Índice general
2 - Capítulos 1 al 11 – Salomón
Estudios sobre el primer libro de los Reyes
2.1 - Capítulo 1 – La rebelión de Adonías
Cuando comienza este relato, el rey David tenía unos 70 años. Estaba lejos de ser un hombre muy viejo, pero una vida de sufrimiento de lucha y de dolor desgasta la fuerza del hombre más robusto, de modo que el rey «era viejo y avanzado en días». A los 33 años, el Señor mismo parecía tener 50 (Juan 8:57), pero “su fuerza estaba toda en él”. No estaba, como David, agotado por las penas, sino que, hombre de dolores, su rostro estaba más desfigurado que el de cualquier hombre. El amor imprimió ese carácter en sus rasgos, pues soportaba con simpatía toda la languidez que el pecado había traído a nuestra desdichada raza.
Los siervos del rey idean una forma de devolverle la vida (v. 2-4), imitando a los gobernantes de las naciones circundantes. Parece que a David le faltó voluntad para oponerse al plan de los que le rodeaban. Le traen a la sunamita (*). Ella lo cuidaba y lo servía. Esta «hermosa» virgen de Israel sería considerada más tarde por Salomón como una de las joyas más preciosas de su corona. Ella le pertenecería, y cualquiera que osara levantar los ojos hacia ella para codiciarla cargaría con el castigo. Pero no nos adelantemos. Lo que la Palabra nos enseña es que ella no llegará a ser la esposa de David, el Rey de la Gracia. Lo mismo ocurre con Cristo en la actualidad. Aunque sus ojos están puestos en Israel, ahora tiene otra esposa, tomada de entre los gentiles. La conservará como rey de gloria, pero, como tal, también renovará sus relaciones con el resto de Israel, el excelente de su pueblo.
(*) La Palabra no nos autoriza a afirmar, como se ha pretendido, que sea la sulamita celebrada en el Cantar de los Cantares (6:13).
Antes de que Salomón entrara en escena, Adonías, hijo de Haguit, intentó apoderarse del trono de su padre David (v. 5-8). Nacido inmediatamente después de Absalón (v. 6; 2 Sam. 3:3-4), aunque de madre diferente, sin duda pensó que tenía los mismos derechos al reino que Absalón. «Se rebeló, diciendo: Yo reinaré». El orgullo, una voluntad desenfrenada que nunca había sido reprimida, y su elevada opinión de sí mismo lo dominaban. Era «de hermoso parecer». Estos defectos habían sido alimentados en él por la debilidad paterna, que tanto había influido en los desastres de la vida de David. Este no era insensible a la apariencia de sus hijos, como lo demuestra la historia de Absalón, y quizá por la misma razón le había ahorrado la vara a Adonías. «Su padre nunca le había entristecido… con decirle: ¿Por qué haces así?». Las familias de los creyentes ven muy a menudo arruinado su testimonio por la debilidad de los padres. Al escatimar la vara a sus hijos, la preparan para ellos mismos, así como la deshonra para Cristo. Dios nunca actúa así. La prueba de su amor por nosotros está en su disciplina. La debilidad de los padres no es una prueba de su amor, sino de su egoísmo, que se escatima a sí mismo al escatimar a sus hijos (Prov. 13:24).
Adonías sigue el mismo camino que Absalón (2 Sam. 15:1), quizá con menos astucia, pues manifiesta abiertamente sus pretensiones y se procura, como un soberano, carros, corredores y jinetes. Joab y Abiatar lo siguen. Joab, siempre el mismo, solo busca su propio interés, y presintiendo que David se acerca a su fin, se vuelve hacia Adonías, como hizo con Absalón en los primeros días. ¿Cómo pudo declararse a favor del rey de justicia? Las fechorías de su vida pasada debieron hacerle temer un contacto demasiado estrecho con Salomón. Además, no hay nada en el verdadero rey que sea objeto de atracción para la carne. El hombre natural se vuelve y se volverá sin vacilar hacia el usurpador y el falso rey. Así es como veremos más tarde que «se maravilló toda la tierra en pos de la bestia» (Apoc. 13:3).
Adonías es el tipo de hombre que pretende ascender al trono de Dios (Dan. 11:36): Joab y Abiatar son los que se benefician (Dan. 11:39); son el séquito de Adonías, los que son subyugados por su ascenso (Apoc. 13:4).
Por lo que respecta a Joab, tarde o temprano la carne, por muy hábil que sea, tiene que salir a la luz y mostrar su verdadero carácter. Joab había sido capaz durante mucho tiempo de mantenerse en compañía de David, el ungido del Señor, y de desmentir los motivos que dirigían y dominaban su corazón, pero siempre llega una ocasión en que el corazón natural se muestra hostil y rebelde y manifiesta que no se somete, ni puede someterse, a la ley de Dios.
Abiatar, el representante de la religión, ya condenado de antemano cuando Elí fue juzgado (*), es también miembro del partido de Adonías. Rodeado de tan bellas apariencias, no es de extrañar que Adonías se convierta en un punto de encuentro para muchos. Pero no para la fe. ¿Qué puede encontrar la fe en la compañía de un usurpador? Sadoc, Benaías, Natán y los hombres fuertes de David no estaban con Adonías. El verdadero sacerdote, el profeta, el portador de la Palabra de Dios, el verdadero siervo, Benaía, que seguía los pasos de su señor (**), ¿qué tenían que ver con él? El sacerdote mira a Dios, el profeta al Espíritu de Dios, el siervo a David, a Cristo. ¿Necesitan algo más? Los hombres fuertes, que encontraban su fuerza en David, ¿irían tras Adonías, que no podía comunicársela?
(*) Meditaciones sobre 1 Samuel, por H. R., 2ª nota del libro (pág. 6).
(**) Meditaciones sobre 2 Samuel, por H. R., 3ª nota del capítulo 23 (pág. 203).
Benaía nos interesa especialmente. En tiempos de David ocupaba ya un lugar preeminente de servicio (1 Crón. 27:5). ¿No era digno él, que había seguido en todo, y como paso a paso, las huellas de su maestro, de ser establecido más tarde como jefe de todo el ejército? Sin embargo, este hombre no tenía otra ambición que permanecer fiel a su rey e imitarle. No es como Joab, que tomó la fortaleza de Sion para alcanzar el primer rango; no, es humilde, porque su único objetivo es reproducir a David en su conducta.
Adonías (v. 9-10) da a la reunión de En-Roguel la falsa apariencia de un sacrificio de prosperidad. Sigue los pasos de su hermano Absalón, que dijo que quería hacer un voto al Señor. Invita a sus hermanos, a los hijos del rey e incluso a los siervos del rey. Van a su fiesta; al rebelde no le preocupa que no vengan. Sabemos lo que vale el título de siervos del rey, si el corazón no está realmente apegado a David; o siervos de Dios, si Cristo no es el objeto de los afectos. ¿Cuántos de estos “siervos del rey” no vemos correr en estos días a los que ocultan, bajo el disfraz de la piedad, la guerra que libran contra Cristo? Pero Adonías era demasiado sabio para invitar a aquellos cuya fe o testimonio los mantenía cerca de David. Invita a todos sus hermanos, excepto a uno, el único con derecho al trono por voluntad de Dios y de su padre, Salomón, el que ha de convertirse en el rey de gloria. Está claro que debe excluir de su fiesta a cualquiera cuya presencia lo juzgaría, lo condenaría y destruiría todos sus planes y ambiciones. Cristo es la última persona a la que invita el mundo; es más, odia invitarle. Por otra parte, ¿había algo en esta fiesta con lo que Salomón podría haberse asociado? No, si hubiera aparecido allí, habría sido para abatir a esos rebeldes bajo un castigo merecido.
El día en que este gran peligro amenazaba a Israel, no se había tomado ninguna medida para evitarlo (v. 11-31). El rey, debilitado por la edad y confinado en su palacio, «no sabía» lo que estaba ocurriendo. Afortunadamente, Dios velaba por él. Dios, que tiene en mente la gloria de su Hijo y de su reino, no permite que triunfen los planes del usurpador. Con este fin, envió al profeta para que trajera una palabra de sabiduría a Betsabé. Estemos seguros de que siempre encontraremos en la Palabra de Dios los medios por los que Cristo puede ser glorificado y nosotros mismos preservados de las asechanzas del Enemigo. ¡Qué contraste entre la intervención de Natán y la de Joab con David a través de la mujer tecoíta! (2 Sam. 14). Allí todo era un ardid y una mentira para influir en la mente del rey halagando sus inclinaciones secretas, y finalmente sustituir a David por un hombre engañoso y violento como rey sobre Israel. Aquí la prudencia enseña lo que hay que hacer, pero en modo alguno se separa de la verdad. El rey debía ser consciente de un peligro inminente; debía estar decidido a actuar resueltamente por Dios. La mente de Jehová, en lo que se refería a Salomón, había sido revelada a David, que la conocía muy bien. No en vano Jehová dio al hijo de David el nombre de Jedidías, Amado de Jehová (2 Sam. 12:25). Tan bien conocía David la opinión de Dios al respecto que había «jurado [a Betsabé] por Jehová Dios de Israel, diciendo: Tu hijo Salomón reinará después de mí, y él se sentará en mi trono en lugar mío» (v. 17 y 30). A este hombre de fe le bastó recordar su juramento para ver el camino a seguir.
Sin duda, Adonías había contado con las debilitadas facultades de su padre para hacerse con el reino, pero no había contado con Dios, con el profeta, con la verdad en el corazón del rey. Betsabé habló con respeto y audacia. Le muestra a David que no es consciente del peligro (v. 18), que su propósito fijo era tener como sucesor a un rey según el corazón de Dios (v. 17); también le muestra su responsabilidad para con ella, su hijo y el pueblo, pues «los ojos de todo Israel están puestos en ti, para que les declares quién se ha de sentar en el trono de mi señor el rey después de él» (v. 20). La verdad está en el corazón de esta mujer, como lo estaba en el del profeta, un bello ejemplo del espíritu con el que debemos actuar unos con otros. Natán aparece a su vez y, en una conversación privada con el rey, señala que no solo no se había invitado a ninguno de los siervos fieles de Jehová, sino que, sobre todo, se había excluido deliberadamente a Salomón. ¿Qué podemos esperar de alguien que no da cabida en sus planes ni en su vida al Señor, el verdadero rey?
Natán también señala que los verdaderos siervos del rey desconocen sus planes (v. 27). Por supuesto, no ocurre lo mismo con nosotros. Dios nos ha dado a conocer «el misterio de su voluntad» (Efe. 1:9), que consiste en unir todas las cosas bajo Cristo. Pero hay que instar al viejo rey a que revele su secreto. Inmediatamente se decide; toda su energía se despierta cuando se trata del Amado. «Así», dice, «lo haré hoy» (v. 30).
Hemos visto que, en este capítulo, la intervención de Natán fue conforme a Dios y conforme al respeto debido al rey. No se trata de un consejo humano, como cuando el mismo Natán dijo a David: «Anda, y haz todo lo que está en tu corazón» (2 Sam. 7:3); sino de sabiduría divina, cuya finalidad es evitar que el rey-profeta caiga, y reivindicar el honor de Salomón, el ungido de Jehová, después de su padre. Se trata, sobre todo, de desplegar el estandarte de Dios cuando Satanás ha levantado el suyo. Se forman 2 bandos; en el primero, las masas que están a favor del usurpador; en el segundo, y este es el número pequeño, los partidarios de David y Salomón. Sin duda, la energía de David como portador y representante de la autoridad se había debilitado. Lo mismo ocurrió con la Iglesia de Cristo, pero la fidelidad de Dios permanece y permanecerá siempre; la Palabra, de la que Natán es el representante, permanece; Cristo, del que Salomón es el tipo, permanece; por este lado, no hay debilidad. Hoy razonamos como si la Palabra de Dios y el Cristo de la Palabra hubieran tenido su día. Se habla mucho de un desarrollo posterior de la verdad, que solo es relativo, de un cristianismo que ha envejecido y está llegando a su fin. De hecho, el cristianismo ha envejecido; la Iglesia, representante de Dios en la tierra, se ha debilitado, pero la Palabra, que es la verdad, ha permanecido igual, pero Cristo no ha cambiado, y esto es lo que olvidan los cristianos.
En lugar de aferrarse a Cristo por sentimiento de su propia ruina, rechazan a un Salomón y escuchan a Adonías y a los que lo rodean. El falso rey les llama la atención. Adonías era muy apuesto. No olvidemos que esta apariencia sirve de marca al seductor que atrae a los hombres tras de sí. Prefieren el reinado del hombre en la carne a Cristo, y para el cristianismo esta preferencia terminará en apostasía abierta. Poco sospechaban Adonías, Joab y Abiatar que encontrarían en el anciano rey un obstáculo para la realización de su astutamente urdida trama. Este obstáculo era, a pesar de la edad del rey, una autoridad que Dios había establecido en sus manos y que utilizaría, a pesar de la debilidad de David. Esto fue lo que frenó el desbordamiento del mal en aquel tiempo, y es también lo que hoy impide la manifestación prematura del hombre de pecado (2 Tes. 2:6).
Tras su conversación con Natán, el rey vuelve a llamar a Betsabé (v. 28-31). Jura establecer a Salomón y apela al carácter de su Dios, que había «redimido su alma de toda angustia». La gracia le había acompañado todos los días de su vida, redimiendo su alma incluso de las consecuencias de sus faltas. Pero toda esta gracia tenía que tener su coronación. Siempre conduce a la gloria. “Jehová da gracia y gloria”, 2 cosas inseparables, una sigue necesariamente a la otra.
Salomón fue a Gihón en la mula de su padre y regresó consagrado, para sentarse en el trono real. Como vimos en la introducción, su reinado, identificado con el de David, continúa sin ningún interregno: el mismo monte real, la misma unción, el mismo trono. El trono de gloria de Salomón es, en este momento, el mismo que el trono de gracia de David. Esto es aún más cierto si miramos del tipo al antitipo, pues no encontramos, como aquí, 2 figuras sucesivas en el mismo trono, sino una sola. Nuestros ojos verán, en la persona del Rey de gloria, a Aquel que pasó por el sufrimiento, la angustia y la aflicción, al Salvador que sufrió por nosotros.
Todos los que han permanecido fieles al Rey de Gracia contribuirán a la proclamación del Rey de Gloria y formarán su cortejo. Lo mismo sucederá con el resto de Israel al comienzo del reinado milenario de Cristo, pero aún más con los creyentes de hoy que siguieron al Salvador durante su rechazo, quien, expulsado de este mundo por el hombre, se sentó en el cielo en un trono de gloria. Nosotros rodeamos ese trono incluso ahora, pero sigue siendo el trono de la gracia mientras nuestro Señor sea rechazado. Cuando sea reconocido, nos sentaremos con él en su trono, compartiendo con él su reino y su gobierno sobre Israel y las naciones.
Hasta que Salomón establezca su propio trono, como veremos más adelante, su padre dice: «Se sentará en mi trono, y él reinará por mí» (v. 35). Benaías, el siervo fiel, aprecia este cambio más que nadie (v. 36-37): «Amén. Así lo diga Jehová, Dios de mi señor el rey. De la manera que Jehová ha estado con mi señor el rey, así esté con Salomón, y haga mayor su trono que el trono de mi señor el rey David».
Salomón recibe la unción real (v. 38-40). El «cuerno del aceite» estaba en «el tabernáculo». Era una unción privada y oculta, a la que solo asistía la parte fiel del pueblo. Lo mismo sucede hoy. Antes de reinar en gloria sobre toda la tierra, el Señor recibió la unción del tabernáculo. Tiene realeza celestial en el trono del Padre, está exaltado, con un nombre sobre todo nombre. El aceite de la unción es un aceite de gozo que lo eleva por encima de sus compañeros. Pero es también una unción sacerdotal, porque Jehová ha jurado y no se arrepentirá: es rey y sacerdote según el orden de Melquisedec. Desde el principio, el Señor fue el Ungido del Jehová, como David lo había sido desde su más tierna juventud. Había “nacido para ello”. En el bautismo de Juan fue ungido con el Espíritu Santo para su ministerio (Lucas 3:21; 4:18; Hec. 10:38; 4:27). Resucitado, está ungido con el óleo del tabernáculo, como rey y sacerdote, para impartir dones espirituales a quienes se unen a él. Israel disfrutará de estas bendiciones en el tiempo del fin. Mientras tanto, nosotros somos compañeros de Cristo; la unción derramada sobre su cabeza se derrama también sobre la nuestra, permitiéndonos compartir su gozo mientras esperamos su gloria.
Desde En-Roguel, el grupo de Adonías podía oír el gozo de Jerusalén, pero lo que ocurría en Gihón no podía llegar a oídos del usurpador y de su banda. Toda la ciudad separaba estas 2 localidades aparentemente tan similares (*). Lo mismo ocurre hoy. El mundo sigue sus planes para usurpar la dignidad de Cristo; el hombre está en proceso de endiosarse, ajeno a lo que sucede cerca de él.
(*) Gihón era la fuente de agua que abastecía a Jerusalén bajo Ezequías; también había manantiales en En-Roguel, como su nombre indica.
Pero hay personas fieles que honran al Hijo y, al hacerlo, honran al Padre que lo ha enviado. Ellos ven, coronado de gloria y honor, a este Jesús a quien el mundo no ha invitado a su fiesta. Ajenos por completo a la fiesta de Adonías, se dirigen a presenciar la instauración del Rey de gloria en su trono. De todo esto, el mundo no ve ni oye nada. Gihón, con sus aguas refrescantes, parece ser ignorada por Adonías.
Pero, ¡qué despertar! ¡Qué agitación se apoderó del mundo en su banquete! De repente, en medio del banquete, el falso rey, Joab y todos los invitados oyeron el sonido de la trompeta y tales gritos de júbilo que la tierra se partió en 2 al oír la comitiva de Salomón. «¿Por qué», dijo Joab, «se alborota la ciudad con estruendo?». Así, el establecimiento público del reinado de Cristo sobresaltará al mundo y lo perturbará profundamente. Entonces «El que mora en los cielos se reirá; al Señor se burlará de ellos… He puesto mi rey Sobre Sion, mi santo monte» (Sal. 2:4-6). ¿No oímos el sonido de esta escena en nuestro capítulo?
Estos días, seguimos en Gihón. Nuestro rey ha sido ungido, pero aún no ha tomado las riendas de su gobierno. Nuestro gozo aún no es público, y el de su pueblo Israel espera un día venidero. Pero cuando oigan el ruido de las aclamaciones, ¡qué terror se apoderará de los adversarios! ¡Será el presagio del juicio que les alcanzará sin desviarse ni a derecha ni a izquierda!
Jonatán, hijo de Abiatar, aparece de repente entre los invitados (v. 41-48). En el pasado (2 Sam. 17:17), había dejado a En-Roguel en compañía de Ahimaas, hijo de Sadoc, para ir, a riesgo de su vida, a advertir a David de lo que se planeaba contra él. Ahora regresa para advertir a Adonías de que su intento ha fracasado, aunque él no está asociado en modo alguno con los rebeldes. Viene, lleno de lo que para él son buenas noticias, pues vemos por su lenguaje que su corazón ha permanecido fiel a David. “¿Traes buenas noticias?”, le dice Adonías. «Sí», responde él, pero no son buenas noticias para sus oyentes. Son un desastre para Adonías. Esto no excluye en absoluto los sentimientos filiales de Jonatán hacia su padre, que se había embarcado en este callejón sin salida por su propia culpa. Estos sentimientos hacen que Jonatán informe verazmente a esta asamblea de todo lo que ha sucedido, sin ocultarles nada. ¡Que tengan cuidado! En cuanto a él, su gozo, se nota, está con el sucesor de David. Su servicio no ha cambiado de carácter desde el tiempo de las aflicciones de su rey. Siempre se apresura a dar noticias, como su compañero Akhimaats se apresuraba a correr. Su carácter tiene una notable unidad. Ya sea que esté cumpliendo su servicio a David durante su rechazo, o al mundo en el día del triunfo del hijo de David, Jonatán sigue siendo el mismo mensajero fiel. El tiempo apremia; debemos someternos con prontitud «besando al Hijo». Lo mismo ocurrirá al final de los días, cuando aquellos a quienes el rey llamará sus hermanos vayan por todas partes para anunciar la necesidad de reconocer el reinado del verdadero Salomón.
Como el viejo Jacob, el anciano rey, al ver cumplidos los deseos de su corazón, «adoró en la cama» (v. 47). En David encontramos la lentitud de la edad para tomar una decisión, pero en cuanto Natán le dirige la Palabra de Dios, todo cambia. No vacila, lo gobierna y ordena todo, actúa en todos los aspectos según los pensamientos de Dios, que la Palabra le recuerda. Al principio ignoraba el complot, ahora lo sabe todo; sabe que ha llegado la hora del reinado de su hijo. No siente amargura, ni disgusto, ni celos cuando confía las riendas del gobierno a otras manos. Un solo pensamiento lo llena de felicidad y adoración: «Bendito sea Jehová Dios de Israel, que ha dado hoy quien se siente en mi trono, viéndolo mis ojos».
David ya no es aquí el tipo de Cristo, sino la figura del creyente que se olvida de sí mismo y se derrite en acción de gracias, para dar toda la gloria al verdadero rey, el tipo de aquellos santos que, adornados con sus gloriosas coronas, se despojan de ellas para adornar las gradas del trono del “león de Judá, raíz de David”. Pero este león de Judá es el Cordero que fue inmolado. La gracia de David y la gloria de Salomón se concentran en esta persona única. El gozo de un Simeón, que sostiene en sus brazos la gracia y la salvación de Dios representadas por el niño Jesús, se fundirá en el cielo con la alegría de un David que ve resplandecer la gloria de Dios en la persona del rey.
En los versículos 49 al 53, todos los invitados de Adonías, presos del miedo, huyen hacia un lado u otro. No intentan resistirse a la proclamación de la realeza de Cristo más de lo que lo harían los hombres, pues serían quebrantados de inmediato. Adonías implora la bondad del rey y le pide la solemne promesa de perdonarle la vida. Salomón accede a olvidar, a ser misericordioso una vez más, pero pone a Adonías bajo responsabilidad ante la gloria de su reinado: «Si él fuere hombre de bien, ni uno de sus cabellos caerá en tierra; mas si se hallare mal en él, morirá» (v. 52).
Lo mismo ocurrirá bajo el futuro reinado del Mesías. Perdonará a muchos rebeldes que acudan a él con signos de arrepentimiento, pero en cuanto se descubra maldad en ellos, los extirpará de la tierra (2 Sam. 22:45; Sal. 101:8). Cuando reina la justicia, ya no tolera a los malvados. Salomón, el rey milenario, conoce a Adonías y no cambia su juicio cuando lo ve postrado ante él. Sabe lo que pasa en ese corazón orgulloso, que solo tiene la apariencia externa de sumisión y arrepentimiento. «Vete a tu casa», le dice. Palabras breves y severas. Adonías tenía que tener cuidado. A partir de ahora su función era callar, como un hombre declarado culpable y que permanece bajo vigilancia. Se benefició de este apoyo, siempre y cuando el mal no se manifestara en su casa.
2.2 - Capítulo 2:1-12 – Recomendaciones finales de David
Al morir, David dejó un mandamiento a Salomón, su hijo, e insistió en su responsabilidad. Es, por así decirlo, el testamento del anciano rey y el fruto de su larga experiencia. No encontramos aquí «las palabras postreras de David», que nos da a conocer 2 Samuel 23. El discurso contenido en nuestro pasaje precede históricamente a estas «palabras postreras», que podrían interponerse entre los versículos 9 y 10. No se trata aquí de David, juzgando toda su conducta con respecto a la del verdadero rey, “justo gobernante sobre los hombres”, y proclamando la infalibilidad de los consejos de la gracia de Dios (2 Sam. 23:4-5). No, en primer lugar, Salomón debía ser advertido, en los albores de su reinado, contra todo lo que pudiera estorbarle o provocar su ruina.
