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La Epístola a los Gálatas
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0 - Introducción
En su epístola a los Gálatas, el apóstol Pablo no se ocupa tanto de exponer su Evangelio como de defenderlo. Los perturbadores eran, evidentemente, ciertos judíos que profesaban la conversión al cristianismo y, sin embargo, eran más celosos de la ley que de Cristo; hombres de la misma calaña que los que se mencionan en Hechos 15:1, 5.
Encontramos alusiones a sus actividades maliciosas en algunas de las otras epístolas. Por ejemplo, habían obtenido cierto éxito entre los corintios. En la primera epístola se hace una débil alusión a ellos, pero en 2 Corintios 11, el apóstol los denuncia en términos muy claros. Eran absolutamente judíos, como muestra 2 Corintios 11:22, pero no admite que sean verdaderamente cristianos, como podemos ver al leer los versículos 13 y 14. Los cristianos de Colosas fueron advertidos contra sus seducciones en la epístola que se les dirigió (Col. 2:14-23), e incluso a los fieles filipenses se les dio una palabra sobre aquellos: «Guardaos de los malos obreros, guardaos de la mala circuncisión» (Fil. 3:2).
Sin embargo, es evidente que su mayor éxito fue con los gálatas, que eran un pueblo de temperamento inconstante. Las «iglesias de Galacia» habían abrazado en gran medida las ideas que ellos impulsaban, sin darse cuenta de cómo cortaban la raíz de aquel Evangelio que habían escuchado por primera vez de labios del propio Pablo. Esto es lo que el apóstol les muestra en la epístola. En consecuencia, subraya precisamente los rasgos del Evangelio que exponen la falsedad de esas nuevas ideas. Además, les muestra la caída de la gracia, en lo que se refiere a sus propios pensamientos y estado espiritual, en la que les habían implicado. La gravedad de esta caída explica la moderación e incluso la severidad del lenguaje que caracteriza esta epístola.
1 - Capítulo 1
Al comenzar su carta, Pablo no solo anunció su condición de apóstol, sino que enfatizó el hecho de que ocupaba este lugar directamente de parte de Dios. No le había sido dado por ningún hombre, ni siquiera por alguno de los doce que fueron elegidos antes que él. Los hombres no eran la fuente de ello, ni lo había recibido por medio de ellos como canales. Dios era la fuente de ello, y le había llegado por medio de Jesucristo. Por lo tanto, tenía una plenitud de autoridad que no poseían los maestros judaizantes que los perturbaban, ya que, en el mejor de los casos, solo podían pretender ser los emisarios de los hermanos de Jerusalén. Además, como señala, todos los hermanos que se encontraban en su compañía en el momento de escribirla se asociaban a lo que decía en la epístola. Había un gran peso detrás de sus declaraciones.
Él escribe, como puede notarse, no solamente a una asamblea de cristianos, sino a las asambleas de la provincia de Galacia, que evidentemente habían sido afectadas de la misma manera. El Evangelio había llegado a ellos por medio de la labor de Pablo, como se indica en Gálatas 4:11-15. Le habían dado una maravillosa acogida y parecían ser muy devotos de él. Se produjeron milagros entre ellos (Gál. 3:5), y fue una época de mucho entusiasmo. No hay constancia de ninguna oposición. ¡Nadie parece haber arrojado piedras a la cabeza de Pablo! Sin embargo, en el libro de los Hechos todo esto se ignora. Solo se nos dice que «Pasaron por la región de… Galacia» (Hec. 16:6), predicando el Evangelio, y que más tarde «atravesó… la región de Galacia… fortaleciendo a todos los hermanos» (Hec. 18:23).
¡Esto es significativo! Evidentemente fue uno de esos tiempos en los que hubo demasiado trabajo en la superficie, demasiado del terreno pedregoso. No debemos menospreciar el trabajo del apóstol por esto, pues el Señor asumió que este trabajo superficial se encontraría incluso cuando Él mismo era el sembrador. Todo parecía tan maravilloso y, sin embargo, el Espíritu Santo sabía desde el principio lo que había debajo de la superficie, y cuando Lucas fue inspirado a escribir su segundo tratado, este tiempo aparentemente maravilloso en Galacia es desestimado con la más mínima mención.
En los saludos iniciales (v. 3-5), presenta al Señor Jesús de forma muy reveladora. Realmente se entregó a sí mismo por nuestros pecados, pero el propósito en vista era nuestra liberación del «presente siglo malo». A medida que avancemos en la epístola, veremos cómo la ley, la carne y el mundo van juntos; ya que la ley fue dada para poner un freno a la carne y así hacer del mundo lo que debía ser. En efecto, no hizo ninguna de las dos cosas, aunque reveló ambas en su verdadero carácter. Por otro lado, encontraremos que la gracia del Evangelio trae la fe y el Espíritu, y libera del mundo, que es tratado como bajo condenación.
El «siglo» tiene aquí el sentido de “época” o “curso de este mundo”. Es el sistema del mundo más que las personas del mundo. Es un sistema muy presente hoy en día, y es un sistema juzgado y condenado; por lo tanto, es la voluntad de Dios que seamos liberados de él, y para este fin el Señor Jesús murió por nosotros.
Con el versículo 6, Pablo se sumerge directamente en la cuestión principal de su carta. El Evangelio que les había predicado los había llamado a la gracia de Cristo, y ahora se habían desviado hacia un mensaje diferente que no era para nada el verdadero Evangelio. Estaba lleno de asombro por su insensatez, de hecho, al leer estas solemnes palabras podemos sentir la ardiente indignación que había detrás de ellas. Estaban siguiendo «un evangelio diferente; no que haya otro», como debería decirse. Es posible que hayan imaginado que estaban recibiendo una versión nueva y mejorada del antiguo mensaje. No era así. Era un mensaje radicalmente diferente, y además falso.
En el versículo 8, Pablo se contempla a sí mismo pervirtiendo el Evangelio de Dios de esta manera, o incluso a un ángel del cielo haciéndolo; no un ángel caído, sino un ángel hasta el momento no caído y procedente de la presencia de Dios. Sobre cualquiera de ellos, o sobre ambos, pronuncia solemnemente la maldición de Dios. Habiendo hecho esto, parece que anticipa que algunos lo considerarán extremo en su denuncia y querrán rebatir con él. Se anticipa a esto repitiendo la maldición, solo que esta vez haciéndolo más contundente y claramente. De hecho, ni él ni un ángel del cielo pervertiría así el Evangelio, pero algunos hombres lo habían estado haciendo entre los gálatas, por lo que ahora dice: «Si alguien…».
Si alguno se inclina a pensar que esto fue solo un arrebato petulante contra un grupo de predicadores rivales, que considere lo que estaba involucrado en el asunto, y pronto verá que la maldición era la maldición de Dios, con todo el peso de Su poder detrás de ella.
¿Entonces qué es lo que estaba en juego? Respondamos con una pregunta a modo de ilustración. ¿Cree usted que una persona que echa clandestinamente una dosis de veneno en la tetera de alguien es digna de condenación? Seguramente sí. Entonces, ¿qué cree que merece quien, en plena noche, vierte un carro entero de veneno virulento en las instalaciones de agua que abastecen a una ciudad? No tendría lenguaje para expresar su aborrecimiento por un acto tan horrible. Pero aquí había hombres que estaban pervirtiendo el mensaje que es el único río de salvación y vida espiritual para un mundo caído. ¿En qué lenguaje puede el Espíritu de Dios expresar su aborrecimiento por un hecho así? Solo pronunciando sobre ellos la solemne maldición de Dios.
Notará que estos hombres no contradijeron el Evangelio, sino que lo pervirtieron. Por uno que niega totalmente el Evangelio, encontrarás a muchos que lo pervierten. Le dan hábilmente ese sutil giro que falsifica completamente su verdadero carácter. Estemos en guardia contra ellos.
El verdadero motivo que subyacía en las enseñanzas de estos hombres era el deseo de complacer al hombre. Esto se nos expone en el versículo 10. Más adelante en la epístola veremos que deseaban gloriarse en la carne, y captar a los gálatas como seguidores de ellos mismos. Deseaban complacer a los hombres para que, al ser complacidos, los hombres corrieran tras ellos y se convirtieran en sus seguidores. Así, en el fondo de todo estaba el deseo de auto exaltación.
En contraste con esto, el apóstol Pablo fue el verdadero siervo de Cristo. Su objetivo era complacer a Cristo y no a los hombres. Los hombres podían censurar o alabar, pero eso no le importaba mucho. Esto era especialmente cierto si pensaba en los hombres en general, pero era cierto incluso cuando se trataba del juicio de sus compañeros apóstoles, como vemos en el siguiente capítulo. El Evangelio que predicaba lo había recibido directamente del Señor mismo, y esto lo elevaba muy por encima de toda opinión humana.
En cuanto a este asunto, ningún predicador de hoy podría estar en la posición de Pablo. Por lo tanto, no nos convendría adoptar su tono de autoridad. A todos se nos ha enseñado el Evangelio a través de los hombres. La Palabra de Dios no ha salido de nosotros, sino a nosotros (véase 1 Cor. 14:36); y por lo tanto hacemos bien si escuchamos con deferencia lo que nuestros hermanos tienen que decir, en caso de que sientan que es correcto tenernos en cuenta en cuanto a cualquier asunto. Aun así, el tribunal de apelación final es, por supuesto, la Palabra de Dios.
Sin embargo, hacemos bien cuando no ponemos como objeto el agrado de los hombres. El mismo Evangelio en el que hemos creído, y que tal vez predicamos, debería preservarnos de eso; ya que «no es según el hombre», como se dice en el versículo 11. Si el Evangelio ha llegado a nosotros en una forma defectuosa o mutilada, entonces sin duda podemos no habernos dado cuenta, pero aquí el caso se trataba del Evangelio que Pablo predicó. El hombre no era la fuente del mismo, ni lo había recibido a través del hombre, como un canal de comunicación. Lo recibió por revelación directa del Señor Jesús. Le llegó de primera mano de Dios, al igual que su apostolado, como vimos al considerar el versículo 1. Por consiguiente, tenía el sello de Dios, y no el sello del hombre.
El rasgo característico del Evangelio es, pues, “según Dios” y “no según el hombre”. Lo que es según el hombre honra al hombre, halaga al hombre, glorifica al hombre. El Evangelio le dice al hombre la verdad humillante sobre sí mismo, pero glorifica a Dios y cumple sus propósitos.
Solo este hecho nos proporciona una prueba muy pertinente para saber si lo que oímos como evangelio es realmente Evangelio. “Me gusta escuchar al señor Fulano”, es el clamor, “habla tan razonablemente. Tiene tanto sentido común. Tiene tanta fe en la humanidad, y te hace sentir mucho más esperanzado y contento en este mundo tan descontento”. ¡Ya lo creo! El hecho es que todo es tan completamente según el hombre. En consecuencia, todo es tan agradable para el hombre natural. Sin embargo, es falso. No es el Evangelio de Dios.
A primera vista podría parecer que lo que dice Pablo, en el último versículo de 1 Corintios 10, es una contradicción de esto. Sin embargo, si se lee todo el capítulo, y también el anterior, se verá que lo que quiere decir allí es que los cristianos deben tener la mayor consideración y cuidado posible por sus hermanos más débiles, y de hecho por todos los hombres. De ahí que deban evitar toda ocasión de ofensa y buscar el beneficio de todos. Aquí, en cambio, se trata de la verdad del Evangelio. La tendencia a alterarlo o reducirlo para complacer a los hombres, debe ser resistida a toda costa. Aquí no puede haber ni un momento de concesión.
Desde el versículo 13 hasta el final del capítulo, el apóstol relata un poco de su historia, evidentemente para apoyar lo que acaba de afirmar en el versículo 12.
En primer lugar, recuerda lo que le caracterizó mientras era inconverso. En su vida él reunía un gran celo por la tradición judía y un progreso en el judaísmo que superaba a sus contemporáneos, con una gran persecución de la Iglesia de Dios. Dos veces en los versículos 13 y 14 habla de «judaísmo». Esto es significativo, pues los gálatas habían caído en la trampa de intentar introducir la esencia misma de esa religión en el Evangelio. Él quiere que se den cuenta –y nosotros también– de que, lejos de ser complementaria al Evangelio, es antagónica a él. Él había sido sacado de ella por su conversión.
Tres pasos en la historia de Pablo están claramente marcados para nosotros. En primer lugar, fue apartado por Dios incluso antes de su nacimiento. Luego fue llamado por la gracia del Evangelio. En tercer lugar, Dios reveló a su Hijo en él para que el Señor fuera el tema de su testimonio entre las naciones. Aunque Pablo nació de la más pura estirpe hebrea, necesitaba ser apartado tanto como si hubiera sido un pagano, y fue apartado de su judaísmo (un punto de gran importancia para los gálatas). Además, fue apartado para el servicio de Dios, cuyo carácter estaba determinado para él por la naturaleza de la revelación que le llegó.
