo no solo como nuestro Sumo Sacerdote, sino también como quien ascendió allí para asegurarnos un lugar con él mismo. ¡Oh, si fuésemos capaces de descubrir las glorias de la dispensación actual! Ella está llena de glorias. Jesús está ahora en el cielo con la gloria de un precursor –de un Sumo Sacerdote–, de aquel que hizo la purificación de nuestros pecados. Allí está sentado y adornado de glorias. Vestirá otras glorias en los cielos milenarios, pues también será Rey de reyes y Señor de señores en la tierra milenaria. No lo es actualmente, pero hay glorias en las cuales él brilla a los ojos de la fe. Con corazones sinceros y contritos, meditemos en las glorias «al final de estos días», como se los llama en esta Epístola (cap. 1:2).


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