Índice general
4 - Capítulos 17 al 22 – Elías
Estudios sobre el primer libro de los Reyes
4.1 - Capítulo 17:1-7 – Elías y el torrente de Querit
La Palabra de Dios presenta aquí al primer gran profeta de Israel. Como dijimos antes, todos los demás profetas habían procedido de Judá o habían comenzado su ministerio antes de la separación de las 10 tribus. Elías era «de los moradores de Galaad». Entró en escena en los peores días de la historia de Israel, cuando la defección era generalizada y el culto a Baal, favorecido por Acab y Jezabel, se había convertido en el culto nacional. Bajo este régimen, los siervos de Jehová se veían obligados a esconderse para salvar sus vidas, y los que aún estaban a la vista del público guardaban silencio. Así que Elías estaba aparentemente solo frente a esta formidable apostasía. Su nombre es característico: Elías significa: “Aquel cuyo Dios es Jehová”, y todo el mundo puede leer este nombre en las palabras y la conducta de este hombre. Su Dios es el que Israel había abandonado. Su testimonio es igualmente característico: está totalmente separado de la apostasía general. Él es el testigo de la verdad en medio del mal, y la verdad siempre nos separa para Dios. «Santifícalos en la verdad» (Juan 17:17), dice el Señor. Esta verdad consiste sobre todo aquí en los juicios de Dios. En general, Elías es el profeta del juicio, así como Eliseo es el profeta de la gracia. Sin embargo, como veremos a lo largo de este capítulo y del siguiente, la misión de Elías no se cumple sin ir acompañada de gracia y liberación, y ello en el mismo momento en que se preparan y tienen lugar los juicios de Dios.
El carácter moral de Elías es tan notable como su carácter de testigo. Por encima de todo, se presenta ante Dios. «Jehová», dice, «el Dios de Israel, en cuya presencia estoy» (v. 1; 18:15). Está en relación con Dios y vive en su comunión. Como Elías, Abraham «estaba delante de Jehová» (Gén. 18:22), así Eliseo (2 Reyes 3:14) y tantos otros profetas y hombres de Dios. Cuando estamos delante del Señor, recibimos la comunicación de sus pensamientos. «¿Encubriré yo a Abraham», dice Jehová, «lo que voy a hacer?». Lo mismo vale para Elías: estando ante Yahveh, conoce sus pensamientos y puede declararlos: «No habrá lluvia ni rocío en estos años, sino por mi palabra» (v. 1). Cuando estamos delante de Dios, como Jeremías, tenemos hambre de su Palabra; nos la comemos (Jer. 15:16). Entonces podemos comunicarla a los demás: «Seréis como mi boca» (Jer. 15:19). En Apocalipsis 10:10, Juan solo puede profetizar después de haberse apropiado del librito, devorándolo. Ezequiel habla con las palabras de Dios cuando se ha comido el rollo (Ez. 3:3-4). Lo mismo ocurre aquí con Elías; cuando dice: «Sino por mi palabra», es porque su palabra era la de Jehová que le había sido revelada (v. 2:8; 18:1).
Pero para que la Palabra desarrolle su poder hacia el exterior a través de nosotros, necesitamos algo más que alimento. Es necesaria la dependencia. Elías anuncia el pensamiento, proclama la Palabra de Dios, pero ora (y esto es dependencia), para que este pensamiento se realice. Esta misma dependencia por la oración es la fuente del poder del profeta. La esfera de este poder es muy alta: es el cielo. El cielo se cierra y se abre a la palabra de Elías; él hace descender el fuego que consume el holocausto en presencia de los sacerdotes de Baal. En todos estos casos encontramos al profeta en oración. «Elías era hombre con las mismas debilidades que nosotros, y oró fervientemente para que no lloviera, y no llovió sobre la tierra durante tres años y seis meses; y de nuevo oró; y el cielo dio lluvia, y la tierra produjo su fruto» (Sant. 5:17-18). Nuestro capítulo no nos dice que Elías oró en primer lugar, pero mucho más tarde la Palabra, en la Epístola de Santiago, nos lo revela, pues Dios recuerda estas oraciones, las registra, y puede revelar este hecho en el momento oportuno. Ninguna de las oraciones de sus amados cae en tierra. Cuando el fuego del cielo desciende, no es solo a la palabra, sino a la oración de Elías. Cuando el poder del profeta se muestra en la resurrección de los muertos, la fuente de ese poder vuelve a ser la oración (17:20-22).
Notemos en seguida que la dependencia (de la que la oración es tan a menudo la expresión) caracteriza, con una sola excepción (19:3), toda la vida de este hombre de Dios. Se manifiesta en el torrente de Querit, tanto si se trata de ir allí como de salir; se manifiesta en Sarepta, en todas las circunstancias de la pobre viuda; se manifiesta ante Acab, y ante Baal, y en el Carmelo, y en el asunto de Nabot, y en toda la historia del profeta, hasta el momento en que, sobre los carros de Israel, fue llevado al cielo.
Esta fue, pues, la triple causa del extraordinario poder de Elías: se presentó ante Dios, recibió su Palabra y vivió en dependencia de Él. En la única ocasión en que su fe vacila, descuida estas 3 cosas. En lugar de ponerse delante de Dios, huye al desierto, se olvida de consultar al Señor y sigue lo que le dice su corazón, que es la independencia.
Apenas hubo dado el testimonio solemne y público del versículo 1, Elías fue apartado por el Señor, hasta el día en que reapareciera para liberar al pueblo, juzgando a los siervos del Enemigo que lo había esclavizado. Ser apartado es una posición infinitamente dolorosa para la carne, que se ve así privada de todo lo que la alimenta, pero es fácil para la fe, porque la fe encuentra su felicidad en la obediencia. El gran profeta tiene que esconderse, el hombre enérgico tiene que cruzarse de brazos y esperar en soledad el momento de Jehová; aquel que tiene el poder de cerrar el cielo tiene que depender únicamente del Creador, que proporciona aves para alimentar a su siervo y hace durar el agua del torrente todo el tiempo que quiere para mantener a su profeta en Querit. Una posición dolorosa para la carne, decíamos, ¡pero una feliz escuela de dependencia! Elías probó sus frutos. Cuando todo Israel se moría de sed y de hambre, él podía decir: “¡Nada me falta!”.
El apóstol Pablo pasó por las mismas experiencias morales que Elías. Había predicado en Damasco que Jesús era el Hijo de Dios, luego fue enviado a la soledad de Arabia, para volver a Damasco y subir a Jerusalén. No sabemos nada de sus experiencias durante su aislamiento, como tampoco sabemos nada de las de Elías. Lo que sí sabemos es que ambos salieron de allí con el poder adquirido en la comunión del Señor.
Lo mismo ocurrió con Juan el Bautista. Ya en el vientre de su madre, primero dio testimonio de la presencia del que había de venir, y luego fue retenido en el desierto hasta el día de su manifestación a Israel.
¿No fue así con el Señor mismo? Solo Aquel que podía decir: «Soy humilde de corazón», no tenía necesidad de ser mantenido en la humildad; pero la Palabra guarda silencio sobre los años de su madurez que preceden a su ministerio público. Allí estaba, viviendo ante Dios, deleitándose en su dependencia, esperando la voluntad de Dios para actuar, y luego saliendo con el poder del Espíritu Santo para derrotar a Satanás y liberar a los que estaban bajo su esclavitud. Mucho más que Elías, Jesús fue un hombre de oración. Para él, la oración era siempre la fuente del poder y precede a su manifestación. Lo vemos en el bautismo de Juan (Lucas 3:21.22; comp. 4:1-14); en la montaña (Lucas 6:12; comp. v. 19); en la transfiguración (Lucas 9:28; comp v. 29); y en tantas otras ocasiones a lo largo de su carrera.
Pero volvamos por un momento al trato de Dios con su profeta. Tiene lugar en una cierta secuencia que le lleva gradualmente al clímax de su misión. Dios le habla; él cree, obedece la Palabra de Dios, y luego se vuelve completamente dependiente de Querit y Sarepta. Cuanto más depende de Jehová, más aprende de su fidelidad y de las riquezas de su amor y de su gracia. Todo esto está dominado, como vimos al principio, por una completa separación del mal. En todas estas cosas está el secreto del poder. Su ausencia es la causa de la falta de poder real entre los cristianos de hoy. No es que carezcan de pretensiones de poder, sino ¿dónde está la realidad del mismo? Ya no creemos en la Palabra de Dios, vivimos en independencia y desobediencia a esa Palabra, tenemos comunión con el mundo que crucificó a Cristo, ¡y gritamos en voz alta que hemos encontrado el secreto del poder! En efecto, hay un secreto de poder en el mundo, pero un poder satánico, basado en el abandono de todas estas cosas. Debemos tener cuidado de no dejarnos embrujar por este tipo de poder. El poder de Elías tenía un carácter que lo diferenciaba de todos los demás: era el poder del Espíritu de Dios, y todo verdadero siervo del Señor estaba obligado a reconocerlo (18:12; 2 Reyes 2:16).
4.2 - Capítulo 17:8-24 – Elías y la viuda de Sarepta
Cuando el torrente se hubo secado, Elías fue enviado a Sarepta para ser alimentado por una viuda (v. 9). En Lucas 4:25-26, está enviado a la viuda para que la alimente. Ambas cosas son ciertas, y nuestra historia es la prueba. Dios tenía 2 objetivos: alimentar a su siervo y llevar un mensaje de gracia a la viuda a través de él. El Señor, hablando en la sinagoga, compara este mensaje con el Evangelio, comunicado a las naciones fuera de los confines de Israel. El evangelista encuentra su propio alimento llevando la buena nueva de la gracia a los demás. Pero hay un tercer punto en el relato de Lucas. Si el mensaje se lleva a las naciones en la persona de una viuda sidonia, las viudas de Israel quedan al margen. El juicio del estado de Israel abre la puerta para que los gentiles reciban la gracia, y esto, notablemente, en el mismo territorio de donde había venido Jezabel, la gran corruptora del pueblo de Dios (16:31). En Mateo 15:21, el Señor se retira a este mismo territorio, pero, aunque sigue siendo enviado a las ovejas perdidas de la casa de Israel, no puede ocultarse a la fe, y la fe encuentra con él mucho más que las migajas que han caído de la mesa de los niños.
Así que aquí está Elías, enviado en gracia a una viuda de Sarepta, moribunda de hambre y, al igual que Israel, bajo el peso y las consecuencias del juicio que Dios ha pronunciado. Esta mujer va a morir y lo sabe. Las palabras de Elías ponen en acción la fe que aún dormía en su corazón. «Entonces ella fue e hizo como le dijo Elías» (v. 15). En lugar de dudar de un hecho incomprensible para la razón humana, aceptó esta imposibilidad y encontró en ella la salvación para sí misma y para su hijo. El rey de Israel también presintió esta muerte inminente que se cernía sobre él y su pueblo, pero en lugar de estar seguro de su destino, buscó la manera de escapar de él. Esto es lo contrario de la fe: es incredulidad. Acab pensaba que tenía, o podía encontrar, recursos humanos contra el hambre y la muerte; esta mujer no tenía ninguno: «Lo comamos y nos dejemos morir» (v. 12).