Era la revelación del Hijo de Dios, y no solo del Mesías de Israel. El Señor Jesús era ambas cosas, por supuesto, pero fue en el primer carácter que se le apareció a Pablo y, como sabemos por otras Escrituras, se le apareció así desde la gloria. Desde ese gran momento en el camino a Damasco, Pablo supo que el Jesús de Nazaret, a quien había despreciado, era el Hijo de Dios. Y esto le fue revelado no solo a él, sino en él.
El uso de la preposición «en» indicaría que la revelación se hizo profundamente efectiva en Pablo. Si usted fuera a un observatorio se le permitiría ver la luna a través de un gran telescopio. Percibiría las maravillas de su superficie, sus montañas, sus cráteres. Sin embargo, aunque se revelasen a su ojo, no estarían en su ojo, pues en el momento en que quite el ojo del telescopio todo se desvanece. Pero dejemos que el astrónomo acople una cámara al ocular del telescopio y exponga en ella una placa sensibilizada durante el tiempo necesario. Ahora, bajo un tratamiento químico adecuado, aparece algo en la placa. Aquello que solo se revelaba a su ojo, ahora se ha revelado en la placa, y de forma permanente. Fue así como ocurrió con Pablo. El Hijo de Dios que estaba en la gloria había producido una impresión permanente en Pablo, y así pudo predicarlo como Aquel a quien conocía y no solo de quien sabía.
Esto fue lo que caracterizó el ministerio y el servicio únicos del apóstol, y desde el principio lo elevó por encima de la confianza en otros hombres, incluso los mejores. Por eso no necesitó ir a Jerusalén inmediatamente después de su conversión. Pasaron tres años antes de que viera a alguno de los que habían sido apóstoles antes que él, y entonces solo vio a Pedro y a Jacobo durante un breve período.
En Hechos 9 no se menciona esta visita a Arabia, por lo que solo se puede conjeturar dónde se produce. Es muy posible que haya acontecido entre los versículos 22 y 23 de ese capítulo, y que el episodio de su huida de Damasco, al ser bajado por el muro en una cesta, ocurriera cuando había regresado allí desde Arabia. Si es así, fue justo después de ese suceso cuando tuvo lugar su visita a Pedro. En todo caso, el apóstol es muy enfático en cuanto a la exactitud de lo que escribe a los gálatas, y que las iglesias de Judea solo supieron de su conversión por informe; mientras glorificaban a Dios por la gracia y el poder, que habían transformado al furioso perseguidor, por quien habían sufrido, en un siervo de Cristo.
Y todos estos detalles históricos, recuérdese, se dan para impresionarnos con el hecho de que el Evangelio del cual él era el heraldo, le había llegado directamente del Señor mismo.
2 - Capítulo 2
Nuestro capítulo se divide en dos partes. En primer lugar, los versículos 1 al 10, en los que el apóstol relata lo sucedido con ocasión de su segunda visita a Jerusalén después de su conversión. En segundo lugar, los versículos 11 al 21, en los que relata un incidente que ocurrió en Antioquía poco después de su segunda visita a Jerusalén, y que tuvo una relación muy directa con el punto en cuestión con los gálatas.
La primera visita tuvo lugar unos tres años después de su conversión (Gál. 1:18), por lo que la segunda, al ser catorce años más tarde, tuvo lugar unos diecisiete años después de ese momento, y es evidentemente la ocasión sobre la que tenemos mucha información en Hechos 15. Por lo tanto, la lectura de ese pasaje puede ser de provecho antes de seguir adelante. De una lectura cuidadosa aparecen varios detalles interesantes.
Hechos 15 comienza mencionando a «Algunos que habían descendido de Judea», que enseñaban la circuncisión como esencial para la salvación. Notamos que no se les llama “hermanos”. En nuestro capítulo, Pablo los califica sin vacilar de «falsos hermanos que se introducían furtivamente». Así de pronto encontramos a hombres inconversos metiéndose entre los santos de Dios, ¡a pesar de la vigilancia y el cuidado apostólicos! Es triste cuando son introducidos furtivamente a pesar del cuidado. Más triste aún es cuando se profesan y practican principios tales que dejan la puerta abierta para que entren.
En Hechos leemos que «determinaron» que era necesaria una visita a Jerusalén. Pero aquí Pablo nos da una visión detrás de las escenas de actividad y viaje, y nos muestra que fue «según una revelación» que subió. La tentación podría haber sido fuerte para él de encontrarse con estos falsos hermanos y vencerlos en Antioquía, pero le fue revelado por el Señor que debía dejar la disputa y llevar la discusión a Jerusalén, donde los puntos de vista que sus oponentes presionaban eran más fuertemente sostenidos. Fue una medida audaz, pero que, en la sabiduría de Dios, preservó la unidad de la Iglesia. Como resultado de su obediencia a la revelación, la cuestión se resolvió en contra de las contenciones de estos falsos hermanos en el mismo lugar donde estaban la mayoría de sus simpatizantes. Haberla resuelto así entre los gentiles de Antioquía podría haber provocado fácilmente una ruptura.
Además, en Hechos 15 se acaba de decir que «otros» subieron con Pablo y Bernabé a Jerusalén. Nuestro capítulo revela que entre estos «otros» estaba Tito, un griego. Esto, por supuesto, planteó el punto en cuestión en su forma más aguda. El apóstol no dio cuartel a sus oponentes. No se sometió a ellos ni por un momento, y como resultado Tito no fue obligado a circuncidarse.
Siendo así, la acción de Pablo con respecto a Timoteo, relatada en Hechos 16:1-3, es aún más notable. Es un ejemplo de cómo lo que tiene que ser resistido enérgicamente bajo ciertas circunstancias puede ser concedido bajo otras circunstancias. En el caso de Tito se exigía la circuncisión para establecer un principio que cortaba la raíz misma del Evangelio.
En el caso de Timoteo no estaba en juego tal principio, ya que toda la cuestión había sido resuelta con autoridad, y Pablo lo hizo para que Timoteo pudiera tener libertad de servicio entre los judíos y los gentiles. Por nacimiento Timoteo era medio judío y el apóstol lo hizo completamente judío, por así decirlo, para que pudiera «ganar a los judíos» (1 Cor. 9:20). Para el propio Pablo y para los corintios, y también para nosotros, tanto la circuncisión como la incircuncisión son «nada» (1 Cor. 7:19).
Es posible que usted observe a algún siervo de Cristo actuando de esta manera hoy. Deténgase un momento antes de acusarlo rotundamente de una gran incoherencia. Después de todo, puede ser que esté actuando con un discernimiento divino en casos en los que usted todavía no ha percibido ninguna diferencia. El apóstol habla de «nuestra libertad que tenemos en Cristo Jesús». Era la libertad de rechazar la circuncisión cuando se trataba de una esclavitud legal y, sin embargo, alrededor de un año más tarde, practicarla cuando ningún principio estaba en cuestión.
Por otro lado, durante esta visita a Jerusalén, Pablo aprovechó la oportunidad para transmitir formalmente a los otros apóstoles el Evangelio que había predicado entre los gentiles. Aunque lo había recibido directamente del Señor, no pasaba por alto la posibilidad de que el error se hubiera colado en su comprensión de la revelación. Esto se indica en la última parte del versículo 2. Sin embargo, la realidad era otra. Los más instruidos de entre los apóstoles y ancianos de Jerusalén no tenían nada que añadir al evangelio de Pablo cuando conferenciaron sobre el punto. Más bien reconocían que Pablo había sido claramente llamado por Dios para llevar el Evangelio al mundo gentil, mientras que Pedro tenía una comisión similar con respecto al judío. Por lo tanto, los tres líderes apostólicos, percibiendo la gracia otorgada a Pablo, expresaron la más completa comunión y simpatía con él en su trabajo.
Este hecho tenía una relación muy definida con el punto en cuestión con los gálatas. Si los hombres que habían estado trabajando en Galacia atacaron a Pablo como un advenedizo no autorizado, él pudo contrarrestar esto mostrando que había recibido su mensaje del Señor por revelación de primera mano. Esto establecía su autoridad. Si, por otro lado, le atacaban como un hombre que procedía con su propia autoridad y que, por tanto, se oponía a los que habían sido apóstoles antes que él, contrarrestaba esta mentira con el hecho de que Jacobo, Cefas y Juan habían mostrado una confianza plena en él y una comunión con él después de que se hubiera celebrado una conferencia exhaustiva.
Le quedaba demostrar que hubo un tiempo en que incluso Pedro había cedido un poco a la influencia de hombres similares a los que ahora se oponían a Pablo, y relatar cómo se había opuesto a él entonces, y los motivos por los que lo había hecho.
No se menciona en los Hechos esta visita de Pedro a Antioquía, pero evidentemente ocurrió después de la decisión del concilio de Jerusalén narrada en Hechos 15. En ese concilio Pedro había argumentado a favor de la aceptación de los conversos gentiles sin que se les impusiera la ley de Moisés. Entonces había hablado de la ley como «un yugo que ni nuestros padres ni nosotros fuimos capaces de soportar». En Antioquía, sin embargo, cuando algunos de ellos llegaron de parte de Jacobo con opiniones estrictas sobre el valor de la circuncisión, ya no quiso comer con los creyentes gentiles, sino que se retraía. Su ejemplo tuvo un gran peso y otros lo siguieron, incluso Bernabé, que anteriormente había estado con Pablo, como se registra en Hechos 15:2, 12.
A muchos, sin duda, tal acción les habría parecido un asunto muy insignificante, solo un pequeño prejuicio que debía ser condonado, una moda de la que había que reírse. Para Pablo era todo lo contrario. Percibió que bajo esta aparentemente pequeña cuestión de cómo Pedro tomaba su comida, estaban en juego graves principios, y que la acción de Pedro no era recta «conforme a la verdad del Evangelio».
¡Oh, que todos podamos captar el punto tan fuertemente reforzado aquí! La desviación de la verdad, incluso la más grave, se nos presenta generalmente al amparo de circunstancias aparentemente insignificantes e inocentes. La mayoría de nosotros habríamos estado tentados de exclamar: “Oh, Pablo, ¡qué exigente eres! ¡Qué difícil de complacer! ¿Por qué hacer tanto alboroto por un pequeño detalle? Si Pedro quiere ahora comer solo con judíos, ¿por qué no permitírselo? ¿Por qué perturbar nuestra paz en Antioquía y hacer las cosas infelices?” A menudo ignoramos los instrumentos de Satanás. Él se encarga de desviarnos de la verdad por algo aparentemente inofensivo. La locomotora del ferrocarril pasa de la línea principal a un apartadero por puntos muy pequeños.
A propósito, notemos en este punto que la idea de que la Iglesia en la era apostólica era la morada de la paz y libre de toda contención no tiene apoyo en las Escrituras. Desde el principio, la verdad tuvo que ser ganada y mantenida a través de conflictos, muchos de ellos internos, y no solo con el mundo exterior. No tenemos derecho a esperar la ausencia de conflictos y problemas hoy en día. Seguramente surgirán ocasiones en las que la paz solo puede comprarse por medio de un acuerdo, y el que tenga una visión más clara, y por lo tanto se vea obligado a alzar su voz de protesta, debe estar preparado para ser acusado de animadversión. A falta de tal protesta, la paz se mantiene, pero es la paz del estancamiento y de la muerte espiritual. El lugar más tranquilo en el corazón palpitante de una gran ciudad es el tanatorio. Así que ¡cuidado!
Si nos encontramos en una posición en la que nos sentimos moralmente obligados a alzar la voz, oremos fervientemente para que seamos capaces de hacerlo de forma similar a Pablo. «Pero cuando vi… dije a Cefás…» Nuestra tendencia siempre es lanzar nuestras quejas al oído de alguien que no sea el propio culpable. Fíjese, por ejemplo, en Marcos 2, que cuando los fariseos se oponen a la acción de Jesús se quejan a sus discípulos (v. 16), y cuando a la acción de sus discípulos, se quejan al Señor (v. 23, 24). Haremos bien en convertir en norma, cuando se necesite una reclamación, hacerla directamente a la persona en cuestión, y no a sus espaldas.
Pablo, sin embargo, lo hizo «delante de todos». La razón de esto es que la deserción de Pedro ya había afectado a muchos otros y así se había convertido en un asunto público. Sería un error en multitud de casos hacer una protesta pública. Muchas defecciones o dificultades no han llegado a ser públicas, y si se resuelven con fidelidad y amabilidad de forma privada con la persona afectada, puede que nunca lleguen a ser públicas, y así evitarse muchos problemas y posibles escándalos. Sin embargo, la deserción pública debe ser enfrentada públicamente.