Hay muchas analogías entre las palabras de David a su hijo y las de Jehová a Josué (Josué 1). El rey debe ante todo «esfuérzate, y sé hombre». La obediencia a Jehová y la dependencia de él son la prueba de esta fortaleza, que servirá para «andar en sus caminos». El camino en sí está dirigido por la Palabra de Dios, como vemos aquí y en el Salmo 119. Esta Palabra tiene diferentes caracteres, y es necesario estar atento a todos ellos. Aquí se dice: «Observando sus estatutos y mandamientos, sus decretos y sus testimonios» (v. 3). Esto es el conjunto de la Palabra. Sus estatutos son las cosas que él ha establecido y a las que está ligada su autoridad; sus mandamientos, la expresión de su voluntad a la que estamos obligados a someternos; sus ordenanzas (o juicios), los principios que él expresa y según los cuales actúa; finalmente, sus testimonios son los pensamientos que él nos ha comunicado y que la fe debe recibir. Todo esto constituía para el israelita «la Ley de Moisés», y debía ser la regla divina para los fieles. Una vida regulada de este modo debía ser próspera desde todos los ángulos: «Para que prosperes en todo lo que hagas y en todo aquello que emprendas». Este iba a ser el secreto del reinado de Salomón y de sus sucesores. Con estos principios nunca habría «faltado un varón en el trono de Israel».
Lo mismo ocurre con nosotros. Nuestras vidas se nutren y fortalecen con la Palabra de Dios, y solo guardándola podemos caminar sin miedo por un mundo enemigo y ver prosperar todo lo que hacemos (Sal. 1:2-3). Nos enseña a andar por el camino de Dios. ¿Puede haber mayor felicidad que encontrar aquí un camino perfecto, el camino de Cristo sobre el que se posan con complacencia los ojos de Dios? Esta fue, pues, la tarea de Salomón y de sus sucesores. Si andaban en el camino de Dios y bajo su mirada, su dominio se establecería para siempre (Sal. 132:11-12).
La segunda recomendación de David (v. 5-9) a su hijo tenía que ver con los juicios que este debía llevar a cabo. David, representante de la gracia, entiende lo que conviene al reino de la justicia. Si no hubiera justicia, la gracia misma sería una debilidad culpable. Como hombre, David se había mostrado muy poco capaz durante su vida de dar a cada una de estas cosas el lugar que les corresponde. Por eso lo encontramos una y otra vez muy débil para ejercer la justicia, como en el caso de Joab, o para dar la gracia injustamente, como en el caso de Absalón. Solo Dios hace reinar la gracia a través de la justicia. Solo él ha encontrado, en Cristo, el medio de reconciliar estas 2 cosas: su odio perfecto hacia el pecado y su amor perfecto hacia el pecador.
Pero esta falta de juicio no era solo debilidad en David. Llegará un momento en que las acciones de los hombres serán juzgadas según la regla de la justicia, que ha estado suspendida durante mucho tiempo, pero que solo entonces seguirá su curso. Cuando reine la justicia, ¿podrá parecer que ignore el pecado? Las leyes del reino no pueden ser violadas impunemente, y cuando el reino sea establecido en poder, aquellos que han pisoteado estas leyes bajo el reinado de la gracia deberán sufrir las amargas consecuencias de su rebelión. No hay prescripción para la Ley de Dios como la hay para la ley de los hombres. El acto inicuo del pecador puede ser “blanqueado”, pero ciertamente será recordado.
Joab es el primero (v. 5-6). Hemos apreciado suficientemente su carrera (*) como para no volver sobre ella aquí. La debilidad de David (2 Sam. 3:39) había impedido al rey vengarse inmediatamente del asesinato de Abner y, más tarde, del de Amasa, pero no los había olvidado. Lo que Joab había hecho a estos hombres, se lo había hecho a David. «Ya sabes tú lo que Joab me hizo» (**). Tal vez este sanguinario pensó que estaba sirviendo a su rey, al mismo tiempo que servía a sus propios intereses. ¡Imposible! Lo que haces para ti mismo, lo haces contra Dios. En tiempos de paz, el «talabarte… y los zapatos» de Joab, su servicio y su conducta, se habían manchado con la sangre de la guerra. Era una mancha. Tendría que aprender que no había paz para él, porque la paz es solo para los que hacen la paz (Sant. 3:18). Ni el reinado de paz de Salomón ni su reinado de justicia podían admitir tales elementos. Joab debía ser sancionado sin indulto y sin piedad. «Harás conforme a tu sabiduría», dice David (v. 6). Sí, hay una recompensa conforme a la sabiduría de Cristo (Apoc. 5:12). Sin ella, su gloria no se desplegaría plenamente.
(*) Meditaciones sobre el segundo libro de Samuel, por H. R.
(**) No creemos que el rey se refiera aquí al asesinato de Absalón por Joab.
Pero a David le gusta pensar, por el contrario, en lo que Barzilai ha hecho por él (2 Sam. 19:31-40). Devuelve a este devoto anciano mucho más de lo que deseaba, en la persona de sus hijos. Al principio era solo Quimam; ahora todos los hijos de Barzilai tienen derecho a la mesa del rey como recompensa por la fidelidad de su padre. Disfrutan de la gloria del reino en una posición especial de honor e intimidad. Recordemos esto en nuestras familias. La devoción de los padres a Cristo se ve recompensada en sus hijos. «Me acuerdo», dice el apóstol, «de tu sincera fe, la cual habitó primero en tu abuela Loida y en tu madre Eunice» (2 Tim. 1:5).
Un tercer personaje es Simei, el benjamita, que había maldecido a David y luego, a su regreso, había dado muestras de arrepentimiento confesando su pecado. Este mismo Simei no había seguido al partido de Adonías (*); había permanecido en compañía de los hombres fuertes de David y había seguido a Salomón. David dijo de él: «Tienes contigo a Simei, hijo de Gera». Por lo tanto, aparentemente fue restaurado, pero si David, en gracia, lo había perdonado, no lo consideraba inocente. Todo dependería de su conducta ante el Rey de Justicia. Ello demostraría si su arrepentimiento era real. Como el caso de Joab, el de Simei se dejó a la sabiduría de Salomón (v. 9).
(*) A pesar de varias opiniones en contra, no vemos razón alguna para que el Simei del capítulo 7:8 sea un personaje distinto del hijo de Gera.
Muere David (v. 10-12), y la Palabra señala aquí, no el primer comienzo del reinado de Salomón, sino lo que lo caracteriza de un modo general y en su conjunto: «Su reino fue firme en gran manera». Este es el carácter del reino de la justicia, en contraste con el de la gracia, lleno de problemas y sediciones.
2.3 - Capítulo 2:13-46 – La justicia y el juicio son el fundamento de su trono
Apenas inaugurado el trono, aparecen elementos hostiles o ajenos al reino; pero el carácter del reinado de justicia es reprimir todo lo que no está de acuerdo con él. En presencia de Salomón, la carne ya no puede afirmarse, ni seguir libremente su inclinación.
Adonías se dirige a Betsabé para presentarle su deseo al rey, su hijo. «¿Es tu venida de paz?», dijo esta piadosa mujer que desconfiaba del hijo de Haguit. Pues sabía que, si él hubiera tenido éxito en sus planes, «yo y mi hijo Salomón seremos tenidos por culpables» (1:21). Este hombre exteriormente quebrantado, sin embargo, estaba lejos de estar quebrantado en su corazón. «Sabes», dice, «que el reino era mío, y que todo Israel había puesto en mí su rostro para que yo reinara» (v. 15). ¿Cómo podía tal pretensión no despertar la indignación del verdadero rey? Él, Adonías, tenía todo el derecho a la sucesión, a la corona y al pueblo de David. Solo sus palabras denotan un corazón ulcerado, una amargura largamente reprimida que sale a la luz, porque no hay en él juicio propio. Sin duda dice también: «Mas el reino fue traspasado, y vino a ser de mi hermano, porque por Jehová era suyo», pero ¿es esto un verdadero reconocimiento de la voluntad de Dios, una verdadera sumisión al trono de justicia? Adonías lo acepta, porque no tiene otra opción. Es cierto que no pertenece al “pueblo voluntarioso” en la época del poder del hijo de David. En su opinión, Salomón es un intruso y, si es así, ¿quién es el Señor que estableció a Salomón en el corazón de Adonías?
«Ahora», dijo, «yo te hago una petición: no me la niegues… Que me dé Abisag sunamita por mujer» (v. 16-17). Abisag, esta joven virgen que había servido a David y le había prodigado sus cuidados, que había vivido en la intimidad del rey de gracia, para este hombre rebelde a quien solo la paciencia de Salomón había perdonado hasta ahora. ¡Qué poco conocía a David y a Salomón (*)! Darle a Abisag era reconocerle algún derecho a la sucesión de su padre, algún contacto con el reino que podía reclamar en una ocasión favorable; era aceptar la legitimidad de sus pretensiones y de la revuelta encabezada por Joab y Abiatar (v. 22). ¿La mujer que había servido a David como una virgen casta sería entregada a este hombre profano?
(*) No hay ninguna razón positiva, como dijimos en el capítulo 1, para ver en Abisag, la sunamita, a la sulamita del Cantar de los Cantares, amada por Salomón; así que es prudente, al aplicar estos tipos, no ir más allá de lo que la Palabra nos enseña claramente.
Lo mismo sucederá con la Iglesia. ¿Consentirá alguna vez el Rey de gloria ceder a otro la Esposa que ha elegido para sí como Rey de gracia? El Anticristo, el hombre de pecado, puede pensar que le está quitando la Esposa a Cristo al apoderarse de la cristiandad apóstata, que se ha convertido en la gran Babilonia del fin, pero sus esfuerzos por ocupar el lugar de Cristo, poseer a su Esposa y apoderarse del reino, tendrán como resultado, para la prostituta y para él mismo, el lago de fuego y azufre. El juicio aquí es rápido: el mismo día Adonías es ejecutado.
El jefe de la conspiración, el falso rey, habiendo sido entregado a su designio, la justicia de Salomón alcanzó al sacerdote (v. 26-27), largamente apoyado por David, pero cuya sentencia Jehová ya había pronunciado a oídos de Elí (1 Sam. 2:35). Encontramos aquí el principio expresado en las palabras: «Amé a Jacob, y a Esaú aborrecí» (Mal. 1:2-3), pronunciadas 13 siglos después de que se hubiera dicho: «El mayor servirá al menor» (Gén. 25:23). Fue la libre elección de Jehová, pero la sentencia solo se pronuncia cuando Esaú se ha mostrado enemigo irreconciliable de Dios y de su pueblo. Así sucedió con Abiatar. 135 años después de la sentencia anunciada, fue excluido del sacerdocio, habiendo dado motivo a la sentencia por su alianza con el rebelde.
El reinado de justicia se inaugura así con el juicio de todos aquellos que, puestos bajo la gracia y la larga paciencia de Dios, no la habían aprovechado para poner sus corazones y sus acciones en consonancia con ese reinado. Abiatar era tanto más culpable cuanto que había “llevado el arca del Señor Jehová delante de David”, y también había compartido sus aflicciones desde el principio (1 Sam. 22:20). Por tanto, había compartido el testimonio del Ungido de Jehová y había sufrido por él. Salomón lo reconoce, pero en el único caso en que la fidelidad de Abiatar es puesta a prueba y la gloria del hijo de David está en juego, se hunde y abandona a su señor. La palabra de Jehová, largamente suspendida, se cumple; Abiatar es rechazado.
Joab es el siguiente. De él se dice expresamente que no se apartó de Absalón (v. 28), por mucho que lo hubiera deseado, como hemos visto en el Segundo Libro de Samuel, pero era mucho más grave apartarse del reinado de justicia al principio, pues demostraba una absoluta falta de temor en presencia de quien estaba destinado a sentarse como rey glorioso en su trono.
Joab huyó al tabernáculo y se agarró a los cuernos del altar. Esto no puede salvarle. La Palabra de Dios está contra él: «Si alguno se ensoberbeciere contra su prójimo y lo matare con alevosía, de mi altar lo quitarás para que muera» (Éx. 21:14). Salomón lo recuerda. Cuando se dictó la sentencia de Joab, ya era demasiado tarde para que el altar lo protegiera. La venganza debía ejecutarse sobre él, para que «mas sobre David y sobre su descendencia, y sobre su casa y sobre su trono, habrá perpetuamente paz de parte de Jehová» (v. 33), pues de lo contrario la sangre habría permanecido sobre la casa de David. El juicio era necesario para su gloria.
Finalmente llega Simei (v. 36-46). Salomón lo pone sobre ante su propia responsabilidad y lo acepta. Esto demuestra pura ignorancia de su pecaminosidad y, en consecuencia, de su incapacidad para obedecer. ¿No dijo Israel las mismas palabras cuando se le propuso la Ley? «Todo lo que Jehová ha dicho, haremos» (Éx. 19:8). Y Simei: «La palabra es buena; como el rey mi señor ha dicho, así lo hará tu siervo» (v. 38). El infeliz sabe que la desobediencia es la muerte para él, y que su sangre será sobre su cabeza –y sin embargo es incapaz de no desobedecer. No puede renunciar a 2 esclavos fugitivos, y para recuperar esta posesión de un día, ¡sacrifica su propia vida! Qué imagen de un mundo que conoce la Ley de Dios, pero no quiere ni puede someterse a ella, en cuanto un interés pasajero se interpone entre la voluntad de Dios y la suya. Es juzgado por su propia palabra: «La palabra es buena» (v. 42). El hombre puesto bajo su responsabilidad, que la acepta y fracasa en ella, no puede ser sostenido bajo el reinado de la justicia.
2.4 - Capítulo 3:1-3 – La hija de Faraón
«Salomón hizo parentesco con Faraón rey de Egipto, pues tomó la hija de Faraón, y la trajo a la ciudad de David, entre tanto que acababa de edificar su casa, y la casa de Jehová, y los muros de Jerusalén alrededor» (v. 1).
A la mención del fortalecimiento del reino en manos de Salomón (2:12), sigue, en el capítulo 2, el juicio que purifica el reino de todo lo que se había levantado contra David. La renovación de esta misma mención (2:46) va seguida, en el capítulo 3, de la alianza, por matrimonio, con el rey de Egipto. Salomón incorpora a su alianza a la misma nación que antaño había esclavizado a su pueblo, una unión de lo más íntima, pues toma a su esposa de Egipto.
Esta unión recuerda a la de José con una egipcia, hija del sacerdote de On, pero su significado típico difiere. José, rechazado por sus hermanos antes de ser reconocido por ellos, encuentra en Egipto esposa e hijos entre las naciones, según lo que se dice de Cristo en Isaías 49:5-6: «Para congregarle a Israel… también te di por luz de las naciones, para que seas mi salvación hasta lo postrero de la tierra». El matrimonio de José sería más bien el tipo de la relación de Cristo rechazado con la Iglesia, y de la posteridad que adquirió para sí fuera de la Tierra de Promisión, antes de reanudar su relación con su pueblo.
El matrimonio de Salomón con la hija del Faraón, contraído en circunstancias diferentes, no tuvo el mismo significado. El reino estaba establecido en la mano del rey; el tiempo del rechazo del Ungido de Jehová en la persona de David había pasado; Salomón estaba establecido como rey de justicia (acababa de demostrarlo con el juicio) sobre Israel, su pueblo. Entonces, y solo entonces, hace un pacto con Faraón, y toma a su hija por esposa, según lo que se dice en Isaías 19:21-25: «Y Jehová será conocido de Egipto, y los de Egipto conocerán a Jehová en aquel día, y harán sacrificio y oblación; y harán votos a Jehová, y los cumplirán… En aquel tiempo Israel será tercero con Egipto y con Asiria para bendición en medio de la tierra; porque Jehová de los ejércitos los bendecirá diciendo: Bendito el pueblo mío Egipto, y el asirio obra de mis manos, e Israel mi heredad».
Salomón trajo a su esposa egipcia a la ciudad de David. Así, al comienzo del reinado milenario, las naciones estarán primero bajo la protección del pacto hecho con Israel y representado por el arca establecida en el monte Sion (2 Sam. 6:12). Luego tendrán su lugar separado de bendición, como Salomón más tarde construyó una casa para su esposa gentil fuera de la ciudad de David, «porque dijo: Mi mujer no morará en la casa de David rey de Israel, porque aquellas habitaciones donde ha entrado el arca de Jehová, son sagradas» (2 Crón. 8:11; 1 Reyes 9:24).
Hasta entonces, la hija de Faraón está establecida en las bendiciones –no en la relación– de las que el arca de la alianza es el tipo. Dondequiera que estuviera el arca, ya fuera en la casa de Obed-edom (2 Sam. 6:11, 18, 20), o en la ciudad de Sion, traía consigo bendiciones. Durante el Milenio, las naciones se darán cuenta de este privilegio: «Vendrán muchos pueblos y fuertes naciones a buscar a Jehová de los ejércitos en Jerusalén, y a implorar el favor de Jehová… En aquellos días acontecerá que diez hombres de las naciones de toda lengua tomarán del manto a un judío, diciendo: Iremos con vosotros, porque hemos oído que Dios está con vosotros» (Zac. 8:22-23).
2.5 - Capítulo 3:4-15 – Gabaón
De los versículos 2 y 3 se desprende claramente que, al principio del reinado de Salomón, el orden de las cosas no era definitivo. El arca de Jehová aún estaba bajo las cortinas; el hijo de David aún tenía que construir la Casa de Jehová. En aquel tiempo, el tabernáculo y el altar estaban en el lugar alto de Gabaón y el arca, traída por David, estaba en Jerusalén. Esta arca de la alianza, trono de Jehová, signo de su presencia personal en medio de su pueblo, era muy querida por David (Sal. 132). Novemos en su relato que, desde el momento en que la llevó a Sion, buscara personalmente otro lugar de culto, aunque Gabaón no le era indiferente. Cuando el arca fue transportada a Jerusalén, tuvo cuidado de vincular el culto ante el arca con los sacrificios en el altar de Gabaón (1 Crón. 16:37-43), manteniendo así la unidad del culto. El servicio ante el arca era diario, y también el servicio ante el altar de Gabaón, de modo que, al mismo tiempo, y «continuamente», estas dos partes del culto, aunque localmente separadas, se hacían juntas.
Más tarde, por orden del Señor, David construyó un altar en la era de Arauna el jebuseo, donde ofreció holocaustos y ofrendas de paz. Su Dios no le privó por mucho tiempo de un altar en relación con el arca. Por la misma razón, Gabaón perdió su valor y significado.
No se trataba de un pecado positivo contra Jehová, como ocurrió más tarde con ciertos reyes piadosos de Judá, cuando la construcción del templo había eliminado todo pretexto para estas prácticas. Si continuaban entonces, era para gran disgusto de Jehová, porque necesariamente conducían a prácticas idólatras (*). En aquellos días de bendición y fortaleza bajo el cetro del joven rey Salomón, esto no era así, sino que «sacrificaba y quemaba incienso en los lugares altos», y no solo «en Gabaón, porque aquel era el lugar alto principal» (v. 3-4), donde aún permanecían el altar de bronce, el tabernáculo y todos sus utensilios. Esta práctica fue, en cualquier caso, la dispersión del culto en Israel. Al hacerlo, perdió su unidad, pues el altar era, entre otros atributos, la expresión de esa unidad, igual que la Mesa del Señor lo es hoy para los cristianos.
(*) Vean 1 Reyes 14:23; 15:14; 22:44; 2 Reyes 12:3; 2 Crónicas 20:33; donde el pueblo no parece haber hecho otra cosa que lo que se hacía al principio del reinado de Salomón. Pero que la idolatría estaba aliada con los lugares altos lo vemos bajo Ezequías (2 Reyes 18:4; 2 Crónicas 31:1). El impío Manasés los reconstruyó y levantó altares a Baal (2 Reyes 21:3). Cuando se arrepiente, «el pueblo aún sacrificaba en los lugares altos, aunque lo hacía para Jehová su Dios» (2 Crón. 33:17). Esto prueba nuestro punto de que los lugares altos, en ciertos períodos de la historia de Israel, no estaban necesariamente vinculados a la adoración de ídolos, aunque sí conducían a ella. Tan pronto como el culto deja de tener a Cristo como centro, como el arca en Sion, y es solo por las bendiciones recibidas, incluso las de la salvación, se desvía y se convierte en un instrumento en manos de Satanás, sustituyendo finalmente a Cristo por falsos dioses. Josías abolió completamente los lugares altos con toda la idolatría en Judá e Israel (2 Reyes 23:8).
En el pasado, bajo Josué, en relación con el altar de Hed (Josué 22), Israel, comprendiendo esto, se pronunció con celosa energía contra los sacrificios ofrecidos en un altar que no fuera el del tabernáculo.
Dios soporta esta situación, hasta que la plena manifestación de su voluntad con respecto al culto, no es dada por la consagración del templo. Sin embargo, era una debilidad del gran rey. ¡Cuánto el culto de David, incluso antes de Moria, era más inteligente que el suyo! Para David el arca lo era todo; para él era Jehová, el Poderoso de Jacob (Salmo 132:5), cuyo culto estaba donde estaba el arca. Salomón no estaba a la altura de estas bendiciones y no poseía la intimidad de esta relación con Dios. No superó el nivel de la religión común de su pueblo.
¿No encontramos en nuestros días la misma debilidad, la misma falta de inteligencia, donde no falta el deseo de adorar? Cada uno elige su propio altar, sin preocuparse de la presencia del arca –de Cristo. Cada uno erige su altar, sin pensar que, desde la cruz, como en el pasado desde Moria, solo puede haber un símbolo de unidad para el pueblo de Dios.
Salomón fue a Gabaón, pero amaba a Jehová, y Jehová siempre tiene en cuenta el afecto que le tenemos. Fue allí donde se le apareció en sueños (v. 5). Este hecho, como otros han señalado, tiene su importancia. En un sueño, uno no está en condiciones de disfrazar el verdadero estado de su corazón; ni está bajo el control de la razón o de la voluntad, para reprimir la manifestación de lo que hay allí. En un sueño, el alma está como desnuda ante Dios. ¿Cuáles eran, pues, los pensamientos del corazón de este joven rey? Cuando Dios le dijo: «Pide lo que quieras que yo te dé» (v. 5). Lo primero que la palabra divina encuentra en este corazón es gratitud por la gran bondad de Jehová con David: «Tú hiciste gran misericordia a tu siervo David mi padre», junto con la alta estima que le tiene (v. 6), a causa de su camino de verdad, justicia y rectitud, prueba de que David temía a Jehová (Prov. 14:2). Luego está la gratitud por la bondad de Dios con él, hijo de David: «Tú le has reservado esta tu gran misericordia, en que le diste hijo que se sentase en su trono, como sucede en este día» (v. 6). Por último, es el sentimiento de su juventud, de su ignorancia y de su incapacidad. «Y yo soy joven, y no sé cómo entrar ni salir» (v. 7). Tal estado de ánimo presagia abundantes bendiciones; se resume en esto: temer a Jehová, tener el sentimiento de su gracia, estimar a los demás por encima de uno mismo y no considerarse nada (*).
(*) Todo esto se refleja más tarde en Proverbios, los consejos de la sabiduría del rey. Vean, por ejemplo, 3:7; 4:7, etc.