La fe de esta viuda es de la misma naturaleza y calidad que la del profeta; por eso sigue el mismo camino que él. Siempre es así: Elías «hizo conforme a la palabra de Jehová» (v. 5). «Entonces ella fue e hizo como le dijo Elías» (v. 15), pero la palabra de Elías era «la palabra que Jehová había dicho por Elías» (v. 16). Es la misma palabra, tanto si viene directamente al profeta como si se dirige a los hombres a través de él. Lo mismo ocurre hoy con el Evangelio.
Esta pobre viuda acababa de conocer los recursos de Dios para un alma moribunda. Ella iba a tener experiencias mucho más profundas y benditas. Su hijo muere; ahora tiene que enfrentarse a la realidad de la muerte. Al mismo tiempo, reconoce lo que es justo, que la muerte es la paga de la iniquidad: «¿Qué tengo yo contigo, varón de Dios? ¿Has venido a mí para traer a memoria mis iniquidades, y para hacer morir a mi hijo?» (v. 18). No basta con saber que la muerte nos espera y vendrá a nosotros; es necesario que nos demos cuenta del poder real de la muerte sobre nosotros, pecadores. La viuda necesitaba esta experiencia para aprender todo el alcance y el poder de la gracia. Si su hijo no hubiera muerto, ¿cómo habría podido conocer el poder de la resurrección que libera de la muerte? Lo mismo le sucedió a Marta ante la tumba de Lázaro.
Toda esta escena nos habla de Cristo. Elías es su imagen. Él entra en simpatía con todas las consecuencias del pecado del hombre. Mientras Cristo llora ante la tumba de Lázaro, Elías «clamando a Jehová, dijo: Jehová Dios mío, ¿aun a la viuda en cuya casa estoy hospedado has afligido, haciéndole morir su hijo?» Luego resucita al muerto ocupando su lugar. «Y se tendió sobre el niño tres veces, y clamó a Jehová y dijo: Jehová Dios mío, te ruego que hagas volver el alma de este niño a él» (v. 21).
La harina y el aceite fueron una gran bendición para la pobre viuda. Evitaron que muriera. El alma, ignorante aún de todas las riquezas de Cristo, puede poseer la Palabra, y encontrar en ella alimento para la vida. Al principio, la viuda era un poco como el hombre dado por muerto por los ladrones, a quien el samaritano viene a socorrer derramando aceite y vino sobre sus heridas. El aceite y el vino satisfacían sus necesidades, como el aceite y la vasija de harina satisfacían las necesidades de la mujer de Sarepta. Pero la resurrección es la respuesta a la muerte. «Estando nosotros muertos en nuestros pecados, nos vivificó con Cristo» (Efe. 2:5). Elías se echó 3 veces sobre el niño; Cristo pasó 3 días en la muerte; pero Elías, como Cristo, no depende de sí mismo para resucitar a un muerto. «Padre», dijo el Señor ante el sepulcro de Lázaro, «te doy gracias porque me has oído», y en cuanto a su propia resurrección: «No dejarás mi alma en el Seol, ni permitirás que tu santo vea corrupción» (Sal. 16:10; Hec. 2:27). Del mismo modo, como ya hemos señalado, Elías expresa aquí su dependencia mediante la oración.
El profeta devuelve el niño a su madre. La mujer dijo a Elías: «Ahora conozco que tú eres varón de Dios, y que la palabra de Jehová es verdad en tu boca» (v. 24). Ella supo 2 cosas por la resurrección de su hijo: la primera fue que Dios había venido a manifestarse en la tierra en un hombre: «Tú eres varón de Dios». Así que Cristo fue «designado» –mucho más que un hombre de Dios– «Hijo de Dios con poder… por su resurrección de entre los muertos» (Rom. 1:4). Antes, Dios se le había revelado como proveyendo a sus necesidades; ahora, como dando nueva vida, vida de resurrección, donde había entrado la muerte por la «iniquidad» del hombre. Lo segundo es que, por la resurrección, ella adquiere la certeza de que la Palabra de Jehová, en boca de Elías, es la verdad. La verdad de la palabra de gracia queda probada por la resurrección. Cristo no solo murió por nuestras ofensas, sino que resucitó para nuestra justificación.
Este capítulo 17 nos ha hablado de un tiempo en que Elías estuvo oculto a los ojos de su pueblo y del mundo. Durante este tiempo, le hemos visto ejercer un ministerio de gracia. En el capítulo siguiente, se manifestará ante los ojos de todos, en el momento de ejecutar el juicio. ¿Necesitamos señalar cómo el profeta es, en esto, un notable tipo de Cristo? Estamos en el día en que el Señor está oculto, pero cuando la gracia que trae la salvación se ha manifestado a todos los hombres, cuando el poder de la resurrección se anuncia a las naciones. Se acercan los días en que el Señor rechazado aparecerá de nuevo, en que todos los ojos lo verán, incluso los que lo traspasaron, en que todas las tribus de la tierra se golpearán el pecho a causa de él. ¡Sí, amén!
4.3 - Capítulo 18:1-16 – Elías y Abdías
Por tercera vez, la palabra de Jehová llega a Elías (v. 1; 17:2, 8); Elías obedece por tercera vez. La carrera de este hombre de Dios está marcada por la obediencia. ¡Que nos caracterice también a nosotros! Solo una vez Elías va donde le dicta su corazón (19:3), y el hilo de su carrera se interrumpe. Sin duda, luego se levanta y se pone en camino a la palabra del ángel (19:8), pero es para llegar a la presencia de Dios y aprender a juzgarse a sí mismo. Veremos más adelante que, a pesar de ello, Dios no apartó del todo a su siervo, pues su experiencia de sí mismo dio fruto, y lo encontramos de nuevo en el capítulo 21, ante Acab, y en 2 Reyes 1, presentándose audazmente ante los mensajeros de Ocozías para anunciar el juicio del rey de Israel.
«Ve, muéstrate a Acab» (v. 1). Antes había sido: «Escóndete en el arroyo de Querit» (17:3). Elías obedece sin razonar. Su obediencia procede de una confianza implícita en Dios, en su autoridad, su poder y su bondad. La desobediencia de todo cristiano proviene de una falta de aprecio de quién es Dios.
«Haré llover sobre la faz de la tierra». Esto no impide a Elías orar pidiendo lluvia (v. 42). Está en plena comunión con Jehová, habiendo recibido la revelación de sus pensamientos y su propósito, pero, para ser su instrumento en el cumplimiento de sus bondadosos caminos, debe depender de Él. Dios podría haber dado la lluvia sin Elías, o a través de alguien que no fuera el profeta, pero nunca pondrá su sello en la desobediencia o la independencia; y esto es lo que tan a menudo hace estéril la obra de los hijos de Dios.
Mientras Elías disfrutaba de la abundancia divina en Querit y Sarepta en tiempos de hambre, Acab (v. 3-6) utiliza todas sus facultades para intentar remediar el juicio de Dios con los planes de la sabiduría humana. Se asocia con Abdías, que está a cargo de su casa y ocupa un lugar destacado en la corte del rey. «Abdías era… temeroso de Jehová» (v. 3). Esto podría parecer suficiente para un caminar fiel, pues «El temor de Jehová es el principio de la sabiduría» (Prov. 9:10). Pero también se nos dice: «Teme a Jehová, y apártate del mal» (Prov. 3:7). Y también: «El temor de Jehová es aborrecer el mal» (Prov. 8:13). Uno puede temer mucho al Señor y, sin embargo, deshonrarlo asociándose con el mundo que no lo quiere. Esta tajante postura se encuentra a cada paso, en medio del cristianismo profeso. Y, sin embargo, la piedad de Abdías le había movido a ayudar a los que eran perseguidos por causa del nombre de Jehová. «Cuando Jezabel destruía a los profetas de Jehová, Abdías tomó a cien profetas y los escondió de cincuenta en cincuenta en cuevas, y los sustentó con pan y agua» (v. 4). En cierto sentido, su trabajo no había sido insignificante. Esconder a 100 profetas con un precio por sus cabezas y alimentarlos no era poca cosa, especialmente para un hombre prominente en la corte de Acab.
Solo –porque hay un «solo»– Abdías dependía de Acab, y eso era lo malo. Si tenía a Acab como señor, ¿cómo podía abstenerse de seguir las órdenes de su amo y mostrar con sus actos lo contrario de lo que su fe le enseñaba? Es más, la alianza con el mundo conduce necesariamente a una pérdida gradual de la verdadera apreciación de lo que es. El mundo ignora voluntariamente el juicio de Dios. Lo sufre, sin duda, como Acab y su pueblo, pero no acude a Dios en busca de liberación. Todas sus acciones dicen: Espero arreglármelas sin ti.
Aunque tema «mucho al Señor», un creyente asociado con el mundo o dependiente de este actuará necesariamente según sus principios, según lo que la Palabra llama «los elementos del mundo» (Gál. 4:3). Este creyente, en primer lugar, ignorará el hecho de que el juicio de Dios sobre el hombre es absoluto y final, y que la ira de Dios ya se ha revelado desde el cielo sobre él. En segundo lugar, tratará de mejorar la condición del hombre colocado bajo este juicio. Todas las asociaciones y uniones de nuestros días en la cristiandad –y son muchas, por lo que no necesitamos enumerarlas– no tienen otro carácter. Los queridos hijos de Dios que, como Abdías, se «dividieron entre sí el país» con Acab, en busca de agua y forraje, manifiestan en su caminar los principios del rey impío e incurren necesariamente en su responsabilidad.