Pablo comenzó su protesta planteando a Pedro una pregunta basada en su anterior modo de vida, antes de la repentina alteración. Pedro había abandonado las estrictas costumbres judías en favor de la vida más libre de los gentiles, como él mismo había declarado en Hechos 10:28. ¿Cómo podía ahora retractarse coherentemente de esta posición de una manera que equivalía a decir que después de todo los gentiles debían vivir según las costumbres de los judíos? Esta pregunta la tenemos registrada en el versículo 14.
En los versículos 15 y 16 tenemos la afirmación del apóstol que siguió a su pregunta. En esta afirmación Pablo pudo relacionar a Pedro consigo mismo y Pedro no pudo negarlo. «Nosotros», dice. «Nosotros, siendo judíos por naturaleza», hemos reconocido que la justificación no se alcanza por «las obras de la ley, sino mediante la fe en Cristo Jesús», y por lo tanto nos hemos vuelto de la ley a Cristo y hemos sido justificados por Él. ¡Gracias a Dios, eso fue así!
Ahora viene una segunda pregunta. Si fuera cierto, como parece sugerir la acción de Pedro, que incluso estando en toda la virtud de la obra de Cristo todavía necesitamos algo, en forma de observancia de la ley o de las costumbres judías, para completar nuestra justificación, ¿no queda entonces desacreditado Cristo? Pablo plantea la cuestión con un vigor extremo de lenguaje, ¿no es entonces Cristo «ministro del pecado» en lugar de ministro de la justificación? Plantear tal pregunta es responderla. ¡Es imposible! De ahí que añada: «De ninguna manera», o “ni pensarlo”.
A esto le siguió una segunda afirmación en el versículo 18, una declaración que debió caer como un mazazo en la conciencia de Pedro. La acción de Pedro había inferido que Cristo podría ser el ministro del pecado; pero sin duda también seguía la tendencia de construir de nuevo el muro de separación, entre el judío y el gentil que están en Cristo, que el Evangelio había derribado, y que Pedro mismo había destruido por su acción anterior en la casa de Cornelio. Cualquiera que fuese la razón, Pedro se equivocó en alguna parte. Si tenía razón ahora, estaba equivocado antes. Si tenía razón antes, estaba equivocado ahora. Fue condenado como transgresor.
De hecho, ahora estaba equivocado. Anteriormente había actuado según las instrucciones de Dios en una visión. Ahora actuaba impulsivamente bajo la influencia del miedo al hombre.
En estas pocas palabras de los labios de Pablo, el Espíritu de Dios había revelado la verdadera naturaleza de la acción de Pedro, por muy inocente que le pareciera a la mayoría. Solo dos preguntas y dos afirmaciones, pero ¡qué eficaces fueron! Destruyeron por completo la falsa posición de Pedro.
Sin embargo, no contento con esto, el Espíritu de Dios llevó a Pablo a proclamar inmediatamente la verdadera posición. Él había percibido desde el principio, que Pedro y sus seguidores «no andaban rectamente conforme a la verdad del Evangelio», así que ahora de forma muy clara, pero con las menores palabras posibles, declara la verdad del Evangelio. Además, no lo afirma como una cuestión de doctrina, sino como una cuestión de experiencia, su propia experiencia. Ahora no dice “nosotros”, sino «yo», lo que ocurre no menos de siete veces en los versículos 19 y 20.
En los Hechos tenemos ejemplos sorprendentes de la predicación del Evangelio por boca de Pablo. En Romanos 1 al 8 tenemos la exposición del Evangelio, de su pluma. En Gálatas 1 tenemos la defensa del Evangelio, exponiendo sus rasgos característicos, que lo distinguen, por así decirlo. Ahora vamos a considerar la verdad del Evangelio.
En los últimos versículos de este segundo capítulo, Pablo habla solo por sí mismo. Anteriormente (v. 15 al 17) había dicho «nosotros», ya que hablaba de la verdad generalmente reconocida por los cristianos, incluido Pedro. Pero ahora llega a la verdad que la acción de Pedro había cuestionado, y por tanto no podía asumir que Pedro la reconociera. No obstante, era la verdad, y Pablo, estando en el disfrute y el poder de ella, podía exponerla de esta manera personal y experimental.
En ese momento Pedro tenía la ley ante su alma, estaba viviendo para la ley. «Porque yo», dice Pablo, en efecto, “tengo a Dios, y no la ley delante de mi alma, y estoy viviendo para Él”. ¡Cuánto más grande es Dios, quien dio la ley (Dios, ahora revelado en Cristo), que la ley que dio! Pero, ¿qué liberó a Pablo de la ley, bajo la cual había estado una vez, al igual que Pedro? La muerte lo liberó. Había muerto a la ley, ¡y eso por el propio acto de la ley! Esto se afirma en el versículo 19.
Sin embargo, ¡aquí estaba muy vivo y se enfrentaba audazmente a Pedro! ¿Cómo, entonces, había muerto a la ley? ¿Y en qué sentido era cierto que había muerto mediante la ley? Ambas preguntas se responden en esa gran declaración: «Con Cristo estoy crucificado».
En esas palabras tenemos a Pablo aprovechando la verdad del Evangelio, y dándole una aplicación intensamente personal para sí mismo. El Señor Jesús, en su muerte, no solo fue el Sustituto del creyente, cargando con sus pecados, sino que también se identificó completamente con nosotros en nuestro estado pecaminoso, siendo hecho pecado por nosotros, aunque sin conocer el pecado. Tan real y verdaderamente ocurrió esto que una de las cosas que debemos saber, como cuestión de doctrina cristiana, es que «nuestro viejo hombre ha sido crucificado con él» (Rom. 6:6). La crucifixión de Cristo es, por tanto, la crucifixión de todo lo que éramos como hijos caídos de Adán. Pero aquí tenemos la apropiación personal de Pablo de esto. Como crucificado con Cristo había muerto a la ley.
Además, la crucifixión de Cristo no fue simplemente un acto de hombres malos. Visto desde el punto de vista divino, la esencia misma de ella se ve como ese acto de Dios por el cual él fue hecho pecado por nosotros, y en la cual llevó por nosotros la maldición de la ley (ver Gál. 3:13). Al morir bajo la maldición de la ley, Cristo murió por medio de la ley, y como crucificado con Cristo, Pablo pudo decir que había muerto a la ley por medio de la ley, para poder vivir para Dios.
La fuerza de este gran pasaje quizá nos resulte más clara si consideramos las cinco preposiciones utilizadas.
1. «… a fin de vivir para Dios»: Indica el fin que se persigue. Vivir para Dios es vivir con Dios como el fin de la propia existencia.
2. «Con Cristo estoy crucificado…»: Indica identificación o asociación. Estamos crucificados con Cristo por razón de esa completa identificación que él efectuó en su muerte por nosotros. En consecuencia, su muerte fue nuestra muerte. Morimos con él.
3. «… ya no vivo yo, sino que Cristo vive en mí…»: En este contexto significa carácter. Aunque crucificados, vivimos. Seguimos siendo personas vivas en la tierra, pero ya no vivimos en el antiguo carácter de la vida. Vivimos una vida de un nuevo orden, una vida cuyo carácter resumido en una palabra, es Cristo. Saulo de Tarso había sido crucificado con Cristo. Sin embargo, el individuo conocido como Saulo de Tarso seguía viviendo. Todavía vivía, pero en otro carácter totalmente distinto. Al observarlo, no se veía el carácter de Saulo de Tarso expresándose, sino a Cristo. En consonancia con esto, no conservó su antiguo nombre, sino que poco después de su conversión pasó a ser conocido como Pablo, que significa “Pequeño”. Debe ser pequeño si Cristo ha de vivir en él.
4. «…vivo en la fe en el Hijo de Dios…»: Nos introduce al Objeto que controlaba el alma de Pablo, e hizo posible este nuevo carácter de vida. Ahora, cuando la vida que hoy vivimos en la carne (es decir, en nuestros cuerpos mortales actuales) haya terminado, viviremos por la vista del Hijo de Dios. Mientras tanto, vivimos por la fe en él. Si la fe está en actividad con nosotros, el Señor se convierte en una realidad viva y brillante ante nuestras almas. Cuanto más se presenta ante nosotros objetivamente, es decir, como
“… El objeto luminoso y bello,
para llenar y satisfacer el corazón”
más se verá en nosotros subjetivamente.
El “Gran Sello” del secretario encargado del sello real es un objeto notable. Sin embargo, si usted quisiera verlo, probablemente le resultaría imposible acceder a él. Posiblemente le dirían: “No, no podemos dejarle ver el sello mismo, pero mire esta gran marca de cera adherida a este documento estatal. Aquí puede ver virtualmente el sello, ya que ha sido impreso en ella.” La cera ha sido el sujeto de la presión del sello. Usted ve el sello expresado subjetivamente, aunque no podría verlo objetivamente. Esto puede ilustrar nuestro punto, y mostrar cómo otros pueden ver a Cristo viviendo en nosotros, si como Objeto está ante nuestras almas.
5. «…se dio así mismo por mí.»: Denota la preposición de sustitución. Nos presenta lo que fue el poder vinculante y el motivo de la maravillosa vida de Pablo. El amor del Hijo de Dios lo obligaba, y ese amor se había expresado en la muerte del Señor, sacrificial y sustitutiva.
Podemos resumir el asunto así: El corazón de Pablo estaba lleno del amor del Hijo de Dios que había muerto por él. No solo comprendió su identificación con Cristo en su muerte, sino que la aceptó de corazón, en todo lo que implicaba, y encontró su objeto de satisfacción en el Hijo de Dios en la gloria. En consecuencia, la sentencia de muerte recaía sobre todo lo que él era por naturaleza, y Cristo vivía en él y caracterizaba su vida, y así Dios mismo, tal como se reveló en Cristo, se había convertido en el pleno fin de su existencia.
Así fue con Pablo, pero, ¿es así con nosotros? Que nuestro viejo hombre ha sido crucificado es tan cierto para nosotros como para Pablo. Hemos muerto con Cristo igual que él, si es que somos real y verdaderamente creyentes. Pero, ¿lo hemos asumido en nuestra experiencia como lo hizo Pablo, de modo que para nosotros no sea solo una cuestión de doctrina cristiana (muy importante como lo es en su lugar), sino también una cuestión de rica experiencia espiritual, que transforma y ennoblece nuestras vidas? La verdad es que la mayoría de nosotros solo lo hemos hecho en una medida lamentablemente pequeña. ¿Y el secreto de esto? El secreto es claramente que hemos sido muy poco cautivados por el sentido del gran amor del Señor. Nuestra comprensión de la maravilla de su sacrificio por nosotros es muy débil. Nuestras convicciones sobre el horror de nuestra pecaminosidad no eran muy profundas, y por lo tanto nuestras conversiones eran comparativamente de naturaleza superficial. Si rastreamos las cosas hasta su origen, creemos que la explicación se encuentra justo aquí. Cantemos todos con mucha más seriedad:
“¡Reviva tu obra, oh Señor!
Exalta tu precioso nombre;
Inflama el fuego de tu amor,
en cada corazón”.
Si en cada uno de nuestros corazones el amor se enciende hasta la llama, avanzaremos en la dirección correcta.
Las palabras finales del apóstol, en el último versículo de nuestro capítulo, implican claramente que la posición que Pedro había tomado era de tal naturaleza que equivalía a “anular” o “desechar” la gracia de Dios. Implicaría que, después de todo, la justicia podría venir por la ley, y conduciría a la suposición de que Cristo había muerto «en vano», o «por demás». ¡Qué conclusión tan calamitosa!
Sin embargo, era la conclusión lógica. Y, habiéndose llegado a ella, había llegado el momento de hacer un llamamiento muy agudo a los gálatas. Esta apelación la tenemos en los primeros versículos del capítulo 3.
3 - Capítulo 3
El apóstol los llama «insensatos» o necios, porque ellos mismos no habían tenido el sentido espiritual de ver hacia dónde los habían llevado estos falsos maestros. Habían sido como hombres embrujados, y bajo un hechizo de maldad, y habían sido llevados al límite de la horrible conclusión de que Cristo había muerto por nada –¡que su muerte había sido de hecho un enorme error! Estaban al borde de este precipicio, y el punzante razonamiento del apóstol había llegado como un destello de luz en medio de su oscuridad, ¡revelando su peligro!
Lo que hacía que su insensatez fuera tan pronunciada era el hecho de que anteriormente había habido entre ellos una predicación muy fiel de Cristo crucificado. Pablo mismo los había evangelizado, y al igual que con los corintios, con los gálatas la cruz había sido su gran tema. Era como si Cristo hubiera sido crucificado ante sus propios ojos.
Además, como resultado de recibir la palabra de la cruz, que Pablo trajo, habían recibido el Espíritu Santo, como implica el versículo 2. Pues bien, ¿de qué manera y por qué principio habían recibido el Espíritu? ¿Por las obras de la ley, o por el oír de la fe? Solo había una respuesta a esta pregunta. Que los gálatas respondieran: “Recibimos el Espíritu por las obras de la ley”, era una imposibilidad absoluta, como Pablo sabía muy bien.
