3 - Capítulo 5:1-10
Los cielos abiertos
Leamos ahora hasta el versículo 10 del capítulo 5. Observemos que, desde allí hasta el final del capítulo 6, el autor abre un paréntesis para hacernos serias advertencias. Él utiliza mucho ese estilo parentético, y nosotros también hacemos bastante uso de él en las conversaciones que tenemos unos con otros. Esos pequeños intervalos o interrupciones en un discurso siempre son gratos.
En los 10 primeros versículos del capítulo 5 nos está presenta un asunto de bastante peso. En el primer versículo encontramos una idea general y abstracta del sacerdocio considerado como aquello que asegura a los hombres sus relaciones con Dios. Luego nos está presenta el carácter de este servicio: «Para ofrecer dones y sacrificios por el pecado», esto es, para que conduzca tanto los servicios de adoración como los expiatorios ante Dios. Cristo está en pie para conducir nuestros intereses junto a Dios, bajo cualquier forma. Él es «tomado de entre los hombres» para que pueda tener compasión de los ignorantes y extraviados. No está tomado de entre los ángeles. En 1 Timoteo leemos: «El hombre Cristo Jesús» (2:5). Dios, al ordenar un sacerdote para nosotros, eligió uno que pudiera mostrarse indulgente. Al final del capítulo 7 vemos que el Señor Jesús estuvo exento de debilidades, pero aquí el sacerdote era un hombre capaz de sentir simpatía, porque él mismo estaba rodeado de debilidad. El Señor Jesús aprendió a sentir simpatía, y a obedecer a través de lo que padeció.
En el Antiguo Testamento 2 personas están puestas distintamente en el oficio sacerdotal: Aarón, en los capítulos 8 y 9 de Levítico, y Finees en Números 25. La diferencia entre ellos era esta: Aarón simplemente fue llamado al sacerdocio; Finees, en cambio, lo adquirió por derecho. Cuando consideramos al Señor Jesús, en su persona vemos reunidos estos 2 caracteres, el de Aarón y el de Finees. Él fue «llamado por Dios, así como lo fue Aarón» (v. 4). Pero Aarón solo fue un sacerdote llamado. Finees, en cambio, no fue llamado como Aarón, sino que adquirió su título. ¿Cómo lo adquirió? Hizo expiación por los hijos de Israel el día en que cometieron grave violación en el asunto de las hijas de Baal-peor, de manera que el Señor pudo considerar nuevamente con satisfacción a su campamento errante en el desierto. Finees se apresuró a ejecutar la venganza de la justicia y a hacer expiación por el pecado del pueblo. «Entonces Jehová habló a Moisés, diciendo: Finees hijo de Eleazar, hijo del sacerdote Aarón, ha hecho apartar mi furor de los hijos de Israel… Por tanto, diles: He aquí yo establezco mi pacto de paz con él… el pacto del sacerdocio perpetuo» (Núm. 25:10-13). Nada puede ser más excelente que esto. Para leer al Cristo de Dios, no podríamos tener una luz más grandiosa que la de este acto de Finees. Aarón nunca tuvo semejante derecho a un pacto de paz. De manera que tenemos estas 2 luces en el Antiguo Testamento para que podamos ver el sacerdocio del Señor Jesús[1]. “Él fue el verdadero Aarón y el verdadero Finees, los cuales son presentados aquí”.
[1] Melquisedec fue una tercera luz (Hebr. 7).
Nuestro bendito Señor Jesús fue llamado a desempeñar el oficio sacerdotal como lo fue Aarón; pero él entró en funciones porque hizo expiación. Esta tierra era como el atrio del templo, donde se hallaba el altar de bronce. Ahora el Señor Jesús está sentado en el santuario celestial que Dios levantó, y no el hombre, por cuanto él pasó por el altar de bronce en la tierra. Pasó por el altar y satisfizo sus exigencias. Nada puede ser más sencillo y, no obstante, nada puede ser más misteriosamente grandioso. ¿Cómo Dios dio testimonio de que su justicia estaba satisfecha a causa del altar de bronce? Rasgando el velo. De manera que ahora es fácil entrar. Si Dios ha rasgado el velo, ¿debo considerarlo como rasgado en vano? Si ahora el velo está rasgado, tengo tanto derecho a entrar como obligados estaban los israelitas de antaño a mantenerse fuera. Habiendo satisfecho al altar, Cristo pasó, por el velo rasgado, al interior del santuario que está en los cielos. Este pasaje nos muestra todo esto.