Elías se encuentra con Abdías (v. 7-16). Este hombre piadoso reconoce al siervo de Jehová y se postra ante él. Otros podrían haber pasado por el otro lado del camino, avergonzados por este encuentro comprometedor. «Ve, di a tu amo: Aquí está Elías», es lo que dice el profeta. Elías, como hemos visto, estaba acostumbrado a esta palabra, oída a menudo: «Ve», y fue. «Ve», había dicho él mismo a la pobre viuda de Sidonia, que había ido y había hecho «según la palabra de Elías». En ambos, esto procedía de la fe que siempre obedece. Pero, ¿dónde estaba la fe de Abdías? Un creyente puede “temer mucho al Señor” y aun así tener un corazón incrédulo. Abdías está consternado y horrorizado: «Y ahora tú dices: Ve, di a tu amo: Aquí está Elías» (v. 11, 14). Cuando se trata de obedecer a Acab, Abdías no pone objeciones; pero cuando se trata de obedecer a Dios, encuentra objeciones a su Palabra, presentada por el profeta. «Acontecerá que luego que yo me haya ido, el Espíritu de Jehová te llevará adonde yo no sepa, y al venir yo y dar las nuevas a Acab, al no hallarte él, me matará» (v. 12). Quien se acomoda a los planes de Acab para encontrar sustento y evitar la muerte, no sabe confiar en el Señor y entregarle su vida. ¡Cuántas almas se encuentran en esta situación! Cuando la Palabra de Dios les exige una obediencia sencilla, no tardan en encontrarle defectos. Puedan estar seguros de que de ahí provienen muchos de los razonamientos de los hijos de Dios que, caminando por la senda de la desobediencia, tratan de eludir la obligación positiva de obedecer, persuadiéndose de que la Palabra se contradice o carece de claridad: «Tú dices: Ve, di a tu amo: Aquí está Elías. Acontecerá que… el Espíritu de Jehová te llevará adonde yo no sepa». Esta es también la razón de la falta de libertad de las almas ligadas a este estado de cosas. Tienen miedo, miedo de la opinión del mundo, miedo de las dificultades, miedo de la muerte: «Me matará».
«Y ahora tú dices… ¡Aquí está Elías!» Esta venida de Elías, como veremos en el resto de este capítulo, fue la liberación del pequeño remanente de Israel, mediante el juicio de los sacerdotes de Baal. Fue también la señal del fin del juicio de Dios sobre su pueblo; anunció las bendiciones que seguirían: «Ve, muéstrate a Acab, y yo haré llover sobre la faz de la tierra» (v. 1). ¿Podría este anuncio de la venida de Elías contener algo más que gozo para un hombre fiel? Al igual que los 7.000 hombres que no habían doblado la rodilla ante Baal debían alegrarse ante esta noticia: «¡Aquí está Elías!». Era para ellos el final de un largo sufrimiento, la esperanza segura de tiempos mejores. Pero no puede ser así para Abdías. Estaba demasiado involucrado con el mundo como para alegrarse al ver su yugo roto. ¿No sucede lo mismo hoy, cuando a los cristianos se les presenta la aparición de alguien más grande que Elías? No estamos hablando de su venida para llevarse a los santos, sino de su aparición para distribuirles recompensas y ejercer juicio sobre el mundo. ¿Podrían estas almas decir que «aman su aparición»? (2 Tim. 4:8). ¿Pueden, como los ancianos del Apocalipsis, tener, ante todo el aparato del juicio, solo la adoración y el homenaje de sus coronas arrojadas ante el trono? Abdías no tenía tal seguridad. Solo veía el destino que le esperaba del rey, un destino que él, gracias a su falta de fe, tenía por más seguro que la liberación: «¡Me matará!».
Hay muchos personajes diferentes en Israel en estos días deplorables para la fe y el testimonio. Ya no son tiempos de poder espiritual, en los que los amados del Señor, agrupados en torno a él, entran resueltamente en el conflicto. Son días de debilidad, en los que los fieles están perseguidos y se esconden, incapaces ya, como testimonio colectivo, de hacer frente al mal. En resumen, solo Elías es testigo. ¿Y Abdías? No cabe duda de que demuestra su piedad atendiendo en secreto a las necesidades de los santos, y esta es una devoción reconocida por Dios, pero ser el mensajero de Elías (Cristo) al mundo está más allá de su valor. Y, sin embargo, Dios le dijo: ¡Ve! De buena gana traspasaríamos a cualquier otro la responsabilidad que nos impone la Palabra del Señor; pues ¿cómo podríamos hacerlo? Si dijéramos a Acab: «Aquí está Elías», ¿no estaríamos condenando abiertamente la apostasía del rey? ¿Y cómo podemos hablar así cuando nunca antes lo hemos hecho?
Y luego, ¡mira otra vez! En este estado de esclavitud al mundo, sentimos la necesidad de exonerarnos, dando testimonio de nosotros mismos: «¿No ha sido dicho a mi señor lo que hice, cuando Jezabel mataba a los profetas de Jehová; que escondí a cien varones de los profetas de Jehová de cincuenta en cincuenta en cuevas, y los mantuve con pan y agua?» (v. 13). ¡Cuántos cristianos informan ellos mismos sobre su trabajo, su actividad y sus resultados, dándose así a sí mismos y a los demás la mentira sobre su condición moral! Abdías añade: «Tu siervo teme a Jehová desde su juventud» (v. 12), y esto era cierto, pero no debía verlo Abdías. Dios se había servido de él, incluso en la falsa posición que ocupaba, y él podía estar seguro de que Jehová no olvida un vaso de agua dado a uno de estos pequeños, pero ¡cuánto más agradable habría sido para Dios ver a Abdías, lleno de confianza y obediencia, ir por orden suya a cumplir con el rey la misión que se le había encomendado!
Nos hemos detenido en el carácter de Abdías por su aplicación actual; ¡que Dios nos conceda a todos estar atentos a lo que nos enseña este ejemplo! Elías tranquiliza a este pobre corazón temeroso y tembloroso (v. 15-16). Como está delante de Jehová, se mostrará a Acab el mismo día, pues no tiene nada que temer; Dios está con su siervo; ¿qué es el poder del rey ante el de Dios?
4.4 - Capítulo 18:17-46 – Elías ante los sacerdotes de Baal
Acab va al encuentro de Elías (v. 17-20); acusa al siervo de Dios de ser «el que turba a Israel». Así es como el mundo ve la labor de los testigos del Señor. Anunciar la inevitabilidad del juicio, declarar que no hay más recurso contra él que Dios mismo, mantenerse firme por el Señor ante el mal, es en efecto agitar al mundo, que se duerme en una falsa seguridad y no quiere ser perturbado en su sueño. «Yo no he turbado a Israel, sino tú y la casa de tu padre», dice el profeta. Dejando «los mandamientos de Jehová» es la verdadera causa de los problemas, pues «no hay paz para los malos» (Is. 48:22; 57:21).
Elías dijo a Acab: «Envía, pues, ahora y congrégame a todo Israel en el monte Carmelo». Y «Acab convocó a todos los hijos de Israel, y reunió a los profetas en el monte Carmelo» (v. 19-20). Dios lo quiere; lo quiera Acab o no, debe hacerse. Pero a este rey impío no se le ocurre que su religión, con sus 450 profetas, no es nada comparada con un solo profeta de Jehová.
«Acercándose Elías a todo el pueblo, dijo: ¿Hasta cuándo claudicaréis vosotros entre dos pensamientos? Si Jehová es Dios, seguidle; y si Baal, id en pos de él. Y el pueblo no respondió palabra» (v. 21). Israel, bajo el yugo de una religión idólatra, siguió a Baal, sin renegar positivamente de Jehová. Dudaban entre los 2 bandos. Esta es una de las características de la religión mundial. Sin duda, el número de los que caminan en abierta incredulidad aumenta cada día, pero otros no niegan ni la fe ni la impiedad, encontrando buenas razones para ambas, paliando el mal, objetando el bien. Estos son los indiferentes que se abstienen de elegir entre las 2 partes, y que, cuando un Elías les habla, no dicen nada.
El profeta comienza tomando partido solo por Jehová (v. 22) frente a los 450 profetas de Baal. Propone al pueblo (v. 23-24) un signo que solo Jehová podía producir y que tenía un profundo significado: «El Dios que respondiere por medio de fuego, ese sea Dios». No se trata aquí de fuego del cielo, cayendo en juicio sobre los hombres, como sucedió más tarde a la llamada del profeta (2 Reyes 1:10), sino de fuego cayendo sobre el holocausto.
Baal no responde (v. 25-29). ¡Con qué ironía trata el profeta a este objeto inerte, a través del cual Satanás ejercía su abominable influencia sobre los corazones de los hombres! Corre la sangre de los falsos profetas (v. 28), pero ni su sangre ni la del hombre pudo expiar el pecado de Israel, ni abrir el cielo a este pobre pueblo.
Están presentes 2 religiones: la de Elías y la de Baal, porque la tercera, la de Israel, formaba parte de ambas. En público, estas 2 religiones parecían tener el mismo sacrificio. ¿Cómo podían distinguirse? Uno de los toros debía ser consumido por el fuego del cielo, el otro no. Esta era la manera de reconocer al verdadero Dios; también era la manera de que el pueblo se conociera, para convertirse al arrepentimiento.
Elías dijo: «Acercaos a mí» (v. 30). Él era entonces, como Cristo en la perfección, el representante de Dios en la tierra. Al permanecer lejos, Israel no podía ser testigo de lo que Dios iba a hacer. Elías reparó el altar derribado (v. 31-32). Las 12 piedras representaban las 12 tribus, el pueblo entero ante Dios. En tiempos de ruina, el profeta da testimonio de la unidad del pueblo, como los testigos de hoy dan testimonio de la unidad del Cuerpo de Cristo. Elías actuó, no como lo haría un sectario, sino por fe en la profunda realidad de esa unidad que Dios había establecido en el principio. Exteriormente, el altar fue derribado, lo que significaba que Israel en su conjunto ya no existía. Pero solo hizo falta un hombre para dar testimonio, con su altar de 12 piedras, de que lo que Dios había establecido en el principio permanecería para siempre. Lo mismo ocurre hoy. No nos cansemos de dar testimonio de que hay un solo Cuerpo y un solo Espíritu para nosotros, como hubo para Elías un altar de 12 piedras. Los que proclaman esta verdad serán siempre pocos; tal vez se queden solos, como Elías, pero ¿qué importa el número, si este testimonio de Dios nos ha sido confiado, como a Elías, en medio de la apostasía general?
El holocausto era la víctima presentada a Dios por el pueblo. El fuego del cielo, el juicio divino, cae y lo consume todo, el sacrificio, la leña y el propio altar, sin dejar nada en pie (v. 38). Jehová indicaba así que solo había una ofrenda que podía dar a conocer al verdadero Dios, la ofrenda sobre la que había caído su juicio. Cada israelita, al presenciar este espectáculo, podía saber al mismo tiempo lo que le correspondía y que el pueblo, representado por las 12 piedras del altar, no podía permanecer en pie ante el juicio de Dios. Pero, ¡maravilla de la gracia! si el pueblo presenció su propio juicio y se vio consumido con el holocausto, él mismo no fue afectado. El sacrificio se consume, el pueblo se consume con el sacrificio, pero el juicio despiadado sobre lo que los representa ante Dios los libera para gozar de su liberación. Así también nosotros podemos decir: «Nuestro viejo hombre ha sido crucificado con él, para que el cuerpo del pecado sea destruido, a fin de que no sirvamos más al pecado» (Rom. 6:6).