Por eso él no se detiene a responder a su propia pregunta, sino que pasa inmediatamente, en el versículo 3, a otras preguntas basadas en ella. ¿Habiendo recibido el Espíritu por el oír de la fe iban a ser perfeccionados por la carne? ¿Comienza Dios con nosotros por un principio y luego lleva las cosas a término por otro principio opuesto? Los hombres son bastante erráticos. Cambian de esta manera cuando sus planes anteriores fracasan. ¿Pero es Dios errático? ¿Acaso sus planes fracasan de tal manera que tiene que cambiar? Los gálatas eran insensatos, pero ¿eran tan insensatos como para imaginar eso? ¿Y estaban ellos mismos preparados para cambiar, y para desechar como inútil todo lo que habían sostenido y hecho anteriormente; de modo que sus anteriores sufrimientos por Cristo tuvieran que ser tratados como vanos, como nulos y sin valor? ¡Qué preguntas eran estas! Al leerlas, ¿no somos conscientes de su fuerza aplastante?
Pero, ¿por qué el apóstol habla de nuestra perfección por la carne? En primer lugar, porque es lo que se opone particularmente al Espíritu; y, en segundo lugar, porque está estrechamente relacionado con la ley. Esto completa el cuarteto contenido en los versículos 3 y 4. La fe y el Espíritu están unidos. El Espíritu se recibe como resultado de la escucha de la fe, y es el poder de esa vida nueva que tenemos en Cristo. La ley y la carne están unidas. La ley fue dada para que la carne la cumpliera, si podía hacerlo. El resultado fue que no pudo. La ley tampoco pudo poner un freno eficaz a las propensiones de la carne, porque la carne «no se somete a la ley de Dios, ni tampoco puede» (Rom. 8:7). Sin embargo, los gálatas estaban inclinados a pasar del Espíritu todopoderoso a la carne que, aunque era poderosa para el mal, era totalmente impotente para el bien. Era una verdadera insensatez.
En el versículo 5 el apóstol repite su pregunta del versículo 2, solo que en otra forma. En el versículo 2 se refería a los gálatas. ¿Cómo recibieron el Espíritu? Aquí se refiere a él mismo. ¿De qué manera y en qué principio trabajó cuando vino entre ellos con el mensaje del Evangelio? Se produjeron milagros entre ellos y, cuando se creyó en el Evangelio, se recibió el Espíritu de Dios. ¿Se basó todo en las obras o en la fe? Una vez más, no se detiene a responder, pues sabe muy bien que los gálatas solo podían dar una respuesta. En su lugar, apela inmediatamente al caso de Abraham, para que se den cuenta de que, antes de que se instituyera la ley, Dios había establecido la fe como el camino de la bendición para el hombre.
Desde el principio, la fe fue el camino de la bendición del hombre, como revela claramente Hebreos 11. Con Abraham, sin embargo, el hecho salió manifiestamente a la luz incluso en los tiempos del Antiguo Testamento. Génesis 15:6 lo declaró de forma directa, y ese versículo se cita aquí, como también en Romanos 4:3 y Santiago 2:23. Abraham era el padre de la raza judía, que tenía la circuncisión como su señal externa, pero él también era, en un sentido más profundo y espiritual, «padre de todos los que creen» (Rom. 4:11).
Los maestros judaizantes habían tratado de persuadir a los gálatas de que adoptaran la circuncisión, para que así pudieran colocarse en una especie de posición judía, convirtiéndose en hijos de Abraham de forma externa. Habría sido una pobre imitación, si se comparaba solo con el verdadero israelita de nacimiento. Y al mismo tiempo, si eran «de la fe», es decir, creyentes, eran hijos de Abraham, y eso en el sentido más profundo posible, como lo pone de manifiesto el versículo 7.
Todo creyente es hijo de Abraham en un sentido espiritual; y no solo eso, sino que, como nos muestra el versículo 9, todo creyente entra en la bendición de Abraham. El versículo 8 indica a qué se refiere la bendición de Abraham. No era simplemente su propia bendición personal, sino que en él serían bendecidas todas las naciones. No solo iba a ser considerado justo ante Dios y a gozar de las bendiciones relacionadas con la justicia, sino que miríadas de todas las naciones iban a gozar de un favor similar, que les llegaría en él.
Pero, ¿por qué en Abraham? ¿Cómo puede ser esto? Vale la pena leer los pasajes del Génesis que se refieren a este asunto. La promesa de la bendición fue dada por primera vez cuando el llamado de Dios llegó a él. Esto se encuentra en Génesis 12:3. Luego, en Génesis 18:18 se le confirma. De nuevo, en Génesis 22:16-18 se amplía la promesa, y descubrimos que el cumplimiento ha de ser por medio de la «simiente» que es Cristo, como nos dice el versículo 16 de nuestro capítulo en Gálatas. Más adelante, la promesa se confirma a Isaac y a Jacob, respectivamente, en Génesis 26:4 y en Génesis 28:14; y en ambos casos se menciona la «simiente». Una vez introducida, la Simiente nunca se omite, pues en verdad todo en el camino del cumplimiento depende de Él.
La bendición, entonces, solo estaba en Abraham en la medida en que, según la carne, Cristo surgió de Abraham. Los judíos se vanagloriaban en Abraham como si él tuviera toda la importancia por sí mismo. Los gálatas habían tenido la tentación de aliarse con Abraham adoptando su pacto de circuncisión. Pero la verdadera virtud no estaba en Abraham, sino en Cristo. Y la misma circuncisión que exteriormente los aliaría con Abraham, virtualmente los separaría de Cristo (ver Gál. 5:2) en quien todo se encontraba, no exteriormente, sino interiormente y vitalmente.
Desde el principio, Dios se propuso bendecir a los gentiles (o a las naciones) por medio de la fe. No fue una idea tardía para Él. ¡Cuánta gracia tuvo su designio! Y ¡qué reconfortante es para nosotros saberlo! Él llamó a Abraham de entre las naciones que habían caído en la corrupción, para poder, a pesar de toda la defección que marcó a su pueblo, preservar una simiente piadosa de la cual pudiera brotar a su debido tiempo, la Simiente, en la cual todas las naciones serían bendecidas, y Abraham también. De ahí que las naciones sean bendecidas por la fe, como lo fue Abraham, y no por las obras de la ley.
Dios es omnisciente. Puede prever lo que hará, a pesar de todas las eventualidades. ¡Pero aquí esta omnisciencia se atribuye a la Escritura! ¡Un hecho notable sin duda! La Palabra de Dios es de él, y desde él mismo, y por lo tanto debe ser identificada muy íntimamente con él. Que los hombres tengan cuidado de cómo la manejan. Hay quienes niegan por completo y se burlan de la Escritura; y hay quienes la honran en teoría, pero aún así la corrompen. Unos y otros tendrán que contar en última instancia con el juicio del Dios de quien es aquella Palabra. Y, ¡ay de ellos!
¡La propia Escritura prevé y predice la perdición de ellos!
De principio a fin, este tercer capítulo está lleno de contrastes. Por un lado, tenemos la ley y las obras que exigía, la carne, sobre la cual se hicieron las exigencias de la ley, y la maldición que cayó cuando se incumplieron las exigencias de la ley. En el otro lado encontramos la fe del Evangelio, el Espíritu dado, y la bendición otorgada. Hemos hablado de contrastes, pero al fin y al cabo el contraste es realmente uno, solo que se ha elaborado en una variedad de formas distintas.
El Espíritu y la carne son puestos en contraste en el versículo 3. Ahora en el versículo 10 tenemos la maldición de la ley en contraste con la bendición del creyente Abraham. La maldición fue pronunciada contra todo aquel que no perseverara en hacer todas las cosas que la ley exigía. Nadie perseveró así, y por lo tanto todos los que fueron puestos bajo la ley quedaron bajo la maldición. Bastaba con ser «de las obras de la ley» (es decir, tener que permanecer en o caer de las relaciones con Dios por la respuesta que uno daba a las exigencias de la ley) para estar bajo la maldición. Siendo el hombre lo que es, en el momento en que alguien tiene que presentarse ante Dios sobre esa base, está perdido.
Los judíos, que tenían la ley, difícilmente parecen haberse dado cuenta de esto. Por el contrario, consideraban que la ley era el medio de su justificación. Contentos con una obediencia muy superficial a algunas de sus exigencias, estaban «procurando establecer su propia justicia», como dice Pablo en Romanos 10:3. En esto, por supuesto, fracasaron completamente, porque en sus propias Escrituras se había dejado constancia de que «el justo vivirá por fe». Y la fe no es el principio en el que se basa la ley, sino el de las obras. Todo el asunto, resumido brevemente, queda así: Por la ley los hombres caen bajo la maldición y mueren. Por la fe los hombres son justificados y viven.
La maldición que la ley pronunció fue una sentencia perfectamente justa. El judío habiendo sido situado bajo la ley, la maldición de esta recaía sobre él, y tenía que ser justamente soportada antes de que pudiera ser levantada de él. En la muerte de Cristo la maldición fue soportada, y por lo tanto el judío creyente es redimido de ella. En los días de Moisés, la maldición había estado especialmente relacionada con el que moría como transgresor colgado en un madero. Muchos en la antigüedad, al leer Deuteronomio 21:23, se habrán preguntado por qué la maldición estaba así vinculada con la muerte en un madero, a diferencia de la muerte por cualquier otro medio, como la lapidación o la espada. Ahora lo sabemos. A su debido tiempo, el Redentor iba a llevar la maldición por otros, honrando así la ley, colgado en un madero. ¡Es otro caso de cómo la Escritura prevé!
La carga de la maldición era en vista de la concesión de la bendición. El versículo 14 nos habla de esto, presentando la bendición de una manera doble. Primero, está «la bendición de Abraham», que es la justicia. En segundo lugar, está el don del Espíritu, una bendición que va más allá de lo que se le concedió a Abraham. La maravilla de la obra de Cristo es que la justicia descansa ahora sobre los gentiles que creen, así como sobre los creyentes que son hijos de Abraham según la carne. Todos los que creen son en un sentido espiritual los hijos de Abraham, como el versículo 7 nos informó.
En los días del Antiguo Testamento se prometió el Espíritu, como por ejemplo en Joel 2:28-29. Los que creemos, ya sean judíos o gentiles, recibimos el Espíritu hoy. Así, por la fe, anticipamos la bendición que se disfrutará plenamente en el día milenario.
Sin embargo, por el momento el apóstol no continúa con el tema del Espíritu Santo. Cuando entramos en Gálatas 4, aprendemos algo sobre el significado de su morada, y en Gálatas 5, tenemos un despliegue de sus operaciones. En nuestro capítulo se aborda el tema de la ley y el lugar que ocupaba en los caminos de Dios, y esto con el fin de conducir al desarrollo de la posición cristiana adecuada (como se indica en los primeros versículos del capítulo 4), que es el tema central de la epístola. En primer lugar, se despejan algunas dificultades; conceptos erróneos y objeciones que se derivan de una falsa visión de las funciones de la ley, mantenida por los maestros judaizantes y sin duda inculcada por ellos en la mente de los gálatas.
La primera de ellas se aborda en los versículos 15 al 18. En muchas mentes, el pacto de la ley había eclipsado completamente el pacto de la promesa hecho con Abraham. Pero, como acabamos de ver, el pacto de la ley inevitablemente no trae más que su maldición. La bendición solo puede alcanzarse por medio del pacto de la promesa que culmina en Cristo. No puede llegar en parte por la ley y en parte por la promesa. El versículo 18 afirma esto. Si la herencia de la bendición es por la ley no es por la promesa, y esto por supuesto es cierto a la inversa. El hecho es que es por la promesa. ¡Gracias a Dios!
Pero, ¿no se pretendía que la ley fuera una especie de revisión del testamento original, una especie de codicilo, por así decirlo? En absoluto, ya que, como dice el versículo 15, no puede anularse ni añadírsele. Es un viejo truco de los hombres deshonestos procurar el rechazo de un documento que no les gusta, introduciendo en él una adición tan contradictoria con sus disposiciones principales como para entorpecerlo todo. Esto no se permite entre los hombres, y no debemos concebir el pacto de la promesa de Dios como menos sagrado que los documentos humanos. La ley, que no fue dada hasta 430 años después, no lo ha anulado. Tampoco se le ha añadido para modificar su bendita simplicidad. Nunca se pretendió hacer ninguna de estas cosas.
