Inédito Nuevo

1 - Introducción

Estudios sobre el primer libro de los Reyes


El Segundo Libro de Samuel presenta la instauración por David del reino de Israel (*); el comienzo del Primer Libro de los Reyes nos muestra este reino, definitivamente instaurado por Salomón. Hay que señalar que el reinado de Salomón forma un todo continuo con el de David. La muerte del anciano rey no causó ni siquiera una interrupción momentánea, ya que Salomón se sentó en el trono de su padre en vida de David. De hecho, el reinado de Salomón fue un continuo que, si bien ofrece características muy distintas según uno u otro de sus períodos, los une a ambos en una unidad indisoluble y absoluta.

(*) Vean “Meditaciones sobre el segundo libro de Samuel, por H. R.”

Si lo consideramos en su conjunto, este reinado comienza con el rechazo del verdadero rey de Israel (1 Sam.), se consolida, después de la victoria, en medio de las disensiones del pueblo y de los combates (2 Sam.), y se establece finalmente en la paz, la justicia y la gloria, al comienzo del libro que nos ocupa. Este relato, como el resto de la Palabra, centra nuestra atención en Cristo y nos muestra su reinado en todas sus diversas fases. Rechazado como Mesías, vuelve a entrar en escena en el tiempo del fin; reúne poco a poco a Judá y a las tribus de Israel bajo su cetro, extiende por juicios, pero también en gracia, su dominio sobre los pueblos, hasta la instauración definitiva de la realeza milenaria universal. Entonces disfruta de su triunfo en paz y justicia, y asocia a él a su pueblo terrenal.

En estos libros encontramos todos los consejos de Dios sobre la herencia terrenal del Mesías, el Ungido de Jehová, verdadero David y verdadero Salomón. Aparte del período de las aflicciones de David, estos consejos aún no han encontrado su pleno cumplimiento, pero se concretizarán en el Milenio, cuando el Señor se establezca en su trono, como Rey de Israel y de las naciones, como Rey de justicia y paz, verdadero Melquisedec, sacerdote para siempre.

Estos libros tienen también otro carácter que es muy importante considerar, sin el cual correríamos continuamente el riesgo de aplicar mal los tipos que encontramos en ellos. Ya hemos señalado este carácter en el Segundo Libro de Samuel: el rey designado por Dios es un hombre responsable. Esta responsabilidad, que recaerá sobre Cristo con todas sus gloriosas y benditas consecuencias, conduce necesariamente a la ruina de los hombres falibles y pecadores, cuando es puesta en sus manos. Los 2 libros de los Reyes nos muestran así la ruina de la realeza en manos del hombre, y su juicio final.

Al mantener la certeza de sus consejos de gracia, Dios mantiene con la misma firmeza la certeza de sus juicios en caso de que el rey no cumpla las exigencias de su santidad. Estas 2 corrientes, la gracia y la responsabilidad, corren paralelas, sin fusionarse nunca. En el capítulo 7 del Segundo Libro de Samuel, versículos 13-16, las palabras de Jehová a David sobre Salomón ponen de manifiesto esta verdad de un modo muy notable. Por una parte, está la elección de la gracia, por otra la responsabilidad del rey y sus consecuencias, y luego, tras estos 2 principios, la seguridad de que los consejos de Dios se cumplirían a pesar de todo.

Todo esto es tanto más sorprendente cuanto que los 2 libros de las Crónicas nos muestran la realeza desde otro ángulo. Cuentan la historia de la casa de David, o desde el punto de vista de la gracia, como tendremos amplia oportunidad de ver, si el Señor nos permite estudiar estos libros. Baste mencionar aquí que, según este principio, las Crónicas nos presentan, no la historia de los reyes de Israel, sino la de los reyes de Judá, que permanecieron fieles más tiempo que los primeros, y a quienes fue confiado el testimonio de Dios. El Espíritu de Dios pone de relieve en ellos la obra de la gracia y todo lo que Jehová podía aprobar, pasando a menudo en silencio sobre sus faltas, a fin de poner de manifiesto su propósito, pero sin tratar en modo alguno de ocultar sus debilidades. Por el contrario, los 2 libros de los Reyes recorren la historia de los reyes de Israel y solo introducen a los de Judá como hitos de la historia, o para poner de manifiesto las relaciones mutuas entre las 2 dinastías.