La sequía y el hambre habían sido un juicio de advertencia sobre el descarriado Israel, Dios se daba así a conocer parcialmente a través de sus caminos, pero el pueblo solo conoce realmente a Dios, en la plenitud de su Ser, cuando el fuego del cielo consume el holocausto y el altar.
Elías tenía 2 deseos: que Dios fuera glorificado y que el pueblo llegara a conocerlo. «Jehová Dios de Abraham, de Isaac y de Israel, sea hoy manifiesto que tú eres Dios en Israel, y que yo soy tu siervo, y que por mandato tuyo he hecho todas estas cosas. Respóndeme, Jehová, respóndeme, para que conozca este pueblo que tú, oh Jehová, eres el Dios, y que tú vuelves a ti el corazón de ellos» (v. 36-37). Se produce este doble resultado: el pueblo, liberado por el poder divino, reconoce a Jehová, vuelve a Él su corazón y le rinde homenaje. «Viéndolo todo el pueblo, se postraron y dijeron: ¡Jehová es el Dios, Jehová es el Dios!» (v. 39).
Elías dijo a Acab: «Sube, come y bebe; porque una lluvia grande se oye» (v. 41). El sonido de la lluvia está ahí, pero el oído de Elías, o más bien solo su fe, lo percibe. «Acab subió a comer y a beber». Es impotente ante Dios, un instrumento a disposición de Jehová a su antojo. Por impío que sea, está obligado a obedecer. El que había dicho: «Tú turbas a Israel», no puede hacer nada contra la terrible humillación que se le inflige al ver degollados ante él a todos los sacerdotes de su falso dios. Pero, después de todo, ¿qué le importaba a este rey profano? No se trataba de su salvación, que nada le importaba, sino de la salvación de todo el pueblo de Dios.
Elías subió a la cumbre del Carmelo. Su paciencia triunfó sobre la prueba; su fe funcionó a la perfección. La lluvia de bendición llega después de que el juicio de Dios ha caído sobre el holocausto y solo después de que Israel, ante este hecho, ha reconocido a Jehová y ha vuelto su corazón hacia él. En nuestros días, buscamos la lluvia abundante sin que nuestra conciencia haya sido tocada. Este deseo no puede ser coronado con un resultado. La lluvia fue dada a Israel solo como resultado de la obra de Dios por ellos y de su obra en ellos.
La mano de Jehová está sobre Elías, que corre delante de Acab con los lomos ceñidos.
Resumamos en 4 palabras el hermoso carácter de este hombre de Dios. Lo haremos con tanto más gusto cuanto que estamos a punto de presenciar una escena que ya no da testimonio del poder del Espíritu Santo en el profeta.
Con una separación total del mal que le rodea, Elías no muestra ninguna preocupación por sí mismo, ningún deseo de reconocimiento personal. Se presenta ante Jehová, escucha su Palabra, le obedece, vive en dependencia de él en todas las cosas. Depende de Dios para el sustento, para llevar la gracia a las naciones, para enfrentarse al enemigo, para dar testimonio, para ejercer el poder divino reteniendo o dando lluvia, pero, sobre todo, para hacer descender fuego del cielo sobre el holocausto y juzgar al mundo. Espera a Jehová, camina con él y, como Enoc, será exaltado en la gloria. La Palabra del Señor, el Ángel del Señor, el Señor mismo, hablan a Elías; él habla a Dios, y Dios le escucha. Elías es amigo de Dios (17:22; 18:38-44). Elías es una carta de Cristo. Pero donde el Señor nunca falla, este hombre de Dios sí lo hizo, y eso es lo que vamos a considerar.
4.5 - Capítulo 19:1-9 – Elías ante Jezabel y ante sí mismo
Conviene señalar al comienzo de este capítulo que, aunque los hombres de Dios o sus acciones nos sirvan de modelo en la Palabra, eso no significa que aquellos hombres comprendieran el sentido oculto de sus vidas o de sus acciones. Sin ir más allá de la historia de Elías, ya hemos señalado que, en el Evangelio de Lucas, el Señor da a su misión ante la viuda de Sarepta un alcance diferente al del relato de nuestro libro. El fuego del cielo cayendo sobre el holocausto es una prueba más de ello. Elías no podía ver en este hecho ni la cruz ni la crucifixión con Cristo, cosas que nos han quedado tan claras a la luz del Evangelio. En efecto, Elías era, ante todo, como hombre de Dios, profeta de juicio, y en cuanto a sus experiencias personales, solo en nuestro capítulo lleva sus ojos, bajo instrucción divina, más allá de la escena del juicio, a la región elevada y serena en la que Dios se deleita, se da a conocer y se revela en la plenitud de su carácter. Esta observación nos ayuda a comprender la escena que está a punto de desarrollarse ante nosotros.
Tras la destrucción total de los profetas de Baal y el relato de Acab a Jezabel, esta jura por sus falsos dioses vengarse de Elías en el plazo de 24 horas, y así se lo hace saber. «Se levantó y se fue para salvar su vida» (v. 1-3). Huyó de una mujer, ¡que se había encontrado con Acab y se había enfrentado a los 450 profetas de Baal! Esta actitud, tan opuesta a la anterior, provenía del hecho de que en aquel momento Elías había olvidado la fuente de su fuerza. Ya no podía decir: «Jehová en cuya presencia estoy». Estaba ante Jezabel y no ante Jehová. Y tan cierto era esto que se vio obligado a caminar 40 días y 40 noches para encontrarse de nuevo ante Dios. En cuanto el fiel permite que cualquier objeto se interponga entre su alma y Dios, la distancia adquiere inmediatamente proporciones incalculables. La consecuencia necesaria de este alejamiento es que el profeta pierde toda su fuerza, pues solo puede encontrarse ante Dios: «Escondiste tu rostro, fui turbado» (Sal. 30:7). Elías, notable instrumento del poder de Jehová, no se había dado cuenta en la misma medida de que dentro de sí mismo no había bien, ni luz, ni fuerza. Tenía que hacer esta experiencia, y Dios le condujo a ella dejándole, con sus propios recursos, enfrentarse al poder de su adversario. El hombre que dijo a Acab: «Aquí está Elías», huyó para salvar su vida ante una simple amenaza de Jezabel. Desde Jezreel, pasó al territorio de Judá, donde la reina ya no podía alcanzarle, continuó su carrera hasta Beer-seba, la frontera extrema de Judá hacia el desierto, dejó allí a su criado y, no contento con esta huida, se internó en el desierto mismo, camino de un día. Allí, «se sentó debajo de un enebro; y deseando morirse, dijo: Basta ya, oh Jehová, quítame la vida, pues no soy yo mejor que mis padres» (v. 4). El desaliento es total, hasta el punto de querer acabar con su vida. ¡Porque no soy mejor que mis padres! Así que el profeta había pensado, aunque solo fuera por un momento, que era mejor que sus padres, y que Dios le sostenía en la batalla por esta excelencia. ¡Pobre profeta! Sin fuerzas ante Jezabel, absolutamente desanimado ante sí mismo, él que había creído poder construir algo sobre estos cimientos de arena.
Pero para que este hombre de Dios se libere completamente de sí mismo, Jehová le va a llevar a un largo viaje, al final del cual se encontrará con el Dios de la Ley en Horeb.
¡Cuántas lecciones nos enseña esta escena! Podemos haber sido empleados en el servicio de Dios, y, sin embargo, conocerle solo muy imperfectamente. Entonces, un tiempo de bendiciones especiales a menudo precede a un período de gran debilidad espiritual, porque Satanás, siempre al acecho, nos hace encontrar, en las mismas bendiciones, una oportunidad para volvernos orgullosos y exaltar nuestra carne. Esta fue en parte la razón de la disciplina de Elías; esta fue la razón de la disciplina del apóstol, aunque solo preventivamente, después de haber ascendido al tercer cielo. También debemos observar que Satanás nos ataca por el lado que menos vigilamos, porque nos parece el menos vulnerable. ¿Era probable que un hombre cuyo valor había resistido a todo un pueblo huyera de una simple amenaza?
«Se fue por el desierto». Qué bendición es cuando el Señor nos lleva allí para experimentar los infinitos recursos que hay en Él; qué humillante, y también saludable, cuando nuestra propia voluntad nos lleva allí y estamos allí para aprender lo que hay en nuestros corazones. Tal es el caso de Elías. «Echándose debajo del enebro, se quedó dormido». Abandonó su misión, por así decirlo, en el mismo momento en que los hechos deslumbrantes habían demostrado su realidad, pero tuvo que aprender que su vida interior no estaba sostenida por la fe, como lo había estado su testimonio exterior.
«He aquí luego un ángel le tocó, y le dijo: Levántate, come» (v. 5). En el capítulo 17, era él, Elías, quien dispensaba alimento a los demás, habiendo sido él mismo alimentado; aquí, donde su falta de fe le ha llevado, se encuentra sin alimento de ninguna clase. Pero Dios no lo abandona y piensa en él. La única fuerza que puede venirle proviene de la comida que Dios le ha preparado; junto a su lecho encuentra una torta cocida sobre piedras calientes y una jarra de agua. Comió, pero no comprendió lo que Dios quería de él, y volvió a dormirse. Una segunda vez encontró la misma comida, y el ángel le dijo: «Levántate y come, porque largo camino te resta» (v. 7). Dios le daba de comer para que caminara. ¡Una lección importante para nosotros! El Señor le había alimentado en Querit y Sarepta, para que pudiera dar un poderoso testimonio, pero si el alimento divino no nos da fuerzas para nosotros mismos, ¿se cumplirá el objetivo de Dios?
La comida que Elías encontró junto a su lecho tenía un poder milagroso. ¿No ocurre lo mismo con la Palabra de Dios? Nos lleva al «monte de Dios». Así lo juzgó el apóstol dirigiéndose a los ancianos de Éfeso: «Os encomiendo a Dios y a la palabra de su gracia, la cual es poderosa para edificaros y daros herencia entre todos los santificados» (Hec. 20:32).
Elías se fortaleció «con aquella comida caminó cuarenta días y cuarenta noches hasta Horeb, el monte de Dios» (v. 8). Caminamos con él y nunca nos cansamos de él. Moisés había pasado 40 días y 40 noches en Horeb, hablando con Dios. Su Palabra y su presencia habían bastado para sostener las fuerzas de su siervo. El Señor, en cambio, pasó 40 días y 40 noches en el desierto sin alimento alguno, en presencia de fieras salvajes y bajo el ataque de Satanás. Pasó hambre y no encontró nada que le ayudara a resistir las tentaciones del enemigo. Pero es un hombre que no vive solo de pan, sino de toda palabra que sale de la boca de Dios. La simple dependencia de esta Palabra le alimenta, es su fuerza y le da la victoria en medio de circunstancias inauditas que solo él podía superar.