El versículo 16 es digno de mención especial, no solo porque declara de manera tan inequívoca que desde el principio el pacto estaba en vista de Cristo y su obra redentora, sino también por la manera notable en que el apóstol argumenta en cuanto a la predicción del Antiguo Testamento. El Espíritu Santo le inspiró para hacer girar todo el punto alrededor de la palabra «simiente» en singular y no en plural. De este modo, indicó cuán plenamente inspirada fue su declaración anterior. No solo fue inspirada la palabra, sino la forma exacta de la misma. La inspiración no era meramente verbal, es decir, relativa a las palabras, sino incluso literal, es decir, que tenía que ver con las letras.
Al aceptar el argumento de Pablo, expuesto en los versículos que acabamos de considerar, podría presentarse otra dificultad a cualquier mente. Si la ley, dada más de 400 años después de Abraham, no tuvo ningún efecto sobre el pacto anterior, ni lo anuló ni lo modificó, ¿no parece haber carecido de un propósito definido? Un objetor podría declarar que tal doctrina deja a la ley despojada de todo punto y significado, y sentir que estaba proponiendo un planteamiento general al preguntar simplemente, ¿Por qué entonces la ley?
Esta es exactamente la pregunta con la que comienza el versículo 19. La respuesta es muy breve, y parece ser doble. En primer lugar, fue dada para que los pecados de los hombres, al quebrantar la ley, se convirtieran en transgresiones definitivas. Este punto se expone con más detalle en Romanos 5:13. En segundo lugar, sirvió un propósito útil en relación con Israel, cumpliendo el tiempo hasta el advenimiento de Cristo, demostrando su necesidad de Él. Fue dada por medio de ángeles, y a través de un mediador humano, en la persona de Moisés. Pero el hecho mismo de un mediador supone dos partes. Dios es una; ¿quién es la otra? El hombre es la otra. Y como todo el acuerdo dependía de las acciones del hombre (la otra parte), fracasó rápidamente.
Al condenar definitivamente a los hombres por sus transgresiones, la ley ha hecho una obra de extrema importancia. ¿Qué es lo correcto y qué es lo incorrecto? ¿Qué exige Dios a los hombres? Antes de que fuera dada la ley había cierto conocimiento, y la conciencia actuaba, como se indica en Romanos 2:14-15. Pero cuando vino la ley, desapareció toda ambigüedad; para todos los que estaban bajo ella, el argumento de la ignorancia se esfumó totalmente y, cuando fueron llevados a juicio por sus transgresiones, no quedó ni una pizca de excusa. Nosotros, los gentiles, nunca estuvimos formalmente bajo la ley, pero, de hecho, la conocemos, y nuestro propio conocimiento de ella nos hará susceptibles de ser juzgados por Dios de una manera y en un grado desconocidos para las tribus indígenas y no ilustradas de la tierra. Así que tengamos cuidado.
En el versículo 21 se plantea otra cuestión que se desprende de lo anterior. Algunos podrían llegar a la conclusión de que si, como se ha demostrado, la ley no era suplementaria al pacto de la promesa, debía estar necesariamente en oposición a él. Esto no es así ni por un momento. Si Dios hubiera querido que la ley proporcionara justicia al hombre, la habría dotado de poder para dar vida. La ley instruía, exigía, exhortaba, amenazaba y, cuando era quebrantada, condenaba a muerte al transgresor. Sin embargo, nada de esto sirvió. Lo único que se necesitaba era otorgar al hombre una nueva vida, en la que le resultara tan natural cumplir la ley como ahora le resulta natural quebrantarla. La ley no pudo hacer eso; en cambio, demostró que todos estamos bajo el pecado, revelando así nuestra necesidad de lo que ha sido introducido por medio de Cristo.
De este modo, la ley, en lugar de oponerse de alguna manera, encaja armoniosamente con todo el resto del gran esquema de Dios. Hasta la venida de Cristo, la ley ha desempeñado el papel de “ayo”, actuando como nuestro guardián y manteniendo cierta medida de control. En el versículo 24 las palabras «ha sido nuestro conductor hacia Cristo», definen bien el carácter de la ley en relación con los creyentes. El punto no es que la ley nos lleve a Cristo, sino que ejerció su control como tutor hasta que vino Cristo. Cuando Cristo apareció, se instituyó un nuevo orden de cosas, y hubo justificación para nosotros sobre el principio de la fe, y no por las obras.
En el versículo 23 se habla de este nuevo orden de cosas como la venida de la fe. De nuevo en el versículo 25 tenemos las palabras: «ahora que ha venido la fe». La fe se encontraba, por supuesto, en todos los santos de los días del Antiguo Testamento, como se muestra en Hebreos 11, y en el pasaje de Habacuc, citado en el versículo 11 de nuestro capítulo. Cuando Cristo vino, la fe de Cristo se reveló, y la fe fue reconocida públicamente como el camino, el único camino, por el cual el hombre puede relacionarse con Dios en la bendición. En ese sentido, “la fe vino”, y su venida marcó la inauguración de una época completamente nueva.
Por la fe en Cristo Jesús hemos sido introducidos en el lugar favorecido de «hijos de Dios». La palabra en el versículo 26 es «hijos», y no “niños”. Los santos bajo la ley eran como niños en un estado de infancia; menores de edad, y por lo tanto bajo el control del “ayo”. El creyente de la época actual es como un niño que ha alcanzado la mayoría de edad y, por lo tanto, dejando atrás el estado de tutela, toma su lugar como un hijo en la casa de su padre. Esta gran idea, que es el pensamiento dominante de la epístola, se desarrolla más ampliamente en los primeros versículos del capítulo 4. Sin embargo, antes de llegar a ellos, tenemos tres hechos importantes expuestos en los tres versículos finales del capítulo 3.
Por nuestro bautismo nos hemos revestido de Cristo, como profesión. Si nos hubiéramos sometido a la circuncisión, nos habríamos revestido de judaísmo, comprometiéndonos así al cumplimiento de la ley para la justificación. Si nos hubiéramos bautizado con el bautismo de Juan, nos habríamos puesto el manto del arrepentimiento profesado y nos habríamos comprometido a creer en aquel que vendría después de él. En cambio, si hemos sido bautizados para Cristo, nos hemos revestido de Cristo y nos hemos comprometido a esa expresión práctica de la vida de Cristo de la que se habla en un capítulo siguiente como «el fruto del Espíritu». Como hijos de Dios, teniendo ahora la libertad de la casa, nos revestimos de Cristo como nuestra aptitud para estar allí.
Además, estamos «en Cristo Jesús», y en consecuencia somos «todos… uno», con todas las distinciones borradas, ya sean nacionales, sociales o naturales. Cuando lleguemos al último capítulo encontraremos que en Cristo Jesús hay una nueva creación, lo cual explica la eliminación de todas las distinciones pertenecientes a la vieja creación. Esta obra de la nueva creación ya nos ha alcanzado en lo que respecta a nuestras almas, aunque todavía no en lo que respecta a nuestros cuerpos. Por lo tanto, todavía no podemos asumir estas cosas de manera absoluta. Para ello debemos esperar hasta que seamos vestidos con nuestros cuerpos de gloria en la venida del Señor. Aún así, incluso ahora estamos en Cristo Jesús, y por lo tanto podemos aprender a vernos aparte y como elevados por encima de estas distinciones.
Notemos que lo que se enseña aquí es la abolición de estas distinciones en Cristo Jesús, y no en la asamblea. Decimos esto para salvaguardar el punto y preservar de conceptos erróneos. En la asamblea, por ejemplo, la distinción entre el hombre y la mujer se mantiene muy definitivamente, como se muestra en 1 Corintios 14:34-35.
Ya hemos tenido tres cosas que marcan al creyente de hoy en contradicción con los creyentes antes de la venida de Cristo. Somos «hijos de Dios»; nos hemos «revestido de Cristo»; estamos «en Cristo Jesús». El último versículo de nuestro capítulo nos da una cuarta cosa: somos «de Cristo», y perteneciendo a él somos en un sentido espiritual la simiente de Abraham, y por consiguiente herederos, no según la ley, sino según la promesa.
4 - Capítulo 4
Los versículos de apertura del capítulo 4 recogen los pensamientos que han ocupado la última parte del capítulo 3, y los resume de manera muy clara. La costumbre que prevalecía en las casas de la nobleza (y que todavía prevalece en cierta medida en tales círculos) se utiliza como ilustración. El heredero de la hacienda, mientras está en la infancia, está sometido a la restricción, al igual que los criados. Los tutores y los administradores lo mantienen en lo que a su parecer es esclavitud. Solo tiene que hacer lo que se le dice, y hasta entonces no sabe por qué. Todavía no se le puede conceder la plena libertad de la casa y de la hacienda de su padre, porque su carácter y su inteligencia aún no están suficientemente formados. Sin embargo, su padre sabe cuándo llegará el momento, y está fijado el día en que llegará a la mayoría de edad y entrará en los privilegios y responsabilidades de la vida.
Así sucedía con el pueblo de Dios en el pasado, bajo la ley, que era como un tutor para ellos. Podían ser niños, pero eran tratados como siervos, y con buena razón. No se trataba de su eminencia individual como santos de Dios, sino simplemente de la dispensación en que vivían. Nunca nació un hombre más grande que Juan el Bautista y, sin embargo, como el Señor nos ha dicho: «el menor en el reino de los cielos, es mayor que él» (Mat. 11:11). En sus días Dios aún no se había revelado plenamente, la redención no se había realizado, el Espíritu no había sido dado. Hasta que no se produjeron estos tres grandes acontecimientos, no se establecieron las condiciones que permitieron la “mayoría de edad” del pueblo de Dios. Los tres se cumplieron cuando llegó a la escena el Hijo de Dios.
Cuando el Señor vino, el pueblo de Dios pasó de estar bajo el tutor de la ley, cuyo control se ejercía según los «elementos» o «rudimentos» del mundo, y quedó bajo el control del Espíritu de Dios, ejercido según los principios de la gracia y de Dios.
El problema hoy en día con muchos de nosotros es que hemos sido educados en líneas sueltas y cómodas, ¡y consecuentemente conocemos muy poco de los tratos severos del viejo maestro justo! Si tan solo nuestras conciencias hubieran sido sometidas más plenamente a la justa amonestación y condena de la ley, tendríamos un sentido mucho más agudo de la poderosa emancipación que nos ha alcanzado mediante el advenimiento del Hijo de Dios.
La venida del Hijo de Dios fue el acontecimiento que marcó el comienzo de una nueva época en el trato de Dios con los hombres. Los pasos por los que se inauguró esa nueva época se nos dan en los versículos 4 al 6.
Primero, el Hijo de Dios fue enviado, «nacido de mujer»», o, más literalmente, «hecho de mujer». Así se expresa su encarnación, la garantía para nosotros de que era un Hombre, en el sentido pleno y propio de la palabra.
En segundo lugar, podría decirse de él: «nacido bajo la ley». Cuando el Señor vino, la atención de Dios se centró en el judío, como en un pueblo que estaba en relación externa con él y era responsable como si estuviera bajo su ley. En medio de ese pueblo vino él, asumiendo todas las responsabilidades, bajo las cuales ellos habían fracasado totalmente.
En tercer lugar, él obró la redención de los que estaban bajo la ley, liberándolos así de las exigencias de la misma, a fin de que pudieran ocupar una nueva posición.
En cuarto lugar, al ser liberados de esta manera, recibimos «la adopción de hijos», o la “filiación”. Esta maravillosa posición con respecto a Dios es nuestra como un don gratuito, de acuerdo con su propósito eterno.
En quinto lugar, al ser hechos hijos, Dios nos ha dado «el Espíritu de su Hijo», para que podamos entrar en la conciencia y el disfrute de esta nueva relación, y responder a Dios como nuestro Padre. Por el Espíritu dado clamamos: «¡Abba, Padre!».
Lo anterior es un breve resumen de estos notables versículos, pero ahora notemos en ellos algunos puntos de importancia.
La redención de la que se habla en el versículo 5 va más allá de la verdad que conocimos en Gálatas 3:13. Podríamos haber sido redimidos de la maldición de la ley y, sin embargo, haber sido dejados bajo la ley y, por consiguiente, haber continuado todavía en el lugar de siervos. El hecho glorioso es que el creyente no solo es redimido de la maldición, sino también de la ley que de manera justa infligía la maldición; de modo que ahora estamos en la libertad de la filiación y los días de esclavitud bajo el «ayo» han terminado.
Observe también el cambio del «recibiésemos» del versículo 5 al «sois» del versículo 6. Solo el judío había estado en la esclavitud de la ley, por lo que la redención de la ley se aplicaba a los creyentes judíos de los cuales Pablo era uno. En consecuencia, dice «recibiésemos». Pero, por otro lado, el lugar de la filiación, en el que los cristianos son puestos, es la porción de todos por igual, ya sean judíos o gentiles por naturaleza. De ahí el cambio a «sois». La maravilla es que aquellos, que una vez fueron gentiles degradados y alejados de Dios, sean ahora hijos y respondan felizmente al amor de Dios Padre por el Espíritu que se les ha dado.