Cristo no se glorificó a sí mismo para ser hecho Sumo Sacerdote. ¿Por qué es un honor ser hecho Sumo Sacerdote? Usted me dirá que nada puede dignificar al Hijo de Dios; y lo admito. Pero yo le pregunto: ¿No saben tener los hombres lo que son dignidades adquiridas, así como dignidades hereditarias? El hijo de un noble que va a la guerra, ¿no puede adquirir honores que se agregan a las dignidades hereditarias de su familia? Y dígame: ¿Cuáles valorará más? Obviamente, las que ha adquirido. Él se ve más honrado por ellas. Sus dignidades hereditarias son suyas, pero no gracias a él; en cambio sus honores adquiridos son suyos de una manera más especial y personal.
Las cosas divinas se hallan ilustradas por cosas humanas. ¿Quién podría añadir algo a aquel que es Dios sobre todas las cosas, bendito por los siglos? Pero el Hijo estuvo en la batalla y adquirió honores que nunca habrían sido suyos si no hubiese aceptado la causa de los pecadores. ¡Y estos honores son caros y preciosos para el Señor! Él fue «llamado», palabra muy dulce en el original. Cuando lo hizo sentar en el santuario, Dios lo “saludó”, le “dio la bienvenida”, igual que cuando lo hizo sentar en el trono: «Siéntate a mi diestra». La Epístola a los Hebreos nos muestra tanto un trono como un santuario en los cielos abiertos.
En los versículos 7 al 9 hallamos algunas verdades de mucho valor que se relacionan con nosotros mismos.
«Quien en los días de su carne (notemos esto con santa reverencia), ofreció oraciones y súplicas con fuerte clamor y lágrimas al que podía librarle de la muerte…».
La escena de ese conflicto tuvo lugar principalmente en Getsemaní. ¿Qué pasó allí? Cristo se estremeció ante el pensamiento de sufrir el juicio de Dios contra el pecado. Y fue «escuchado y atendido a causa de su piedad». Fue oído porque la muerte, la paga del pecado, no tenía derecho sobre él. Su derecho a la liberación fue reconocido y, en lugar de serle enviado el juicio de Dios para desecar su carne, le fue enviado un ángel para fortalecerlo.
Sin embargo, padeció la muerte. Él hubiera podido valerse de su derecho personal a ser eximido de ella; no obstante, la soportó. Aprendió lo que implicaba la obediencia a su misión, cumpliéndola desde Getsemaní hasta el Calvario. Y ahora se presenta a la vista de todo pecador en la tierra como el autor de eterna salvación. En Getsemaní vemos al Señor –si me permite expresarlo así– haciendo valer su derecho contra la muerte. Su derecho es reconocido; no obstante, aunque la muerte no tenía ningún derecho sobre él personalmente, dice: «No se haga mi voluntad, sino la tuya» (Lucas 22:42).
Jesús perfectamente habría podido ir de Getsemaní al cielo, pero prefirió ir de Getsemaní al Calvario, y así, habiendo sido perfeccionado allí, vino a ser autor de eterna salvación para todos los que le obedecen. Luego, habiendo ofrecido su vida en sacrificio perfecto, el santuario lo recibió, y allí está.
En la creación, Dios puso un hombre en estado de inocencia en el huerto. En la redención, Dios puso un hombre en el cielo, en la gloria. Hay una gloria que excede a cualquier otra: la gloria que brilla en la redención eclipsa totalmente la que otrora alumbró en la creación.
Ahora llegamos al versículo 10. Observemos que el lenguaje del versículo 10 es retomado en el versículo 20 del capítulo 6 y que, entre los 2, la argumentación no ha avanzado. Allí hubo un paréntesis, por cuanto era indispensable una exhortación para estos cristianos hebreos. Ocurre lo mismo en otros lugares. Supongamos que fuésemos a meditar los capítulos 1, 2 y 3 de 1 Corintios; allí hallaríamos al apóstol impedido en su enseñanza: «Vosotros sois carnales»; yo no puedo iniciaros en los ricos tesoros que tengo guardados para la Iglesia. Lo mismo ocurre en nuestra Epístola; la única diferencia es que el mal que impedía la instrucción a los corintios era moral, mientras que el de los hebreos era de naturaleza doctrinal.