Salomón estaba ante Dios con un corazón indiviso, por lo que solo deseaba una cosa: servir al Señor en las circunstancias en las que lo había colocado como conductor del pueblo. Pidió a Jehová «un corazón entendido», porque escuchar es la puerta al discernimiento y a la comprensión. Para ser sabios nosotros mismos, debemos empezar por escuchar a la sabiduría: «Bienaventurado el hombre que me escucha» (Prov. 8:34). Este es el comienzo del verdadero servicio. Salomón no sabía «entrar ni salir»; solo podía aprender escuchando. Quien no empieza por aprender la sabiduría, nunca será un verdadero siervo. Este fue el propio camino de servicio de Cristo como hombre. «Jehová despertará mañana tras mañana, despertará mi oído para que oiga como los sabios» (Is. 50:4).
Nótese que Salomón pide a Jehová «un corazón entendido». Solo aprendemos realmente a conocer los pensamientos de Dios con el corazón y no con el intelecto. La verdadera comprensión se produce por el afecto a Cristo. El corazón escucha, y cuando ha recibido las lecciones que necesita, se ha vuelto sabio, capaz de discernir entre el bien y el mal y de gobernar al pueblo de Dios. Lo que hace tan importante la función del corazón en el servicio es que ningún juicio puede ser conforme a Dios si no parte del amor. Lo experimentamos en los casos de disciplina, de guía de almas, de gobierno de los santos y de las asambleas.
La palabra de Salomón «y agradó delante del Señor que Salomón pidiese esto» (v. 10). ¡Es una gracia tener su aprobación en todo lo que le pedimos y recibir el testimonio de que le hemos sido agradables! Así que Jehová concede a Salomón lo que pide, y se complace en añadirle todo lo que Salomón no pidió. Le concedió el primer rango para la sabiduría: «He aquí que te he dado corazón sabio y entendido, tanto que no ha habido antes de ti otro como tú, ni después de ti se levantará otro como tú». También le dio «riquezas y gloria… ninguno haya como tú» (v. 12-13). La humilde dependencia de Salomón le colocó en el primer rango, como está escrito: «El que quiera ser grande entre vosotros, será vuestro servidor; y el que quiera ser el primero entre vosotros, será el siervo de todos». Lo mismo sucedió con Cristo, porque no vino «el Hijo del hombre para ser servido, sino para servir y a dar su vida en rescate por muchos» (Marcos 10:43-45). En todas estas cosas, no hay nadie que lo iguale. Por eso, la sabiduría, el poder, las riquezas, la corona de gloria y de honor, todas estas cosas serán suyas (a Cristo) “en el día que Dios hará”, ¡y las cosas más grandes y magníficas serán solo el escabel de sus pies!
En el versículo 14, como en todos los libros que estudiamos, se plantea la cuestión de la responsabilidad del rey. «Si anduvieres en mis caminos, guardando mis estatutos y mis mandamientos, como anduvo David tu padre, yo alargaré tus días». Este es el si al que el propio Salomón no pudo responder y que llevó a la ruina y a la división de su reino.
Una vez recibidas estas bendiciones, Salomón abandona Gabaón para venir a Jerusalén a ponerse «delante del arca del pacto de Jehová»; un acto de un corazón sumiso que tiene la comprensión de la mente de Dios; la primera manifestación de la sabiduría que acaba de recibir. Deja atrás las formas para captar la realidad; deja atrás el aparato externo de su religión para venir a buscar la presencia de Dios (Cristo como figura) representada por el arca. El altar de Gabaón ya no le bastaba; aquel lugar fue abandonado y dejó de desempeñar un papel en la vida religiosa de Salomón. Más tarde, el Señor se le revela de nuevo (9:2), pero ya no en Gabaón.
Salomón ofrece «holocaustos y ofreció sacrificios de paz, e hizo también banquete a todos sus siervos» (v. 15).
Hay más gozo ante el arca que en Gabaón, aunque probablemente el rey ofreció muchos más sacrificios en este último lugar (2 Crón. 1:6) que en el primero; pero ante el arca encontramos sacrificios de prosperidad, los verdaderos sacrificios de comunión, y al mismo tiempo un festejo para todos los siervos del rey.
2.6 - Capítulo 3:13-28 – El juicio justo
Tras la inteligencia para adorar ante el arca, primera manifestación de la sabiduría, encontramos en Salomón «sabiduría de Dios para juzgar» (v. 28). Salomón conoce el juicio justo. El hecho de que sean prostitutas, nada cambia a esta justicia. Los hombres se dejan influir continuamente en sus juicios por el carácter de quienes les hablan; no es el caso de Dios. Lo que le importa a él es el corazón, no el carácter exterior. El juicio de Salomón se basaba en los afectos manifestados por el corazón. Afirmaciones o negaciones tenían, en este caso, el mismo valor, y el juicio no podía basarse en ellas (v. 22). Lo que podía establecerlo era la manifestación del corazón. Tampoco se trataba de saber cuál de las dos mujeres era más merecedora –ambas eran prostitutas–, ni si la acción reprochada era probable o había tenido lugar –ella no había tenido testigos–; ni si la verdadera madre podía reconocer a su hijo por ciertos signos externos –no los había. El único testimonio era que una de las mujeres decía no reconocer a su hijo en el niño muerto. Se trataba, pues, de juzgar el estado de su corazón, que solo puede juzgarse por sus afectos. Una de estas mujeres tenía algo que amaba. ¿Cuál de las 2 tenía este objeto? Cuando existen lazos reales, queremos conservar lo que nos es querido a toda costa, bajo el riesgo de perderlo para nosotros mismos. Eso es el amor. El amor no es egoísta; se sacrifica por el objeto amado. El amor de Cristo lo ha hecho por nosotros, y nosotros a su vez podemos hacerlo por él: «Por tu causa somos muertos todos los días» (Rom. 8:36).
Cuando la verdadera madre ve la espada levantada contra su hijo, «sus entrañas se le conmovieron por su hijo». El objeto que amamos es para nosotros más que nuestro amor por él. Esto es lo que distingue a la verdadera madre. En la profesión cristiana, quien no ha encontrado un objeto para su corazón y sus entrañas, pronto se traiciona a sí mismo. «Partid por medio», dice aquella que no es la madre, obedeciendo a su resentimiento. Nos apresuramos a sacrificar a Cristo cuando se trata de satisfacer nuestras pasiones. Solo la sabiduría divina es capaz de discernir la realidad de la profesión por medio del estado del corazón. ¡Cuán frecuente es esta profesión sin realidad! ¿Dónde está el corazón para Cristo, dónde está la devoción que sacrifica por él hasta sus ventajas más legítimas, sus derechos más reales? No se trata en este pasaje de bondad natural, ni de nobleza de corazón, pues, repetimos, se trata de prostitutas. Se trata de vínculos creados por Dios, de un objeto dado por él, y que el alma aprecia. Dios nunca nos lo quitará; al contrario, en tiempos de prueba, lo recibiremos como si fuera nuevo de su propia mano. «Dad a aquella el hijo vivo, y no lo matéis; ella es su madre».
2.7 - Capítulo 4 – La gloria del reinado
Este capítulo nos habla del orden interior y del esplendor del reinado de Salomón, pero también de su gloria moral, caracterizada por la sabiduría del rey.
Todo Israel se reunió bajo su cetro (v. 1), formando una unidad pacífica desconocida durante el reinado de su padre. Los 7 años de Hebrón, la rebelión de Absalón, la de Seba, hijo de Bicri, la de Adonías, fueron prueba de ello. Ahora todo está en orden y es digno de este glorioso reinado, pero solo hay 11 príncipes (v. 2-6). El orden perfecto, en relación con el gobierno de la tierra, representado por el número 12, aún no había llegado, y solo lo haría cuando apareciese alguien más grande que Salomón.
Azarías, hijo de Sadoc, fue colocado a la cabeza de los príncipes. «Tuvo el sacerdocio en la casa que Salomón edificó en Jerusalén» (*) (1 Crón. 6:10). Sobre él recaía el más alto cargo. El templo se convertirá en el centro de todo el orden del reino salomónico, como lo será en la tierra cuando se establezca el reino milenario de Cristo (Ez. 40 al 48). El mismo Abiatar (v. 4), que había sido expulsado del sacerdocio, se cuenta entre los príncipes junto a Sadoc. Había llevado el arca y compartido todas las aflicciones de David, y aunque le fue quitado su oficio, su señor no quiso privarle de la dignidad que confería a todos los que habían sufrido con el rey rechazado.
(*) Es probable que este Azarías fuera hijo de Ahimaas y nieto de Sadoc. El término hijo para cualquier descendiente aparece continuamente en las genealogías judías. Un pasaje de cierta oscuridad en 1 Crónicas 6:9 parece relacionar los sacrificios con Azarías, bisnieto de Ahimaas.
Entre los 12 mayordomos de Salomón (v. 7-19), encontramos a 2 que se habían casado con hijas del rey, un honor singular concedido al hijo de Abinadab que había recogido el arca y la había guardado durante 20 años en la casa de la colina (2 Sam. 6:3). Era un título de nobleza a los ojos del rey pertenecer a la familia que había custodiado religiosamente el arca de Jehová.
Igual honor se concede a Ahimaas, hijo de Sadoc (*), que fue fiel a David arriesgando su vida, y de quien el anciano rey dio testimonio: «Es hombre de bien, y viene con buenas noticias» (2 Sam. 18:27). Fue el primero en anunciar a David la victoria que le devolvería el trono y lo aseguraría para el heredero según Dios.
(*) Los críticos, sin razón aparente, se refieren a este Ahimaas como otro personaje.
Los versículos 20-28 describen la condición del pueblo durante el reinado de Salomón y el carácter de ese reinado. «Judá e Israel eran muchos, como la arena que está junto al mar en multitud» (v. 20). La promesa hecha a Abraham después de haber ofrecido a su hijo sobre el altar, se cumplía ahora (Gén. 22:17), aunque parcialmente, pues su descendencia sería «como las estrellas del cielo y como la arena que está a la orilla del mar». La promesa no se cumplirá plenamente hasta el reinado milenario de Cristo, cuando, por lo que respecta a Israel, las 2 partes del reino, la celestial y la terrenal, se establecerán a perpetuidad en perfecta concordancia. Aquí, el pueblo es tan numeroso como la arena del mar. Al mismo tiempo, contienen y mantienen dentro de sus límites a los pueblos que los rodean. Los súbditos de Salomón «comiendo, bebiendo y alegrándose» (v. 20). Tienen abundancia material; ya no existen necesidades insatisfechas. El gozo llena sus corazones; la seguridad reina por doquier (v. 25). Cada uno tiene lo suyo y vive bajo su parra y su higuera. Lo que los hombres buscan vanamente en este mundo de iniquidad, del que Cristo ha sido expulsado, se realizará plenamente cuando el Señor, reconocido por todos, reine sobre todos los reinos de la tierra (v. 21, 24). Además, este reinado poderoso será un reinado de paz universal: «Tuvo paz por todos lados alrededor» (v. 24). Toda la prosperidad, todos los recursos del reino sirvieron para exaltar al rey, para resaltar su gloria (v. 22-23; 26-28).
Pero lo que caracterizaba sobre todo esta dominación universal era su aspecto moral, mucho más glorioso incluso que su aspecto material (v. 29-34). «Y Dios dio a Salomón sabiduría y prudencia muy grandes, y anchura de corazón como la arena que está a la orilla del mar» (v. 29). Dios había dado a Salomón la sabiduría, el discernimiento moral que se aplica a todas las cosas, al bien, al mal, a las diversas circunstancias del hombre, y el conocimiento de lo que hay que hacer al respecto. Este discernimiento moral solo puede darse donde existe el temor de Jehová que, como hemos visto, caracterizó a Salomón al principio de su carrera. La Palabra de Dios es el medio de comunicarnos esta sabiduría; por eso Salomón pidió a Dios «un corazón atento». Esta sabiduría encontró su expresión en los Proverbios de Salomón, que a su vez se convirtieron en Palabra de Dios.
«Sabiduría y prudencia muy grandes». La inteligencia de Salomón era tan grande como su sabiduría, a la que estaba íntimamente ligada. La inteligencia es la capacidad de comprender y apropiarse de los pensamientos de Dios, para poder comunicarlos a los demás. Además, un corazón tan ancho «como la arena junto al mar», un corazón capaz de abrazar a todo su pueblo (comp. v. 20), de identificar a Israel consigo mismo, de proveer a todas sus necesidades según su amor, de responder a todos sus intereses haciéndolos suyos. ¿No nos habla esto de Cristo, de lo que manifestará plenamente cuando nos haya introducido en el reposo glorioso de su presencia, cuando su corazón divinamente grande nos abrace a todos; cuando «callará de amor»? (Sof. 3:17).
La amplitud de la inteligencia de Salomón se describe en los versículos 33-34. En su reinado hubo mucho más que dominio material. Su inteligencia lo dominaba todo. «También disertó sobre los árboles, desde el cedro del Líbano hasta el hisopo que nace en la pared. Asimismo, disertó sobre los animales, sobre las aves, sobre los reptiles y sobre los peces» (v. 33). Adán tenía dominio material sobre «los peces del mar, en las aves de los cielos, en las bestias, en toda la tierra, y en todo animal que se arrastra sobre la tierra» (Gén. 1:26). Dios había entregado en manos de Noé «todo animal de la tierra, y sobre toda ave de los cielos, en todo lo que se mueva sobre la tierra, y en todos los peces del mar» (Gén. 9:2). Más tarde, el Dios del cielo había puesto las «bestias del campo y aves del cielo» del rey de los gentiles (vean Dan. 2:38), y le había dado dominio sobre ellas y sobre los hombres. Todo esto no se dice de Salomón, pero su sabiduría dominaba todas estas cosas, desde el cedro hasta el hisopo, desde las bestias hasta los peces. Conocía sus vidas, su razón de ser, sus relaciones entre sí y con toda la creación, los ejemplos que Dios proporcionaba a través de ellos para la vida moral de la humanidad, y hablaba de todo ello. La ciencia moderna, con todas sus elevadas pretensiones, no es más que un amasijo de tinieblas comparada con estas certezas. Pero Salomón no poseía el dominio universal en sus 2 aspectos. Eso está reservado para alguien más grande que Salomón, el segundo Adán: «Lo coronaste de gloria y de honra. Le hiciste señorear sobre las obras de tus manos; todo lo pusiste debajo de sus pies: Ovejas y bueyes, todo ello, y asimismo las bestias del campo, las aves de los cielos y los peces del mar; todo cuanto pasa por los senderos del mar» (Sal. 8:5-8). De él se dice también: «¡El Cordero que fue sacrificado es digno de recibir el poder, la riqueza y la sabiduría, la fortaleza y el honor, la gloria y la bendición!» (Apoc. 5:12).
El reinado de Salomón era solo un pequeño tipo del de Cristo, que tendrá «como posesión… los confines de la tierra» (Sal. 2:8). El rey de Israel dominaba «al oeste del Éufrates», «hasta la tierra de los filisteos y el límite con Egipto» (v. 24 y 21). Estos eran, en resumen, los límites que Jehová asignó a Israel en Josué 1:4; pero cuando se trató de la sabiduría de Salomón, estos límites fueron superados con creces: todos los pueblos acudieron a escucharle; todos los reyes de la tierra vinieron a preguntar por él (v. 34), y vimos cumplido en tipo lo que se dice de Cristo: «También te di por luz de las naciones, para que seas mi salvación hasta lo postrero de la tierra» (Is. 49:6).
«Era mayor la sabiduría de Salomón que la de todos los orientales, y que toda la sabiduría de los egipcios. Aun fue más sabio que todos los hombres, más que Etán ezraíta, y que Hemán, Calcol y Darda, hijos de Mahol» (v. 30-31). No tenemos otra mención de estos 2 últimos hombres excepto en 1 Crónicas 2:6, pero tenemos en la Palabra una indicación de la sabiduría de Etán y Hemán. Hemán ezraíta es el autor inspirado del Salmo 88, y Etán ezraíta del Salmo 89. Así, ¿cuál es la sabiduría contenida en estos 2 salmos? El Salmo 88 tiene un carácter absolutamente especial, que ningún otro Salmo reproduce en este grado. Nos muestra a Israel, convencido de haber quebrantado la Ley y bajo las consecuencias de esta desobediencia. ¡Nada puede ser más terrible! La muerte, la tumba, la sustracción y las tinieblas son su porción. Es más, la furia de Jehová está sobre él y lo ha abrumado con todas sus olas. Está abandonado por los hombres y no tiene salida. Grita en vano (v. 1, 9, 13). Está rechazado; Dios le oculta su rostro. El ardor de la ira de Jehová ha pasado sobre él; está destruido por sus temores. Dios ha alejado de él a todos los que podrían haber simpatizado con él. ¿Y la conclusión de todo esto? Nada. Ni un rayo de esperanza. Un alma que clama y Dios no responde. (*)
(*) Encontramos estos mismos sentimientos expresados en la oración de Moisés, en el Salmo 90; versículos 1-6, sobre el pecado; versículos 7-12, sobre el quebrantamiento de la Ley pero no sin esperanza.
Hay que señalar que este Salmo es el único testimonio que tenemos de la sabiduría de Hemán. Sabiduría grande, inmensa en verdad, la que, considerando la responsabilidad del hombre ante las exigencias de la justicia y la santidad divinas, comprueba que no hay salida, y de que la Ley, medida de esta responsabilidad, debe arrojar al hombre a las tinieblas de la muerte, lejos para siempre del rostro de Dios.
Hemán llegaba, por la sabiduría, al final de lo que Dios quería enseñar al hombre a través de la Ley de Moisés. ¿La experiencia a la que debían llegar los largos siglos de la historia humana, y que debía formar la base del Evangelio, no había convencido al espíritu de este hombre de Dios? Leyendo este Salmo, ¿no nos parecería estar leyendo en la Epístola a los Romanos una descripción de la Ley que mata al pecador?
En el Salmo 89, es la sabiduría de Etán la que nos instruye. ¿De qué habla este otro sabio? De la gracia. Este Salmo trata de las promesas inmutables de Dios y de las gracias seguras de David. Las relaciones del pueblo con Dios, basadas en la Ley, solo pueden terminar en la oscuridad del juicio y de la muerte; estas relaciones, basadas en la alianza de gracia hecha con David, terminan en esto: «Para siempre será edificada misericordia; en los cielos mismos afirmarás tu verdad» (v. 2) –en el cielo, donde nada podrá tocarla jamás. Este magnífico Salmo es un himno a la gracia y a toda la gloria de Dios que la gracia ha establecido y sacado a la luz. Se celebran la justicia, el juicio, la bondad, la verdad, la fidelidad y el poder de Dios, como si se manifestaran en una persona, el centro mismo y la clave del Salmo, el verdadero David, exaltado como elegido de entre el pueblo, el Ungido de Jehová (v. 19-20), el que será hecho el primogénito, el más excelso de los reyes de la tierra (v. 27), aquel de quien no retirará su bondad, a quien no negará su fidelidad (v. 33), aquel cuya descendencia será para siempre, ¡cuyo trono será como el sol delante de Jehová! (v. 36).
Sin duda, en este maravilloso cuadro de gracia, visto en el David real y en su trono glorioso, no puede faltar la cuestión de la responsabilidad de los hijos de David (v. 30-32), ni las consecuencias resultantes para el pueblo que fracasó (v. 38-51), pero esta misma escena sombría termina con la bendición: «Bendito sea Jehová para siempre. Amén, y Amén» (v. 52).
Estas son las enseñanzas de la sabiduría, por boca de estos 2 hombres de Dios, el uno mostrando el régimen de la Ley que conduce a la maldición y a las tinieblas de la muerte, el otro el régimen de la gracia basado en la persona del verdadero David y que conduce a la gloria eterna. El primero proclama el fin del viejo hombre, el segundo el reinado sin fin del nuevo hombre.
¡Qué sabio debió ser Salomón para superar a estos 2 sabios!
2.8 - Capítulo 5 – Hiram. Preparativos para el templo
Después de describir el orden interior del reino de Salomón y toda la sabiduría que lo presidía, el Espíritu Santo nos lleva a lo que, por excelencia, iba a caracterizar este reinado: el templo del Jehová. David no había podido construir esta casa, porque había que instaurar la paz (v. 3) para que Jehová pudiera hacer su morada definitiva en medio de su pueblo. Mientras vagaron por el desierto, Jehová se asoció a su condición de peregrinos y viajeros a través del tabernáculo. Luego vinieron las guerras en Canaán bajo Josué y los Jueces; solo cesaron con el reinado de David. Dios no puede habitar en paz donde hay guerra. La primera condición de su morada definitiva (*) con su pueblo en Canaán es que haya paz. Lo mismo se aplica espiritualmente a la Iglesia. Cuando se proclama la “buena nueva de la paz”, se construye la Casa de Dios, el Templo santo en el Señor, y esta obra continúa hasta el pleno descanso de la gloria.
(*) Decimos «definitiva» porque la primera condición para que Dios habite con su pueblo es la redención, tipificada por la Pascua y el mar Rojo.
Bajo Salomón, esta paz era externa, material, por así decirlo. El Señor le había dado tranquilidad por todas partes (v. 4). Las bendiciones que llenaron su reinado tenían el mismo carácter material. Todas las cosas deseables de la tierra le fueron traídas, y él las hizo contribuir a la gloria de Jehová que lo había establecido en su trono.
El rey de Tiro es el primero que se menciona que viene a ofrecer sus servicios al naciente reino. Tiro es, en la Palabra, una imagen del mundo con todas sus riquezas y cosas deseables. Ezequiel 27 muestra lo que fue Tiro en la antigüedad, una ciudad cuyo comercio se extendía por toda la tierra y a la que llegaban los recursos de todo el mundo. Maderas preciosas, que los sidonios sabían trabajar muy bien, marfil y ébano, lino fino, lana blanca, bordados, azul y púrpura; plata, hierro, estaño, plomo, latón; carbunclos, coral, rubíes y todas las piedras preciosas, oro en cantidades inmensas; especias, aceite y trigo; innumerables rebaños; por no hablar de los guerreros para defenderla, los marineros para dirigir sus flotas, los sabios para dirigir y utilizar sus recursos; tal era, en pocas palabras, la riqueza de Tiro. Todo lo que el corazón humano podía desear en la tierra, lo obtenía allí.
En tiempos de Salomón, Tiro aún no había adquirido el carácter de soberbia, juzgado por Isaías y sobre todo Ezequiel, que llegó a divinizar la inteligencia del hombre. Hiram, amigo de David, reinaba todavía sobre el pueblo. Había venido por su propia voluntad a ofrecer sus servicios al padre de Salomón, y sus obreros le habían construido una casa (2 Sam. 5:11). El mismo libre albedrío le hizo enviar sus siervos al hijo de David, porque siempre había amado al padre (v. 1). ¿Cómo no acoger al Rey de gloria si siempre hemos amado al Rey de gracia?
Salomón cuenta a Hiram sus planes, que no eran obra suya. Había decidido construir la Casa de Jehová, porque Dios así lo había decretado, comunicando de antemano su voluntad a David (v. 5). Este es el verdadero carácter de la decisión de la fe. La fe decide, porque Dios ha dictaminado. Este es un punto importante. A menudo conocemos de antemano la voluntad de Dios, y en lugar de decir: «He resuelto» cumplirla, buscamos pretextos y buenas razones para evitarla, o al menos para no poner en ella todo nuestro corazón. Otras veces, nuestros propósitos están motivados solo por nuestra propia voluntad y nos llevan a una amarga decepción.