El Espíritu del Hijo de Dios no nos da el lugar de hijos. Eso es nuestro como fruto del propósito y del don de Dios sobre la base de la redención. El Espíritu da la conciencia de la relación y el poder para responder a ella.
En el versículo 7 el apóstol nos hace ver el hecho de esta maravillosa relación a cada uno de nosotros individualmente. Y no solo la adopción como hijos es una bendición individual, de modo que puede decir: «eres… hijo», sino que la herencia es también individual. Cada uno de nosotros es «heredero de Dios por medio de Cristo». Esto nos muestra que cuando el apóstol usó «el heredero» en el versículo 1 como una ilustración de su tema, estaba usando una ilustración que se aplicaba de una manera muy exacta y literal. Así es la asombrosa gracia de Dios para con nosotros como creyentes, seamos judíos o gentiles. ¡Qué poco la hemos asimilado!
Pedimos a nuestros lectores que se detengan en este punto y mediten sobre esta verdad. Es un hecho establecido, y así se afirma sin ninguna calificación. Los gálatas no estaban disfrutando de ese hecho. En realidad, se comportaban como si fueran siervos y no hijos, y sin embargo el apóstol no dice: “Por tanto, ya no debes ser siervo sino hijo”, sino: «ya no eres siervo, sino hijo». Nuestra relación no fluye de nuestra comprensión o de nuestra respuesta al lugar que ocupamos, ni de un comportamiento adecuado a él; sino que nuestro comportamiento fluye de la relación, una vez comprendida y respondida. Digámonos cada uno a nosotros mismos una y otra vez: “Soy hijo y heredero de Dios por medio de Cristo”. Tomémonos el tiempo necesario para que esta maravillosa verdad penetre en cada corazón.
Cuando este hecho se haya asentado realmente en nosotros, podremos apreciar cómo se sentía Pablo cuando escribió los versículos 8 y 9. Los gálatas estaban anteriormente en esclavitud, no de la ley, sino de los falsos dioses; y ahora que han sido llevados a conocer a Dios, como fruto de que Dios los ha levantado y traído a este lugar de riqueza, ¿qué los poseyó para volver al viejo principio de estar ante Dios en sus propios méritos –o más bien deméritos? ¿Qué les ocurrió?
El principio de la ley de Moisés era que cada uno debía presentarse ante Dios según sus propias acciones. Este también es un principio fundamental de toda religión falsa, y así habían procedido los gálatas en sus días anteriores de paganismo. Al desviarse ahora hacia el judaísmo, estaban volviendo a los viejos principios, que son débiles y pobres. ¡Qué adjetivos tan expresivos! Débiles, ya que con ellos el hombre no lograba nada que contara para el bien. Pobres, porque lo dejaron desprovisto de todo mérito y de toda excusa. Pero si queremos darnos cuenta de cuán débiles y pobres son, debemos verlos en contraste con los principios del Evangelio y sus resultados, al hacernos hijos y herederos.
En el versículo 10 el apóstol da un ejemplo de lo que aludía, cuando hablaba de su retroceso a los principios legales. Ellos estaban retomando las fiestas y costumbres judías. Esto podría parecer un asunto de poca importancia, pero era una “paja” que mostraba la dirección en que soplaba el viento, y le hacía temer que hubiera en ellos una falta de realidad, que su profesa aceptación del Evangelio no fuera sincera después de todo, y en consecuencia el trabajo que había invertido en ellos fuera en vano.
Este era un pensamiento triste, y conduce directamente a la conmovedora apelación que sigue en los versículos 12 al 20. Les ruega en primer lugar que sean como él en cuanto a su experiencia y práctica, ya que tanto él como ellos estaban en el mismo plano en cuanto a su lugar ante Dios. Todos ellos habían sido traídos a la adopción y, por lo tanto, todos debían andar en la libertad de los hijos. No era un asunto personal en absoluto. Él no albergaba ningún sentimiento de perjuicio personal contra ellos.
Esto le lleva a recordar la gran acogida que le dieron cuando vino por primera vez entre ellos con el mensaje del Evangelio. En aquel momento estaba muy enfermo físicamente, y parece que su vista estaba especialmente afectada. Al volver a Hechos 16:6 observamos que su primera visita a Galacia fue durante el comienzo de su segundo viaje misionero. El apedreamiento de Pablo hasta la muerte tuvo lugar casi al final de su primer viaje, según consta en Hechos 14:19. Es más que probable que haya una conexión entre los dos acontecimientos, y que esta «prueba en mi carne» fuera el resultado de los malos tratos que recibió, y sea la misma «espina en la carne», de la que escribe en 2 Corintios 12:7. Sea como fuere, llegó entre ellos en plenitud de poder y lo recibieron con gran alegría. Ahora bien, ¡parece que al decirles la verdad se había convertido en su enemigo!
El hecho era, por supuesto, que los maestros judaizantes, que se habían metido entre ellos, pretendían producir un distanciamiento entre los gálatas y Pablo, su padre espiritual, para captarlos como seguidores para ellos. En el versículo 17 el apóstol desenmascara en pocas palabras esto, su verdadero objetivo. “Tienen mucho celo por vosotros”, dice, “pero no en el sentido correcto. Simplemente están ansiosos por apartaros de nosotros, para que os convirtáis en adeptos celosos, siguiéndoles a ellos”. Lo que Pablo quería era verlos siempre celosos por las cosas que son realmente buenas, y eso tanto cuando él estaba ausente como cuando estaba con ellos.
Sin embargo, tal y como estaban las cosas, no podía dejar de dudar de ellos. Cuando los visitó por primera vez, lo hizo con gran esfuerzo y trabajo del alma. No se predicaba a sí mismo, sino a Cristo Jesús como Señor, y su nacimiento espiritual solo se produjo cuando Cristo se formó en ellos. El artista fotográfico se preocupa de tener un buen objetivo en su cámara, que arroje en la pantalla una imagen muy precisa de los rasgos del retratado. Pero la fotografía solo nace cuando los rasgos del retratado se forman en la placa sensibilizada como resultado de la acción conjunta de la luz y de ciertos productos químicos. Esto puede servir como ilustración del punto. Pablo se esforzó para que, como fruto de la luz del Evangelio, Cristo se formara en ellos. Entonces, sus dolores de parto por ellos terminaron.
Pero llegan estos maestros judaizantes, y he aquí que, en lugar de Cristo, estos hombres, sus sábados, sus lunas nuevas, su circuncisión, parecen formarse en ellos. No es de extrañar que Pablo, en su ardiente afecto por ellos como si fueran sus hijos, sintiera como si tuviera que pasar de nuevo por los dolores de parto, y estuviera perplejo por ellos. En estas circunstancias, deseaba que, en lugar de estar a distancia y tener que comunicarse por escrito, estuviera en medio de ellos, pudiendo juzgar su estado exacto y cambiar su voz, hablándoles con instrucción, con reprimenda o incluso con severidad, según la ocasión lo demandara.
Sin embargo, ya que parecían estar tan ansiosos por colocarse bajo la ley, ¡al menos estarían dispuestos a escuchar lo que la ley había indicado! Por eso, desde el versículo 22 hasta el final del capítulo, los remite al significado alegórico de un suceso de la vida de Abraham.
Abraham fue el gran ejemplo de la fe y la promesa, como vimos al leer Gálatas 3. Sin embargo, antes de que recibiera por fe el hijo de la promesa, se produjo el episodio en el que por obras obtuvo un hijo por medio de Agar. Ismael nació según la carne, mientras que Isaac lo hizo por la promesa.
Ahora podemos ver que había una alegoría en esto, y que Agar y su hijo nos representan el Sinaí, desde donde se proclamó el sistema de la ley que da lugar a la esclavitud, y también «la actual Jerusalén», es decir, el pueblo judío que, aunque está bajo la ley, todavía está en una virtual incredulidad. El cristiano, en cambio, está en la posición del hijo de la promesa, y conectado con la «Jerusalén celestial», que es libre.
El orgulloso judío ortodoxo podría jactarse con razón de que, según la carne, era un verdadero hijo de Isaac. Sin embargo, en un sentido espiritual él era solamente un hijo de Ismael y en la esclavitud bajo el ayo. Es cierto que el régimen del ayo vino primero, y después vino la promesa, que se materializó en el advenimiento del Hijo de Dios. Pero eso solo confirmó el tipo, porque Ismael vino antes que Isaac. El tipo fue confirmado además por el hecho de que fueron los orgullosos judíos quienes persiguieron a los humildes cristianos, como señala el versículo 29.
Una vez más, la verdad de la alegoría encuentra una corroboración en las palabras de Isaías 54:1. Ese versículo indica que Israel, en el tiempo de su desolación, sería más fructífero de lo que jamás había sido cuando se le reconocía su relación con Jehová. Pero, así también, ese versículo es la consecuencia inmediata de la gloriosa verdad predicha en Isaías 53. Iba a ser como el fruto del advenimiento del Mesías sufriente, y no como el resultado de la observancia de la ley.
Cuando la ley fue impuesta desde el Sinaí nadie prorrumpió en cánticos. Muy pronto hubo gritos para que no se volvieran a pronunciar tales palabras en los oídos del pueblo. Sin embargo, cuando Isaías despliega ante nosotros la maravillosa historia del Cristo que sufre y resucita por pecados que no son suyos, la primera palabra que sigue es: «Alégrate». La esclavitud ha terminado, ¡la libertad ha llegado!
Antiguamente existía el inevitable enfrentamiento entre Ismael e Isaac, al igual que ahora existe entre el judaizante y el creyente que se encuentra en la libertad de la gracia de Dios. Sin embargo, no es el enfrentamiento lo que decide la cuestión, ni siquiera la persecución de aquel «que nació según el Espíritu» por el «que nació según la carne». Lo que decide la cuestión es la voz de Dios. Y esa voz nos llega en las Escrituras.
«¿Qué dice la Escritura?» Esa es la pregunta decisiva. Y la respuesta es que «no heredará el hijo de la sirvienta con el hijo de la mujer libre». El siervo es desplazado en favor del hijo. El que se presenta ante Dios sobre la base de la ley, cae. El que se presenta en la plenitud de la gracia, se mantiene.
Felices somos nosotros si podemos decir realmente: «No somos hijos de la sirvienta, sino de la mujer libre». Entonces sí estamos en Cristo, y Cristo mismo es formado en nosotros. Estamos en la libertad de los hijos, y eso es libertad en verdad.
5 - Capítulo 5
En el primer versículo del capítulo 5 tenemos el punto principal de la epístola comprimido en unas pocas palabras. Cristo nos ha liberado en una maravillosa libertad, y en ella hemos de permanecer firmes, negándonos a volver a estar enredados en la esclavitud.
Refresquemos nuestra memoria en cuanto a la extensión y el carácter de la libertad a la que hemos sido llevados.
En primer lugar, hemos sido liberados de la ley como base de nuestra justificación ante Dios. Esto fue declarado previamente en Gálatas 2:16. Somos «justificados por la fe de Cristo».
Además, hemos sido liberados de la ley como base de nuestra relación con Dios. La «la adopción de hijos» es nuestra por haber sido redimidos de la ley. Esto se afirma en Gálatas 4:5.
Por consiguiente, en tercer lugar, somos liberados de la ley como regla o estándar de nuestra vida. Esto se desprende de todo el pasaje, Gálatas 3:23 al 4:7. Porque mientras los hijos de Dios estuvieran en el lugar de siervos, la regla de vida para ellos era la ley. Ahora, como hijos adultos en la casa de su padre, poseyendo el Espíritu del Hijo de Dios, tenemos una regla o norma más alta que la ley de Moisés, incluso la «ley de Cristo», de la que habla Gálatas 6:2.
La libertad a la que somos llevados, entonces, es la completa emancipación que nos ha alcanzado al ser hechos hijos de Dios. Es la libertad de la que habló el Señor Jesús cuando dijo: «Si el Hijo os hace libres, seréis verdaderamente libres» (Juan 8:36). Ya no somos como los sirvientes de la casa, que con razón tienen su conducta regulada por las normas adecuadas a la sala de los sirvientes; y volver a ponernos en esa posición, en nuestros pensamientos y en nuestro comportamiento, es enredarnos tristemente. En efecto, es caer de la gracia, como dice el versículo 4.
Las palabras «caído de la gracia» se toman a menudo para significar que aquellos han caído de la mano de la gracia de Dios, que ya no son salvos. La frase, sin embargo, se refiere a lo que se produjo en sus conciencias, no a la realidad delante de Dios. El versículo comienza: «Os habéis separado de Cristo». ¿Estamos separados de Cristo realmente?, es decir, ¿a los ojos de Dios? Lejos esté ese pensamiento, ¡una suposición imposible! Pero, para ellos, ¿en su experiencia y conciencia? Sí. Si se consideraban justificados por el principio de la ley, Cristo era evidentemente rechazado en sus mentes, y habían descendido del principio divino y elevado de la gracia al nivel mucho más bajo de la ley. Y el descenso entre los dos es tan pronunciado y precipitado que solo puede describirse como ¡una caída!