4.6 - Capítulo 19:9-21 – Elías ante Dios
Elías llegó a Horeb, el monte de Dios, y entró en la cueva, sin duda en el mismo lugar donde el Señor había escondido a Moisés (Éx. 33). El profeta no sabía adónde quería llevarlo Dios; no tenía intención de ir a Horeb, huyendo de día por el desierto. Pero cuando llegó a la cueva, no fue con los sentimientos del corazón de Moisés hacia el pueblo culpable, un corazón que, a pesar de toda esta iniquidad, latía por el pueblo de Dios: Bórrame «ahora de tu libro que has escrito» (Éx. 32:32), dijo el legislador, dispuesto a sufrir el anatema para salvar a Israel. «Mira que esta gente es pueblo tuyo» (Éx. 33:13), dijo de nuevo, intercediendo por ellos. El mismo Moisés que proclamaba al Dios de la Ley apelaba a las compasiones del Dios de la gracia hacia los que le habían ofendido.
Pero Elías aún no había aprendido la lección que Dios quería enseñarle. «Y vino a él palabra de Jehová, el cual le dijo: ¿Qué haces aquí, Elías? Él respondió: He sentido un vivo celo por Jehová Dios de los ejércitos; porque los hijos de Israel han dejado tu pacto, han derribado tus altares, y han matado a espada a tus profetas; y sólo yo he quedado, y me buscan para quitarme la vida» (v. 10). Dios le enseñó entonces lo que Moisés había querido saber cuando le había dicho: «Muéstrame tu gloria». En primer lugar, mostró al profeta las diversas manifestaciones de su poder y de sus juicios. Elías las conocía bien: había presenciado el viento tempestuoso que había precedido a la lluvia (18:45); a su palabra, había caído fuego del cielo en presencia de todo el pueblo (18:38); y estos mismos fenómenos se habían producido una vez en el mismo monte desde el que Dios había dado la Ley; el monte también había temblado, había habido truenos y relámpagos y llamas. Pero qué lección para Elías– Jehová no estaba en el viento, ni en el terremoto, ni en el fuego. Toda la vida del más poderoso de los profetas podría haber transcurrido sin que conociera realmente a Dios.
Elías oye «un silbo apacible y delicado» (v. 12-13), comprende que se trata de algo nuevo que va más allá del círculo de sus experiencias, y con el rostro envuelto en su manto de profeta, se detiene a la entrada de la cueva. Aquella voz suave y sutil era la voz de la gracia. Fue a través de la gracia como Dios se reveló en la plenitud de su Ser a pobres pecadores como nosotros. El Dios que se revela así repite su pregunta al profeta para probarle a fondo: «¿Qué haces aquí, Elías?» Elías da la misma respuesta (v. 14; comp. v. 12). Había tenido tiempo de pensar; muestra lo que hay en su corazón. ¿A quién atribuye el mejor cometido? A sí mismo: «He sentido un vivo celo por Jehová Dios de los ejércitos… solo yo he quedado, y me buscan para quitarme la vida». ¿A quién acusa? Al pueblo de Dios: «Han dejado tu pacto, han derribado tus altares, y han matado a espada a tus profetas… y me buscan para quitarme la vida». En una palabra, es una acusación en toda regla, un alegato contra Israel y un elogio para él.
«¿No sabéis», dice el apóstol, «lo que dice la Escritura [acerca] de Elías, cómo invoca a Dios contra Israel: Señor, mataron a tus profetas y derribaron tus altares, y yo he sido dejado solo y buscan mi vida?» ¿Qué le responde Dios? «Me he reservado siete mil hombres, los cuales no han doblado la rodilla ante Baal. Así también, en la actualidad, existe un remanente según [la] elección de [la] gracia». «Dios no rechazó a su pueblo, al que conoció con antelación» (Rom. 11:3-5 y 2).
Elías había venido a presentar una acusación contra Israel. Al acusar al pueblo y justificarse a sí mismo, demostró su ignorancia de la gracia y de sí mismo. ¿Cómo pudo? Se presentó ante el Dios de la gracia para hacer de acusador y pedir juicio. Pero, ¿qué le dijo la respuesta divina? En primer lugar, que habría venganza. Elías recibió la triste tarea de preparar los instrumentos: Hazael y Jehú. En segundo lugar, a Elías le fue arrebatada la administración profética, y tuvo que ungir a Eliseo como profeta en su lugar. Aquel que dijo: «He sido dejado solo», debe aprender que Dios elige, forma o destituye a sus instrumentos según le parece. Aquí Elías es juzgado a fondo. Ya no dirá: «Quítame la vida, pues no soy yo mejor que mis padres». Tendrá que vivir, al tiempo que será testigo de otro ministerio que deberá reconocer, siendo empleado por Dios para formarlo.
En tercer lugar, y este es el punto principal de la respuesta divina: «Haré que queden en Israel siete mil, cuyas rodillas no se doblaron ante Baal, y cuyas bocas no lo besaron» (v. 18). Así que había un remanente según la elección de la gracia, conocido por Dios, ¡sin que Elías supiera nada de ello! La voz suave y sutil todavía se oía en aquellos días de apostasía, y fue en este débil remanente donde Dios encontró su complacencia.
Elías acepta esta lección humillante: se somete cuando Dios le dice por cuarta vez: ¡Ve! (comp. 17:3, 9; 18:1). Regresa por donde había venido (v. 15). Encuentra a Eliseo, hijo de Safat, y le echa encima su manto, signo de identificación profética. Si se hubiera atenido a la letra de la Palabra de Dios, debería haber comenzado por ungir a Hazael y a Jehú (comp. 15:16), pero se apresuró a realizar el acto que lo aniquilaba a él, el gran profeta, cediendo su autoridad a otro. Demuestra así, habiendo dicho: «Solo yo he quedado», que a partir de ahora no es nada a sus propios ojos. En cuanto a Hazael y Jehú, no es Elías sino Eliseo quien los ungirá. Renunció a todo lo que pudiera haberle hecho destacar y dejó que la obra la hiciera otro que no fuera él.
Eliseo abandona sus bueyes y corre tras Elías. El profeta le responde: «Vete, vuelve», utilizando las mismas palabras que había oído (v. 15) de boca de Jehová. A sus propios ojos, ahora no era nadie, y no era el momento de instar a Eliseo a que le siguiera. «¿Qué te he hecho yo?» Elías no le estaba arrojando su manto para atraerlo tras él, sino para que fuera profeta en su lugar. ¡Qué buen ejemplo de humildad, de juicio de sí mismo, de abnegación, de obediencia, de confianza en la Palabra, nos da aquí este hombre de Dios! ¡Qué pronto dio fruto en él la disciplina! ¿No podemos decir que la humillación de Elías glorifica a Dios más que todo el poder del profeta? Su carrera parece haberse roto, pero una nueva carrera, que comienza con la disciplina, está a punto de abrirse ante él, y si la primera no tuvo éxito, la segunda solo terminará en gloria. ¡Que todos sigamos el ejemplo de Elías, en medio de nuestros quebrantos, para glorificar al Señor!
4.7 - Capítulo 20 – Acab y Ben-adad
Desde que Ben-adad, rey de Siria, había echado una mano a Asá, rey de Judá, contra Baasa, rey de Israel, se había mantenido enemigo de este último, le había arrebatado ciudades e incluso había adquirido, por conquista, ciertos derechos sobre Samaría, capital del reino (comp. v. 34). Su hijo, que llevaba el mismo nombre que él (*), se enfrentó a Acab y sitió Samaría. Reclamando los derechos de su padre, envió al rey una insolente intimación: «Tu plata y tu oro son míos, y tus mujeres y tus hijos hermosos son míos» (v. 3).
(*) El nombre Ben-adad es probablemente el título religioso de los reyes de Siria: “hijo de Adad”, o «su adorador». El hijo de Hazael también se llama Ben-adad (2 Reyes 13:3, 25).
¿Qué hizo Acab? Él, ante cuyos ojos acababan de desarrollarse las escenas del capítulo 18, que había oído a todo su pueblo gritar a sus oídos: «¡Jehová, él es Dios!», ¡ni siquiera le dedica un pensamiento a este Dios que acababa de levantar, con su poder, su culto, que Acab había sustituido por el de Baal! (16:31-32). Acab no consultó a Jehová, no le entregó su causa y, además, ¿se había humillado alguna vez ante Él? ¿Había tratado de detener el brazo de Jezabel, buscando dar muerte a Elías? No, aquel corazón perverso y débil «se vendió para hacer lo malo ante los ojos de Jehová; porque Jezabel su mujer lo incitaba» (21:25). Demostrando que Dios le es ajeno, actuando como si no existiera, acepta la humillación que le inflige el monarca gentil: «Como tú dices, rey señor mío, yo soy tuyo, y todo lo que tengo» (v. 4). ¿Qué podía hacer contra Ben-adad al frente de todas sus fuerzas, acompañado de 32 reyes? Este es el razonamiento de los que no conocen a Dios. Pero, ¿de qué le sirvió humillarse ante el enemigo de Israel? Este aprovechó la ocasión para añadir el insulto a la injuria: «Tu plata y tu oro, y tus mujeres y tus hijos me darás. Además, mañana a estas horas enviaré yo a ti mis siervos, los cuales registrarán tu casa, y las casas de tus siervos; y tomarán y llevarán todo lo precioso que tengas» (v. 5-6). También en este caso, Acab no vuelve a Dios; para él es más importante convocar y consultar a los ancianos del país. Ellos eran partidarios de resistir, él de aceptar las primeras condiciones y rechazar las segundas. La ira de Ben-adad no tuvo límites ante esta respuesta. Acab responde con orgullo: «Decidle que no se alabe tanto el que se ciñe las armas, como el que las desciñe» (v. 11), pero Dios sigue sin tener nada que ver.
Una gran multitud se disponía contra la ciudad. Dios interviene por medio de un profeta cuyo nombre no nos es revelado: «¿Has visto esta gran multitud? He aquí yo te la entregaré hoy en tu mano, para que conozcas que yo soy Jehová» (v. 13). ¿Cuál era el motivo de Jehová para hablar así? ¿El estado del corazón de Acab? Acabamos de ver cuán endurecido estaba. Pero Israel, antes del milagro de Elías, había reconocido al Dios verdadero. ¿No podía mostrar su gracia a la menor señal de que el pueblo volvía a él? En cuanto a Acab, Dios le dijo: «Sabrás que yo soy Jehová». Si no lo había aprendido antes bajo el peso de los juicios de Dios, esta milagrosa liberación tal vez tocaría su corazón y se lo devolvería. La conmovedora paciencia de Dios, incluso hacia el más profano, el más indiferente, el más endurecido. El Dios que el hombre rechaza, en vez de cansarse, vuelve a él como Dios de gracia y de liberación.
