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Comentarios del libro de Romanos


person Autor: Leslie Marion GRANT 3

(Fuente autorizada: biblecentre.org)


1 - Prólogo

Esta epístola fue escrita desde Corinto, donde el apóstol había visto la maravilla de la gracia de Dios obrando en medio de la mayor degradación y maldad, salvando las almas de esta repugnante condición que era bastante común en Grecia, pero aún más notorio en esta ciudad en particular. Por eso es adecuado que esta Epístola a los Romanos muestre el pecado de toda la humanidad, lo exponga enteramente y descubra que solo hay justicia con Dios, y que por eso la ira de Dios se revela desde el cielo, no permitiendo excusar o justificar el pecado. Pero la misma justicia se revela en el evangelio en forma de gracia para los impíos –gracia que magnifica la justicia, justificando al culpable por medio del completo castigo llevado por el Señor Jesucristo en la cruz del Calvario.

Dios está ante nosotros como Juez Soberano, ejerciendo sus prerrogativas absolutas de condenación y justificación, sin escatimar ningún mal en ninguno de sus grados, sino sobre el fundamento de la muerte y del derramamiento de sangre de Cristo, justificando al pecador que cree en Jesús y que ha sido previamente juzgado (y encontrado culpable).

Para el mantenimiento del trono de Dios, se requiere una condenación absoluta del pecado, y cuando un alma ha conocido la bendición de ser liberada de la esclavitud del pecado, se deleita en contemplar tal justicia y verdad, así como también cada uno de los otros atributos de Dios. Pero en Romanos, Dios bondadosamente ordena la presentación de la verdad, como ir a buscar al pecador donde está al principio y sacarlo de la esclavitud y la oscuridad, guiándolo experimentalmente a través del ejercicio del alma, estableciendo sus pies en las sendas de la verdad según su justicia.

Así como la justicia es «de Dios», el Evangelio es «de Dios»; él está ante nosotros como la fuente de toda verdad y toda bendición; su soberanía y sus consejos son retratados de manera indeleble y brillante para aquellos que tienen ojos para ver. Si da a conocer nuestros pecados en toda su terrible repulsión, también muestra que él es más grande que nuestros pecados: en efecto, cualquier objeción que se pueda plantear (y si incluso estas se muestran en su carácter más fuerte y completo), Dios se muestra mucho más grande, triunfando gloriosamente sobre todos ellos, –y este triunfo no como sobre los hombres, sino en nombre de ellos–, es decir, en nombre de todos los que creen en Jesús. «Si Dios está por nosotros, ¿quién puede estar contra nosotros? (Rom. 8:31). Dios no ha tomado ningún lugar de enemistad contra los hombres: por el evangelio muestra en la más profunda realidad que está a favor del hombre.

¡Bendita gracia en verdad! ¡Hermosa respuesta a la enemistad de nuestros propios corazones hacia él!

Se sugiere al lector tener los textos de las Escrituras que son comentados ante él, de modo que pueda ir considerando versículo por versículo, porque estos pensamientos son simplemente como una ayuda en el estudio personal y en el entendimiento de la infinitamente preciosa Palabra de Dios. En algunos casos la versión autorizada ha de presentar alguna diferencia con algunos textos, que son generalmente tomados de la «New Translation» por J. N. Darby.

2 - Romanos 1

La salutación (inusualmente larga) ocupa siete versículos, y establece claramente el fundamento completo de ese Evangelio del que Pablo era un mensajero, presentándolo así con el Evangelio que los romanos habían recibido.

En primer lugar, da una hermosa evidencia de la inclinación de su hombro al yugo de Jesucristo; «Pablo, siervo de Cristo Jesús», atado a la obediencia de Cristo por un amor más grande que el amor a sí mismo. Pero su humildad es tan firme como reverente. Por el llamado de Dios, él es un apóstol; y aunque afirma su propia sujeción a Cristo, no afirma menos la posición a la que Dios le ha llamado. En tercer lugar, está «apartado para el evangelio de Dios»; su ocupación en el mundo es singular; su identificación es con su mensaje –el Evangelio de Dios– tan completa que es su única ocupación absorbente. Bendito sea el tener un corazón y una mirada ojo tan único.