Caer de la gracia no es algo difícil. ¡Cuántos creyentes profesos hay hoy que son culpables de ello! ¿Estamos todos claros en este punto? ¿Estamos en la libertad de la gracia en todos nuestros tratos con Dios?
En los versículos 2 y 3, Pablo vuelve a aludir al asunto de la circuncisión, ya que se utilizaba como pregunta de prueba. Era la punta de lanza del ataque de los adversarios a su libertad. Sin duda, a muchos les parecía un punto pequeño y sin importancia, pero era suficiente para establecer el principio. La ley es un todo. Si se toma en un aspecto, debe mantenerse en todos los aspectos. Esto concuerda bastante con lo que escribe Santiago: «el que guarda toda la ley, pero falta en un solo precepto, se hace culpable de todos» (Sant. 2:10). Esto refuerza el hecho de que, si la ley es quebrantada en un detalle, es quebrantada en su totalidad. Ambas afirmaciones se corresponden y nos muestran que la ley no puede ser tomada por partes. Es un todo y debe ser considerada como tal. Si una piedra muy pequeña es lanzada a través de un gran panel de vidrio, es un panel roto, tanto como si fuera destrozado en átomos por un gran trozo de roca. O, para cambiar la figura, la ley es como una cadena de muchos eslabones. Es una cadena rota tanto si se rompe un eslabón como si se parte una docena. A la inversa, si un barco está conectado con un solo eslabón de la cadena, ese barco está unido a todos, y puede ser controlado por la mano que tira de cualquier eslabón de la cadena. Y este es el punto particular que Pablo está reforzando aquí.
Obsérvese ahora el contraste entre el «habéis» del versículo 4 y el «nosotros» del versículo 5. «Habéis», aquellos de entre los gálatas que estaban abandonando en sus pensamientos el lugar en el que la gracia los había puesto. «Nosotros», la masa de creyentes, que están en la gracia del evangelio. Es el «nosotros» cristiano, si podemos hablar así; y el versículo 5 describe cuál es la posición apropiada del creyente: no ahora su posición de privilegio ante Dios como hijo, sino su posición de libertad como dejado en el mundo, que está en agudo contraste con todo lo que el judío había conocido.
Nuestra posición es de espera. Esperamos, pero no la justicia, como era el caso del judío, que bajo la ley siempre estaba «procurando establecer la suya propia» (Rom. 10:3), y sin embargo nunca llegaba a ella. Tenemos la justicia como un hecho establecido en el Evangelio, y solo estamos esperando la esperanza que está conectada con ella. La esperanza de la justicia es la gloria, como lo manifiesta Romanos 5:2. Ahora estamos esperando la gloria, por el Espíritu que se nos ha dado; y sobre el principio de la fe, no el principio de las obras de la ley.
¿No es esta una posición de maravillosa libertad? Cuanto más hayamos experimentado la fatiga y la desesperación de buscar la justicia por medio de esfuerzos diligentes en el cumplimiento de la ley, más lo apreciaremos; y veremos que la fe que obra por amor es lo único que cuenta en Cristo Jesús.
Antes, los gálatas habían estado como corredores serios en la carrera, ahora estaban impedidos y ya no obedecían a la verdad. Obsérvese que «la verdad» no es algo que se pueda discutir, analizar y comprender, sino que se debe obedecer. ¿Somos hijos de Dios? Entonces, como hijos debemos comportarnos. ¿Ya no estamos bajo el ayo? Entonces ya no ordenamos nuestras vidas sobre una base legal. ¿Estamos crucificados con Cristo? Entonces no pretendemos vivir para nosotros mismos, sino que Cristo viva en nosotros. Cada parte de la verdad que aprendemos debe tener una expresión práctica en nosotros. Debemos obedecerla.
Sin embargo, los gálatas se estaban apartando no solo de la obediencia a la verdad, sino de la verdad misma. Habían sido persuadidos a abrazar estas nuevas ideas, que no provenían del Dios que los había llamado; y, además, tenían que recordar que las ideas y las doctrinas pueden funcionar como la levadura. Podían estar halagándose a sí mismos de solo haber adoptado unos pocos elementos menores del judaísmo y, sin embargo, con ello podían judaizarse por completo.
El dicho que tenemos aquí en el versículo 9 también se encuentra en 1 Corintios 5:6. En él se afirma la naturaleza esencial de la levadura. En Corintios se aplica a una cuestión de conducta y moral. Aquí se aplica a un asunto de doctrina; porque era virtualmente «la levadura de los fariseos» la que amenazaba a los gálatas, así como la que amenazaba a los corintios estaba en su naturaleza cerca de la levadura de los saduceos y los herodianos. Sin embargo, cuando el apóstol pensó en el Señor y en su obra de gracia en las almas, se sintió confiado en que su carta de amonestación y corrección tendría su efecto en los gálatas, y que los obreros del mal, que los habían perturbado y pervertido sus pensamientos, acabarían por caer bajo el juicio de Dios.
En los versículos 11 al 15, Pablo refuerza su llamamiento con una o dos consideraciones más. Él no era un predicador de la circuncisión. Si lo hubiera sido, se habría librado de la persecución. La «ofensa» o el «escándalo» de la cruz consiste en que no pone ningún honor en el hombre; de hecho, lo condena totalmente. La circuncisión, en cambio, supone que hay alguna posibilidad de mérito en él, que su carne, de este modo, puede ser aprovechada por Dios. Y lo que es cierto de la circuncisión lo sería también de cualquier otro rito que se realice con la idea de que hay virtud en él. Esto explica por qué los hombres aman tanto los ritos y las ordenanzas. Inducen en los hombres un cómodo sentimiento de complacencia consigo mismos. La cruz no hace nada de ellos. De ahí su escándalo.
El apóstol anhelaba la verdadera libertad de los gálatas y habría deseado que aquellos que eran tan celosos de los cortes de la circuncisión se cortaran a sí mismos. La libertad, señala él, no es licencia para pecar, sino libertad para amar y servir. Y este amor era lo que la ley de Moisés había procurado todo el tiempo. Pero, de hecho, mientras se jactaban de la ley, se mordían y devoraban unos a otros, en lugar de amarse y servirse mutuamente. Siempre es así. La legalidad lleva a todo lo opuesto del amor en acción, y los gálatas debían cuidarse de que su búsqueda de la santidad por medio de la ley solo los llevara al impío fin de consumirse unos a otros en sus disputas y críticas. Evitarían el escándalo de la cruz solo para caer totalmente a dolerse en el escándalo producido por su propia conducta impía. Tenemos que observar con tristeza que esto resume la historia de la cristiandad. En la medida en que el escándalo de la cruz ha sido rechazado y evitado, el escándalo de sus divisiones y mala conducta ha aumentado.
Los gálatas, sin embargo, podían volverse hacia Pablo y decir: “nos has mostrado de forma bastante definitiva y efectiva que nuestros pensamientos en cuanto a la búsqueda de la santidad por medio de la observancia de la ley están equivocados, pero ¿qué es lo correcto? Has echado por tierra lo que hemos estado diciendo, pero ¿qué dices tú?”. Su respuesta a esto comienza en el versículo 16. «Digo, pues: Andad en el Espíritu».
Andar es la actividad más antigua y primitiva del hombre. En consecuencia, se ha convertido en la figura o símbolo de las actividades del hombre. “Andar en el Espíritu” es tener las actividades de uno, ya sea de pensamiento o de palabra o de acción, en la energía del Espíritu, que nos ha sido dado. El Espíritu del Hijo de Dios, conferido a nosotros como hijos de Dios, debe gobernar todas nuestras actividades. Este es el camino de la libertad, una libertad que es todo lo contrario a la licencia, pues caminando en el Espíritu nos es imposible cumplir los deseos de la carne. La entrada de la fuerza superior nos eleva completamente por encima de la atracción de la inferior.
La carne no se altera por ello, como deja claro el versículo 17. Su naturaleza, sus deseos y su acción siguen siendo los mismos, y siempre contrarios al Espíritu de Dios. Pero el Espíritu prevalece (si caminamos en el Espíritu) contra la carne, de modo que “no podemos” (o, más exactamente, “no deberíamos”) hacer las cosas que de otro modo haríamos. Y entonces, si somos «guiados» por el Espíritu, no podemos estar al mismo tiempo bajo la dirección del «ayo», la ley.
En el versículo 16, entonces, el Espíritu es considerado como el nuevo poder en el creyente, dándole energía. En el versículo 18, como el nuevo líder, tomándolo de la mano y dirigiéndolo en la voluntad de Dios. En Romanos 8:14, el Espíritu también es presentado en esta capacidad. Los hijos son guiados por el Espíritu. Los siervos son dirigidos por el ayo.
El hecho de que exista un contraste y una contradicción total y absoluta entre la carne y el Espíritu es muy manifiesto cuando consideramos el resultado de cada uno. Los versículos 19 al 21 nos dan el espantoso catálogo de las obras de la carne. Los versículos 22 y 23 presentan el hermoso conjunto del fruto del Espíritu. Los primeros totalmente bajo la condenación de Dios y para ser excluidos de su reino. Los segundos, completamente aprobados por Dios y, por lo tanto, no existe ninguna ley contra ellos. En una lista descubrimos los rasgos horribles que caracterizan al Adán caído; en la otra, el carácter de Cristo.
Nótese el contraste entre las «obras» y el «fruto». Es fácil entender las «obras». La tierra está llena del ruido de ellas. Su confusión y desorden son visibles por todos lados. El «fruto», en cambio, es de crecimiento silencioso, incluso en la naturaleza. En verano, en medio de los huertos, nadie se distrae con el sonido de la fruta que madura. La maravilla de su crecimiento tiene lugar sin ningún ruido. Lo mismo ocurre con el fruto del Espíritu. Es «fruto», nótese, no “frutos”; y esto, porque estos hermosos rasgos morales son concebidos como un racimo; nueve en número, pero todos procediendo de un tallo, el Espíritu de Dios.
Estos hermosos rasgos de carácter van a llenar el reino de Dios, mientras que las obras descaradas de la carne están totalmente excluidas. Ningún verdadero cristiano se caracteriza por estas obras de la carne, aunque, por desgracia, un verdadero cristiano puede caer en una u otra de ellas, y solo ser sacado por la abogacía de Cristo y a costa de mucho sufrimiento para sí mismo, tanto espiritual como físico. Pertenecer a Cristo significa que hemos llegado a un juicio definitivo sobre el mal de la carne, y la hemos crucificado ratificando de corazón en nuestra propia conciencia y juicio la sentencia contra ella pronunciada por Dios en la cruz.
Hacemos bien en preguntarnos si realmente hemos llegado a esto, lo cual es la actitud propia del cristiano. ¿Hemos puesto definitivamente la sentencia de muerte sobre la carne? ¿La hemos crucificado con sus afectos y deseos? ¿Es esto lo que profesamos haber hecho como cristianos, pero estamos a la altura de nuestra profesión? Una pregunta muy seria a la que cada uno debe responder por sí mismo. ¡Démonos tiempo para que la conciencia nos responda!
Cierto es que vivimos por el Espíritu y no por la carne. Pues bien, andemos por el Espíritu. Nuestro andar debe ser ciertamente conforme a nuestra vida. Un pájaro no puede tener su vida en el aire y sin embargo todas sus actividades bajo el agua. Un pez no puede tener su vida en el agua y sin embargo sus actividades en la tierra. Los cristianos no pueden tener su vida en el Espíritu y aún así sus actividades en la carne.
El último versículo de nuestro capítulo es otro indicio bastante claro para los gálatas de que el apóstol sabía muy bien a qué estaba llegando su falsa búsqueda de la santidad. Si caemos en esa trampa, los mismos efectos tristes se manifestarán en nosotros.
Solo en el Espíritu de Dios podemos reproducir, aunque sea en pequeña medida, el hermoso carácter de Cristo.
6 - Capítulo 6
Parece haber un contraste entre el versículo 21 del capítulo 5 y el primer versículo del capítulo 6. El primero, contempla a los que se caracterizan por hacer ciertas cosas malas. El segundo, habla de un hombre que es sorprendido en una ofensa. Los que se caracterizan por el mal nunca entrarán en el reino de Dios, mientras que el hombre sorprendido en el mal debe ser restaurado. Se da por sentado que es un verdadero creyente.