En este momento crítico, Acab parece dispuesto a dejar actuar a Dios, por lo que no tiene otro recurso. El profeta responde categóricamente a sus peticiones. Los «siervos de los príncipes de las provincias» (v. 14), por los que el ejército enemigo será entregado en manos de Acab, son solo un puñado en comparación con esta multitud. En lugar de esperar a que el enemigo atacara, fue Acab quien se lanzó a la batalla, ¡y su ejército solo contaba con 7.000 hombres! Acab siguió la palabra del profeta, y aquel día los sirios sufrieron una gran derrota.
No había ningún movimiento de gratitud en el corazón del rey. Dios le advierte por medio del profeta que, a finales de año, Ben-adad volverá a atacarle. Esta vez se trataba de demostrar a los sirios que Israel no había conseguido la victoria gracias a «sus dioses de las montañas». Aunque Ben-adad cambió la organización de su ejército y el lugar de la batalla, los israelitas, que eran tan numerosos como 2 pequeños rebaños de cabras golpearon al enemigo con 100.000 hombres en un solo día; la muralla de Afec cayó sobre los que quedaron. Así fue como los sirios tuvieron que enterarse de lo que era Jehová y como Israel pudo descubrirlo.
Ben-adad huyó a la ciudad y se esconde de habitación en habitación. Los siervos se ofrecen para suplicar clemencia al conquistador, pues han oído que los reyes de la casa de Israel son reyes amables y clementes. Humillados y derrotados, acuden a suplicar por su rey: «Te lo ruego, que viva mi alma» Acab responde: «Mi hermano es», cuando Dios lo había entregado en sus manos para destruirlo. El idólatra que equiparaba a Jehová con los «dioses de los montes» ¡es el hermano del rey de Israel! Qué ultraje a la gloria y santidad de Dios, esta palabra: «¡Mi hermano es!». Acab hace montar a Ben-adad en su carro, hace alianza con él y lo despide. El rey de Siria le devuelve las ciudades que su padre le había arrebatado. El mundo ama y reconoce esta clemencia y bondad. Cuántas veces los que deberían ser testigos de Dios ante el mundo le dicen: “¡Hermano mío, hermanos míos!”. Tristes palabras que abusan del mundo y niegan el carácter cristiano. No, los cristianos pertenecen a una familia distinta de la del mundo, son hijos de Dios; pero el mundo tiene por padre al príncipe del mundo.
Pero, os preguntaréis, ¿no son hermanos todos los hombres, siendo todos pecadores? No, porque los cristianos pueden y deben decir: «Siendo aún pecadores, Cristo murió por nosotros» (Rom. 5:8). Por tanto, ya no son pecadores y no pueden llamarse hermanos de los que todavía son pecadores. Es cierto que hay «un [solo] Dios y Padre de todos», en el sentido de la relación de Dios con sus criaturas, pero incluso en este sentido solo aquellas de sus criaturas que le pertenecen por la fe pueden añadir: Él está «en todos», lo que excluye absolutamente al mundo de cualquier intimidad con Él en esta relación (Efe. 4:6).
¡Llamar a Ben-adad su hermano! El desdichado Acab mostró al desnudo el estado de su corazón, él que, solo el día anterior, era seguidor de Baal y cuya doble liberación a su favor no lo había llevado al arrepentimiento.
Llega un segundo profeta (v. 35-43). El del versículo 13 anunció la liberación; este anuncia el juicio de Acab. ¡Qué paciente es Dios! Incluso en el capítulo siguiente se demora en pronunciar la palabra final de juicio. Pero primero aprendemos acerca de la disciplina de Dios hacia los suyos. «Entonces un varón de los hijos de los profetas dijo a su compañero por palabra de Dios: Hiéreme ahora. Mas el otro no quiso herirle». Si este hombre no era profeta, era en todo caso “compañero de profeta”. La disciplina de Dios hacia los suyos es tanto más severa cuanto que se encuentran en una posición más privilegiada. Tenemos aquí un caso diferente del aquel del profeta de Judá, en el capítulo 13. Este último, teniendo una palabra positiva de Jehová sobre la que actuar, la abandona para seguir otra palabra que se afirmaba como Palabra de Dios, y se encuentra con el león en el camino. Aquí, uno de los compañeros del profeta se niega a seguir la Palabra de Jehová. No quiere golpear y herir a su compañero cuando Dios se lo ordena. Podéis decir que tenía buenas intenciones; amaba demasiado a su compañero como para hacerle daño; sin duda, pero ¡había una palabra imperativa! Dios dio la orden. Todavía se puede objetar que este hombre no comprendía la utilidad de lo que se le ordenaba hacer; pero ante la Palabra de Jehová, no era cuestión de comprensión; había que obedecer. Y, de hecho, le era imposible comprender; no podía ni debía darse cuenta de lo que Dios quería hacer. Lo único era que había una orden formal, y «por la Palabra de Jehová». ¿Podía este hombre ignorarlo? No, era el compañero del profeta y debía conocer la Palabra de Dios. El hombre de Dios en Judá debía saber que la palabra del viejo profeta no podía ser la Palabra de Dios; el profeta debía saber que la palabra de su compañero era la Palabra de Jehová. Cuanto más nos pone nuestra posición en relación directa con Dios, menos excusa tenemos cuando tratamos la Palabra de Dios como si no lo fuera.
La desobediencia positiva a la Palabra es un asunto infinitamente grave, y ¡cuántas vidas cristianas no están hechas más que de tal desobediencia! Los cristianos se preguntan a menudo por qué encuentran al león en su camino, sin poder responder a esta pregunta. ¿No deberían preguntarse primero si quisieron o no someterse a la Palabra de Dios, cuando esta les mostró Su voluntad de manera positiva? Normalmente, buscamos en otros lugares la razón de los castigos de Dios a sus hijos o a sus siervos. A este hombre le alcanza el juicio: «Por cuanto no has obedecido a la palabra de Jehová» (v. 36).
«Otro hombre», que no parece haber estado con el profeta, en una relación tan íntima como el primero, escucha y obedece. Le golpea con fuerza y le hace daño. No intenta comprender, sino que hace lo que Dios le dice.
Ahora el profeta podía presentarse ante Acab con pruebas claras de lo que le sucedería. Dios había dicho: ¡Golpea! Se negó. Ahora otro golpearía a Acab y lo heriría. Su destino estaba fijado.
Acab, como David cuando Natán vino a él, se ve obligado a pronunciar su propio juicio (v. 40). Estaba cegado; la venda que vio en los ojos del profeta era la venda en sus propios ojos, ¡y no se dio cuenta! De repente, la Palabra de Dios, como un viento impetuoso de juicio, resonó en sus oídos: «Por cuanto soltaste de la mano el hombre de mi anatema, tu vida será por la suya, y tu pueblo por el suyo» (v. 42).
¿Penetrará finalmente el arrepentimiento, la contrición de espíritu, en este corazón endurecido? «Y el rey de Israel se fue a su casa triste y enojado, y llegó a Samaria» (v. 43).
«Triste y enojado», estas 2 cosas lo describen. «Triste»: ¡oh!, ¡cómo caracteriza esto al mundo! Hace su voluntad y está triste. Nunca hay alegría en el camino de la desobediencia y de la rebelión contra Dios. Solo el cristiano puede experimentar verdaderamente el gozo, y el «gozo cumplido» (Juan 17:13). La Palabra y el Señor mismo nos muestran dónde se encuentra. En la obediencia a sus mandamientos, que es en sí misma su amor cumplido (Juan 15:9-14); en la dependencia, fruto de la nueva naturaleza que tenemos de él (Juan 16:24); en la seguridad que nos da el conocimiento de nuestra unión con él (Juan 17:11-13); finalmente, en la comunión con el Padre y con el Hijo (1 Juan 1:3-4).
Cuánto le faltaban todas estas cosas a este hombre desdichado que había pensado que podía seguir sus propios pensamientos a pesar de la Palabra de Dios. Por impío que fuera Acab, Dios lo juzgó de acuerdo con la posición favorecida en que había sido colocado. Es costumbre en el cristianismo razonar sobre el destino reservado por la justicia divina a los pobres idólatras. Es cierto que serán juzgados según los testimonios que recibieron y por los que pudieron conocer a Dios (Hec. 14:15-17); pero no se oye al mundo cristiano razonar sobre lo que le espera a él mismo. El destino de Acab es más terrible que el de Ben-adad.
La Palabra también dice que Acab estaba «enojado». La tristeza del rey no era la que lleva al arrepentimiento, sino irritación. ¿Contra quién? Contra Dios. ¿Encontraría siempre el rey a Dios en su camino? ¡Ven a hablarnos del amor de Dios cuando nos quita la salud, o a nuestros seres queridos, o nuestra fortuna! ¿De verdad? ¿No sería mejor hacer el mal como los demás, en vez de intentar portarnos bien, ya que Dios nos trata tan injustamente? Esta es una de las 1.000 formas de irritación que llenan los corazones de los hombres contra Dios. Pero cuando hay un cierto conocimiento de la Palabra, como en el caso de Acab, ya no podemos marearnos haciendo el mal. Era fácil, en tiempos pasados, antes de la aparición de Elías que vino a «turbar a Israel». Ahora la Palabra está ahí; no te la puedes quitar de encima; te roe el corazón, no te deja descansar. Esta palabra del profeta ha levantado el velo del futuro. Tal vez no salga nada de ello… pero ¿quién puede saberlo? El hecho es que, en la vida del monarca, esta Palabra se ha cumplido constantemente y tantas veces en bendiciones inmerecidas a las que no ha hecho caso. ¿Se cumplirán las amenazas? El profeta dijo: «Tu vida será por la suya». No dijo cuándo. ¿Y si fuera hoy? ¿O mañana? ¿No podría dejarme en paz? Hay mucho por lo que estar «triste y enojado». El gusano roedor está ahí; ha comenzado su trabajo, ¡el gusano que nunca muere!
4.8 - Capítulo 21 – Acab y Nabot
Nuevas circunstancias nos muestran el estado moral del rey. Su corazón está invadido por la codicia, por la lujuria de algo que Dios no le ha dado. Ahora bien, esto es idolatría, así como la adoración de Baal (Col. 3:5). Acab, poseído por el enemigo, simplemente pasó de una idolatría a otra.