Establezcamos otro hecho importante en relación con la historia que está a punto de ocuparnos. En estos libros, los principios según los cuales Dios gobierna a su pueblo siguen siendo los mismos que en todo el Antiguo Testamento. Tanto Israel como sus reyes están sometidos al régimen de la Ley. No se trata aquí de la Ley en su forma original de justicia absoluta y sin mezcla, tal como Moisés la recibió al principio. Las tablas en las que estaba escrita esta Ley fueron rotas por el legislador al pie de la montaña, y nunca llegaron al pueblo que, antes de recibirlas, ya había fabricado el becerro de oro. Tan pronto como fue promulgada, esta primera Ley habría aplastado al pueblo bajo el juicio. Pero toda la historia trata de la Ley tal como Dios se la dio por segunda vez a Moisés y tal como la encontramos en el capítulo 34 del Éxodo. Era una Ley mixta, ofrecida al hombre para que la cumpliera, si su carne era capaz siquiera de un bien relativo. Proclamaba, ante todo, lo que la Ley pura no podía en modo alguno manifestar, la misericordia y la gracia de Dios. «¡Jehová! ¡Jehová! fuerte, misericordioso y piadoso; tardo para la ira, y grande en misericordia y verdad; que guarda misericordia a millares, que perdona la iniquidad, la rebelión y el pecado». En segundo lugar, proclamó la justicia: «que de ningún modo tendrá por inocente al malvado». Por último, anunciaba la retribución según el gobierno de Dios aquí en la tierra: «Que visita la iniquidad de los padres sobre los hijos y sobre los hijos de los hijos, hasta la tercera y cuarta generación» (v. 6-8). A lo largo de la historia que vamos a leer, tendremos ocasión de reconocer la aplicación de los principios que acabamos de exponer, tanto en lo que se refiere a los reyes como al pueblo.

Finalmente, estos libros arrojan luz sobre una última verdad general. Desde su ruina, el sacerdocio había dejado de ser el medio de relación pública entre el pueblo y Dios. El rey, el ungido de Jehová, había sido sustituido por el sacerdote para desempeñar este oficio (véase el comienzo del primer libro de Samuel). Toda la bendición de Israel, y también su juicio, dependían ahora de la conducta del rey. Si el rey fallaba en su responsabilidad, era el fin de la relación del pueblo con Dios. Pero entonces se produjo un fenómeno que persistió durante todo el período de la realeza y más allá: el profeta entró en escena. Su aparición demuestra que la gracia y la misericordia de Dios no pueden ser aniquiladas, aunque todo se haya arruinado.

Sin duda, la profecía existía antes de la época de la que hablamos. La caída del hombre dio origen a la primera palabra profética. Abraham fue profeta (Gén. 20:7); Jacob profetizó, Moisés fue profeta (Deut. 18:15; 34:10); pero Samuel inauguró la serie de profetas que vemos actuar en los libros que nos ocupan (Hec. 3:24). En estos días oscuros, el profeta se convierte, en lugar del rey, en el vínculo entre el pueblo y Dios. Es el portador de la Palabra; a él se confía la revelación de los pensamientos de Dios. ¡Gracia inmensa! Sin duda, el profeta anuncia los terribles juicios que caerán sobre el pueblo y las naciones, pero al mismo tiempo presenta la gracia como medio para escapar de ellos. Enseña; da al pueblo, según las palabras de otro, “la clave de los caminos de Dios, incomprensibles sin él”. También consuela, dirigiendo la mirada hacia un futuro de bendición, «hasta los tiempos de la restauración de todas las cosas» (Hec. 3:21), «un reino inconmovible» (Hebr. 12:28), y donde la responsabilidad de la casa de David será asumida por Cristo, hijo de David, a plena satisfacción del mismo Dios. Fijando los ojos de la fe en la persona gloriosa del Ungido de Jehová, anuncia los sufrimientos del Mesías y las glorias que le seguirán. Al mismo tiempo, percibe el abismo que separa el tiempo presente de esta futura “regeneración”. Se humilló por el pueblo cuando este no pudo o no quiso hacerlo. Sin él, en los días oscuros de la realeza, no quedaba ni un rayo de luz para este pueblo pobre, culpable y castigado. El profeta los levantó y les dio esperanza.

Pero, en virtud de los principios proclamados en la Ley, la misericordia de Dios reconoce inmediatamente al monarca cuando actúa por fe y es fiel. Por incompleta que sea esta fidelidad, Dios la aprecia, e incluso cuando el vínculo se rompe ostensiblemente, la bendición del pueblo es la consecuencia. De ahí que, bajo el gobierno del profeta, los días luminosos sucedan a los oscuros, y se concedan treguas, a pesar del juicio anunciado, porque el rey miraba a Jehová. Esta fidelidad del rey se encuentra generalmente en Judá, donde Dios mantiene todavía “una lámpara a su Ungido” durante algún tiempo, mientras que Israel y sus reyes, habiendo comenzado con la idolatría, continúan así, y pronto se convierten en presa de los demonios que no habían querido apartar de su camino.


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