Esta breve nota sobre sí mismo, lo conduce al evangelio al que está ligado su corazón y que inmediatamente le lleva a la declaración de su fuente (confirmada por el testimonio de la Escritura profética, v. 2) y en cuanto a la Persona del Hijo de Dios, vemos su fundamento o el corazón de su naturaleza (v. 3, dando el testimonio de su humanidad; v. 4, de du divinidad eterna). El testimonio y la prueba de las declaraciones de Pablo en Romanos es de la más profunda e instructiva importancia en una epístola que trata de la administración de justicia y rectitud.

«El evangelio de Dios» es «acerca de su Hijo». Si Dios es su fuente, Cristo es su esencia omnipresente: no hay ni una sola característica en él que no esté viva y vitalmente conectada con la persona de Cristo. La “buena nueva” que se refiere a Jesús, no se encuentra en ningún otro lugar, sino plenamente en él.

Él ha «nacido de la descendencia de David, según la carne». Su genealogía establece la realidad de su condición de hombre. Bendita y maravillosa gracia esta condescendencia del Señor de gloria al nacer de los judíos. Así también es el Hombre que cumple todas las promesas de Dios. Pero también «designado Hijo de Dios con poder, conforme al Espíritu de santidad, por su resurrección de entre los muertos». Esta es la breve pero concluyente evidencia de su deidad: había en él un poder no humano, «el Espíritu de santidad», no meramente “el espíritu de un hombre” (aunque esto también es cierto), sino un estado de santidad intrínseca en vinculación con la presencia permanente, libre y no apagada del Espíritu de Dios, y que se manifiesta al sacar vida de la muerte. Esto está muy por encima de la humanidad –incluso de la humanidad perfecta, aunque en la humanidad la santidad de Cristo no es menos verdadera, como también lo es la presencia indestructible y no apagada del Espíritu–, pero esto se ve como los frutos de la dependencia de Dios como hombre. Aquí se trata del poder personal como Dios, que él ejerció y demostró en la resurrección de entre los muertos. En él había vida y santidad intrínsecas, ya que antes de su nacimiento, el ángel dijo a María: «La santa Criatura que nacerá, será llamada Hijo de Dios». Esta santidad era de un carácter total y única de Dios, superior a la naturaleza humana.

En efecto, Adán no caído no era poseedor de la santidad, pues la santidad implica el conocimiento del bien y del mal, y el rechazo absoluto del mal. Esto está principalmente solo en Dios, aunque en la gracia infinita él lo comunica por el nuevo nacimiento a las almas de los hombres. Así que la santidad de la humanidad de Cristo (perfecta en verdad desde su nacimiento) dependía de Dios, desde cuyo lugar de dependencia podía decir “no seré movido”. Bendita sea esa humanidad, que tenía todos sus resortes en Dios, que no tenía oído para nadie más que para la voz de Dios, que obtenía su plena provisión solo de la mano de Dios, que había puesto a Dios siempre delante de él, que no conocía otro motivo que la gloria de Dios. No porque no fuera inteligente en cuanto a la existencia del pecado (como lo fue Adán sin caer), sino que no tenía en él nada que respondiera al pecado, sino un completo aborrecimiento y rechazo del mismo. Una dependencia pura e inigualable.

Pero la santidad aquí es la característica de la Deidad, –su propia unidad personal con el Espíritu de Dios, e infinitamente por encima de nuestra concepción de criatura. El poder de la vida era inherente a él, y se demostró en la resurección de Lázaro y de otros de entre los muertos, como en su propia resurrección.