La propuesta de Acab a Nabot era más trascendental de lo que parecía a primera vista. Tendía a enajenar para siempre la herencia de este piadoso israelita. Hacer un intercambio, o incluso dar el valor de la tierra en dinero, era, para Acab, tomar posesión definitiva de la viña de su vecino. Pero un israelita temeroso de Dios no podía aceptar tales condiciones. Cuando vendía su tierra, vendía solo las cosechas, y como la posesión debía revertirle en el jubileo, el precio se tasaba según el número de años que el comprador había cosechado los productos (Lev. 25:15). El vendedor tenía incluso derecho a rescatar su tierra en cualquier momento, devolviendo al comprador el excedente de años que aún quedaban por transcurrir desde la venta. El israelita temeroso de Dios se aferraba a la herencia de sus padres, porque ellos mismos la habían heredado de Jehová; pero tenía una razón aún más convincente. En realidad, la tierra, el suelo mismo, no pertenecía al pueblo, sino a Jehová: «La tierra no se venderá a perpetuidad, porque la tierra mía es; pues vosotros forasteros y extranjeros sois para conmigo. Por tanto, en toda la tierra de vuestra posesión otorgaréis rescate a la tierra» (Lev. 25:23-24).
Esto explica la respuesta tan categórica de Nabot: «Guárdeme Jehová de que yo te dé a ti la heredad de mis padres» (v. 3).
El versículo 4 nos muestra el efecto de la codicia inalcanzable en el corazón de un hombre sin Dios: «Y vino Acab a su casa triste y enojado». Aquí encontramos las mismas palabras que al final del capítulo 20. ¡Pobre corazón del hombre! ¡Abrumado de tristeza, hinchado de irritación! Y eso es todo lo que es capaz de contener, cuando Satanás, para mantener su imperio sobre él, no viene a soplarle nuevas codicias decepcionantes. Acab está triste al ver puesto fuera de su alcance el objeto de su deseo; irritado ante una voluntad que se interpone y que no puede doblegar, porque al fin y al cabo es la voluntad de Dios.
Así pues, Acab encontró a Dios en todos los lados de su camino. Detrás de la sequía y la sed, había encontrado a Dios; lo había encontrado frente a su religión, frente a su alianza con Ben-adad, frente a sus codicias. Dios, siempre Dios, el Dios que había creído poder sustituir con sus ídolos. Desde que los sacerdotes habían sido degollados, la casa había sido barrida y adornada, pero ya habían entrado demonios peores.
¿Quién suscita estos espíritus malignos, quién sostiene estas codicias? Es Jezabel, el verdadero tipo del espíritu satánico (v. 5-14). Jezabel hace el mal, sabiéndolo y queriéndolo. Despierta todos los malos instintos en el corazón de su marido. Apela a su orgullo: «¿Eres tú ahora rey sobre Israel?» (v. 7). Y añade: «Yo te daré la viña de Nabot de Jezreel». Cuando un hombre, como Acab, ha vendido su alma a Satanás, este no deja de hacerle toda clase de promesas. Él es el Tentador. Lo que Dios no quiere darte, te lo daré yo. Déjamelo a mí; yo te daré la viña. Acab dejó que sucediera, porque lo vio como el cumplimiento de su codicia. Y ahora, Acab, «levántate, come y alégrate». Este es, de hecho, el objetivo constante de la carne: salud, alegría, hacer lo que queremos y conseguir lo que deseamos. Pero, ¿cómo alcanzar esta meta? Nabot había dicho: «Guárdeme Jehová de que yo te dé a ti la heredad de mis padres». Jezabel vino y dijo: «Te daré la viña de Nabot». Tomó a Acab de la mano y lo llevó por su propio camino, un camino de mentiras y asesinatos, bajo el pretexto de ser su benefactora. Ella “le dará”, pero mientras tanto se apodera de su autoridad, de su prerrogativa real; ella «escribió cartas en nombre de Acab, y las selló con su anillo» (v. 8). Acab se ha convertido en su esclavo. Ella no rehúye el falso testimonio, ni el asesinato de un hombre justo para beneficiar a su criatura. Esta adoradora de Baal hace decir a los falsos testigos: «Nabot ha blasfemado a Dios y al rey» (v. 10, 13). Utilizó el nombre de Dios, reconocido por el pueblo, pero no por ella, para destruir a un siervo del Dios verdadero. ¿No lo ha hecho siempre Jezabel? La vemos renacer en Apocalipsis 2, ya no en el judaísmo, sino en la Iglesia, asumiendo el carácter de profetisa y acusando a los verdaderos testigos de Dios de «conocer las profundidades de Satanás», mientras ella misma enseña a sus hijos a fornicar y a comer cosas sacrificadas a los ídolos.
Acab dejó que se hiciera el mal y se consumara la iniquidad para sacar provecho de ello; los hombres de Jezreel, ancianos y nobles lo hicieron a sabiendas, pues las cartas les decían que eligieran a 2 malvados, hijos de Belial, que perjuraran para perder a Nabot. Tenían pocos escrúpulos, porque les interesaba agradar al rey y ganárselo.
Nabot es apedreado; por fin ha llegado el momento de que Acab disfrute del fruto de su codicia. Levántate –dice Jezabel– y toma posesión de la viña de Nabot de Jezreel, que él se negó a darte por dinero, pues Nabot no está vivo, sino muerto» (v. 15).
Acab cae. ¿Estará contento? Este es el momento para él, la meta alcanzada, de mostrar la alegría que Jezabel le había prometido. Apenas tomó posesión de su tierra, Elías, advertido por Dios, se encontró con él en la viña de Nabot, donde acababa de tomar la medida de su nuevo dominio. Su placer y su felicidad habían desaparecido. Satanás siempre nos engaña y nos deja con Dios, después de habernos engañado y metido en el atolladero.
Acab dijo a Elías: «¿Me has hallado, enemigo mío?» (v. 20). Sí, ¡a su enemigo! Había tomado a Satanás por su amigo, ahora encuentra a Dios como su enemigo. En el mismo lugar de la satisfacción prometida, no encontró nada de lo que había esperado, pero Dios se presentó ante él, representado por su profeta, y le dijo: «¿No mataste, y también has despojado?» (v. 19). Otros habían matado; Dios exige cuentas a Acab. La alegría tan esperada es sustituida por la espantosa maldición que se repite a lo largo de esta lamentable historia de Israel. Es en los mismos términos, el juicio de Jeroboam, el juicio de Baasa: «El que de Acab fuere muerto en la ciudad, los perros lo comerán, y el que fuere muerto en el campo, lo comerán las aves del cielo» (v. 24, conf. 14:11; 16:4). Y no se olvida de Jezabel: «Los perros comerán a Jezabel en el muro de Jezreel» (v. 23). La ejecución de la sentencia anunciada se retrasa en el caso de Jezabel (2 Reyes 9), pero no por ello deja de ser cierta.
Esta vez Acab debe decirse a sí mismo: el juicio de Dios me ha alcanzado. Se despierta ante el hecho de que la Palabra de Dios contra sus predecesores ha sido impenitente. Para él, que ha hecho cosas peores que todos ellos, el juicio está a la puerta.
¿Qué hace Acab? Se humilla; entra en aflicción, luto y ayuno (v. 27-29), se acuesta con cilicio que pone sobre su carne; «durmió en cilicio, y anduvo humillado», como se practica en la casa de los muertos. ¿Dónde están su orgullo y su corazón alegre, e incluso su malhumorada tristeza e irritación? Solo le queda un luto sin fondo ante el destino inevitable. ¿Es esto una conversión? El próximo capítulo nos dará la respuesta. Pero mientras tanto, ¡qué Dios tan misericordioso tenemos! Si descubre el mal, advierte el menor retorno del alma al bien, registra el menor signo de arrepentimiento. Dijo a Elías: «¿No has visto cómo Acab se ha humillado delante de mí? Pues por cuanto se ha humillado delante de mí, no traeré el mal en sus días; en los días de su hijo traeré el mal sobre su casa» (v. 29). Ni un ápice de su Palabra caerá en tierra, sino que el juicio se aplazará hasta los días de su heredero.
4.9 - Capítulo 22 – Acab y Josafat
«Tres años pasaron sin guerra entre los sirios e Israel» (v. 1). Así que a eso había conducido la alianza de Acab con Ben-adad, aparte de la cuestión del juicio de Dios: ¡A un breve respiro de 3 años sin guerra! Luego Ben-adad, apenas liberado, no había cumplido sus promesas (comp. 20:34); no había devuelto Ramot de Galaad. «¿No sabéis», dijo el rey de Israel a sus siervos, «que Ramot de Galaad es nuestra, y nosotros no hemos hecho nada para tomarla de mano del rey de Siria?». Sería de cobardes permanecer en silencio; así que la guerra se desata una vez más. Dios no interviene en estas reclamaciones entre pueblos. La historia es siempre la misma, y las naciones cristianas de hoy no son mejores en este sentido que las naciones idólatras. El deseo de expandirse, por un lado, y de resistirse a estas usurpaciones, por otro, forman la base de la política. Dios no juega a la política; es ajeno a estos debates, aunque tiene la sartén por el mango sobre todas las cosas y se sirve de todo para cumplir sus propósitos.
Josafat, hijo del piadoso Asá, fiel como él, para mantener el culto a Jehová en Judá, Josafat se había acercado al rey de Israel. ¿De dónde procedía esta relación? Del hecho de que Josafat se había contraído «parentezco con Acab», no él mismo; pero Joram, su hijo, había recibido por esposa a una hija de Acab (2 Crón. 18:1; 21:6). Esta alianza fue un gran mal, y el rey de Judá tuvo que experimentar sus graves consecuencias. «Y le salió al encuentro el vidente Jehú hijo de Hanani, y dijo al rey Josafat: ¿Al impío das ayuda, y amas a los que aborrecen a Jehová?» (2 Crón. 19:2). Esta alianza llevó inevitablemente a los fieles a abrazar los intereses de un rey que no tenía igual en iniquidad en la tierra de Israel (21:25-26).
«¿Irás a la guerra conmigo?», le dice Acab a Josafat. Josafat responde: «Yo soy como tú, y mi pueblo como tu pueblo, mis caballos como tus caballos» (v. 4). Este pacto lleva, pues, a Josafat a declarar que él, el piadoso rey de Judá es como el impío Acab, y a romper la barrera que separa al hombre de Dios del mundo. ¿Hay mucha diferencia entre esto y las palabras de Acab a Ben-adad: «Mi hermano es»? El pacto con el mundo, nunca se repetirá demasiado, nos hace partícipes de su iniquidad. En los libros de historia, nos encontramos una y otra vez con esta solemne verdad de que prestar apoyo, asociarse o cooperar con un sistema en el que se tolera y reconoce el mal, es ser solidario con ese sistema. Cabe preguntarse si el momentáneo arrepentimiento de Acab no influyó en la actitud de Josafat. No se nos dice, pero no excusó al rey en modo alguno. Los fieles no permanecen en ningún sistema porque pueda haber algo bueno en él, sino porque está aprobado por Dios. Ahora Israel y su rey solo tenían que esperar el juicio final, y en la ciudad no había justos que pudieran salvarla.