El reinado de Salomón está caracterizado, como hemos dicho, por una gloria terrena a la que contribuyen todos los recursos naturales que el mundo entero puede proporcionar. Pero esta gloria debía ser para gloria de Dios y para darle, en medio de su pueblo, un templo que exaltara su santidad y su grandeza. Lo mismo ocurrirá durante el glorioso reinado del Mesías.
Veremos más adelante que Salomón, un rey responsable, no se contentó con lo que le había dado Jehová, sino que más tarde trató de crecer por y para sí mismo y sufrió las consecuencias.
Hiram se alegró mucho al oír las palabras de Salomón. Se sintió honrado de poder contribuir con su servicio a la gloria del Dios de Israel. Este rey de las naciones dijo: «Bendito sea hoy Jehová» (v. 7). Considera a Jehová, el Dios de Salomón, como su Dios, y le da gracias por haber dado a David un hijo para reinar sobre su pueblo. El afecto por David, el rey rechazado, lleva al alma al aprecio del Rey de gloria, al aprecio de Dios mismo, al afecto por el pueblo de Dios.
El fruto de un corazón feliz, es la entrega total al servicio de Cristo. «Haré todo lo que te plazca» (v. 8). Y después de todo, ¿qué es el servicio de Hiram comparado con lo que Salomón hace por él? A veces lo que hacemos por el Señor tiene alguna apariencia. No es poca cosa tener los cedros del Líbano y todo el trabajo de transportarlos, solo que Salomón utiliza mucho otros elementos para la construcción del templo que los cedros y cipreses de Hiram; las grandes piedras de precio, el oro que lo cubre todo, son más importantes para los cimientos y la gloria del edificio que los productos del Líbano. Sin embargo, Salomón cumplió el deseo de Hiram, porque Hiram cumplió el deseo de Salomón (v. 9-10), y el deseo de Hiram era el alimento para su casa. El Señor podría prescindir de nosotros, pero no quiere; sabe que es alegrar nuestros corazones y traerles bendición emplearlos en su servicio –pero nosotros no podemos prescindir de Él. Es él quien nos da la vida, el alimento, la fuerza y el crecimiento. El alimento de la tierra de Hiram, el trigo con el que comerciaban sus mercaderes, les llegaba de Palestina (Ez. 27:17). Es la tierra de Jehová la que proporciona los elementos necesarios para nuestra existencia. Hiram depende de Salomón para ello, darás: «De comer a mi familia» (v. 9). Y ¡qué abundancia reina ahora entre los siervos del rey de Tiro! ¡4.800.000 litros de trigo al año! Se podía poseer cedros y cipreses e incluso así pasar hambre. ¡Seguramente, no se pasaba hambre cuando se ponían al servicio de Salomón!
La paz caracteriza toda la escena. Hiram y Salomón hicieron un pacto de paz (v. 12).
«Jehová… dio a Salomón sabiduría como le había dicho» (v. 12). La había recibido (2:6) para la purificación de su reino mediante el juicio; luego (3:12) para el discernimiento, con vistas al gobierno de su pueblo; después (4:29) con vistas a la guía e instrucción de las naciones, pueblos y reyes de la tierra; finalmente la recibe con vistas a la construcción del templo, la gran obra que debía caracterizar su glorioso reinado.
En los versículos 13-18, asistimos a la organización de los trabajos preparatorios del templo. Cada uno está empleado según su capacidad. La sabiduría de Salomón lo ordena todo. Sus trabajadores ayudan a los de Hiram con la madera de construcción, transportan cargas y tallan la piedra en la montaña. Los de Gebal tenían su función. Están mencionados por Ezequiel (27:9), como expertos en reparar las grietas de Tiro representada en forma de un magnífico navío surcando los mares (*).
(*) Los de Gebal se mencionan en Josué, en relación con el Líbano y como a conquistar por Israel (Jos. 13:5). La Gebal de Ezequiel 27:9, un puerto marítimo al pie de las laderas septentrionales del Líbano, era probablemente su ciudad. En este glorioso reinado de Salomón debían ser tributarios, como pertenecientes a la raza conquistada de Canaán.
El primer acto de Salomón fue transportar «piedras grandes, piedras costosas, para los cimientos de la casa, y piedras labradas» (v. 17). Ante todo, era poner unos cimientos de gran precio y solidez como base del templo de Dios. Esto es lo que Dios ha hecho también para su casa espiritual. El fundamento es Cristo, piedra angular: los cimientos son todas las verdades sobre Cristo y su obra, tal como las presentó por sus apóstoles y profetas. Son grandes piedras, piedras preciosas. Ninguna de ellas puede ser removida sin comprometer o socavar todo el edificio. Esto es lo que comprendió claramente la sabiduría de Salomón cuando preparó los cimientos sobre los que se edificaría la Casa de Dios.
2.9 - Capítulo 6 – El templo
Han pasado 480 años desde que el pueblo salió de Egipto; el objetivo de Jehová al liberar a su pueblo se ha cumplido. Por fin se cumple lo que Israel había cantado a orillas del mar Rojo: «Los introducirás y los plantarás en el monte de tu heredad, en el lugar de tu morada, que tú has preparado, oh Jehová, en el santuario que tus manos, oh Jehová, han afirmado» (Éx. 15:17). Las 2 cosas de las que se habla en este pasaje fueron llevadas a cabo por David y Salomón. Preparar es distinto de construir. Fue David quien preparó todo para la construcción del templo (1 Crón. 22:14). Mucho más, fue a él a quien se le comunicaron por escrito los planos del edificio y todo su contenido (1 Crón. 28:11-19). David compartió estos planos con Salomón. Salomón construyó. El Salvador «prepara», el Señor “afirma con sus manos”. Los materiales preparados por Dios para su morada con los hombres, y el cumplimiento de todos sus consejos, son fruto de los sufrimientos y del rechazo del verdadero David; Cristo, el Hijo del Dios vivo, construye y dice: «Sobre esta roca edificaré mi asamblea».
Antes de abordar el tema de la construcción del templo, debemos decir unas palabras sobre la importancia de este edificio.
El templo, como el tabernáculo, era la morada de Dios en medio de su pueblo, el signo visible de su presencia. Allí estaba su trono, el arca donde se sentaba entre los querubines. El arca contenía las tablas de la Ley, testimonio de la alianza entre Jehová y su pueblo. Por parte de Dios, esta alianza se cumplía con fidelidad escrupulosa e inmutable, pero era condicional. Mientras Israel cumpliera sus condiciones, Dios permanecía en medio de su pueblo. Si desobedecía, Jehová se veía obligado a abandonarlos, a dejar su trono y su casa en Israel.
El templo era el centro del culto. Se acercaban a Dios en su templo por medio de sacrificios y del sacerdocio. Pero Dios permanecía inaccesible, porque el hombre en la carne no podía acercarse a él. El camino a los lugares santos, aunque revelado en el tipo, no había sido manifestado. Solo la obra de Cristo podía inaugurarlo.
El templo, lugar de culto, era también el centro del gobierno de Israel. Era Dios quien gobernaba. El rey solo era el representante responsable del pueblo ante Dios, y el ejecutor de la voluntad de Jehová en el gobierno.
Tan pronto como Dios hubo adquirido un pueblo terrenal, un tabernáculo o templo era indispensable y se convirtió en el centro de toda su vida política o religiosa. Cuando el pueblo es declarado «Lo-Ammi», la gloria de Dios abandona el templo, que finalmente desaparece, tras ser destruido muchas veces y luego reconstruido. Pero cuando la relación ineludible de Jehová con su pueblo sea restaurada bajo el nuevo pacto de gracia, el templo reaparecerá más glorioso de lo que nunca fue.
El templo (como el tabernáculo) también tiene un significado típico. El templo representa el cielo, la Casa del Padre, y podemos aplicar sus símbolos a las relaciones cristianas. Todo en él es simplemente una representación de las cosas espirituales que pertenecen a los cristianos, como tendremos amplia oportunidad de ver (*).
(*) A lo largo de este capítulo y del siguiente se plantearán otras cuestiones de detalle.
Puesto que el templo es la morada de Dios, necesariamente es también la morada de los que le pertenecen (Juan 14:2; 4:21-24). Por eso el templo de Salomón nos muestra las cámaras de los sacerdotes como unidas con la casa. Esto nos lleva a notar una diferencia notable en la forma en que se presenta el templo en 1 Reyes 6 y 2 Crónicas 3. En el primer libro de Reyes, las moradas de los sacerdotes forman parte de la casa; 2 Crónicas 3:9, las menciona solo de pasada y sin indicar su conexión con el templo. En el primer libro de Reyes, las 2 partes más importantes del sistema judío, el altar y el velo, faltan por completo, mientras que Crónicas los menciona. Sin ellos, era imposible acercarse a Dios. Por último, la altura del inmenso pórtico del templo, la puerta de acceso al lugar santo, no se menciona en Reyes, pero sí en Crónicas (*). A partir de estos hechos, podemos concluir a priori que Reyes presenta el templo como un lugar de morada, y Crónicas como un lugar de acercamiento. Tendremos que tener esto en cuenta al considerar estos capítulos.
(*) Por ello, las páginas siguientes presentarán necesariamente una mezcla continua de elementos judíos y cristianos.
El templo, en su conjunto, es también la figura de la Asamblea cristiana, de la Iglesia, casa espiritual, templo santo, morada de Dios por el Espíritu.
Por último, el templo es Cristo. «Destruid este templo», dijo, «y yo en tres días lo levantaré» (Juan 2:19). Él era el templo en el que habitaba el Padre (Juan 14:10). Pero si, de un modo general, el templo es Cristo, todas sus partes nos lo presentan bajo otros tantos caracteres diferentes. El arca con la Ley en sus entrañas, el propiciatorio sobre el arca, el velo, todos los utensilios del Lugar Santo y del atrio, hasta las paredes y los cimientos del edificio, todo, absolutamente todo, como en el tabernáculo del desierto, nos habla de él. Todo nos muestra sus glorias, la eficacia de su obra, la luz de su Espíritu, la fragancia de su nombre, el valor de su sangre, la pureza, la santidad, la gloria de su persona. Dondequiera que nos volvamos, cualquier cosa que contemplen nuestros ojos en este maravilloso edificio, encontramos siempre las perfecciones de Aquel en quien el Padre encuentra toda su complacencia y en quien se ha manifestado a nosotros. Si entramos en la Casa del Padre, es para encontrar allí la manifestación perfecta de todo lo que él es, en la persona de su Hijo.
Dicho esto, veamos en detalle la enseñanza de nuestro capítulo.
«La casa que el rey Salomón edificó a Jehová tenía sesenta codos de largo y veinte de ancho, y treinta codos de alto» (v. 2).
A primera vista, las proporciones del templo pueden parecer sorprendentes, pues en realidad son muy pequeñas, y este hecho ha sorprendido incluso a los incrédulos. De las dimensiones del templo de Salomón a las de los gigantescos santuarios de Egipto hay un largo trecho. No es la grandeza, sino la santidad, el orden perfecto, la justicia y la gloria, es decir, el equilibrio y la armonía de todas las perfecciones de Dios, lo que caracteriza su Casa.
Las dimensiones del templo eran exactamente el doble de las del tabernáculo, en longitud, anchura y altura, pero las proporciones de las distintas partes entre ellas seguían siendo las mismas. El tabernáculo, durante la travesía del desierto, podía parecer relativamente poco importante comparado con lo que debía ser la Casa de Dios en gloria, pero todo el plan de Dios, todo el orden de su casa, se encontraba en este edificio transitorio y debía manifestarse allí. Lo mismo sucede con la Iglesia; por eso se dice a Timoteo: «Estas cosas te escribo… para que sepas cómo debes comportarte en la Casa de Dios (que es la Iglesia del Dios vivo), columna y cimiento de la verdad» (1 Tim. 3:15). En la gloria, el orden de gobierno de la Casa será plenamente manifestada, como vemos en la descripción de la nueva Jerusalén en relación con el reino (Apoc. 21).
Además, si consideramos cuidadosamente la forma en que fue construido el templo, aparte de la asombrosa analogía entre sus dimensiones y las del tabernáculo, podemos ver que el templo no fue construido sobre otro modelo que este. Insistimos en este punto porque hombres cuyo corazón, a menudo sin sospecharlo, es incrédulo en la revelación de Dios, se afanan en descubrir si los templos tirios, asirios, egipcios o babilónicos sirvieron más o menos de modelo al templo de Salomón, mientras que este sirvió de modelo para sí mismo. ¿No era esto digno del verdadero arquitecto de este templo, que había revelado todos los detalles a David? (1 Crón. 28), como Moisés había revelado los detalles del tabernáculo. Ahora bien, lo que era imposible para cualquier obra humana, cada uno de estos detalles tenía un significado divino que vinculaba los pensamientos de fe a la persona y a la obra de Cristo.
El pórtico del templo, solo la entrada, difería en proporción del tabernáculo. 2 Crónicas 3:4 nos dice que su altura era de 120 codos (*). Era 4 veces la altura de la casa. Correspondía en figura a este pasaje del Salmo 24: «¿Quién subirá al monte de Jehová? ¿Y quién estará en su lugar santo?… Alzad, oh puertas, vuestras cabezas, y alzaos vosotras, puertas eternas, y entrará el Rey de gloria» (v. 3, 7). Este verdadero arco triunfal era digno del rey de la gloria, de Jehová de los ejércitos, fuerte y poderoso, de quien Salomón era el débil tipo.
(*) Los críticos racionalistas discuten esta cifra, viendo, como siempre, errores en lo que no comprenden.
Alrededor del templo, excepto por supuesto en su entrada, estaban las cámaras laterales, las alcobas de los sacerdotes. No había nada parecido en el tabernáculo del desierto, donde sin duda Dios podía condescender a morar entre un pueblo según la carne, a condición de que se ocultara en profundas tinieblas, pero no podía permitir que el hombre viniera a morar con él. Esta segunda condición se cumple aquí bajo el glorioso reinado de Salomón, lo mismo que sucederá con nosotros cuando el Señor nos introduzca en la Casa del Padre. Todos nosotros, hijos de Dios, pertenecemos a esa familia de sacerdotes que tendrá su morada en torno a su Jefe, aunque esta Casa del Padre ya está abierta a nuestra fe y podemos morar en ella, estando todavía en este mundo.
Las viviendas de los sacerdotes eran inseparables de la casa y formaban cuerpo con ella, sin dañar ninguna parte. Las murallas del templo tenían rebajes que permitían, sin dañarlas, aplicar vigas. De este modo, las cámaras sacerdotales se adaptaban perfectamente a la casa, sin comprometer en modo alguno la integridad del edificio. Así es como permaneceremos en la gloria. El hecho de que estemos allí, lejos de debilitar la perfección de la Casa de Dios, la realzará. «He aquí el tabernáculo de Dios está con los hombres, y habitará con ellos, y ellos serán su pueblo, y él será Dios de ellos» (Apoc. 21:3).
«Y cuando se edificó la casa, la fabricaron de piedras que traían ya acabadas, de tal manera que cuando la edificaban, ni martillos ni hachas se oyeron en la casa, ni ningún otro instrumento de hierro» (v. 7). Cuando se estaba construyendo el templo, no había ni rastro de instrumentos humanos. Se edificaba en silencio; no se oía ni hacha ni martillo. Era obra de Dios; todo estaba preparado de antemano. Las piedras que componían la casa tenían el mismo carácter que las piedras de los cimientos, también preciosas y preparadas de antemano (7:9-12). Lo mismo puede decirse de la Asamblea (1 Pe. 2:4-5), en la medida en que su edificación no está confiada a la responsabilidad del hombre (1 Cor. 3:10-15).
Sin embargo, esta misma responsabilidad recayó sobre Salomón (v. 11-13), en relación con la construcción de la casa. Como tantos otros ha faltado, provocando la ruina de su reino. «Si anduvieres en mis estatutos… habitaré en ella en medio de los hijos de Israel, y no dejaré a mi pueblo Israel». La fidelidad del rey era la única condición de Dios para no abandonar a su pueblo. Toda su bendición dependía de esta condición.
Tanto el oráculo (Lugar Santísimo) como el lugar santo («el templo delante del oráculo») estaban cubiertos de madera de cedro. En la Palabra, el cedro representa la majestuosidad y la altura, la durabilidad y la firmeza. No había un solo punto en las paredes que no estuviera cubierto con él. No se veía piedra por ninguna parte. Pero la propia madera de cedro e incluso el suelo de madera de ciprés estaban totalmente cubiertos de oro. En la Palabra, el oro representa siempre la justicia y la gloria divinas.
Así que la casa estaba hecha con piedras preciosas, preparadas y construidas sobre las grandes piedras preciosas que eran sus cimientos. Tal era el valor del templo a los ojos de Dios. Pero en su interior todo era firme, duradero y, por tanto, incorruptible, digno de la grandeza y majestad de Jehová. Por último, los que entraban en el templo para morar con Dios no veían a su alrededor más que la justicia divina. Hasta el mismo suelo que pisaban estaba revestido de ella. El hombre solo puede habitar con Dios según la justicia divina. Además, todos los utensilios del tabernáculo eran de oro o estaban recubiertos de oro puro, como el altar del incienso, los querubines y las puertas del Lugar Santísimo.
Como en el tabernáculo en el desierto, el Lugar Santísimo formaba un cubo perfecto en su interior. «El lugar santísimo… tenía veinte codos de largo, veinte de ancho, y veinte de altura (*) (v. 20). Lo mismo sucederá con la nueva Jerusalén: «La longitud, la anchura y la altura son iguales» (Apoc. 21:16). El resultado de la obra de Dios es perfecto, sin nada que añadir ni nada que quitar. Todo ha sido regulado según la mente del arquitecto divino. La Nueva Jerusalén es, por así decirlo, un inmenso lugar santísimo donde Dios puede habitar, como en el oráculo del templo, porque todo allí responde a su santidad y justicia. En ella no hay templo. «Dios Todopoderoso, y el Cordero» son su templo, pero él mismo responde a todo lo que hay de más santo en el templo de Dios. El santuario de Dios es la Iglesia en la gloria.
(*) La casa misma tenía 30 codos de altura (v. 2). Es de notar que el templo milenario descrito por Ezequiel, a pesar del inmenso desarrollo de sus atrios exterior e interior, y de las dimensiones del cuerpo del edificio que alcanzaba los 100 codos con sus cámaras, no supera para el Lugar Santo y el Lugar Santísimo las dimensiones del templo de Salomón. Estas son medidas inmutables. Lo que estaba en el plan de Dios desde el principio debe cumplirse sin cambio ni desarrollo en la era de la gloria de Cristo. Las dimensiones del conjunto podían adaptarse a la futura grandeza de aquel reinado, pero el santuario seguía siendo el mismo.
Como dijimos antes, aquí no se menciona el velo (cortina). Está sustituido por una puerta de madera de olivo (v. 31) con dos alas, revestida de oro, un acceso libre y amplio, que permite a la vista penetrar en el Lugar Santísimo, aunque, correspondiendo al régimen de la Ley, siguen tendidas cadenas de oro delante del oráculo (v. 21).
Los querubines desempeñaban una función importante en el templo. En el tabernáculo, hacían cuerpo con el propiciatorio y proyectaban una sombra sobre él. Miraban hacia lo que se ocultaba en el arca, hacia el pacto de la ley que allí se depositaba, escrito en las tablas de piedra. Los querubines, en número de 2, eran testigos de lo que había en el arca (Mat. 18:16). Al mismo tiempo, eran los atributos del poder judicial de Dios. Estos atributos garantizaban la alianza. Dios, por su parte, la guardaba fielmente, con todo lo que caracterizaba su gobierno (*). El arca y los querubines del tabernáculo habían sido transportados al templo. A condición de que el rey, por su parte, fuera fiel, Dios permanecía sentado en su trono entre los querubines, guardando fielmente, por su parte, la alianza hecha con su pueblo.
(*) Hablaremos más adelante de estos atributos, en relación con la ornamentación del templo y la explanada.
Pero el templo contenía otros dos querubines, cada uno de 10 codos de altura, con sus alas extendidas tocándose por un lado y tocando por el otro la pared del santuario. Miraban «hacia la casa» (2 Crón. 3:13), es decir, fuera del santuario. Miraban hacia fuera, porque, bajo el reinado de gloria, los atributos judiciales de Dios, terribles para el hombre pecador, podían mirar hacia él en bendición. En nuestro capítulo, donde es cuestión de la morada con Dios, los querubines no nos están presentados como mirando hacia fuera.
Otros detalles de la ornamentación del templo merecen nuestra atención.
Las paredes estaban decoradas por dentro y por fuera con querubines, palmeras y flores entreabiertas. Estos ornamentos eran visibles en el exterior. En el interior, estaban cubiertos y ocultos por la pared de cedro. Los querubines, como ya hemos visto, son los atributos del gobierno justo de Dios. Los «seres vivientes» del Apocalipsis (4:6-7) son querubines, y representan: el león, (la fuerza); el buey (o becerro), (la solidez y la paciencia); el hombre, (la inteligencia); el águila, (la rapidez de los juicios y del gobierno de Dios). Los portadores o representantes de estos atributos pueden ser ángeles o santos, según la ocasión (Ap. 4:5). En estos capítulos, el querubín ocupa un lugar especial. No es ni el buey ni el león. Es el ser inteligente. Es «el querubín», en contraste con los demás. El águila no se menciona en la ornamentación del templo, ni de los vasos del atrio, porque el águila representa la rapidez del juicio y no se aplica a un gobierno establecido y apacible. El capítulo 7:29, proporciona la prueba de lo que adelantamos: Sobre los paneles… «había figuras de leones, de bueyes y de querubines». Los querubines son aquí el lado de la inteligencia en el gobierno de Dios. Esta inteligencia adorna la Casa de Dios. Los que se acercan a ella pueden verla en cada detalle del edificio divino. Todos los caminos de Dios, en su gobierno, la parte externa, lo que se puede leer en la pared, dan testimonio de esta inteligencia, de esta sabiduría infinitamente variada. Pero hay también toda una parte de los pensamientos de Dios que es desconocida bajo la Ley, oculta y encubierta en el interior del templo, donde ningún ojo humano puede verla. Estos son los consejos de Dios. Ahora bien, la inteligencia divina penetra en ellos, y nos son familiares, porque Dios nos los ha revelado por su Espíritu (1 Cor. 2:9-10).
Las palmeras o palmas también tienen su significado en la Palabra. Cuando el Señor entró en Jerusalén como Rey de paz, los discípulos llevaban palmas ante él. Es el signo del triunfo apacible de un reinado que está a punto de inaugurarse. Del mismo modo, la inmensa multitud de Apocalipsis 7, lleva palmas en las manos, celebrando el triunfo del Cordero. Las palmeras de Elim (vean Éx. 15:27; Núm. 33:9) son el signo de la protección apacible en el desierto; la rama de palmera (Is. 9:14), una protección bajo la que uno se cobija. Las palmeras (Lev. 23) se usaban en la fiesta de los Tabernáculos, símbolo de la fiesta milenaria, cuando el pueblo, morando bajo las palmas y otras ramas de árboles verdes, participará del descanso universal del reino, pero no sin el recuerdo de los años de penuria en el desierto. Las palmas simbolizaban la paz, la seguridad y el triunfo del reino de justicia.