Poderosa es, pues, la voz que ha llamado a Pablo, comunicándole «gracia y apostolado, para obediencia a la fe por su nombre entre todos los gentiles». La «gracia» se menciona antes del «apostolado»: solo la gracia de Dios puede dar los verdaderos motivos y el poder para el ejercicio del apostolado, como de cualquier otro don. Pero cuando Dios ha dado un don, también da «la gracia conforme a la medida del don de Cristo» (Efe. 4:7). Es bueno que conozcamos nuestra medida, pues no podemos esperar que la gracia vaya más allá de ella. El apostolado trae consigo la autoridad de Dios, pero incluso la autoridad de Dios se ejerce en la gracia.

Estas dos calificaciones (la gracia y el apostolado) son evidentemente comunicadas especialmente a Pablo para que pudiera representar el nombre de Cristo a los gentiles, –ese nombre es el objeto para su «obediencia de fe». No la obediencia de la ley, que es meramente exterior, sino la obediencia que brota de un corazón purificado por la fe. El evangelio requiere, y produce, una confianza completa en el nombre de Cristo, que se inclina en sujeción a él.

Escogidos de entre los gentiles, los santos romanos son designados como «llamados para ser de Jesucristo». La salutación dirige entonces la epístola «a todos los amados de Dios que estáis en Roma, santos por llamamiento». Ninguno de los santos de la ciudad fue excluido, aunque por Romanos 16 sabemos que evidentemente había algunos lugares de reunión diferentes. No es que hubiera algún cisma, pero probablemente a causa de la persecución sus reuniones se mantuvieron pequeñas y sin ostentación.

Se les saluda como a otras asambleas, de acuerdo con el carácter y el mensaje del cristianismo: «Gracia a vosotros y paz, de Dios nuestro Padre y del Señor Jesucristo».

Los versículos 8 al 17 nos dan la introducción, –vemos la hermosura del corazón del apóstol, que se muestra completamente ligado en alma y espíritu al Dios del evangelio, y por lo tanto a todos en cuyos corazones ha entrado el evangelio. Cuánto se embellece esto al recordar que Pablo nunca había visto a los santos de Roma. Lejos de cualquier espíritu de envidia, su corazón rebosa de regocijo por la obra que Dios ha realizado manifiestamente en esa tierra lejana. Su primer pensamiento respecto a ellos es de agradecimiento a Dios, por medio de Jesucristo, porque su fe se ha manifestado de tal manera que se habla de ella en todo el mundo. Además, oró por ellos, y para que Dios lo favoreciera con una visita a ellos. Obsérvese el orden y la seriedad de sus palabras: «Dios, a quien sirvo en mi espíritu en el evangelio de su Hijo, me es testigo». ¿Puede haber alguna duda sobre la realidad de sus oraciones? En absoluto. Había deseado tan profundamente esta visita que decía: Si «me sea de algún modo posible hacer por fin un viaje para ir a veros». Dios le concedió la petición: el medio fue como un prisionero llevado allí para ser juzgado, –e incluso así se regocijó en el Señor.

Enseñado por Dios, como lo fue, y teniendo el deseo de verlos incuestionablemente, un deseo nacido de Dios en su alma, no era el mero hecho de verlos lo que buscaba. Dios le había dado, como maestro y apóstol de los gentiles, un mensaje distinto que él sabía que ellos requerían para su verdadero establecimiento. Esto movió su corazón poderosamente hacia ellos; sin embargo, lejos de darse importancia, como recipiente del ministerio de Dios, sus motivos son aún más profundos que servirlos: «Para que junto con vosotros seamos confortados, cada cual por la fe del otro, tanto la vuestra como la mía». Su ministerio sería el medio de atraer el ejercicio inteligente de la unidad piadosa y communión entre los santos, su propio corazón anhelando y consolado por el ejercicio de su fe, y ellos consolados por la suya. Solo hay consuelo mutuo cuando hay un cultivo mutuo de la fe. No se trata de una mera efusión: el apóstol había tenido muchas veces el propósito de visitar a los santos de Roma, pero se lo habían impedido. Sin embargo, no permite que se piense en preferirlos a los demás gentiles, aunque se preocupa por ellos tanto como por los demás. El amor según Dios no es parcial: es real y pleno.

