12 - Capítulo 13

Los cielos abiertos


Estamos llegando al final de la Epístola y aquí encontramos, como en otras, cierto número de detalles. La estructura de todas las Epístolas de Pablo suele comenzar por la doctrina y terminar con exhortaciones. Lo mismo ocurre aquí. «Permanezca el amor fraternal». Y luego (como un hermano puede ser forastero) dice: «No os olvidéis de la hospitalidad». Para estimularnos a cumplir ese deber, el autor nos recuerda que algunos, sin saberlo, hospedaron ángeles. También exhorta: «Acordaos de los presos», y el estímulo sigue: «Como si estuvieseis presos con ellos», es decir, tomen su lugar en el Cuerpo de Cristo como prisioneros suyos, no como prisioneros en cuanto al cuerpo, sino en sentido figurado. Cuando habla de sufrimientos soportados por causa de Cristo, apela a nosotros como miembros de su Cuerpo; pero cuando se trata de sufrir la adversidad, de ser maltratados (v. 3), apela a la vida natural: «Como estando también vosotros en el cuerpo».

Seguidamente aparecen los deberes divinos de pureza (v. 4) y de inconformidad con el mundo (v. 5). Este carácter de la conducta del cristiano está expresado en las palabras: «Contentos con lo que tenéis ahora», no procurando ser más ricos mañana que hoy. Luego el Señor nos habla en el versículo 5, y nosotros le respondemos en el versículo 6. Esta es la respuesta de la fe a la gracia, la respuesta del corazón del creyente al corazón del Eterno Dios. Después exhorta sobre la sumisión: «Acordaos de vuestros conductores». No se trata de seguirlos ciegamente, como ocurría con los paganos, arrastrados tras los ídolos mudos (1 Cor. 12:2). No debemos ser conducidos como ciegos. No, sino como personas inteligentes: «Nadie puede decir: Jesús Señor, sino por el Espíritu Santo» (1 Cor. 12:3). Somos el pueblo vivo de un templo vivo. De modo que «considerando el final de su conducta, imitad su fe», la fe que predicaron y en la cual murieron[4].

[4] Como alguien dijo antes de morir: “He predicado a Jesús, he vivido a Jesús y deseo estar con Jesús”.

A continuación, el autor cambia de tema y toca otro punto en el versículo 8. Este versículo: «Jesucristo es el mismo ayer, y hoy, y por los siglos», puede llamarse el emblema de la Epístola, bajo un aspecto. Lo que quiero decir es que, como lo vimos antes, en esta Epístola el Espíritu de Dios considera una cosa tras otra –echando un vistazo a los ángeles, a Moisés, a Josué, a Aarón, al antiguo pacto, a los altares con sus ofrendas– y sucesivamente las pone a un lado para dar lugar a Cristo. Y no quisiéramos que fuese de otra forma. Ponemos nuestro sello a ese proceder con todo el corazón, con toda el alma. Que todo desaparezca y dé lugar a Cristo, y cuando Cristo está introducido, no lo abandonemos por nada del mundo. Esto es lo que tenemos en el versículo 8. Por un instante el escritor considera el objeto de la Epístola: “He desplazado todo para introducir a Cristo; ahora consérvenlo delante de ustedes”. Es la preciosa conclusión de toda la enseñanza de la Epístola.

Pero viene una consecuencia: «No os dejéis engañar por doctrinas diversas y extrañas», doctrinas ajenas a Cristo. Hemos obtenido todo en Cristo; tengamos cuidado y aferrémonos a él. Si Cristo es mi doctrina, me he apropiado de la gracia. «Bueno es afirmar el corazón por la gracia». El Señor está puesto delante de nosotros como la suma de nuestra doctrina, una doctrina que exhala gracia para el pecador arrepentido. Sobre todo, no leamos el versículo 9 como si en alguna medida pudiéramos afirmar nuestros corazones con «alimentos ceremoniales». La «gracia» está en oposición a esas viandas, que son los preceptos religiosos mencionados en otro pasaje: «No tomes, ni gustes, ni toques» (Col. 2:21). Estos no nos proporcionan nada, ni provecho ni honra. ¿Acumularíamos preceptos religiosos carnales?

El capítulo 2 de la Epístola a los Colosenses declara que en ellos no hay valor alguno, y el versículo 9 de nuestro capítulo nos dice que esos alimentos «que de nada han aprovechado a los que los han comido». Cuando se las prueba y escudriña cuidadosamente, el resultado es que todas son para satisfacción de la carne. Desde el momento en que hallé al Señor, mi corazón se afirmó con la gracia. Se ha dicho que, de todas las religiones profesadas en la tierra, la única que tiene por secreto la gracia es la doctrina de Dios. ¡Todas buscan apaciguar a Dios, como si ello fuese posible! La doctrina de Dios es la única fundada sobre la gracia. Esto es exactamente lo que nos está presentado aquí. No nos dejemos llevar por doctrinas extrañas a Cristo.

«Tenemos un altar». ¿Cuál es el altar de esta dispensación? Es un altar exclusivamente consagrado al holocausto, a servicios de acción de gracias. Los judíos tenían un altar para el sacrificio expiatorio, pero nosotros no tenemos altar semejante. Cristo estuvo en el altar de la expiación, y ahora nosotros ministramos como sacerdotes en un altar de servicios de acción de gracias. Recordamos que la sangre del Hijo de Dios ha sido derramada y que servimos en un altar en el que sabemos que el pecado ha sido quitado, borrado y echado tras las espaldas. Y allí, en su altar, ofrecemos un constante servicio de alabanzas. Mas aquellos que vuelven a los servicios del tabernáculo no tienen derecho, no les compete estar como sacerdotes en el altar de la presente dispensación. Muchas almas amadas por el Señor –y que le aman– luchan contra una mente legalista; pero eso es muy diferente a remplazar a Cristo por cualquier cosa, como lo hacían los gálatas, poniendo una muleta debajo de él. En esta Epístola el Espíritu no disputa con las pobres almas que luchan; pero procurar ofrecer sacrificios expiatorios y no mantener celosamente nuestro altar para los servicios de alabanzas es blasfemar el sacrificio del Hijo de Dios.