Las flores entreabiertas son un emblema de una nueva estación, del comienzo de la primavera (Cant. 2:12). En el Salmo 92:12-13, vemos que «el justo florecerá como la palmera… Plantados en la casa de Jehová, en los atrios de nuestro Dios florecerán». Así que estos emblemas no son solo los del reino, sino también los emblemas de los que pertenecen a él (*). Habrá perfecta armonía entre las glorias del reino y los que participan en él, entre la Casa del Padre y los que la habitan. Y todo estará en perfecta armonía con Cristo, el verdadero Salomón. A él pertenece el entendimiento, porque sobre él, como hombre, descansa el Espíritu de Jehová, el espíritu de sabiduría y de inteligencia, el espíritu de consejo y de poder, el espíritu de conocimiento y de temor de Jehová (Is. 11:2). Él es Maravilloso, Consejero, Dios Fuerte, Padre del siglo, Príncipe de paz. Él es el verdadero hijo de David y en él florece su corona (Sal. 132:18).
(*) Lo mismo se aplica a los querubines, como vimos anteriormente. El rey de Tiro era un querubín en el Edén.
La inteligencia divina, la paz perfecta, la belleza, el frescor y la alegría caracterizan toda esta escena, y también nosotros participaremos en ella, como Cristo, y con él, portador de todas estas glorias.
Los querubines se encuentran con las palmas y las flores en las puertas del oráculo (v. 32). Es el único lugar del Lugar Santo donde se puedan ver los querubines. Al igual que el velo al que sustituyen, las puertas representan a Cristo que, mediante el don de sí mismo, nos abre el acceso a Dios. En el santuario, la sabiduría de Dios solo puede contemplarse allí. Cristo en la cruz es la sabiduría de Dios. Por su cruz, entramos en el santuario en plena paz, en pleno gozo, y allí podemos alabar inteligentemente al Cordero inmolado.
Las paredes de cedro no estaban decoradas de la misma manera. Estaban adornadas solo con flores entreabiertas y coloquíntidas (v. 18) (o capullos, pues tal vez sea ese el significado de la palabra). Representaban una floración perpetua, una renovación llena de frescor y belleza, vinculada al descanso de Dios, una estación eterna de gozo, cubierta de gloria divina y protegida por ella, en el templo de Dios que es para nosotros la Casa del Padre.
2.10 - Capítulo 7:1-12 – Las casas de Salomón
«Después edificó Salomón su propia casa en trece años, y la terminó toda» (v. 1). Salomón había tardado 7 años en construir la casa de Jehová. Esto muestra el afán que mostró en esta obra. Herodes tardó 46 años en construir su templo (Juan 2:20). El servicio de Jehová tuvo prioridad sobre todo lo demás en el corazón del rey al principio de su carrera. Su propia casa, aunque menos importante que el templo, tardó 13 años en construirse.
El pasaje en cuestión nos habla de 3 casas diferentes.
La primera es la llamada «su propia casa», «su casa en que él moraba», su morada privada. Poco se dice de ella, salvo que en lugar del «pórtico del trono» que caracterizaba a la «casa del bosque del Líbano» (v. 2), la casa del rey tenía, dentro del pórtico de acceso (comp. v. 6) «otro atrio» cuya hechura era del mismo tipo (v. 8). No era en esta casa donde Salomón juzgaba. Vivía en ella. Nos está presentada de forma un tanto misteriosa; es una casa de intimidad. Pero se menciona inmediatamente después del templo y actúa como su contraparte. Dios habitaba en el templo y tenía «muchas moradas» para los suyos. El templo era una imagen de la Casa del Padre. La casa que encontramos aquí era la casa del Hijo (1 Crón. 17:13). Si buscamos el análogo en el Nuevo Testamento, nuestro pensamiento se dirige inmediatamente a aquella Iglesia de la que dijo: «Sobre esta roca edificaré mi Iglesia».
La Iglesia, como sabemos, no fue revelada en el Antiguo Testamento. Era un misterio que solo podría conocerse después de la resurrección del Señor. Sin embargo, nada en el Antiguo Testamento contradice esta futura revelación. Al contrario, a veces parece que su lugar está marcado de antemano, para introducirla en el momento oportuno. Ciertos tipos van más allá de las relaciones judías e insinúan otras más íntimas. Basta pensar en la relación entre Adán y Eva, Rebeca e Isaac, Abigail y David. Recordemos sobre todo la asamblea del Salmo 22, mencionada en Hebreos 2:12. Por último, fijémonos en la casa de Salomón, cuyos gloriosos cimientos nos presentan el Nuevo Testamento.
El reinado milenario de Cristo no solo se caracterizará por su relación con su pueblo y con las naciones, sino por la gloriosa intimidad de la Iglesia con él. Ella será la Novia, la esposa del Cordero, pero, repetimos, nuestro pasaje de ninguna manera va tan lejos, y trata estas cosas de una manera que es deliberadamente oscura y misteriosa.
No así «la casa del bosque del Líbano» (v. 2-7). El nombre que se le da se refiere tanto a su construcción como quizá también a su aspecto arquitectónico. Estaba construida con madera de cedro; tenía columnas de cedro por todas partes, por dentro y por fuera, que, dispuestas en largas hileras, podían darle el aspecto de un imponente bosque.
Por otra parte, podemos ver en este nombre una bella imagen de este glorioso reinado. El Líbano miraba a Tiro e incluso le pertenecía. Existía, pues, un vínculo entre esta casa y las naciones sometidas al gran rey. Fue aquí donde Salomón se sentó como soberano y juez de las naciones, así como de su propio pueblo.
La casa del bosque del Líbano medía 100 codos de largo (40 más que el templo), 50 de ancho y 30 de alto. Se apoyaba sobre 4 filas de columnas. En cada una de las 2 caras laterales, sobre 3 hileras de columnas dispuestas de 15 en 15, había hileras de habitaciones superpuestas, según todas las apariencias, en 3 pisos como las del templo. Sus ventanas estaban enfrentadas, lo que significa, tenemos razones para creer, que algunas miraban hacia el exterior, mientras que otras miraban hacia el interior, hacia el pórtico. Sobre estas cámaras había un tejado de cedro que cubría el centro del edificio, sostenido por 4 filas de columnas. El centro estaba formado por 2 pórticos: el pórtico de las columnas, llamado así por sus 6 filas de columnas laterales y las 4 filas de columnas que se alzaban en el centro del pórtico. Luego está el pórtico del trono o pórtico del juicio, que sigue al primero y ocupa la parte trasera del edificio. En la parte posterior de este pórtico se encontraba el maravilloso trono al que volveremos más adelante.
Delante del pórtico con columnas había un pórtico de entrada, cuyas dimensiones no se indican. También estaba adornado con una columnata y tenía un entablamento o escalinata por el que se accedía a la casa. Es fácil imaginar la majestuosidad de esta construcción. El ojo podía sumergirse en la parte central a través de un bosque de columnas de cedro hasta el segundo pórtico, al final del cual se alzaba el trono maravillosamente labrado en oro y marfil. En este trono se podía contemplar al rey glorioso, Salomón el amante de la paz, el Jedidías amado por Jehová, aquel cuya sabiduría nunca fue superada, el rey justo y recto.
Este pórtico del trono era el «pórtico del juicio». Era la sede del gobierno de las naciones, el lugar donde se impartía justicia. La casa en el bosque del Líbano vinculaba el gobierno de Israel propiamente dicho con el de las naciones.
Esta casa, que tenía columnas por todas partes, contrastaba con el templo, que no tenía ninguna, a excepción de Jaquín y Boaz a la entrada de la casa (v. 21), como veremos más adelante; al menos no se mencionan columnas ni en el lugar santo ni en el oráculo. La Casa de Dios se sostiene por sí misma y no necesita apoyo en su perfecta estabilidad. La gloria de Dios se basta a sí misma, salvo que Dios Padre asocie a ella a sus hijos y les dé morada en ella. Este no será el caso en el reinado de Cristo sobre las naciones. Los santos serán llamados a compartirlo, a juzgar al mundo con Cristo (1 Cor. 6:2; Sal. 2:9; Apoc. 2:26-27). El Señor tendrá compañeros en su gobierno que morarán siempre cerca del Rey, como una vez moraron los compañeros de Salomón en la casa del bosque del Líbano, mientras que Jehová tenía sacerdotes, que moraban con él en su templo.
La tercera casa es la de la esposa gentil, hija de Faraón. Poco más se dice de ella que de la casa habitada por el rey. Solo sabemos que fue construida según el plano del pórtico (*) de la casa del Líbano. Decíamos antes que la unión de Salomón con la hija de Faraón no prefiguraba la relación del Señor con la Iglesia, sino la de las naciones, antiguas opresoras del pueblo de Dios, con el Mesías. Esta unión, gloriosa sin duda, no ofrece la misma intimidad que la del Mesías con Israel y, mucho más, la de Jesús con la Iglesia (**).
(*) Probablemente del pórtico con columnas.
(**) Sin embargo, esta relación es mucho más íntima que la que existe con las naciones de las fronteras del reino. Las naciones forman varias categorías. En el reinado de Salomón, lo que quedaba de los cananeos se empleaba en trabajos de servidumbre (2 Crón. 2:17-18; 8:7-9). Naciones como Tiro cooperaron libremente en este trabajo. Egipto y Asiria, otrora opresores de Israel, se volverán hacia Jehová en el milenio y juntos lo servirán. «En aquel tiempo Israel será tercero con Egipto y con Asiria para bendición en medio de la tierra; porque Jehová de los ejércitos los bendecirá diciendo: Bendito el pueblo mío Egipto, y el asirio obra de mis manos, e Israel mi heredad» (Is. 19:24-25).
Los versículos 9-12 relacionan la gloria de estas casas con la del templo y sus atrios interior y exterior. En todos estos edificios se utilizaron las mismas piedras de valor. Sus cimientos eran los mismos. Nada entraba en ellos que no correspondiera al carácter de Jehová y de Salomón.
Estas 3 casas y el templo nos permiten vislumbrar lo que caracterizará el reinado glorioso del Hijo de Dios, del Hijo del hombre y del Hijo de David. Habrá una esfera celestial, la Casa del Padre, donde morará con él un pueblo de sacerdotes, una asamblea gloriosa, la Casa del Hijo, su morada íntima y su esposa. Habrá una esfera terrena, una esposa gentil, que participará de las bendiciones de la alianza –un gobierno de todas las naciones, sometidas al cetro del gran Rey–, sin mencionar a Israel, tanto tiempo rechazado por su infidelidad, ahora recibido en gracia, bajo el Nuevo Pacto, como la amada esposa judía, el centro del gobierno terrenal del Mesías.
2.11 - Capítulo 7:14-51 – Hiram y el atrio
Salomón mandó llamar a Hiram, de Tiro, para que fabricara los objetos de bronce para el atrio del templo. Hiram era «hijo de una viuda de la tribu de Neftalí. Su padre, que trabajaba en bronce, era de Tiro».
En el desierto, Jehová había elegido a Bezaleel de Judá y a Aholiab de Dan para la obra del tabernáculo (Éx. 35:30-35). La obra del tabernáculo era responsabilidad exclusiva de los hijos de Israel. El pueblo, enteramente separado de las naciones, no podía hacer ningún trabajo en común con ellas. Bajo Salomón, la escena cambió; las naciones reconciliadas empezaron a servir a Dios con su pueblo. El ungido de Jehová dominaba sobre ambos. Hiram pertenecía a ambas por nacimiento; la alianza de Israel y los gentiles formaba su parentesco; un hecho notable perfectamente adecuado a la escena que nos ocupa.
Hiram «era lleno de sabiduría, inteligencia y ciencia en toda obra de bronce» (v. 14). Es el representante del Espíritu de Dios (Is. 11:2) para esta obra.
El oro y el bronce, 2 metales, desempeñaron un papel fundamental en la construcción del templo. El oro es siempre el símbolo de la justicia divina que nos admite en la presencia de Dios. Gracias al oro podemos presentarnos ante él. Lo poseemos en Cristo en el cielo. El bronce es el símbolo de la justicia de Dios, mostrando en la tierra lo que es para el hombre pecador. Los utensilios del templo eran de oro, los utensilios del atrio eran de bronce y tenían que ver con la tierra. Hiram solo se ocupaba del bronce.
Ya hemos señalado que el primer libro de los Reyes no nos habla del altar de bronce que hizo Hiram (comp. 2 Crón. 4:1). Este altar representa la justicia de Dios que viene a manifestarse en favor del hombre pecador, donde este se encuentra, y de tal manera a permitirle acercarse a Dios, en virtud del sacrificio ofrecido en el altar. El libro de los Reyes no desarrolla este punto de vista. Nos habla de morar con Dios en su templo, y cuando menciona el bronce no es como figura de la justicia divina por la que nos acercamos a Dios, sino la manifestación a los ojos del mundo de esa justicia que caracteriza el reino y el gobierno de Salomón o de Cristo. Es, en una palabra, la justicia de Dios, pero manifestada exteriormente en el gobierno. Los utensilios del atrio, mencionados en nuestro capítulo, nos muestran lo que es necesario para que esta manifestación no sea obstaculizada. El Espíritu de Dios, representado por Hiram, actúa aquí. En estos capítulos, pues, encontramos a Dios abriendo su casa para que habitemos en ella con él; a Cristo proveyéndonos de la justicia divina (el oro) necesaria para este fin; al Hijo, como rey de justicia, manifestando la gloria de su reino; y al Espíritu obrando para que esta justicia se manifieste a todos los hombres de la tierra sin impedimento alguno.
Consideremos ahora los objetos que Hiram fundió para Salomón en la llanura del Jordán. Todos ellos pertenecen, repetimos, al atrio del templo, es decir, a la manifestación externa del glorioso gobierno de Cristo.
2.11.1 - Las columnas (v. 15-22)
Las columnas de bronce, delante del pórtico del templo, eran lo primero que llamaba la atención. Representaban la manifestación externa de los principios del reino. Ya hemos dicho que no se mencionan otras columnas en el templo. Sus nombres eran Jaquín (él establecerá) y Boaz (en él está la fuerza). Estas eran las 2 grandes verdades, presentadas como símbolos a todos los que formaban parte del bendito reinado de Salomón. Todo viene de él: la fuerza está en él, en él personalmente. Él se sostiene por sí mismo y no necesita ayuda exterior alguna. Su fuerza sirve para fortalecer, en lugar de necesitar ser fortalecido.
La bendición milenaria se basa en estos 2 principios; lo mismo ocurre con nuestra bendición actual.
El trono de Salomón, su gobierno, la relación de su pueblo con Dios, su culto, todo estaba fundado, en tipo, en lo que Dios había hecho; él había establecido su reinado. Pero, bajo el mismo Salomón, la columna Jaquín: él establecerá, no: él ha establecido, hablaba de un establecimiento futuro, del cual el reinado de Salomón era solo la débil imagen. En cuanto a la columna Boaz: «En él está la fuerza», se trata de algo pasado, presente, futuro y eterno. La fuerza está en él. Salomón, como todo rey piadoso de Israel, tuvo que comprender esto. En cuanto se rompía el vínculo con Dios, ni al rey ni al reino les quedaba fuerza.
Hoy hacemos la misma experiencia. Filadelfia tenía «poca fuerza», pero su fuerza estaba en Cristo, pues tenía la llave de David, y el Señor le dijo: Yo te afirmaré en el templo de mi Dios, y te haré columna allí. Serás un Jaquín y un Boaz. En un tiempo futuro, el remanente pobre e impotente será reconocido públicamente. Cristo, con su inconmensurable poder, se hará admirable en todos los que han creído.
No tenemos que esperar a un período futuro para experimentarlo, pues es nuestra fuerza hoy, como siempre lo será, pero llegará el momento en que los testigos de Cristo serán establecidos y manifestarán de forma gloriosa todo lo que les pertenecerá durante la eternidad. «Escribiré sobre él el nombre de mi Dios, y el nombre de la ciudad de mi Dios, la nueva Jerusalén, que desciende del cielo, de mi Dios, y mi nombre nuevo» (Apoc. 3:12).
Las columnas terminaban en flores de lis, imagen, creemos, de la gloria de este reinado en sus comienzos (Mat. 6:28-29). Detalle característico, llevaban cientos de granadas en sus capiteles. La granada nos parece ser, en la Palabra, la imagen del fruto que se da para Dios. El manto del Sumo Sacerdote estaba adornado con campanillas y granadas alternadas (Éx. 28:31-35). Las campanillas representan el testimonio, las granadas el fruto. Las granadas eran «azul, púrpura y carmesí», siendo el azul el fruto celestial, la púrpura el fruto de la dignidad del Señor, y la escarlata su dignidad real como Mesías. Nuestro fruto debe llevar el carácter de Cristo y ser digno de él; por otra parte, debe corresponder a nuestro testimonio y se parezca al de él, como las granadas eran iguales en número a las campanillas de oro. A menudo los cristianos tienen más campanillas que granadas, más palabras que frutos.
El fruto y el testimonio solo pueden darse en virtud del aceite de la unción, es decir, del Espíritu Santo, que «desciende sobre la barba, la barba de Aarón, y baja hasta el borde de sus vestiduras» (Sal. 133:2). El borde del manto de nuestro Sumo Sacerdote, somos nosotros mismos, que no podemos pretender al título de cristianos a menos que demos testimonio de Cristo y demos fruto para Dios en el poder del Espíritu Santo.
Granadas de bronce adornaban los capiteles de las columnas. ¿Cómo puede declararse el carácter divino ante todos, sin dar abundantes fruto de justicia? El Señor quiere estar coronado de fruto. Si hay fuerza en él, es para producir fruto. Él es la verdadera vid en la tierra y, como tal, no tiene otra función. Todo el cuidado que tiene de los suyos, toda su disciplina, está pensada para que den fruto. Él debe mostrarse a todos los ojos como Aquel que lo produce.
El Espíritu de Dios ha erigido públicamente una columna. Ese pilar es Cristo. Él lleva a los suyos, sin más fuerza que en él. «Separados de mí, nada podéis hacer» (Juan 15:5). Lo que Dios establece, lo que saca su fuerza de Cristo, da necesariamente frutos abundantes. Nuestro pasaje se aplica propiamente al fruto de justicia manifestado bajo el reinado y gobierno del Señor.
En el reinado de Salomón, las columnas de bronce no pudieron estar conservadas a causa de la infidelidad del rey y de sus sucesores. Fueron quebradas por los caldeos (Jer. 52:17-23). Su reino no pudo estar establecido porque no buscó su fuerza en Dios, pero si los pilares materiales han desaparecido, los pilares morales permanecen: llegará el día en que Jehová, en quien está la fuerza, mostrará a los ojos de todos que ha establecido en justicia un reino que jamás será sacudido. Entonces se dirá: «Jehová reina; se vistió de magnificencia; Jehová se vistió, se ciñó de poder. Afirmó también el mundo, y no se moverá. Firme es tu trono desde entonces; tú eres eternamente» (Sal. 93:1-2).
2.11.2 - El mar de bronce (v. 23-26)
Después de las columnas, el atrio del templo contenía el mar de bronce. Se nos dice expresamente (1 Crón. 18:8) que Salomón «hizo el mar de bronce, las columnas, y utensilios de bronce» con el bronce tomado por David de las ciudades de Hadad-ezer. El bronce, como hemos visto, representa la justicia de Dios, que viene al encuentro del hombre allí donde se encuentra, para liberarlo y manifestarse en el exterior, como la veremos bajo el glorioso reinado de Cristo. Esta justicia se muestra aquí en la aniquilación del poder del enemigo que David había derrotado. Sabemos que esto ya tuvo lugar en la cruz de Cristo, pero bajo su reinado de justicia el poder de Satanás, atado durante 1.000 años, será anulado, de modo que ya no obstaculizará la purificación práctica de los santos que servirán al Señor.
El mar de bronce difiere del altar de bronce. Este último representa la justicia divina que sale al encuentro del hombre pecador para expiar su pecado mediante la sangre de la víctima y purificarlo mediante la muerte, a fin de que pueda acercarse a Dios. Del costado traspasado de Cristo salió la sangre que expía y el agua que purifica. Según la Ley, el lavado de los sacerdotes en su consagración correspondía a la purificación por la muerte. Eran lavados completamente y de una vez para siempre (Ex. 29:4; Lev. 8:6). Esta ceremonia no se realizaba en la fuente de bronce, ni en el mar de bronce. Nunca se repetía. Representaba el «lavamiento de la regeneración» (Tito 3:5), la muerte del viejo hombre y la purificación que coloca al creyente en una posición totalmente nueva, la de Cristo ante Dios (comp. Juan 13:10).
El mar de bronce se utilizaba para la purificación diaria de los sacerdotes. Allí se lavaban las manos y los pies. De este modo quedaban capacitados para desempeñar su servicio y habitar (pues en este libro se trata siempre de habitar, no de acercarse) donde habitaba Jehová. De la misma manera, los discípulos no podían participar con Cristo en la Casa del Padre si él no les lavaba los pies (Juan 13:8). Este lavamiento se realiza por la Palabra de Dios a través de la intercesión de Cristo como abogado. Bajo la Ley, este lavamiento se aplicaba a las manos y a los pies, es decir, a las obras y al andar. Bajo la gracia, se aplica solo al andar, porque hemos sido purificados de las obras muertas para servir al Dios vivo, y esto ha tenido lugar de una vez por todas, lo que la Ley no podía hacer.
La fuente de bronce del tabernáculo difiere en cierta medida del mar de bronce del templo. Acabamos de ver que este último era la manifestación de la justicia divina que quebraba el poder del enemigo para hacer posible la purificación diaria de los sacerdotes. Esta victoria no se logró en el desierto. La fuente no se fundía con el bronce arrebatado al enemigo, sino con «los espejos de las mujeres que velaban a la puerta del tabernáculo de reunión» (Éx. 38:8). Este pasaje se refiere a lo que siguió al pecado del becerro de oro. Moisés había levantado una tienda fuera del campamento y la había llamado «tabernáculo de reunión». Todo el pueblo debía despojarse de sus ornamentos en señal de humillación, y los que buscaban al Señor salían a la tienda del encuentro fuera del campamento (Éx. 33:4-7). Los espejos de las mujeres arrepentidas de Israel se utilizaron para hacer la fuente de bronce. Vinieron a reconocer su pecado y a humillarse por él; se despojaron de lo que hasta entonces había servido a su vanidad. ¿Cómo podían seguir considerando sus rostros naturales? Ya no querían verse, ya no podían verse. Se juzgaron realmente a sí mismas, su egoísmo, su ligereza, todo lo que había contribuido a que abandonaran a Dios por un ídolo. Había que destruir todo lo que les representaba en su estado pecaminoso. La fuente de bronce es, pues, la justicia de Dios pronunciando el juicio sobre el viejo hombre, pero para que el creyente pueda obtener la purificación práctica y cotidiana por medio de la Palabra. Para liberarnos, esta justicia se ejerció por medio de Cristo. En él comprendemos ahora el «conócete a ti mismo», imposible para el hombre pecador.
Habiendo sido removido el obstáculo que la carne y Satanás ponían en el camino de nuestra purificación diaria, el agua del mar de bronce nos enseña que, sin esta purificación, no podemos tener comunión con Dios en nuestro servicio y en nuestro caminar, y que toda manifestación de la carne debe ser suprimida en la práctica.
En Apocalipsis 4:6, encontramos de nuevo el mar, como en la corte de Salomón, pero un «mar de vidrio, semejante al cristal». Este es el resultado final de la justicia que ha obtenido la victoria sobre Satanás y lo ha destruido. Los que están allí ante Dios se encuentran en una condición permanente de santidad y pureza, habiendo alcanzado su carácter inmutable y, por así decirlo, cristalizado para siempre. Ya no podemos lavarnos en el mar de cristal; somos lo que representa, ante Dios, eternamente.
En Apocalipsis 15:2, encontramos de nuevo una escena celestial. Es un mar de cristal, mezclado con fuego, sobre el que están los vencedores de la Bestia y su imagen. Se trata de los fieles de entre las naciones que, tras pasar por la tribulación y mantenerse firmes hasta el martirio, tienen parte en la primera resurrección. Poseen la pureza absoluta y definitiva solo después de pasar por el bautismo de fuego.