El efecto de la gracia de Dios en el corazón de Pablo, y el poder dinamizador del Espíritu de Dios, le hicieron considerarse deudor de todos los gentiles en particular, ya fueran griegos o bárbaros, cultos o incultos en cuanto a las distinciones y normas mundanas. Dios le había confiado lo que todos ellos necesitaban, y la responsabilidad de llevárselo. Sería, pues, enteramente su mensajero. En la medida de su capacidad y de las intenciones de su corazón (aunque por el momento obstaculizadas por las circunstancias), estaba plenamente preparado para predicar el evangelio también a los romanos. Pero, aunque no podía entonces declararles el evangelio de palabra, procede a hacerlo con tinta y pluma. Bendita energía de la fe, por la que incluso los santos de hoy en día se han beneficiado infinitamente. «Pues no me avergüenzo del evangelio, porque es poder de Dios para salvación a todo el que cree, al judío primeramente, y también al griego». Aquí está el secreto de la energía de Pablo. Era consciente de que el evangelio lleva consigo, no solo la misericordia de Dios, sino el poder de Dios y, como en el versículo 17, la justicia de Dios. Pero el poder de Dios no es tal que apele a la carne, o dé ocasión a la carne: más bien es poder «para salvación», manifestado a favor de «todo el que cree», no con parcialidad, aunque ciertamente el mensaje vino «al judío primeramente», un recordatorio provechoso para los romanos, que eran gentiles. Se notará que, en estos pocos versículos, Pablo está estableciendo cuidadosamente una base para sus argumentos, una base que no puede ser discutida. De ahí la frecuente aparición de las palabras «por» y «porque», que dan una indicación del carácter distintivo de la epístola, es decir, el Hombre que se encuentra con Dios en el trono, que trae la evidencia completamente a la luz, respaldando cada pronunciamiento con una verdad simple y sólida.

Pero, ¿por qué el evangelio? ¿Por qué es necesario? Porque Dios ha revelado en estos últimos días su ira desde el cielo, no un mero proceder de castigo a los hombres en la tierra, sino una ira no aplacada por alguna aplicación de ira infligida en la tierra: en otras palabras, una ira eterna contra el pecado. Juan habla de esto en relación con los que mueren en sus pecados: «El que no obedece al Hijo… la ira de Dios permanece sobre él» (Juan 3:36). Qué indeciblemente espantoso es este pensamiento; y qué infinita bendición y fuerza de carácter se ve en el evangelio cuando nos damos cuenta de que es la única liberación de la eterna ira de Dios, «la oscuridad de las tinieblas para siempre» (Judas 13).

2.1 - El caso de los gentiles ignorantes

Desde el versículo 18 hasta el 17 de Romanos 2 se considera el caso de los gentiles, –un caso en el que no puede haber ningún argumento de exención de la ira revelada de Dios. Su estado se demuestra no como simples ignorantes de la luz, sino como rechazadores de la misma. Eran impíos e injustos, «que detienen con injusticia la verdad». Ninguna excusa servirá para los llamados “paganos ignorantes”. Ser ignorantes de Dios, no es por mera desgracia; es su pecado; su ignorancia es deliberada. ¡Qué solemne acusación contra la raza humana! No se puede encontrar ninguna escapatoria en el argumento de que el hombre es simplemente un débil pecador: se ha demostrado que es un pecador intencional, porque no es, como algunos se empeñan en protestar, sin una clara evidencia de Dios. Incluso aparte de la revelación de Dios en su Palabra, el mismo bárbaro «detiene con injusticia la verdad»: no la verdad del Evangelio, ciertamente, sino la verdad del «poder eterno y divinidad» de Dios.