Ahora, tras ubicarnos ante su altar, así como dentro del Lugar Santísimo, la Epístola nos muestra nuestro lugar fuera del campamento. Jesús fue aceptado en el Lugar Santísimo por Dios, y fue puesto fuera del campamento por los hombres. Esas son precisamente las 2 posiciones que debemos compartir con Cristo. Allí nos coloca la actual dispensación. ¿Han visto alguna vez tal gloria moral, vinculada con una criatura de Dios? ¡Llamados a salir del campamento con Cristo para llevar su oprobio! ¿Están los ángeles en una situación semejante? ¿Acaso él les dijo alguna vez: «Vosotros sois los que habéis permanecido conmigo en mis pruebas»? (Lucas 22:28). Los ángeles jamás son invitados a compartir sus dolores. Él nunca confirió a los ángeles un honor semejante. Por lo tanto, pronto la Iglesia estará más cerca del trono que los ángeles. «No tenemos aquí ciudad permanente», pues Cristo no la tuvo.

En el versículo 16 vemos más cosas hermosas: hay otro carácter de servicio para nuestro altar, al cual somos llamados: «De hacer bien y de la ayuda mutua, no os olvidéis». En varios pasajes de la Escritura hallamos que, cuanto mayor es el gozo que tenemos en Dios, más generosos seremos los unos con los otros. Es el carácter mismo del gozo ensanchar el corazón. En Nehemías 8 vemos al profeta diciendo al pueblo: «Id, comed grosuras, y bebed vino dulce, y enviad porciones a los que no tienen nada preparado; porque día santo es a nuestro Señor; no os entristezcáis, porque el gozo de Jehová es vuestra fuerza… Y todo el pueblo se fue a comer y a beber, y a obsequiar porciones, y a gozar de grande alegría» (v. 10, 12). Un hombre feliz no puede menos que mirar a su alrededor y hacer felices a otros con él.

Después de esto el autor se refiere a los actuales conductores (v. 17). En el versículo 7 se refería a los que habían muerto. De nuevo pregunto: ¿Se trata de una sumisión ciega? No; debemos reconocerlos, pues ellos velan por nuestras almas. Un ministerio oficial sin el poder, sin la unción del Espíritu Santo, es algo que la dispensación actual desconoce; reconocer tal ministerio es entrar en un elemento corrupto y salir del elemento de Dios. Debemos mantener pura la dispensación con fidelidad a Dios. Una mera autoridad oficial solo es un ídolo.

El autor de la Epístola, este vaso del Espíritu Santo (si se trata del apóstol Pablo, el siervo más poderoso que jamás haya servido en el nombre de Dios), desciende al nivel del redimido más débil: «Orad por nosotros», y lo pide en virtud de una buena conciencia. ¿Podrían pedirle a otro que orara por usted si se propusieran errar? ¡Imposible! Aquí pide que oren por él porque sabe que tiene una buena conciencia. Luego presenta un tema de oración. ¡Oh, qué intimidad hay en la Escritura! Ella no nos saca de nuestro propio mundo de afectos y simpatías. Después el autor prorrumpe en su doxología: «A quien sea la gloria por los siglos de los siglos. Amén».

Ahora, si recordamos lo que hemos dicho, hallaremos aquí una cosa nueva y extraña. El versículo 20 nos presenta al Señor en su resurrección, no en su ascensión. El gran tema de esta Epístola, como lo hemos visto desde el principio, es Cristo visto en el cielo. Pero este versículo no va más allá de la resurrección. ¿Por qué, al terminar, hace descender a Cristo del cielo? Ha mantenido nuestra vista fija en Cristo en el cielo, y justo al concluir lo hace descender a la tierra. Sí, pues es muy grato saber que no necesitamos pasar por la muerte y la resurrección para entrar en contacto con el Dios de paz. Hemos llegado al Dios de paz cuando llegamos al Dios de resurrección. La resurrección prueba que la muerte está abolida. La muerte es la paga del pecado, y, si la muerte está abolida, el pecado está abolido, por cuanto la muerte sigue al pecado, así como la sombra sigue al objeto.

El pacto es llamado «eterno», porque nunca será reemplazado. El antiguo pacto fue definitivamente quitado; el nuevo siempre es nuevo y nunca será abrogado. La sangre es tan fresca hoy para hablar de paz a la conciencia como cuando rasgó el velo. Así, cuando venimos a la vida cotidiana, somos traídos aquí para estar con toda simplicidad en compañía del «Dios de paz, que en virtud de la sangre del pacto eterno levantó de entre los muertos a nuestro Señor Jesús, el gran Pastor de las ovejas» que selló para siempre la remisión de nuestros pecados. Podemos, pues, olvidarnos del pecado. En un sentido elevado, nos acordaremos siempre de él; pero en lo que respecta a nuestra condición delante de Dios, podemos olvidarnos de él para siempre.

La oración final expresa el deseo que Dios nos forme, nos amolde para hacer su voluntad. El versículo 21 nos hace experimentar efectivamente cuán lejos estamos de «hacer su voluntad», como si no nos sintiéramos en nuestro elemento cuando Dios obra para moldearnos así. Por último, el autor de la Epístola concluye con unas pocas palabras dirigidas a los hermanos: «La gracia sea con todos vosotros».


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