El llamamiento a restaurar a tal persona se dirige a «vosotros que sois espirituales». No había muchos de estos entre los gálatas, como infiere el último versículo de Gálatas 5. Acercarse a un hermano caído con espíritu de vanagloria sería necesariamente una provocación de todo lo peor que había en él. Acercarse a él con espíritu de mansedumbre le ayudaría. Tengamos en cuenta que el espíritu de mansedumbre es un acompañamiento necesario de la espiritualidad, porque hay una espiritualidad fingida, que se encuentra con demasiada frecuencia, la cual se alía con una autoafirmación consciente que es todo lo contrario de la mansedumbre. Un hombre verdaderamente espiritual es aquel que está dominado y controlado por el Espíritu de Dios que mora en él y, por lo tanto, se caracteriza por «la mansedumbre y la bondad de Cristo» (2 Cor. 10:1). Pero incluso alguien así no está libre de caer en presencia de la tentación. Por lo tanto, mientras restaura a otro tiene que tener buen cuidado de sí mismo.
El versículo 2 es una exhortación de carácter más general. Se aplica a todos nosotros. Debemos cumplir la ley de Cristo (que en una palabra es amor) y llevar las cargas de los demás. Con mucha frecuencia, el hermano que cae ha estado llevando cargas a las que somos ajenos, y si hubiéramos estado caminando en obediencia al nuevo mandamiento de Juan 13:34, habríamos estado ayudando a aligerarlas.
¿Y por qué no cumplimos así la ley de Cristo? ¿Qué es lo que nos impide con tanta frecuencia? Pues que nos creemos algo o alguien, y cuando lo hacemos nos sentimos demasiado grandes e importantes para aliviar las cargas de los demás. Y todo el tiempo nos engañamos a nosotros mismos. No somos nada, como nos dice el versículo 3. Un hombre nunca está más cerca de ser un cero que cuando se cree alguien, ¡incluso un alguien «espiritual»!
El hecho es que necesitamos sobriedad de pensamiento. Necesitamos estar preparados para enfrentarnos a los hechos; poner a prueba nuestro propio trabajo. Si lo hacemos, seremos derribados de los pensamientos elevados que habíamos tenido. Y si en verdad encontramos lo que resiste la prueba, podremos regocijarnos en lo que es realmente nuestro, y no en lo que somos en la estimación de otras personas. Porque cada uno de nosotros debe llevar la carga de su propia responsabilidad individual ante Dios. No hay ninguna contradicción entre los versículos 2 y 5, salvo una aparente en cuanto a las palabras empleadas. En el versículo 2, «carga» se refiere a lo que nos presiona a cada uno en forma de prueba. En el versículo 5 «carga» se refiere a la responsabilidad hacia Dios que recae sobre cada uno de nosotros y que nadie puede soportar por otro.
Con el versículo 6 el apóstol pasa a una responsabilidad específica que recae sobre todos los que reciben instrucción en las cosas de Dios. Deben estar preparados para ayudar a los que les enseñan, y eso en todas las cosas buenas.
Naturalmente, somos criaturas egoístas. La gran mayoría de nosotros estamos contentos de recibir, pero somos muy parsimoniosos cuando se trata de dar. Los versículos 7 y 8, con su solemne advertencia, están escritos en vista de esto. Se nos dice claramente que nuestra propia prosperidad espiritual depende de este asunto, y puesto que somos muy propensos a inventar en nuestras propias mentes razones de sobra para no dar, sino más bien para acaparar tanto como sea posible, el apóstol introduce su advertencia con: «No se engañen». Es muy fácil engañarse a uno mismo.
El principio que establece es, sin duda, cierto en todas y cada una de las conexiones. No obstante, aquí se encuentra en conexión con este asunto de dar, y somos confrontados con el hecho de que nuestra cosecha debe ser inevitablemente de acuerdo con nuestra siembra. Esto es cierto, por supuesto, en cuanto a la cantidad, y ese hecho se afirma en 2 Corintios 9:6. El punto aquí es más bien el de la calidad, o tal vez deberíamos decir del tipo o la naturaleza; que lo que sembramos es lo que cosechamos.
Sembrar para la carne es atender a ella y a sus deseos. Sembrar para el Espíritu es cederle su lugar y disponerse para sus cosas. Si hacemos lo primero, cosechamos corrupción. Si lo segundo, vida eterna. La corrupción viene de la carne. La vida eterna, del Espíritu. En ambos casos es justo el resultado propio de lo que se siembra; tan normal como obtener un campo de cardos de la siembra de cardos, o trigo de la siembra de trigo.
A la luz de este hecho, qué diferente sería nuestra vida. Cuántas cosas que pueden parecernos extrañas y arbitrarias descubriríamos que son perfectamente naturales, justo lo que podríamos haber esperado teniendo en cuenta nuestro curso de acción anterior. Nos preguntamos por qué tuvimos tal o cual experiencia, mientras que lo extraño habría sido que no la tuviéramos. Felices somos nosotros cuando nuestra siembra ha sido tal, que comienza a aparecer una abundante cosecha de «vida eterna».
Nadie puede sembrar para el Espíritu, sino quien tiene el Espíritu; es decir, un verdadero creyente. Teniendo el Espíritu, y de hecho teniendo la vida eterna en el sentido de Juan 5:24, cosechamos la vida eterna como la consecuencia debida de cultivar las cosas del Espíritu de Dios. Este versículo nos presenta claramente la «vida eterna» no como la vida por la que vivimos, sino como la vida que vivimos. Al cultivar las cosas del Espíritu, nos apoderamos y disfrutamos de todas esas bendiciones, esas relaciones, esa comunión con el Padre y el Hijo, en la que consiste la vida desde el punto de vista práctico y experimental.
Aquí, entonces, se nos da la razón por la que tan a menudo tenemos que lamentar nuestra debilidad espiritual, o la falta de vitalidad, alegría y poder en las cosas de Dios. Avanzamos muy poco y nos preguntamos por qué. Cuántas veces hemos escuchado esta pregunta, y a menudo de una manera quejumbrosa que infiere que Dios reparte sus favores caprichosamente, ¡o que toda la cuestión está envuelta en un misterio! En realidad, no hay ningún misterio.
La cuestión se resuelve simplemente haciéndose la pregunta: “¿Qué estoy cultivando?”. Nunca obtendré higos de los cardos ni cosecharé la vida eterna si no es sembrando para el Espíritu. El problema de la mayoría de nosotros en estos días es la disipación de energía. No exactamente el cultivar cosas perjudiciales, sino más bien cosas inútiles e innecesarias. No somos como el propio apóstol, que podía decir: «Una cosa hago», mientras se concentraba firmemente en la única gran cosa que importaba.
¿Algún joven creyente nos pide que seamos severamente prácticos, y que vayamos muy al grano? Entonces le decimos: “Elimina de tu vida esas diversiones inofensivas, esas frivolidades sin provecho, esos pequeños compromisos que te hacen perder el tiempo y que no te llevan a ninguna parte. Llena tu corazón, tu mente y tu tiempo con la Palabra de Dios y la oración, entrégate de todo corazón al alegre servicio del Señor Jesús, y dentro de poco tiempo tu provecho aparecerá ante todos”.
Por supuesto, notan que estamos de vuelta en el punto al que llegamos en el versículo 16 del capítulo 5, solo que aquí se nos lleva un paso más allá. Allí el punto era principalmente negativo, no satisfacer los deseos de la carne. Aquí es positivo, cosechar la vida eterna.
La cosecha no viene inmediatamente de la siembra. De ahí la necesidad de tener paciencia, como se indica en el versículo 9. Pero cosecharemos, a su debido tiempo, y Dios, no nosotros, es el juez respecto a cuándo llega el tiempo adecuado. Pero ciertamente llegará. En Génesis 8:22, se plantea esta misma verdad relacionada, «la sementera y la siega… no cesarán».
Ahora bien, como hemos notado anteriormente, toda esta importante verdad se presenta para estimular a los gálatas y a nosotros mismos a la generosidad en nuestras ofrendas, y a este punto el apóstol recurre en el versículo 10. Debemos ser dadores y hacedores del bien a todos los hombres; mientras que la familia de la fe tiene sobre nosotros la prioridad. Por la creación estamos conectados con todos los hombres. Por la redención y sus resultados nos encontramos en la familia de la fe. Lo primero es natural, lo segundo espiritual, y lo espiritual tiene precedencia sobre lo natural.
El apóstol Pablo dio gran importancia a esta carta suya a los gálatas, de ahí el versículo 11. Algunos la traducen como «esta larga carta», de acuerdo con nuestra versión autorizada; otros como «en cuán grandes letras». Si la primera forma es correcta, indica que, en lugar de emplear a uno de sus ayudantes para escribir la carta, él la había escrito toda con su propia mano. Si es la segunda, significa que ahora tomó la pluma para añadir las últimas líneas con su propia mano y escribió con letras extra grandes. En cualquier caso, fue para dar mayor énfasis a sus palabras al comenzar su resumen final.
En el versículo 12 él tiene una última palabra sobre los que habían estado presionando a los gálatas con la circuncisión. Desenmascara una vez más su verdadero objetivo, a saber, mostrar una buena apariencia en la carne y escapar de la persecución que conlleva la cruz de Cristo. Esta no era una acusación aleatoria contra ellos, pues en el versículo 13 lo demuestra por el simple hecho de que mientras presionaban a los gálatas gentiles con la circuncisión como señal de sujeción a la ley, ¡ellos mismos no guardaban la ley! De esa manera se desenmascararon realmente. Solo querían poder presumir de alguna señal carnal y conformarse así al espíritu del mundo.
En contraste con esto, Pablo declara su propia posición en el asunto. No se gloría en la carne, sino en la cruz de nuestro Señor Jesucristo, que ha puesto la sentencia del juicio de Dios tanto en la carne como en el mundo. El apóstol habla de la cruz en su aplicación a sí mismo en lo que respecta al mundo. La crucifixión no era simplemente una muerte, sino una muerte de vergüenza. Es como si dijera: “En la muerte de Cristo, el sistema del mundo ha sido puesto en la horca a mis ojos, y yo he sido puesto en la horca a los ojos del mundo. Yo descarto al mundo como una cosa de vergüenza, y él me descarta a mí como una cosa de vergüenza”. Y lo notable es que en todo eso Pablo se glorificó. No estaba en lo más mínimo deprimido o lúgubre al respecto.
¿Cómo fue esto? Bueno, él conocía el valor de la cruz y ahora tenía ante sus ojos la nueva creación de la que la cruz es la base. En virtud de la cruz podía encontrarse «en Cristo Jesús» y allí está la nueva creación, y la circuncisión como la incircuncisión no tienen ninguna importancia.
Pablo caminó según esta regla; es decir, la regla de la cruz y la nueva creación. Tal es el camino propio de todo cristiano. La cruz es lo que ha desechado todo lo que es malo y ofensivo, ya sea el pecado o Satanás, la carne o el mundo. La nueva creación introduce todo lo que es de Dios y en Cristo Jesús. A la nueva creación pertenecemos nosotros, los cristianos, por lo que según esa regla debemos caminar. La paz y la misericordia están sobre todos aquellos y sobre el verdadero Israel, que actualmente por supuesto se encuentra incorporado en la Iglesia de Dios. Creemos que el apóstol lo pone aquí para despreciar a los maestros judaizantes que defendían una cosa ilegítima.
En este decimosexto versículo leemos por última vez en esta epístola sobre el “andar” del creyente. Hemos leído sobre el andar «conforme a la verdad del evangelio» y sobre el andar «en el Espíritu». Ahora aprendemos que debemos andar según la regla de la nueva creación. ¡Es una norma elevada! Pero no demasiado elevada, ya que hemos sido llevados a la nueva creación en Cristo Jesús, a pesar de que todavía estamos en el cuerpo y la carne sigue en nosotros. Una vez más, vemos cómo todo lo que es cierto para nosotros debe ejercer su influencia en nuestras vidas hoy.
La epístola se cierra de forma un tanto perentoria, incluso como se abrió. Hay un sentimiento de moderación en los dos versículos finales. Pablo tenía sus críticos, como él sabía muy bien. Lo rodeaban en multitud, haciendo todo tipo de insinuaciones hostiles, incluso desafiando su condición de apóstol. Él se deshace de ellos y de sus objeciones. Los romanos tenían la costumbre de marcar a sus esclavos y así poner la cuestión de su propiedad fuera de toda duda. Él era justo así. Él era el siervo de Cristo sin ninguna duda. Los azotes y las lapidaciones sufridas en su servicio habían dejado las marcas del Señor en el cuerpo de Pablo. Eso era más de lo que se podía decir de los estilizados defensores de la circuncisión mientras estaban sentados en sus sillones. No habían sufrido nada. Solo sabían instigar a otros para infligir sufrimiento a alguien como Pablo.
En cuanto a los gálatas, no fueron los instigadores del mal, sino solo las víctimas del mismo, y Pablo buscó su liberación en la gracia del Señor Jesús. Si la gracia del Señor estaba con el espíritu de ellos todo estaría bien.
Para nosotros también, la conclusión de todo el asunto es esta: «es bueno afirmar el corazón por la gracia» (Hebr. 13:9).