Volvamos al mar de bronce. Estaba colocado sobre 12 bueyes que miraban, de 3 en 3, a las 4 esquinas del horizonte. El buey es uno de los 4 animales que forman los atributos del trono (Apoc. 4), y representan las cualidades activas de Dios, los principios de su gobierno. El buey, como ya hemos visto, es la firmeza y la paciencia de Dios en sus caminos. Los 12 bueyes de bronce son la manifestación plena y completa de la paciencia de Dios en sus caminos, mediante la cual logró poner a Israel bajo el cetro del Mesías, capacitándolo para permanecer en santidad ante él. Esto no significa que, en el reino milenario, del cual el de Salomón es el tipo, ya no será necesaria la purificación de un pueblo de sacerdotes. El pecado aún no habrá sido eliminado del mundo. Sin duda será restringido y sus manifestaciones impedidas, pues Satanás será atado, pero la carne no será cambiada (no puede serlo), menos aún abolida (lo será), y el agua del mar de bronce, la Palabra en manos de Cristo, Sumo Sacerdote, tendrá todavía su virtud purificadora.
Es interesante observar que el mar no se menciona en el templo de Ezequiel, no porque no esté allí, sino porque su importancia queda relegada a un segundo plano. Por otra parte, domina el altar, y aunque en él se ofrece el sacrificio por el pecado, el papel principal se otorga al holocausto y al sacrificio de paz.
Al igual que las columnas, el mar fue quebrado por los caldeos (Jer. 52:20).
2.11.3 - Las tinajas y sus bases (v. 27-40)
El mar de bronce se utilizaba para la purificación de los sacerdotes, las 10 pilas, 5 a la derecha y 5 a la izquierda del atrio, para «lavar lo preparado para el holocausto» (2 Crón. 4:6). Vemos en Levítico 1:9, que el sacerdote lavaba con agua «el intestino y las piernas» de la víctima. Este tipo debía corresponder a la realidad futura, a la ofrenda de Cristo a Dios en perfecta pureza. El que sí mismo se ofrecía como olor fragante era la santidad misma y no necesitaba ser lavado, pero el tipo tenía que serlo, para que pudiera mostrar la perfección de la ofrenda de Cristo.
El holocausto representa el sacrificio de Cristo ofreciéndose a Dios, glorificándolo en todo lo que es, y esto, con respecto al pecado. Según la perfección de este sacrificio, Dios puede recibirnos. Puesto que la víctima no debía contaminarse en modo alguno, era necesario mostrar que era perfecta, que esta pureza se extendía no solo al comportamiento, sino a todo el «interior» de la ofrenda. Esta verdad era presentada por el agua de las tinajas. El “único mar” lavaba a los sacerdotes. Cristo, hecho pecado, es la fuente de la purificación de los suyos; su Palabra es el medio. Se necesitaban 10 pilas para lavar a las víctimas que debían representar la pureza ante Dios; eran, no nos cabe duda, el símbolo de la pureza absoluta de Cristo.
Las pilas no pertenecían al tabernáculo del desierto, aunque este ofrecía sin duda recipientes adecuados para lavar el holocausto (Éx. 27:19; 38:30). Manifestaban en el reino la perfección del holocausto, fundamento de la aceptación del pueblo ante Dios. Esta pureza, esta santidad del sacrificio, satisfacía todas las exigencias del gobierno de Dios. Así vemos que las bases y los capiteles de las basas sobre las que se colocaban los vasos proclamaban por sus ornamentos todos los atributos de este gobierno (*).
(*) Excepto las águilas. Ya hemos dicho más arriba que la prontitud de los juicios no tenía nada que ver con un reinado de justicia y paz.
En las propias bases estaban tallados «leones, bueyes y querubines» (v. 29) (*); fuerza, paciencia e inteligencia divinas. El holocausto se presenta puro según estas cosas. Está claro que se utilizaban para establecer una ofrenda según la cual el pueblo podía ser aprobado por Dios, identificándose con la víctima. El “fundamento” podría leerse como el Dios que había proporcionado un medio para que su pueblo habitara con él.
(*) Se trata simplemente de figuras humanas, como en las paredes del templo. En Ezequiel 41:19, tienen 2 caras, la de un león y la de un hombre, el poder y la inteligencia que caracterizan únicamente el reinado definitivamente establecido de Cristo. En Ezequiel 1, las 4 bestias tienen 4 caras cada una, porque se trataba de caracterizar el trono de Dios en el juicio.
Estas tinajas, continuamente empujadas sobre sus ruedas, se colocaban al alcance de la plataforma del altar, de modo que las víctimas se presentaban continuamente puras.
El capitel, es decir, la corona de la «base», llevaba ahora solo querubines (hombres), y leones con palmeras, como en las paredes del templo de Ezequiel (*) (Ez. 41:18-19). La fuerza y la inteligencia coronan el fundamento de los caminos de Dios en el gobierno. Si Salomón era fiel, no había necesidad de paciencia; había cumplido su propósito. La fuerza y la inteligencia divinas podrían entonces, como en el templo milenario, haber mirado hacia las palmeras, símbolos de triunfo y de protección pacífica. ¡Paz en la tierra! El reino de paz estaba establecido en la justicia; las copas del holocausto lo proclamaban, como los muros del templo.
(*) En nuestro libro, los muros también tenían flores entreabiertas, tal vez porque el reino aún no estaba en plena floración. Estas flores entreabiertas faltan en 2 Crónicas 3:5-7.
Dios había sido glorificado por el holocausto. Todo lo que él era había sido manifestado por la ofrenda santa, y esto fue declarado públicamente. Bajo el glorioso reinado de Salomón, el pueblo de Israel tenía estas cosas ante sus ojos en todas partes, pero ¿podría mantenerse este reinado, confiado a la responsabilidad del hombre?
Hay que señalar que las tinajas, de las que hay una simple mención en 2 Crónicas 4:6, se describen aquí con el mayor detalle, porque se trata de la manifestación externa de lo que Dios es en su gobierno y en su reino. Esta manifestación de Dios se muestra en Cristo, que reina a los ojos del mundo.
Aquí termina la obra de Hiram. Fue, en tipo, el desarrollo, en este mundo, por el poder del Espíritu Santo, de lo que Cristo es, y de lo que Dios mismo es en su gobierno.
2.11.4 - Los objetos de oro (v. 48-51)
Los objetos de oro se presentan, como en 2 Crónicas 4, como obra, no de Hiram, sino de Salomón. Salomón se ocupa de todos los objetos mediante los cuales la justicia divina se muestra en su gloriosa esencia. Solo Cristo puede manifestarla. La intercesión (el altar de oro), la presentación en Cristo (la mesa de ofrendas), la luz del Espíritu (el candelabro), los más pequeños utensilios del santuario, corresponden a esta justicia establecida por él. Las mismas puertas del santuario giran sobre goznes de oro: sin la justicia divina, ¿cómo podemos entrar en el Lugar Santísimo y habitar en él?
Hemos visto en este capítulo la manifestación externa del reino y, como perteneciente a él, un templo glorioso que corresponde en figura a la parte celestial de ese mismo reino, y en el cual los sacerdotes moran con Dios.
Todo lo que se había preparado bajo el reinado de la gracia viene a adornar la Casa del Señor bajo el reinado de la gloria. El plan era de David, no de Salomón, y menos aún de Hiram, como pretenden los racionalistas (1 Crón. 28:11-13). El primer reinado preparó el camino para la gloria del segundo. Un Cristo sufriente y rechazado inaugura un Cristo glorioso. Lo que David había hecho era menos en apariencia que la obra de Salomón, los materiales menos que la obra final, pero en realidad la obra de David sirvió de fundamento indispensable para lo que es toda la bendición milenaria.
2.12 - Capítulo 8 – Dedicación del templo
Ahora que el templo ha sido construido y todos sus utensilios colocados en su lugar, aquel para quien Salomón estableció todas estas cosas debe venir él mismo a morar en su Casa y su trono ser transportado allí. El templo se construyó en el monte Moria, en el lugar donde David había erigido su altar en la era de Ornán el jebuseo. Hasta entonces, el arca había vivido bajo alfombras en Sion, la ciudad de David. Salomón, junto con todos los hombres de Israel, todos los ancianos, todos los jefes de las tribus y los sacerdotes, se dispuso a subirla desde allí al templo. Ya no era «los escogidos de Israel» (2 Sam. 6:1), como en tiempos de David; todo el pueblo asistía a esta fiesta completa y definitiva. Definitiva, en efecto, ya que la dedicación del templo tuvo lugar durante los días grandes de la fiesta de los Tabernáculos, que pone fin a toda la serie de fiestas judías (Lev. 23). De hecho, era «la fiesta» por excelencia, «la fiesta del mes de Etanim, que es el mes séptimo». Esta fiesta comprendía propiamente 7 días, seguidos de un octavo que era «el gran día de la fiesta» (Juan 7:37). Tenía lugar después de la vendimia y la recolección de la uva, las figuras del juicio. Era el símbolo anticipado de aquel maravilloso reinado de Cristo, cuando el pueblo habitará con gozo y seguridad en sus tiendas, en recuerdo de las pruebas, pasadas para siempre, del desierto. Es el gozo de 1.000 años, después de los 40 años de castigo que la rebelión del pueblo le había acarreado.
El octavo día, el gran día, el nuevo día, el día de la resurrección y de la nueva creación, se añade a la fiesta porque los que serán resucitados tendrán una participación especial en este gozo. Es el día celestial añadido a los días terrenales. Cuando David llevó el arca a la ciudad de David, fue más bien una fiesta «de trompetas» (2 Sam. 6:15), una preparación para el día solemne de Salomón. Aquí, el día mismo ha amanecido en su gloria. Los sacerdotes habían acabado con el miserable estado de Gabaón. Todos los utensilios del Lugar Santo, el altar e incluso la tienda (v. 4, 64), están ahora reunidos en el lugar donde está el arca. Este es el fin del tabernáculo; a partir de entonces, no se vuelve a hablar de él. En esta gran fiesta, queda solo el recuerdo del Dios cuya tienda estaba asociada a la peregrinación de Israel. Dios ha encontrado por fin un lugar de descanso definitivo en medio de su pueblo (*).
(*) Notemos solamente que en todo esto salimos de la enseñanza del primer libro de Reyes para entrar en la del segundo libro de Crónicas. De hecho, nuestro capítulo omite las palabras: «Oh Jehová Dios, levántate ahora para habitar en tu reposo, tú y el arca de tu poder»; omite el himno milenario: «Porque él [Jehová] es bueno, y su misericordia es para siempre» (comp. 2 Crón. 6:41; 7:3, 6). Menciona el octavo día solo para decirnos que ese día Salomón despidió al pueblo (1 Reyes 8:66), mientras que el segundo libro de Crónicas insiste en la fiesta solemne del octavo día después de la primera semana de la dedicación del altar, y la segunda semana de la fiesta (2 Crón. 7:8-10). Todo esto deja claro que Dios tiene un propósito diferente en los 2 relatos. La fiesta del primer libro de Reyes es necesariamente incompleta, pues el rey encargado ocupa el primer plano; la del segundo libro de Crónicas es completa, pues este libro nos presenta al rey según los consejos de Dios, tipo, por tanto, mucho más completo de Cristo. El resto en 1 Reyes es más bien el final de un período en la historia del rey responsable. Dios muestra que el período de gracia, habiendo sido completado bajo David, puede descansar definitivamente bajo Salomón, con una condición: que el rey sea fiel.
En este día se ofrecen innumerables sacrificios, holocaustos, ofrendas y los sacrificios de paz (v. 64). El gozo de la comunión domina por encima de todo: Salomón ofrece 22.000 bueyes y 120.000 ovejas solo para la ofrenda de paz, y como el altar de bronce es demasiado pequeño para todas estas ofrendas, santifica el centro del patio para los sacrificios.
El arca de la alianza fue llevada a su lugar, con los querubines sacados del propiciatorio, que son los testigos de esta alianza, con los querubines de pie, uniendo sus alas, que son sus guardianes. Por parte del Señor, nada faltaba; todo estaba asegurado; Dios velaba fielmente por la ejecución de su voluntad; pero ¿de qué servía eso bajo la antigua alianza, si el pueblo, tomado en cuenta, le era infiel? Ya no será así cuando el Señor establezca una nueva alianza con Israel, una alianza de gracia, incondicional, en la que la responsabilidad del pueblo no entrará en la ecuación.
Los querubines no solo cubrían el arca, sino también sus barras. Por parte de Dios, el descanso proporcionado por la alianza era tan seguro como la alianza misma. Las varas del arca, testigos de sus andanzas por el desierto, son ahora inútiles y ya no servirán; permanecen, como testigos del pasado, en el lugar mismo del descanso. En 1 Reyes, ya hemos dicho por qué no hay velo, como en 2 Crónicas, pero en ambos casos, «sus extremos se dejaban ver desde el lugar santo, que está delante del lugar santísimo, pero no se dejaban ver desde más afuera» (v. 8). Este era claramente el descanso de Dios, y era tanto más precioso cuanto que iba acompañado del recuerdo permanente de lo que lo había precedido. Pero para tener la seguridad de este descanso y disfrutarlo, había que entrar en el Lugar Santo. Los que estaban fuera no podían verlo. El descanso definitivo con Dios lo comparten los que moran con él, los sacerdotes que habitan en su Casa.
Otras cosas caracterizaron también la travesía del desierto, en relación con el arca; allí se conservaron preciosamente bendiciones. La vasija de oro que contenía el maná y la vara de Aarón, que habían florecido, ya no estaban en el arca cuando Salomón la introdujo en el templo de Dios (v. 9; comp. Hebr. 9:4). En el desierto, Dios se dio a conocer como Dios de misericordia a pesar de la severidad de la Ley, ocultando bajo el propiciatorio la Ley que condena, estableciendo la gracia a la sombra de los querubines, atributos del juicio divino; guardando ante sus ojos, junto a esta Ley terrible, la gloria de un Cristo que bajó a la tierra como el verdadero pan del cielo, para alimentar a su pueblo, pero que resucitó y revistió su humanidad (el maná) de un cuerpo glorioso (el cántaro de oro), ahora escondido en el lugar más secreto del tabernáculo; guardando también la vara del sacrificio, la única capaz (a diferencia de Coré) de conducir al pueblo con seguridad a través del desierto. Estos 2 objetos, el maná y la vara de Aarón, ya no serán necesarios bajo el régimen milenario, como podemos ver aquí. La alianza se mantendrá, siendo Dios la única parte contratante; el sacerdocio ya no tendrá por tipo a Aarón, sino a Melquisedec, y sus funciones serán las de bendecir; la gloria de Cristo hombre, en vez de estar oculta en el santuario, se manifestará a los ojos de todos en la persona del verdadero Salomón.
«Y cuando los sacerdotes salieron del santuario, la nube llenó la casa de Jehová. Y los sacerdotes no pudieron permanecer para ministrar por causa de la nube; porque la gloria de Jehová había llenado la casa de Jehová» (v. 10-11). Esta es una imagen sorprendente de lo que no se podía conseguir, ni siquiera bajo el régimen más glorioso de la Ley. La presencia de Dios excluía la de los sacerdotes. En el santuario celestial, los sacerdotes podrán estar en presencia de la gloria, habitar en ella y participar de ella, pero ni siquiera lo que ya tenemos en el Espíritu podrá igualarse en el templo milenario.
Esto es lo que Salomón comienza estableciendo en el versículo 12: «Jehová ha dicho que él habitaría en la oscuridad». El acceso no estaba abierto. El régimen del templo de Jerusalén seguía siendo el mismo que el del tabernáculo. El velo, aunque no se menciona aquí, permaneció (2 Crón. 3:14). Sin embargo, Salomón sabía que esta no era la última palabra del consejo de Dios, y le había construido una Casa, un lugar fijo, para que habitara allí para siempre (v. 13).
Después de volver su rostro hacia Dios, el rey lo vuelve hacia la congregación de Israel. Desempeña el papel de Melquisedec, mientras que el sacrificio aarónico no puede tener lugar en el santuario. Bendice a toda la congregación de Israel y luego (v. 15) bendice al Señor. Nos recuerda que las gracias aseguradas de David son el punto de partida de la gloria de su reino, aunque esta gloria dependerá de la alianza legal. Dios había cumplido para el rey de gloria todo lo que había prometido al rey rechazado y sufriente. En Salomón, como en Cristo, encontramos el cumplimiento de todas las promesas, porque David, el rey rechazado, el objeto del favor especial de Dios, había caminado en la tierra con un solo objetivo y un solo pensamiento: encontrar un lugar de reposo para el trono glorioso de Dios. Cristo, a través de toda su aflicción, solo tenía en el corazón glorificar a Dios, allí donde el pecado lo había deshonrado. Por eso, el Padre lo amó y lo demostró elevándolo a la gloria.
Esta magnífica Casa había sido construida para albergar el arca de la alianza (v. 21). La responsabilidad del pueblo iba a ser puesta a prueba bajo un nuevo régimen, desconocido hasta entonces, el de la gloria, pero en el que las tablas de la Ley seguían siendo la norma de esa responsabilidad. Lo mismo ocurrirá en el Milenio, solo que Satanás estará atado mientras dure ese reinado; los hombres ya no se dejarán seducir por sus artimañas, y el reinado de justicia les obligará a someterse a sus exigencias.
(V. 22-30). Salomón desempeña aquí realmente el papel de sacerdote. Está de pie ante el altar, delante de toda la congregación de Israel. Allí extiende las manos hacia el cielo y asume el papel de intercesor. Como hemos dicho, es el tipo de Melquisedec, rey de justicia y rey de paz. Como Melquisedec, reconoce y proclama en Jehová, el Dios de Israel, al Altísimo, poseedor del cielo y de la tierra. Reconoce que Dios cumple su alianza (Israel no la había cumplido) y su bondad (v. 23). Sin esta última, el cumplimiento de su alianza habría significado la condena definitiva del pueblo. Sin embargo, esta misma bondad era conforme a la alianza de la Ley: Dios la guardaba para con los que «andan delante de ti con todo su corazón».
Y ahora suplica a Dios que cumpla la promesa de David (v. 25). Toda la fidelidad de Dios a los suyos depende de lo que prometió a Cristo. Aquí entraríamos en el reino de la pura gracia, si no fuera por un «si»: «No te faltará varón delante de mí, que se siente en el trono de Israel, con tal que tus hijos guarden mi camino y anden delante de mí como tú has andado delante de mí». ¡Cómo nos condena a todos este «con tal que»! Condenó absolutamente al sabio Salomón, y con mayor razón a nosotros, los enclenques. Bajo el sistema de la responsabilidad para adquirir cualquier cosa del Señor, estamos condenados de antemano. Ni que decir tiene que la gracia también conlleva responsabilidad para los que pertenecen a su régimen, pero esta responsabilidad es muy distinta. Se puede expresar con estas palabras: “Seamos lo que somos”, mientras que la responsabilidad jurídica dice: “Lleguemos a ser lo que debemos ser”.
Pero, añade Salomón (v. 27), «Pero ¿es verdad que Dios morará sobre la tierra?». Ni siquiera en el Milenio será así. Dios, como tal, morará sobre la tierra en su Asamblea, la nueva Jerusalén. Para que habite en la tierra con los hombres, hay que esperar los cielos y la tierra eternos de Apocalipsis 21:3. Salomón, sabiendo estas cosas, pide a Dios que «su nombre esté allí» (v. 29), ese nombre que representa para la fe su persona misma. Pide que, desde su morada en el cielo, Dios escuche al rey, a su siervo y a su pueblo Israel, cuando se dirijan a su Casa. Al mismo tiempo, expresa el sentimiento de que ambos están necesitados de perdón: «¡Escucha y perdona!» (v. 30).
Salomón pasa a enumerar los diversos casos en que estas oraciones y esta intercesión se dirigirían a Jehová.
1° El primer caso (v. 31-32) es individual. Se pide a Dios que condene al impío cuando se le impone el juramento ante el altar, «en esta casa», y que justifique al justo. La presencia de Dios en su Casa hace imposible la iniquidad. Aquí tenemos la verdad simple y general de la retribución individual, como se conocía bajo la Ley, cuando Dios consintió en venir y morar entre un pueblo en la carne.
2° Admite el caso (v. 33-34) en que, habiendo pecado el pueblo contra Jehová, este levanta enemigos contra él para vencerlo. Si el pueblo se arrepiente y busca a Jehová en su Casa, Dios lo perdona y lo hace volver a su país.
3° Supone que las plagas, la sequía, el hambre, la langosta, los asaltos del enemigo, etc., caen sobre la tierra a causa de la infidelidad de sus habitantes. Si hay arrepentimiento en sus corazones, que baste la súplica de un hombre cuando extiendan sus manos hacia la Casa; que Dios oiga entonces desde el cielo y perdone, pero dando a cada uno según sus caminos, para que sea temido. Sigue siendo la Ley, con la mezcla de misericordia que puede conllevar, si Dios encuentra realidad en el corazón (v. 35-40).
4° También hay recursos para el extranjero (v. 41-43): viene de lejos, oyendo hablar del gran nombre y poder de Jehová, y le dirige su petición, de cara a la Casa. Dios le escucha en el cielo y le atiende, porque el rey quiere que todos los pueblos de la tierra, así como Israel, su pueblo, conozcan el nombre de Jehová y le teman. Aquí no hay juicio ni bendición condicional. El extranjero, fuera del círculo de la Ley, se acerca a Dios por la fe y recibe una bendición plena. Es, en pocas palabras, un hermoso cuadro de la bendición milenaria de las naciones, cuyos privilegios derivan del hecho de que Dios tiene su Casa en Jerusalén, en medio de su pueblo.
5° Aquí (v. 44-45) encontramos, no los fallos del pueblo, sino a Israel actuando según la voluntad de Dios y guiado por esa voluntad para hacer la guerra a sus enemigos. Este es un hecho notable. Cuando las naciones reconozcan al Dios de Israel, Israel mismo será un pueblo de libre voluntad para combatir a los enemigos del Señor. La Casa será en adelante el centro de bendición y fortaleza para el pueblo.
6° Los versículos 46-53 mencionan el fin de su historia como pueblo responsable. Son llevados cautivos a causa de su pecado. Salomón es aquí un profeta. Anticipa lo que necesariamente le sucederá a este pueblo bajo la Ley, pues no hay hombre que no peque. Pero todavía hay un recurso. La Casa está ahí, y Dios no puede negar sus promesas. Salomón no se refiere a la Ley, sino a la gracia. Por pura gracia, el Dios de las promesas había salvado a su pueblo de Egipto; ¿podría negar esa gracia, incluso bajo la Ley? Es su pueblo; ¿lo abandonará Dios? No, si se vuelven arrepentidos a la tierra, la ciudad y la Casa, Dios los escuchará. Daniel es un ejemplo (Dan. 6:10). Él se puso de pie en medio del desastre, el único hombre justo que oró por el pueblo y se humilló por ellos, ¿y Dios no lo escuchó? Pero uno más grande que Daniel o Salomón, el mismísimo rey de gloria, estaba allí. Dijo a Dios: «Estén, pues, atentos tus ojos a la oración de tu siervo y a la plegaria de tu pueblo Israel» (v. 52). Y este mismo Salomón es solo la débil imagen del verdadero rey, del verdadero siervo de Jehová. Por intercesión de Cristo, Dios recibe de nuevo a este pueblo. Lo restaura para gloria de Aquel que hizo las promesas y para gloria de su Amado. Así pues, la futura restauración del pueblo depende de que el Siervo justo de Jehová esté ante él, y de que Dios no pueda negar su carácter de gracia, manifestado mucho antes que la Ley.