Sin embargo (v. 5-12), en esta desafortunada alianza, Josafat es demasiado piadoso para actuar sin consultar a Jehová y su Palabra. Acab reúne inmediatamente a 400 profetas. Eran muchos. ¿De dónde salieron, cuando solo quedaban unos pocos profetas aislados en la tierra de Israel? No era mucho, porque bastaba un profeta de Jehová para dar a conocer Sus pensamientos. ¿Quiénes eran estos 400 profetas de Acab? ¿Podrían ser, disfrazados, los 400 profetas de Asera, la deidad femenina, que no había sido destruida en Cisón? Es bastante probable. Sea como fuere, si eran los mismos, habían cambiado su vestimenta con las circunstancias. Ahora decían hablar por el Espíritu de Dios, mientras que un espíritu de mentira que servía a sus propios intereses se había apoderado de ellos. Uno puede llevar la librea de profeta del Señor y mentir. Cuán común es esto en todos los tiempos, y más aún ahora que en el pasado. «Sube», gritaron todos, «porque Jehová la entregará en manos del rey» (v. 6).
Sin embargo, Josafat está inquieto. Hay un sentido espiritual que advierte a un corazón verdadero, sin que tal vez pueda darse cuenta, que ciertas manifestaciones no tienen por agente al Espíritu de Dios. No se trata del don de discernimiento de los espíritus (1 Cor. 12:10), que no pertenece a todos, sino de un sentido que, por débil que sea el hijo de Dios, nunca debe fallarle. Se siente incómodo en un ambiente opuesto a Dios, incómodo ante ciertos discursos que pretenden salir de labios religiosos y carecen del carácter divino, incómodo ante jactancias como las que se hicieron ante el rey de Israel. Este fue el caso de Josafat, quien, después de asistir al espectáculo provocado por sus palabras a Acab: «Yo te ruego que consultes hoy la palabra de Jehová» (v. 5), se vio obligado a añadir: «¿Hay aún aquí algún profeta de Jehová, por el cual consultemos?» (v. 7). Le bastaría con que hubiera uno realmente separado para Dios, para contrarrestar a los otros 400. Acab responde: «Aún hay un varón por el cual podríamos consultar a Jehová, Micaías hijo de Imla; mas yo le aborrezco, porque nunca me profetiza bien, sino solamente mal» (v. 8). Lo odiaba, y odiaba a todos los que pronunciaban el juicio de Jehová sobre él. Quería que el profeta “profetizara el bien para él”. Este será siempre el carácter del mundo religioso. Los que lo componen eligen maestros según sus propias concupiscencias, maestros que les dicen: hermanos míos, como el propio Acab dijo: hermano mío, a Ben-adad, maestros que los alaban exaltando el mundo que habitan, y les auguran éxito y prosperidad. El recto Josafat no pudo soportar estas palabras. Estaba acostumbrado a respetar toda palabra que viniera de Jehová. No vemos, más tarde, que impugne ante la palabra de Jehú que lo condena (2 Crón. 19:1). «¡No hable el rey así!», dice (v. 8).
Acab solo tenía un pensamiento: probar la maldad de Micaías hacia él (comp. v. 18). No tardó en mandarlo llamar. El hombre de Dios se apartó naturalmente de los 400 profetas; un buen ejemplo para el rey de Judá, que se alió con el rey profano. La triste pero necesaria consecuencia de esta alianza es que seguirá a Acab en lugar de a Micaías. Tal es el efecto de las «malas compañías» sobre el creyente, y nunca vemos el efecto contrario, es decir, que el mundo siga el ejemplo de los hijos de Dios. Alguien ha dicho: “No hay igualdad en un pacto entre la verdad y el error, porque por ese mismo pacto la verdad deja de ser verdad, y el error no se convierte en verdad”.
Micaías, para hacer más solemne lo que iba a proclamar, habló primero como los 400 profetas: «Sube, y será prosperado, y Jehová la entregará en mano del rey» (v. 15). Le dice Acab: «¿Hasta cuántas veces he de exigirte que no me digas sino la verdad en el nombre de Jehová?» (v. 16). Aquí vemos lo que es una conciencia, incluso una conciencia endurecida. Habla dentro del corazón; le dice a Acab: Lo que dice Micaías no puede ser la expresión de sus pensamientos. Y aunque Acab busca la mentira, su conciencia le obliga a querer la verdad. No la seguirá, ni la obedecerá, pero la inquietud que le produce su conciencia no le dejará descansar hasta que oiga, sepa y vea, como el asesino, devuelto a pesar suyo al lugar de su crimen. Entonces resuenan en sus oídos estas palabras angustiosas: «Yo vi a todo Israel esparcido por los montes, como ovejas que no tienen pastor; y Jehová dijo: Éstos no tienen señor; vuélvase cada uno a su casa en paz» (v. 17).
El profeta no se detiene ahí. Muestra el espíritu satánico de mentira que se ha apoderado de todos los profetas, para hacer subir a Acab a Ramot. Jehová dice: «¿Quién inducirá a Acab, para que suba y caiga en Ramot de Galaad?» (v. 20). Este era el juicio de Dios, preparado de antemano contra Acab, un juicio indirecto, pero en el que los espíritus demoníacos que él había adorado se convirtieron en los instrumentos para la caída de su víctima.
Sedequías, que había protagonizado esta escena fabricándose cuernos de hierro y diciendo al rey: «Con estos acornearás a los sirios hasta acabarlos» (v. 11), golpea a Micaías en la mejilla y le dice: «¿Por dónde se fue de mí el Espíritu de Jehová para hablarte a ti?» (v. 24). Afirma estar guiado por el Espíritu Santo y utiliza la violencia para demostrarlo, pero al hacerlo demuestra qué espíritu lo anima. También él caerá bajo el juicio, «cuando te irás metiendo de aposento en aposento para esconderte» (v. 25).
Miqueas, como tantos profetas y siervos fieles de Jehová, fue arrojado a la cárcel, cruelmente perseguido por la verdad que ha proclamado (v. 27-28). Pero su testimonio se difunde y se hace público, como más tarde el de Pablo. Tiene el honor de dirigir a todos el pensamiento de Dios sobre el futuro: «Oíd, pueblos todos» (v. 28).
El pobre Josafat fue un mudo espectador. Al estar en el terreno de su aliado, no tiene autoridad para frustrar sus órdenes. ¿Habrán cambiado sus débiles comentarios los planes y decisiones de Acab? ¿Tendrá el valor de romper esta infeliz alianza? Nada de eso. ¿Y de qué le sirve, si no es para ser infiel a Dios? Sube con el rey de Israel a Ramot de Galaad.
Pero aquí está de nuevo esa conciencia intrusa asediando a Acab. ¿Y si Micaías hubiera dicho la verdad? ¿Había predicho realmente su muerte en esta expedición? Quería y creía haber encontrado un camino seguro para escapar del juicio que lo buscaba y perseguía. Se disfraza y, bajo la influencia del miedo egoísta, ni siquiera tiene la suficiente nobleza de corazón para no comprometer a su aliado, contra quien, a causa de sus ropas reales, se dirigirán los golpes en la batalla. Los jefes de los carros se vuelven contra Josafat, pensando que están tratando con Acab. En ese momento, «Josafat clamó». Vemos, en 2 Crónicas 18:31, que en esta extremidad Josafat recurrió a Jehová: «Josafat clamó, y Jehová lo ayudó». No abandona a los suyos en la angustia.
Acab estuvo alcanzado por una flecha disparada «a la aventura», algo que no había previsto. Muere como un héroe, como diría el mundo, apoyado, aún moribundo, en su carro, frente a los sirios. Expira al atardecer y su sangre llena el fondo del carro. «Y lavaron el carro en el estanque de Samaria; y los perros lamieron su sangre (y también las rameras se lavaban allí), conforme a la palabra que Jehová había hablado» (v. 38). Así se cumplió la sentencia contra él, pero no se ejecutaría plenamente hasta más tarde, por manos de Jehú.
¡Qué diferente la escribirían los hombres que escribirían esta historia de lo que la escribió Dios! El reinado de Acab fue largo y relativamente glorioso. Sus victorias sobre los sirios son, para el hombre que no tiene revelación divina, hechos de alto valor e intrépido coraje; su alianza con Ben-adad es noble clemencia y buena política, la de Josafat es mucho más sabia aún; la guerra de Ramot le fue impuesta por el honor de su reino. Los anales de su reinado, probablemente perdidos para siempre, enumeran todas las ciudades que construyó y fortificó, su palacio de marfil, probablemente como el de Salomón, y otras cosas (v. 39). Pero todo lo que quedó fue el terrible ejemplo de un hombre que tenía la responsabilidad de servir a Dios y que, conociéndolo, prefirió los ídolos y la lujuria, y odió a los testigos fieles del Dios de Israel.
Unas pocas palabras ponen fin a este libro (v. 41-51) y dan un poco de descanso al corazón en medio de tanta ruina. Josafat fue fiel, pero no sin reproche, pues no puso suficiente celo en destruir los lugares altos, restos de la idolatría que había arraigado en Judá. Exterminó a las viles criaturas que se habían asentado en el país con la idolatría cananea. Pero es lamentable que no aprendiera inmediatamente la lección que Jehú le había enseñado a su regreso de Ramot. Se hizo amigo de Ocozías, el hijo de Acab, que había actuado con maldad (2 Crón. 20:35-37), y unió sus fuerzas a las de él para construir barcos e ir juntos a buscar oro a Ofir. La necesidad de las riquezas obtenidas por el pacto con Ocozías es un motivo menor que la necesidad de la influencia obtenida por el pacto con Acab. Pero Jehová lo reprendió: «Entonces Eliezer hijo de Dodava, de Maresa, profetizó contra Josafat, diciendo: Por cuanto has hecho compañía con Ocozías, Jehová destruirá tus obras. Y las naves se rompieron, y no pudieron ir a Tarsis» (2 Crón. 20:37).
Gracias a Dios, después de las palabras del profeta y la destrucción de su flota, Josafat había comprendido lo que había sido la gran debilidad de su vida, que una alianza con el mundo, para cualquier propósito, es algo que Dios desaprueba y trae juicio sobre sus hijos. «Entonces Ocozías hijo de Acab dijo a Josafat: Vayan mis siervos con los tuyos en las naves. Mas Josafat no quiso» (v. 50).
A este cuadro, al fin y al cabo, alegre, siguen unas palabras (v. 52-54) que resumen el reinado de Ocozías, hijo de Acab, un reinado corto, pero lleno de todo lo que podía provocar la ira de Jehová. Bajo su reinado se reavivó en Israel el culto a Baal, y el propio rey se postró ante la abominación de los sidonios.