La creación es el testigo innegable de esto. Solo la más absoluta deshonestidad puede negar la eternidad del poder y la divinidad de Dios frente a una creación de tal gloria como la que contemplamos cada día. «Los cielos cuentan la gloria de Dios… No hay lenguaje, ni palabras, ni es oída su voz» (Sal. 19:1, 3). Y de nuevo, como el Señor pregunta a Job: «¿Dónde estabas tú cuando yo fundaba la tierra?». «¿Sobre qué están fundadas sus bases?». «¿Quién encerró con puertas el mar?». «Y dije: Hasta aquí llegarás, y no pasarás adelante, y ahí parará el orgullo de tus olas» (38:4-11). El Señor simplemente pide que Job se enfrente a la evidencia que veía día a día. Pero, ¡qué evidencia tan poderosamente abrumadora para cualquiera que lo escuche o lo tome en cuenta! «Así no tienen excusa». Bendito sea el día en que un alma se dé cuenta y confiese completa y francamente que ninguna circunstancia es excusa para el pecado. Quiera Dios que sepamos más plenamente cómo condenarlo sin reservas, y esto particularmente en nosotros mismos.

En la creación los gentiles “conocieron a Dios”. No se trata, en efecto, del conocimiento consciente y vital que se deriva únicamente del nuevo nacimiento, sino del conocimiento evidente que hace que su culpa sea inexcusable. Se negaron voluntariamente a dar a Dios su propio lugar: no tendrían ningún latido de agradecimiento hacia él. Recibían sus bendiciones, descartaban la misma mano que las daba y procedían a pervertirlas al máximo. Los razonamientos internos de sus mentes, por estar empeñados en seguir sus propias voluntades, los arrastraban a la locura; y sus corazones, voluntariamente sin entendimiento, se coloreaban con las tinieblas que elegían. Además, los mismos razonamientos que los llevaban a tales tinieblas los profesaban como sabiduría. Una profesión que los declaraba más profundamente necios. Este fue su desarrollo –o evolución, si se quiere– «se volvieron necios».

Sin embargo, esto es solo el comienzo de la historia del curso deliberado, premeditado y determinado del mal del hombre. Pero es una descripción fiel, como solo Dios podría darla. Es bueno que nuestros corazones se vean a sí mismos en esta exposición verdadera y despiadada de la horrible corrupción de la humanidad en Romanos 1. Y procedieron de mal en mal. No contentos con la vanagloria y la rebelión contra Dios, quisieron deleitarse en arrastrar su gloria más y más abajo; primero, para llevarlo al nivel del hombre corruptible (¡una maldad indeciblemente horrible!), y luego para degradarlo al de las «aves», las «bestias» y finalmente los «reptiles». Tan vil, tan depravado se vuelve el hombre que finalmente no poseerá a ningún Dios, salvo a aquel que pueda pisotear. Pero olvida ciegamente que necesariamente se pone a sí mismo por debajo del dios que adora, ya sea el más bajo de los reptiles; de modo que los objetos de su adoración dan vivo testimonio de su miserable degradación.

«Por lo cual Dios los entregó», no porque fuera indiferente, sino porque sus advertencias por medio de su inteligencia y conciencia no tuvieron efecto en su decidido curso de maldad. Como se dijo de otro: «Efraín es dado a ídolos; déjalo» (Oseas 4:17). El hombre cosechará los amargos frutos de su negativa a ocupar el lugar de la dependencia de Dios, y su maldad se manifestará cada vez más en formas que en un momento dado le habrían resultado horribles y detestables. Entonces dirá: “No puedo evitarlo”. En esto dice la verdad, pero ¿por qué no confiesa también la verdad en cuanto al origen de este estado vergonzoso?, es decir, que se ha negado a retener a Dios en su conocimiento, dándole voluntariamente la espalda; y Dios, en consecuencia, le ha entregado a la inmundicia que realmente prefiere. Porque solo Dios puede proteger a un alma contra el mal, y si se le ignora, no se puede predecir la profundidad de la iniquidad del hombre.