Otro rasgo característico: la súplica de Salomón se remonta más allá de David, hasta Moisés. Cuanto más se ha alejado de Él el pueblo de Dios, más vuelve la fe a lo establecido en el principio. Los caminos de Dios hacia su pueblo pueden cambiar según su fidelidad o infidelidad, de modo que una manera de actuar puede convenir a un período de su historia y no a otro, pero los consejos de Dios nunca cambian; sus propósitos permanecen eternos. Esto es lo que hizo decir al apóstol, al final de su carrera, cuando la ruina de la Iglesia era ya evidente: «Pablo, siervo de Dios y apóstol de Jesucristo, conforme a la fe de los escogidos de Dios y el conocimiento de la verdad que es según la piedad, con la esperanza de la vida eterna, la cual Dios, que no miente, prometió antes de los tiempos de los siglos» (Tito 1:1-2). Esto es también lo que hace decir a Salomón: «Los apartaste para ti como heredad tuya de entre todos los pueblos de la tierra, como lo dijiste por medio de Moisés tu siervo, cuando sacaste a nuestros padres de Egipto, oh Señor Jehová» (v. 53). Y así ha sido siempre. La fe, en los momentos más oscuros, encuentra su refugio seguro en «lo que era desde el principio» (1 Juan 1:1; 2:7, 13-14, 24; 2 Juan 5-6). En cuanto a vosotros, que «lo que oísteis desde el principio, permanezca en vosotros».
(v. 54-66). Salomón estaba de rodillas ante Jehová para interceder en favor del pueblo; ahora se levanta para bendecir a toda la congregación de Israel. Sobre todo, alaba a Dios por haber dado descanso a su pueblo, un descanso que depende del descanso en el que acaba de entrar el Señor, él y el arca de su fortaleza. El rey reconoce el cumplimiento absoluto de todas las palabras de Dios: «Ninguna palabra de todas sus promesas que expresó por Moisés su siervo, ha faltado» (v. 56). Presenta sus propias palabras de intercesión como motivo para que Dios bendiga a su pueblo, y el resultado de esta bendición debe ser «que todos los pueblos de la tierra sepan que Jehová es Dios, y que no hay otro» (v. 60). Esto se realizará en el reinado milenario de Cristo, al que, como hemos señalado a menudo, todo este relato apunta constantemente. Solo que, para que esta bendición tenga lugar, es necesario que: «Sea, pues, perfecto vuestro corazón para con Jehová nuestro Dios, andando en sus estatutos y guardando sus mandamientos» (v. 61). Siempre la condición legal, que era imposible que el rey y el pueblo falibles cumplieran, y que encontró su cumplimiento solo en Cristo.
2.13 - Capítulo 9:1-9 – Jehová habla
Este pasaje concluye la segunda parte de la historia de Salomón.
El primero, capítulos 1 y 2, nos habla de la proclamación de la realeza y del principio sobre el que se estableció: el juicio ejecutado sobre los que habían deshonrado a Dios bajo el reinado de David.
Los capítulos 3 al 9:9 presentan la historia interior de este glorioso reinado.
En los capítulos 3 y 4, el origen de esta historia, Gabaón; los principios y el orden del reino; el carácter de perfección moral del rey.
En los capítulos 5 al 8, la sabiduría del rey está utilizada para dar a Jehová un lugar de descanso digno de él, en medio del pueblo que le está sometido. La construcción del templo es el acontecimiento central del reinado de Salomón; luego viene la construcción de los palacios del rey, las naciones asociadas al pueblo de Dios. Finalmente, como vimos en el capítulo 8, la dedicación del templo con la fiesta de los Tabernáculos, prefigurando el descanso del pueblo en torno a Jehová, durante el reinado del Mesías, y el propio Salomón presentándose en su carácter de Melquisedec y de intercesor.
Este relato interior se termina con otra aparición de Jehová. Le aparece a Salomón en sueños, como se le había aparecido en Gabaón. Le da su petición: «He oído tu oración y tu ruego que has hecho en mi presencia. Yo he santificado esta casa que tú has edificado, para poner mi nombre en ella para siempre; y en ella estarán mis ojos y mi corazón todos los días» (v. 3). Se trata de una respuesta incondicional a lo que Salomón, como tipo de Cristo, hizo por Jehová. Este recibe lo que Salomón ha construido, como establecido para siempre ante sus ojos.
Pero inmediatamente, como en todo el libro, viene la cuestión de la responsabilidad, que es precisamente lo contrario de la primera. Si se trata de Salomón como tipo, todo está asegurado; si se trata de Salomón como responsable, todo queda en entredicho. Su trono solo puede establecerse para siempre si es recto y fiel; su posteridad solo puede establecerse con esa condición. Que Israel y su rey sean infieles, que adoren a otros dioses, y no quedará nada de lo que Jehová había establecido por medio de Salomón. El pueblo será desarraigado, la casa rechazada y destruida (v. 6-9).
Así, con 2 versículos de intervalo, Dios declara incondicionalmente que sus ojos y su corazón estarán siempre sobre esa casa, ¡y que la rechazará de delante de su rostro! ¿Se contradice Dios? No, ciertamente no, y así como la amenaza condicional se cumplió al pie de la letra, la promesa incondicional también se cumplirá al pie de la letra, cuando el verdadero rey según el corazón de Dios le haya construido una Casa, un templo en la tierra, mucho más glorioso que el de Salomón, y una morada en el cielo, donde estará el trono de Dios y del Cordero, mientras Dios descansa en Sion, al mismo tiempo que en su gloriosa Asamblea.
Así se termina esta parte de la historia de Salomón. El resto de los capítulos 9 y 10 nos hablan de sus relaciones con las naciones. Esta es la historia externa de su reinado. No es que no se mencionaran en el período anterior, pero solo se mencionan estas relaciones que en su contacto con el reinado al interior, como el matrimonio con la hija de Faraón y las relaciones de Hiram con el rey para la construcción del templo.
2.14 - Capítulo 9:10-23 – Hiram
Los versículos 10-14 nos hablan de las relaciones exteriores de Salomón con Hiram. Como recompensa de su colaboración voluntaria en el templo y la casa del rey, al final de los 20 años que tardó en construirlos (6:38-7:1), Salomón dio a Hiram un territorio que comprendía 20 ciudades en la tierra de Galilea, el núcleo de lo que más tarde se llamó «Galilea de los gentiles» (Is. 9:1; Mat. 4:15). Este territorio comprendía originalmente parte de las fronteras de Neftalí y más tarde se extendió, incluyendo las fronteras de Zabulón, a toda la “alta Galilea”, llegando a través de Capernaum hasta el lago Tiberíades. Así pues, el territorio original fue concedido a Hiram. ¿Actuó Salomón de acuerdo con Dios al desviar así, en beneficio de un jefe de las naciones, una parte, incluso la más pequeña, de la herencia de Israel? No dudamos en responder negativamente, pues la tierra no podía enajenarse. Jehová había dicho: «La tierra no se venderá a perpetuidad, porque la tierra mía es; pues vosotros forasteros y extranjeros sois para conmigo» (Lev. 25:23). Así que la tierra pertenecía a Jehová. Sorprendentemente, el libro de las Crónicas, que, por las razones ya expuestas, solo menciona el mal de los reyes cuando es necesario para comprender la historia, no habla de esta donación. Al contrario, sustituye este relato por el de las ciudades que «Hiram había dado» a Salomón y que este, después de haberlas construido y fortificado, entregó a los hijos de Israel para que vivieran en ellas (2 Crón. 8:1-7). Así, en el primer libro de los Reyes, Salomón disminuyó; en el segundo libro de las Crónicas, aumentó la herencia de Dios. Este hecho nos parece muy significativo. Lo que es aún más significativo es que este territorio fue entregado a una nación, cuya idolatría lo invade paso a paso, hasta que todo el país es llamado «Galilea de los gentiles». Fue aquí, sin embargo, donde la gracia de Dios comenzó a revelarse a través del ministerio del Señor. Y así, 1.000 años después de Salomón, la gracia remedió su falta.
Este error tuvo una consecuencia inmediata: trajo descrédito y oprobio a la tierra de Jehová. Hiram no supo apreciar lo que, a los ojos de Salomón y de un israelita, era de gran valor. Dijo: «¿Qué ciudades son estas que me has dado, hermano? Y les puso por nombre, la tierra de Cabul (venida a menos), nombre que tiene hasta hoy» (v. 13). Les dio este nombre porque «no le agradaban». Siempre ha sido así… Cuando el mundo, incluso el más bienintencionado, como Hiram, como tal, es decir, sin fe, disfruta de los gozos del cristianismo, no encuentra sabor en ellos. Estas cosas le aburren; no cuentan nada en su vida. Sin duda las conservará, para jactarse, en ocasiones, de poseerlas, pero no podrá conservarlas en su carácter original. Sin apreciarlas, se servirá de ellas como de un medio de hacerse valer, y Satanás se servirá de estas apariencias religiosas para extender su dominio sobre un mayor número de almas. Se servirá de ellas para hacerles despreciar su valor; probará al rey de Tiro que las cosas ofrecidas por Salomón no pueden compararse con los esplendores de un reino concedido por la munificencia del príncipe de las tinieblas. El cristiano que, en aras de la «amplitud», abandona al mundo la menor parte de su herencia, solo consigue ver rebajado su carácter, despreciada su veneración y, al final, el oprobio reflejado en Dios mismo.
Se trata de dar a Salomón (v. 14), Hiram fue muy generoso. Esto concuerda con el orgullo del líder de la mayor potencia marítima y comercial de la época, la Inglaterra de la antigüedad. Hiram dio 120 talentos de oro (unos 350.000.000 de euros). ¿Fue esto un bien o un beneficio para Salomón? Mientras Hiram dependiera de él para la construcción del templo, todo contaba con la aprobación divina. Ahora Hiram llama a Salomón «su hermano» ¡y le hace regalos!
La actividad y sabiduría de Salomón se muestran (v. 15-23) en el establecimiento de ciudades para almacenes, para carros, y ciudades para la caballería. Esta es la organización externa del reino, ya sea para el comercio y el intercambio, o para la guerra. Recibió Gezer de Faraón, que había exterminado a sus habitantes cananeos y se la había dado a su hija, esposa del rey. De este modo, la orden de destruir a los cananeos se cumplió sin perturbar el reinado de paz. Su ciudad era la legítima herencia de Israel. Todos los cananeos, que anteriormente habían sido perdonados por la debilidad del pueblo, fueron ahora subyugados, como lo habían sido los gabaonitas en el pasado. Salomón no repitió el pecado de Saúl contra estos últimos (2 Sam. 21), pero sometió a los cananeos que aún quedaban entre el pueblo.
Como Salomón, los cristianos no tienen que dar por sentados los derechos del mundo, a los que la Iglesia infiel ha permitido afianzarse en su seno; tampoco tienen que expulsarlos. Lo que tienen que hacer es caminar en la libertad de los hijos de Dios, y dejarlos a su yugo de servidumbre, la única religión que conviene a la carne y que la carne reconoce. Nunca antes de Salomón había tenido lugar una separación tan completa en Israel, pero puede y debe tener lugar con la misma facilidad en los peores días de la historia de Israel o de la Iglesia.
«Apártese de la iniquidad todo aquel que invoca el nombre del Señor» (2 Tim. 2:19). «De estos apártate» (2 Tim. 3:5). Bajo el glorioso reinado de Cristo, la separación será absoluta; se leerá, incluso «en las campanillas de los caballos: Santidad a Jehová» (Zac. 14:20).
2.15 - Capítulo 9:24-28 – La hija de Faraón
En el versículo 24, la hija de Faraón sube desde la ciudad de David a la casa que Salomón había construido para ella (comp. 7:8). En relación con esta casa, el rey construyó Milo, la ciudadela que desde entonces formó parte de Jerusalén (2 Sam. 5:9; 1 Reyes 11:27; 2 Reyes 12:20; 1 Crón. 11:8; 2 Crón. 32:5).
El segundo libro de las Crónicas (8:11) nos habla del propósito de este cambio de residencia. Salomón dijo: «Mi mujer no morará en la casa de David rey de Israel, porque aquellas habitaciones donde ha entrado el arca de Jehová, son sagradas». El arca había sido colocada primero en la ciudad de David (2 Sam. 6:12) y, como nos muestra el pasaje de 2 Crónicas, en la propia casa del rey. Desde la ciudad de David, o Sion, Salomón la había transportado al templo. Pero la mujer gentil no podía permanecer en los lugares santificados por la presencia de Jehová, el Dios de la alianza. Sin duda podía participar de los beneficios de la alianza, incluso asociarse con quien la representaba en la tierra, pero la distancia se mantenía. El pacto hecho con Israel no le concernía. En el Milenio, habrá una diferencia entre Israel y las naciones. Recibirán su bendición solo a través del pueblo de Dios. El pacto no se hará con ellos.
Tres veces al año, Salomón sacrificaba en el altar de bronce (v. 25) construido para el templo por el ministerio de Hiram (2 Crón. 4:1), única mención que se hace de él en el primer libro de los Reyes, e incluso entonces solo de forma incidental. También hacía ahumar incienso en el altar de oro. Como vimos en el capítulo 8, en ciertas ocasiones solemnes desempeñaba el oficio de sacerdote, de Melquisedec y de intercesor. ¿No nos dice esto algo acerca de Cristo? Todas las dignidades se concentran en su persona, y las adquirió todas en virtud de su muerte, sin la cual no podría haber asumido ninguno de sus oficios. El príncipe de nuestra salvación fue consagrado por el sufrimiento.
En los versículos 26-28, encontramos de nuevo los tratos de Salomón con Hiram, con vistas a la gloria y las relaciones exteriores del reino. El oro entra a raudales en Jerusalén. Hiram es el amigo gentil, siempre dispuesto a servir a la grandeza del rey que está sentado en el trono de Jehová, y su buena voluntad para con la casa de Jehová se extiende igualmente a la riqueza y prosperidad del reino.
2.16 - Capítulo 10:1-13 – La reina de Saba
El capítulo anterior nos mostraba las relaciones de Salomón con los representantes de las naciones sometidas a su reinado. Tiro, el Líbano, Faraón de Egipto, su hija, la esposa de Salomón, y de nuevo la tierra de Edom donde organizó su flota, Ofir, el desierto donde construyó Tadmor, los reyes de Arabia (10:15), los cananeos cuyos restos subyugó, todos estos diversos elementos gravitaron en torno a él, como centro, y contribuyeron al renombre de su reinado.
Por último, está la reina de Saba, la «reina del Sur… vino desde los confines de la tierra para oír la sabiduría de Salomón» (Mat. 12:42). Lo que la distingue de todos los demás es que se siente atraída por la reputación de sabio del rey. Había oído hablar de él (v. 1), lo que había producido en ella un intenso deseo de ver a aquel extraordinario monarca, deseo que la hizo superar la inmensa distancia que separaba su país de Jerusalén y los muchos obstáculos de semejante viaje. Este acto fue un acto de fe. Creyó en la palabra que se le había dicho; creyó en la excelencia de Salomón, teniendo solo la palabra que había oído para juzgar. La fe siempre es así. Se siente atraída por la persona y las perfecciones de Cristo. Rebeca, convencida del amor de Isaac del que le había hablado Eliezer, sale a su encuentro. El desierto no la asusta, porque quiere llegar hasta su marido. Cuando el juicio está a la puerta, Abigail sale al encuentro de aquel a quien debería haber huido. ¿Por qué lo hace? Porque ha oído hablar de la gloria moral de David. Más tarde se convierte en la compañera de su gloria real. Rebeca es atraída por el amor, Abigail por la perfección de la gracia, la reina de Saba por la sabiduría. Esto es lo que sucede a las almas que llegan a conocer a Cristo. Es imposible para un ser finito abarcar la perfección infinita; a lo sumo nos atrae un conocimiento limitado de un lado de ese carácter divino, cualquier lado; todo conduce a conocer su persona, y es de él de quien se alimenta la fe.
«Vino a oír la sabiduría de Salomón». Puede que la reina fuera, de hecho, lo era, una persona de notable inteligencia, a la que no se le escapaba nada y a la que le gustaba dar cuenta exacta de todo; pero desde el momento en que oyó hablar de Salomón, solo tuvo un pensamiento: poner a prueba su sabiduría. Para ella, la sabiduría consiste en no tenerla y buscarla en otro. Le plantea preguntas oscuras. El mundo está lleno de enigmas a los que el hombre nunca ha encontrado solución. Desde los misterios de la creación, el más simple de los cuales Job no tenía respuesta, hasta los misterios de la vida corpórea; desde el misterio del alma hasta el del bien y el mal en este mundo; desde el más allá velado hasta la vida de la eternidad, todo es un misterio, un oscuro enigma. El hombre no puede descifrar la escritura desconocida de ese libro. Dios debe revelar sus secretos, y si no hay una revelación divina positiva y directa, la pobre mente limitada del hombre se encuentra, desde la primera pregunta, al pie de un muro infranqueable. Puede jactarse y exaltarse, pero toda su ciencia nunca le lleva más allá de la observación de hechos cuya causa primera se le escapa por completo.
La reina de Saba había venido a traerle a Salomón sus acertijos, y con ellos poner a prueba su sabiduría. Pero, ¿cuál era el motivo de su confianza? Había oído hablar de la fama de Salomón en relación con el nombre de Jehová. Si esta fama se basaba en la presencia de Jehová en Jerusalén, ¿no estaba la reina segura de antemano de que no emprendía este largo viaje en vano? Si Salomón responde a los enigmas, es porque su sabiduría no es otra que la que Jehová le revela. Así pues, la reina acude a Salomón, y ¿qué obtendrá de este encuentro? El conocimiento de Dios a través de él.
Viene con una gran comitiva, con todas las cosas más preciosas que su reino puede producir, y con abundancia de especias, como nunca más llegaron a Jerusalén, porque considera a este augusto monarca digno de todo homenaje. Notemos aquí que es apropiado, no solo para una reina, sino para el más pequeño de los pecadores acercarse a él con su perfume, pues no es un intercambio lo que el alma viene a solicitar al acercarse a él; solo puede ofrecerle el homenaje que le es debido. Es la rodilla que se dobla ante él, el signo de la obediencia de la fe, de la adoración de un corazón que encuentra en él todos los recursos que desea y necesita.
Pero la reina trajo aún más que sus ofrendas; vino para exponerle «todo lo que en su corazón tenía. Y Salomón le contestó todas sus preguntas, y nada hubo que el rey no le contestase» (v. 3). Ella abre su corazón a Salomón; los secretos «de su corazón» se hacen manifiestos (1 Cor. 14:25); pero encuentran una respuesta perfecta en Aquel a quien no se le oculta nada. En el encuentro con Salomón, ella encontró a Dios mismo. Dios está realmente allí, atareado y condescendiente, trayendo luz a esta alma, sin dejar lugar a dudas ni enigmas sin resolver. El rey tiene el secreto de todas las cosas; no se lo guarda para sí; muestra que su secreto es para los que le temen (Sal. 25:14).
La reina ve entonces toda la sabiduría de Salomón en la prosperidad y el perfecto orden de su casa (v. 4-5). Este será el maravilloso orden del reinado Milenario de Cristo a los ojos de las naciones.
La reina de Sabá reconoció (v. 6) la verdad de lo que había oído acerca de Salomón. Pasó de la persona a las palabras de su boca, de estas a todo lo que salía de sus manos, a todo lo que le rodeaba, y no encontró más que perfección. Así es como cada alma llega a conocer a Cristo. Oímos hablar de él: esto despierta el interés de un corazón necesitado; vamos a él, porque es fácilmente accesible; entramos en contacto con él; él responde a las necesidades del corazón. Se le admira y se le adora con cánticos de alabanza. Decimos como la reina: «Mis ojos han visto»; es mayor que todo lo que había oído hablar de ti. Se estima feliz a su pueblo y a sus siervos que continuamente están ante él y escuchan su sabiduría. Y, siguiendo este camino, el alma se gloría en Dios que se ha complacido en su Rey, y que ha encontrado su delicia en Cristo para colocarlo en el trono. Y también es una prueba del amor de Dios a su pueblo el que le haya dado un rey así para hacer justicia y rectitud (v. 6-9).
Este himno es más bien un himno del reino. También la Iglesia cantará el suyo en torno al Cordero inmolado, y su corazón y su boca se llenarán de su amor aún más que de su sabiduría y de su justicia.
La reina de Saba entregó al rey todas las riquezas que había traído consigo. Las especias para hacer incienso eran las más apreciadas en la corte de Salomón. Nunca había habido tanta abundancia de ellas en Jerusalén (v. 10). El corazón de la feliz reina rebosaba en sus regalos.
Pero, ¡cuánto más los dones de Salomón superaban a los de la reina! No se contenta con darle a cambio de sus dones (comp. 2 Crón. 9:12, nota); le concede «todo lo que ella quiso, todo lo que pidió» (v. 13). ¡Ah! seguramente se trata de Aquel que no nos pide, pero cuya gloria es ser y seguir siendo el dador soberano de todo bien. Pedid y recibiréis. Pedid; nunca agotaréis todas las riquezas de su reino, las «insondables riquezas de Cristo». Su reino no es ahora de este mundo, de modo que no obtendréis de su presencia los bienes temporales con los que la reina fue colmada. Estos tesoros inferiores están reservados para el reinado Milenario del Mesías. Nuestras posesiones, nuestros tesoros, son espirituales; el mundo los desprecia; el cristiano digno de ese nombre los llama verdaderas riquezas (Lucas 16:11).
La reina regresa a su país con un tesoro en su corazón, 1.000 veces mayor que los que llevan sus caravanas. Sus ojos han visto. Ahora conoce al rey de la gloria.
2.17 - Capítulo 10:14-29 – El trono
Los versículos 14 al 22 describen las riquezas y el esplendor del reino. El oro, emblema de la justicia divina, lo dominaba todo en el reinado de Salomón, desde el templo hasta el trono. El trono era maravilloso: «En ningún otro reino se había hecho trono semejante». Era el trono de justicia y de poder, y llevaba sus emblemas.
Cuando Salomón fue elevado a la realeza, se sentó en el trono de su padre, como le ordenó el propio David (1:35). Ahora lo vemos en su propio trono, en aquella maravillosa «casa del bosque», adornado con sus 500 escudos de oro, y donde juzga con justicia.
Lo mismo sucederá con Cristo. Ahora está sentado en el trono de su Padre, a su derecha, según las palabras: «Siéntate a mi diestra, hasta que ponga a tus enemigos por estrado de tus pies» (Sal. 110:1). Con estas palabras: «Siéntate a mi derecha», Dios Padre expresa su plena satisfacción por la obra realizada por el Hijo del hombre. Es como si le dijera: Ocupa este lugar supremo y glorioso, tú, Hijo mío, hasta que te haya preparado un trono para ti. Debe superar a cualquier otro trono. Nunca habrá otro igual en ningún reino. Ni uno solo de los que se han levantado contra ti será perdonado, serán aplastados. Tu victoria sobre ellos será el primer peldaño por el que ascenderás al trono. El trono del Hijo del hombre victorioso no se parecerá a ningún otro, después de la humillación voluntaria que le hizo descender por debajo del más bajo de los pecadores. Entonces toda rodilla se doblará, toda boca lo proclamará altamente Señor, en su trono de gloria. Mientras tanto, este hombre que bebió del torrente por el camino está sentado en el trono del Dios soberano, a la derecha de la Majestad; pero es el trono de su Padre; allí ocupa su lugar como Hijo, testimonio de la perfecta satisfacción del corazón paterno en él.
La reina de Saba no estaba sola a acudir a Salomón: «Toda la tierra buscaba ver la cara de Salomón para oír la sabiduría» (v. 23-29). Tiempo feliz, donde todos podrán venir a beber de esta fuente divina, seguro de encontrar en ella todo el pensamiento de Dios. Estos versículos contienen también una lista de las riquezas del rey. Aquí, los incrédulos sacuden la cabeza. Para ellos, todo lo que dice el hombre parece verosímil, y todo lo que dice Dios solo puede ser mentira. Este es, de hecho, su modo de razonar. En un año, Salomón recibía innumerables millones en oro; la reina de Saba le había dado unos 400 millones; esta era también la suma que le había ofrecido el rey de Tiro. ¿Hay algo inverosímil en esto comparado con los ingresos actuales de los reinos del mundo, y necesitamos recordar que, durante este reinado, todos los reyes de la tierra le pagaron tributo?
En los versículos 26 al 29, encontramos el poder del rey, caracterizado por sus carros y jinetes. Así pues, todo confluyó para gloria del reinado de Salomón.
2.18 - Capítulo 11:1-13 – La causa de la ruina del reino
En este capítulo, examinamos la historia del rey responsable, que se ignora por completo en el segundo libro de las Crónicas.
Hasta ahora, aunque es un hombre, y por lo tanto un ser imperfecto, hemos podido ver en la vida de Salomón una hermosa unidad, combinada con la sabiduría que ponía bien en alto entre las naciones el nombre del rey, asociado al nombre de Jehová. La grandeza, la majestad, el poder y la riqueza de este reinado eran solo una débil imagen de lo que veremos en el Milenio bajo el reinado del verdadero rey de gloria.
Ahora, Dios indica la mancha de ese reinado. No fue el pacto con la hija de Faraón, pues eso era esencial para que Salomón pudiera ser un tipo de Cristo en su gobierno. José, en su tiempo, había celebrado una unión semejante, y los hijos de esa unión habían dado sus nombres a 2 tribus de Israel, después de recibir la bendición del patriarca, el padre del pueblo. Además, Salomón había actuado de acuerdo con los pensamientos de Dios hacia esta esposa gentil, y las Crónicas tienen cuidado, como hemos visto anteriormente, de mostrarnos que el rey no le dio un lugar de proximidad inmediata al arca de la alianza y a la ciudad del hijo de David. Así pues, no fue por esta unión por lo que la culpa recayó sobre Salomón, cuyo tipo milenario, «la luz de las naciones», excedía necesariamente las características ordinarias de un rey de Israel. Por eso la Palabra da un lugar especial a la hija de Faraón entre las mujeres extranjeras (v. 1).
«Pero el rey Salomón amó, además de la hija de Faraón, a muchas mujeres extranjeras; a las de Moab, a las de Amón, a las de Edom, a las de Sidón, y a las heteas; gentes de las cuales Jehová había dicho a los hijos de Israel: No os llegaréis a ellas, ni ellas se llegarán a vosotros; porque ciertamente harán inclinar vuestros corazones tras sus dioses… y sus mujeres desviaron su corazón» (v. 1-3). El pecado de Salomón fue que «amó… a muchas mujeres extranjeras». Estas habían desempeñado un papel relativamente pequeño en la vida de David y, sin embargo, como vimos en 2 Samuel, había tenido en sus hijos consecuencias tristes y a menudo terribles. Por la misma disciplina que había seguido a estas alianzas prohibidas, Dios había protegido una vez a su ungido de las trampas que podrían haber tendido a su piedad. Pero si sus concupiscencias le habían llevado a la aventura de Betsabé, una hija de Israel, las concupiscencias de Salomón le llevaron hacia mujeres extranjeras. Y sin embargo Dios había dicho: «No emparentarás con ellas; no darás tu hija a su hijo, ni tomarás a su hija para tu hijo. Porque desviará a tu hijo de en pos de mí, y servirán a dioses ajenos; y el furor de Jehová se encenderá sobre vosotros, y te destruirá pronto» (Deut. 7:3-4), y de nuevo: «Tomando de sus hijas para tus hijos, y fornicando sus hijas en pos de sus dioses, harán fornicar también a tus hijos en pos de los dioses de ellas» (Éx. 34:16).
A la cabeza de esta humillante lista, encontramos a las moabitas, que habían llevado a Israel a la idolatría de Baal-peor, apoderándose de él por los deseos de la carne (Núm. 25:1-5). Todas estas naciones, los amonitas, los edomitas, los sidonios, en las fronteras de Canaán, odiaban a Dios y a su pueblo. Los hititas, mencionados en último lugar, deberían haber sido exterminados y nunca lo fueron. Salomón desobedeció abiertamente a Dios, que había dicho a su pueblo: «No os llegaréis a ellas, y ellas no se llegarán a vosotros». Había una doble defensa. Corremos el peligro de entrar en el mundo o de dejar que venga a nosotros. Quizá la segunda posibilidad sea aún más peligrosa que la primera. Por conciencia hacia Dios, el cristiano puede abstenerse de un acto de voluntad propia o de desobediencia que le llevaría a ir al mundo, mientras que el mundo le seduce más fácilmente viniendo a él. Se introduce poco a poco en nuestros hogares y en nuestras vidas, y a menudo, cuando nuestros ojos se abren al peligro, ya es demasiado tarde. «Ciertamente –dijo Jehová– harán inclinar vuestros corazones tras sus dioses». El pacto con el mundo nos lleva necesariamente a la religión del mundo. Esta es una afirmación grave, digna de ser sopesada hoy por toda alma piadosa. En la medida en que evitemos o cultivemos este pacto, nuestra devoción tomará un carácter celestial o terrenal. «A estas… se juntó Salomón con amor». Y este era el mismo rey cuyos labios, por inspiración divina, habían destilado sabiduría para los demás, y les habían mostrado el camino que debía seguirse con respecto al extranjero, ¡no fuera que cayeran «en todo mal… en medio de la sociedad y de la congregación!» (Prov. 5:1-14). Era él quien, en el capítulo 7 del libro de los Proverbios, había insistido en las terribles consecuencias del mal comportamiento. ¡Qué ceguera! ¡Qué triste espectáculo! Había enseñado a otros y no se había enseñado a sí mismo; él, el líder responsable, del pueblo, hacía las cosas que el pueblo se abstenía de hacer, pero que, cuando el rey fallaba, traían el juicio no solo sobre él, sino sobre aquellos a los que debería haber pastoreado, guiado y protegido.
«Sus mujeres inclinaron su corazón»: palabra repetida en el versículo 4. Es algo terrible cuando «lo que hay en el mundo» se aloja en el corazón y se apodera de él, desviando así los afectos de su único objeto, para llevarlos a objetos viles, vergonzosos y culpables. Hay que notar que estas cosas no ocurren espontáneamente en la vida del hombre de fe, o al menos que sus consecuencias no se desarrollan de repente. «Y cuando Salomón era ya viejo, sus mujeres inclinaron su corazón tras dioses ajenos». La semilla carnal tardó en dar fruto. ¿Quién podría haber creído que el Salomón del templo, una vez de rodillas, extendiendo sus manos a Dios ante los ojos del pueblo, se convertiría en un idólatra? Tal vez hoy lo llamaríamos una persona de corazón abierto, respetuosa de la libertad de conciencia de los demás; adornaríamos esta idolatría con alguna bonita etiqueta humanitaria y social. Pero ¿qué importa las opiniones de los hombres? La cuestión es lo que piensa Dios: Dios es deshonrado. «Hizo Salomón lo malo ante los ojos de Jehová».
Construir lugares altos para mujeres extranjeras y dejar que sacrificaran a sus dioses no era indiferencia, suficientemente odiosa en sí misma; era asociarse a sus cultos y hacerse partícipe de ellos. Así se dice: «Edificó Salomón un lugar alto a Quemos, ídolo abominable de Moab, en el monte que está enfrente de Jerusalén, y a Moloc, ídolo abominable de los hijos de Amón». A él mismo se le considera como adorador de ídolos: «No siguió cumplidamente a Jehová como David su padre», es decir, no lo siguió hasta el final. Y, sin embargo, Jehová “se había revelado dos veces a él”, la primera en Gabaón y la segunda después de la consagración del templo. Dios le había advertido sobre la adoración de los ídolos (9:6-9), mostrándole las terribles consecuencias para el pueblo; ¡y él, no había cumplido su mandamiento! David había cometido errores graves y humillantes, pero al menos siempre tuvo presente a Jehová. Incluso después de su caída, su primera palabra fue: «He pecado contra Jehová». Toda la aflicción de este hombre de fe solo tenía en vista la gloria de su Dios, y el final de su vida había exaltado la gracia unida al juicio completo de sí mismo. No fue así con Salomón.
Ni siquiera oímos en él el grito de una conciencia dañada, cuando la terrible palabra: «Por cuanto ha habido esto en ti», resuena en sus oídos, como antaño la palabra: «Porque me has despreciado», en los oídos de su padre. Aprenderemos incluso qué sentimientos tan diferentes suscita en su corazón la disciplina de Dios. Pero Dios quiere que sepa todo lo que sucederá. El reino, ese reino de gloria, extendido por el poder divino hasta los confines de las naciones, le será arrancado violentamente; su hijo solo conservará una tribu, Judá, pues Benjamín apenas cuenta. En un momento, el poder, la majestad, la riqueza, la gloria sin precedentes, el sometimiento de los pueblos, todo se derrumbará, y solo quedará en medio de la tempestad un pobre resto preservado por Dios como una débil barca que lo ha perdido todo, remos, velas, mástiles y cuerdas, excepto la brújula y el timón. En cuanto al hombre, ese reino está acabado. Pero ¡qué perspectiva! Tras el juicio del reinado de Satanás, de la Bestia y del falso profeta, el reinado del divino Salomón reaparecerá como el sol que brilla con toda su fuerza, sin depender ya de la falible obediencia del hombre, sino de la infalible responsabilidad del Rey, a quien Dios ungirá en Sion, el monte de su santidad.
2.19 - Capítulo 11:14-43 – Los enemigos
Dios no se limitó a dar a conocer a Salomón el juicio que, por causa de David, su padre, en vez de caer sobre él, caería sobre Roboam, su hijo; sino que la infidelidad del rey atrajo también sobre él la disciplina de Jehová durante los últimos años de su reinado. La paz, fruto característico de este reinado, fue destruida; Salomón atravesó un período en el que abundaron los problemas, las sediciones y los intentos contra su trono; naciones, como Egipto, que en otro tiempo se habían honrado con su alianza, alimentaron, elevaron en dignidad y apoyaron a sus peores enemigos. Todos los lazos se aflojaron. El yugo del rey se estrechó sobre el pueblo para impedir la sedición interna. De ahí un descontento mal reprimido y que de vez en cuando saldría a la luz (12:4).
Dios suscitó enemigos para Salomón de entre las naciones a las que le habían conducido sus lujurias. Edom estaba lleno de odio mortal contra Israel, porque David, por mano de Joab, había cortado a todos los varones de su tierra (2 Sam. 8:13-14; 1 Crón. 18:12; Sal. 60). Hadad había escapado con unos pocos siervos. Pero, ¿era su odio menos intenso porque Salomón había tomado por esposas a edomitas? Hadad huyó a Egipto, fue recibido en la corte de Faraón, se convirtió en su cuñado, y su hijo fue recibido entre los herederos al trono. ¿Adónde van las simpatías y los favores del mundo? No a David, sino al enemigo de David. Un sentimiento habla más fuerte en el corazón de Hadad que los honores y las delicias de la corte egipcia: el odio, el odio hacia Salomón. Renunció a todas sus ventajas para satisfacerlo. La conducta de los satélites de David había proporcionado sin duda el motivo, pero muertos Joab y David, el odio persistió. En el fondo, el odio del mundo se dirige siempre contra el ungido de Jehová, y el comportamiento más o menos censurable de los creyentes solo sirve de pretexto.
Un segundo adversario fue Rezón, siervo de Hadad-ezer, rey de Soba, a quien David había despedazado (2 Sam. 8:3-8; 10:6). Rezón se convierte en rey de Damasco y gobierna sobre Siria. «Aborreció a Israel» (v. 23-25).
El mundo es como Hadad y Rezón. Mientras mantengamos frente a él el lugar que la cruz de Cristo nos permite ocupar, Él, «por quien el mundo me ha sido crucificado» dice el apóstol, y nosotros para el mundo (Gál. 6:14), mientras veamos al mundo como un enemigo derrotado (Juan 16:33), no se moverá. Aunque hagamos alianza con él, no puede olvidar su derrota y, quizá mantenga una apariencia de indiferencia, no por ello nos odia menos.
El último y más peligroso enemigo de Salomón es el enemigo interior, Jeroboam (v. 26-40). Era un «siervo de Salomón», un efrateo o efraimita. Salomón lo había puesto al frente de Efraín para que trabajara en las fortificaciones de Milo, que defendían Jerusalén de los enemigos que venían del norte. Era una medida muy peligrosa, pero ¿qué podía prever Salomón? Solo Dios lo sabía. En virtud de su posición, Jeroboam poseía todos los secretos de la fortaleza y también se ganó las simpatías de su propia tribu. De la misma manera, cuando surgen dificultades en el pueblo de Dios, el mayor peligro proviene de aquellos que, por su actividad, se han apropiado de los principios de sus hermanos y han conseguido sustituir a Cristo adquiriendo las simpatías de muchos. De estas cosas hacen armas para herir al pueblo de Dios. Sus motivos son aparentemente desinteresados; quisieran, como Jeroboam, liberar al pueblo de un yugo difícil de soportar; en realidad, son instrumentos de Satanás para destruir el testimonio de Dios, como pronto veremos. Y, sin embargo, ¡son siervos de Cristo, como Jeroboam lo fue de Salomón!
Ahora aparece un profeta. Como Samuel en la época de la ruina del sacerdocio, la caída de la realeza da origen al profeta. Él se convierte, como lo demuestra de manera tan sorprendente el curso de estos libros, en el vínculo entre el pueblo y Dios, cuando la realeza responsable ha fracasado. Ahías, el profeta, se encuentra con Jeroboam a las afueras de Jerusalén. Rompió el manto nuevo que llevaba (el reino era aún nuevo) y dio 10 partes de este a Jeroboam. En ese momento, el reino fue arrancado de las manos de Salomón, aunque el hecho no se comprendió hasta más tarde. Una tribu permanece con la casa de David, en virtud de la libre elección de la gracia con respecto a David y Jerusalén. «Me han dejado», dice Jehová, «y han adorado a Astoret diosa de los sidonios, a Quemos dios de Moab, y a Moloc dios de los hijos de Amón; y no han andado en mis caminos para hacer lo recto delante de mis ojos, y mis estatutos y mis decretos, como hizo David su padre» (v. 33). «Ellos» se refería a Salomón, ¡el rey! Sin duda, todo el pueblo siguió después el mismo camino, pero en aquel momento, solo uno había pecado: el rey. Colocado ante Dios en una posición de responsabilidad por todo el pueblo, su infidelidad trajo el juicio sobre Israel. ¡Qué grave castigo había sufrido Salomón!
En el versículo 34, Dios, volviendo siempre a la gracia que mostró a David, añade: «A su hijo daré una tribu, para que mi siervo David tenga lámpara todos los días delante de mí en Jerusalén, ciudad que yo me elegí para poner en ella mi nombre» (v. 36). La gracia es a los ojos de Dios más que toda la gloria, o más bien la gracia es la parte más preciosa de la gloria, porque está, por decirlo así, a la cabeza de todas las perfecciones divinas.
«Si prestares oído», dijo Ahías a Jeroboam, «a todas las cosas que te mandare, y anduvieres en mis caminos, e hicieres lo recto delante de mis ojos, guardando mis estatutos y mis mandamientos, como hizo David mi siervo, yo estaré contigo y te edificaré casa firme, como la edifiqué a David, y yo te entregaré a Israel» (v. 38). Jeroboam tiene ahora una nueva responsabilidad. Dios le dio una posición privilegiada. Su casa iba a ser tan estable como la de David, si escuchaba los mandamientos de Jehová. Pero Dios le pone una restricción: «Yo afligiré a la descendencia de David a causa de esto, mas no para siempre» (v. 39). A su debido tiempo, la gracia sobre la que se fundó el reino de David recuperará sus derechos, pues no fue sobre la gracia, sino sobre la responsabilidad, como se estableció el reino de Jeroboam e incluso el de Salomón. Las promesas de Dios son sin arrepentimiento; él se deleita en la gracia. Así pues, el futuro reino del verdadero Rey de gloria se fundará en una nueva alianza, en una alianza de gracia, en la que solo Dios participa, en una nueva creación, cosa que no fue el reino de Salomón.
«Mas no para siempre»: hay períodos en los caminos de Dios en los que el juicio eclipsa a la gracia, por así decirlo. No es que la gracia deje de existir: sigue siendo absolutamente la misma, pero deja de aparecer para que puedan manifestarse otras perfecciones de la gloria divina, como la justicia en el juicio. Así, el sol, que tiene más de 100 veces el diámetro de la tierra, está eclipsado por la sombra terrestre. Una vez pasado el eclipse, el inmenso astro reanuda su esplendor, pues la sombra que lo cubría no le quitó nada de su esplendor, salvo para los ojos de los hombres.
Salomón trata de dar muerte a Jeroboam (v. 40). ¡Tales son los sentimientos que produce en su corazón la disciplina! El obstáculo que Dios le crea, en vez de humillarlo en su presencia, sometiéndolo humildemente a su castigo, no hace más que irritarlo y empujarlo a liberarse de él. Cosa triste, un corazón que ha perdido la comunión con Dios y no se juzga a sí mismo. ¿Qué ha sido de Salomón, el rey de justicia? Su corazón ya no es recto ante Dios. ¡Cuánto se ha alejado de sus comienzos!
Jeroboam huyó a Egipto y permaneció allí hasta la muerte de Salomón.
Todos los hechos relatados en este capítulo 11, faltan en el segundo libro de las Crónicas, pero 2 palabras del capítulo 9 nos hacen comprender que se omiten a propósito. «Los demás hechos de Salomón, primeros y postreros, ¿no están todos escritos en los libros del profeta Natán, en la profecía de Ahías silonita, y en la profecía del vidente Iddo contra Jeroboam hijo de Nabat?» (2 Crón. 9:29). Una omisión de la Palabra siempre tiene un propósito, y lo hemos señalado con suficiente frecuencia como para no tener que volver sobre ello.
2.20 - Dos salmos
Para concluir esta historia, deseamos presentar a nuestros lectores 2 salmos, el primero de los cuales tiene como tema a Salomón, y el otro fue compuesto por él. Nos quedaríamos sin espacio si tuviéramos que explicar la sabiduría de Salomón en los diversos escritos de los que es autor inspirado. Nos limitaremos, pues, a este breve apéndice.
El Salmo 72 es un salmo «para Salomón»; la razón humana puede incluso dudar a primera vista de que este salmo sea profético y se aplique al reinado de Cristo, tan exactamente se ajustan los detalles al de Salomón. «Dominará de mar a mar, y desde el río hasta los confines de la tierra. Ante él se postrarán los moradores del desierto, y sus enemigos lamerán el polvo. Los reyes de Tarsis y de las costas traerán presentes; los reyes de Sabá y de Seba ofrecerán dones. Todos los reyes se postrarán delante de él; todas las naciones le servirán» (v. 8-11). «Vivirá, y se le dará del oro de Sabá, y se orará por él continuamente; todo el día se le bendecirá» (v. 15). En cuanto a su carácter: «Él juzgará a tu pueblo con justicia, y a tus afligidos con juicio» (v. 2). En cuanto a las bendiciones de su reinado: «Florecerá en sus días justicia, y muchedumbre de paz» (v. 7). «Será echado un puñado de grano en la tierra, en las cumbres de los montes; su fruto hará ruido como el Líbano, y los de la ciudad florecerán como la hierba de la tierra» (v. 16). «Todas las naciones; lo llamarán bienaventurado» (v. 17).
En verdad, apenas falta un solo rasgo característico en el reinado que acaba de ocuparnos. Sin embargo, hay algo que no se menciona en el reinado de Salomón: la gracia. También por eso este reinado habla menos al corazón y a la conciencia que el de David. Salomón, en toda su gloria, no estaba vestido como un lirio del campo. Su gloria hablaba menos al alma que la tierna solicitud de un padre por sus hijos y la gracia con que su amor los rodeaba. Esta corriente de gracia, que caracteriza a David mucho más que a Salomón, se encuentra en todo nuestro Salmo.
Debemos, pues, fijarnos en Aquel que reunirá en su persona las características atribuidas a estos 2 hombres de Dios, para comprender el reinado milenario del Mesías. Su reinado de justicia no solo superará en esplendor y duración al reinado, tan miserablemente interrumpido, de Salomón, pues será temido «mientras duren el sol y la luna, de generación en generación» (v. 5), y «y muchedumbre de paz, hasta que no haya luna» (v. 7), pero comenzará como nunca comenzó la de Salomón: «Descenderá como la lluvia sobre la hierba cortada» (v. 6), llevando la bendición celestial allí donde el juicio ha hecho su trabajo y no ha dejado nada que cosechar. Bajo su suave influencia, nacerá una nueva cosecha. David lo predijo de un ser más grande que su hijo: «Como la lluvia que hace brotar la hierba de la tierra» (2 Sam. 23:4). Ved en nuestro Salmo este carácter de gracia, que trae compasión, liberación, salvación, para sacar a los afligidos de debajo del yugo del opresor: «juzgará a tu pueblo con justicia, y a tus afligidos con juicio» (v. 2). «Juzgará a los afligidos del pueblo, salvará a los hijos del menesteroso, y aplastará al opresor» (v. 4). «Él librará al menesteroso que clamare, y al afligido que no tuviere quien le socorra» (v. 12). «Tendrá misericordia del pobre y del menesteroso, y salvará la vida de los pobres» (v. 13). «De engaño y de violencia redimirá sus almas, y la sangre de ellos será preciosa ante sus ojos» (v. 14). Esto es lo que da un sello incomparable al reinado glorioso de Cristo, como se dice de nuevo: «A sus pobres saciaré de pan» (Sal. 132:15). Así pensó el Mesías rechazado en la tierra cuando alimentó a las multitudes, y si el pueblo lo hubiera querido, se habría mostrado como el Mesías entrando en su reinado. Pero cuando tome su poder en la mano y brille sobre el mundo como el Sol de Justicia, se regocijará en la obra de su gracia y traerá salud en sus alas.
El Salmo 127 es el único del que Salomón es propiamente el autor. Habla de la casa, el gran objeto de su reinado; pero anuncia un tiempo futuro en el que los hombres comenzarán a construirla y a trabajar en vano, a velar en vano para proteger la ciudad contra el enemigo. Tales cosas no sucedieron bajo su cetro. Así que lo que Salomón estableció no fue definitivo; lo que los hombres establecerán lo será aún menos. Pero vendrán días en que Jehová mismo edificará la casa y guardará la ciudad. Entonces su Amado podrá por fin encontrar el «sueño», el descanso del que se dice: «Callará de amor» (Sof. 3:17). Entonces tendrá hijos, como herencia de Jehová, un pueblo nuevo, le llegará el rocío de la juventud desde el seno de la aurora (Sal. 110:3). Entonces será llamado bienaventurado.
Salomón, como David, mira a Cristo. Cada uno de ellos sabe que no puede ser el gobernante justo entre los hombres. Ambos se alegran de ver su dignidad confiada a Aquel que nunca la utilizará para otra cosa que no sea la gloria de Dios.