Se notará que después del rechazo a Dios, el hombre realiza su propia corrupción personal: peca contra sí mismo –deshonra su propio cuerpo. Pocos son los que consideran esto como un pecado burdo y absoluto; y menos aún los que piensan así respecto a su desconocimiento de Dios. Pero esto último es la fuente misma del mal, y lo primero en la esfera de mi primera responsabilidad ante Él. El cuidado apropiado de mi cuerpo es una confianza personal peculiar otorgada por Dios, y de la cual debo dar cuenta.

El pecado contra el prójimo no es, ciertamente, menos pecado, pero limitar mi estimación del pecado meramente a lo que es público y manifiesto es solo una miseria añadida de engaño. Es simplemente sabiduría comprender y reconocer plenamente el horror del pecado secreto más oculto contra Dios y contra mí mismo. Rechazar esto expone un corazón que se esconde voluntariamente de Dios.

Pero el hombre ha sido entregado: Dios lo ha entregado «a la impureza» (v. 24) y «a las pasiones vergonzosas» (v. 26) porque, al rechazar decididamente los testimonios de Dios en la creación, «que cambiaron la verdad de Dios en mentira, y adoraron y sirvieron a la criatura antes que al Creador, quien es bendito por los siglos». El hombre puede atreverse a pensar que es meramente neutral, meramente desinteresado respecto a Dios, pero esta misma actitud es una acusación de falsedad contra Dios. Porque si el testimonio de Dios es verdadero, la neutralidad es una imposibilidad absoluta. La neutralidad es un rechazo deliberado (aunque puede ser silencioso) de la verdad de Dios, tratándola como una mentira. Un hombre puede hablar de neutralidad, con el mayor orgullo y complacencia; pero si no adora al Creador, entonces, de una manera u otra, adora a la criatura, aunque esa criatura sea él mismo.

Si abandona a Dios, ya sea una mujer o un hombre, el curso descendente hacia la desgracia y la vergüenza es rápido. Sin embargo, hay resultados presentes y gubernamentales: Pronto cosechan lo que sembraron, «recibiendo en sí mismos la debida recompensa de su error». Pero con corazones endurecidos y amargos, sofocarían incluso la voz de la pena, a pesar de su temor y sus quejas contra ella.

La Nueva Traducción (VM 2020) traduce el versículo 28: «Y como no aprobaron tener en cuenta a Dios, los entregó Dios…», etc. No querían aprobar el tener a Dios en su conocimiento –un asunto tanto de la mente como del corazón, ya que ambos están corrompidos. Por lo tanto, «los entregó Dios a una mente reprobada», una mente que rechaza el bien y, por lo tanto, es rechazada por el bien, abandonada a su falta de valor y a su falta de discernimiento.

Sigue una lista de males con los que el hombre se ha llenado a sí mismo, que bien podría hacer retroceder el corazón de horror. Pero habiendo rechazado a Dios el derecho de posesión, entonces el mal se ha apoderado de él. No es el hombre neutro y autodirigido del que se jactaría, sino el abyecto esclavo del pecado. Ciertamente, el mal se muestra abiertamente en el tiempo, pero aquí Dios descubre y expone el ser interior del hombre –aquello de lo que está «lleno–, los pensamientos y las lujurias de su mente y su corazón. ¿Quién puede escapar a la conclusión de que somos detectados?

El justo juicio de Dios contra tales cosas, y el hecho de que quienes las hacen son dignos de muerte, no es para ellos una cuestión de ignorancia: Lo saben; el testimonio de la inteligencia y de la conciencia no les deja escapatoria. Pero no hay diferencia en su mal proceder. Saben que cosecharán lo que sembraron, pero siguen sembrando las abominaciones a las que se han entregado. No solo esto, sino que disfrutan del mal de los demás, encontrando placer en la misma contemplación del pecado, y fomentándolo por medio de la compañía simpática con los que están empeñados en él. ¡Qué atrevida, qué arrogante, qué degradada, qué esclava es la criatura que una vez fue «hecha a imagen de Dios»! (Gén. 1:27).

Continuará próximamente