Índice general
Marcos
Autor:
1 - Marcos 1
El escritor de este Evangelio fue aquel «Juan también, llamado Marcos» (Hec. 15:37), que fracasó en su servicio cuando estaba con Pablo y Bernabé en su primer viaje misionero, y que después se convirtió en un tema de discordia entre ellos. Primero se falló a sí mismo, y luego se convirtió en la ocasión de un nuevo fracaso con otros más grandes que él. Este fue un lamentable comienzo de su historia, pero finalmente fue tan verdaderamente restaurado que llegó a ser útil al Señor en la exaltada obra de escribir el Evangelio que presenta al Señor Jesús como el perfecto Siervo de Jehová, el verdadero Profeta del Señor.
Él titula su libro «Evangelio» o «Buenas Nuevas» de «Jesucristo, Hijo de Dios», por lo que desde el principio no se nos permite olvidar quién es este Siervo perfecto. Es el Hijo de Dios, y este hecho se ve reforzado por las citas de Malaquías e Isaías en los versículos 2 y 3, donde se ve que Aquel cuyo camino iba a ser preparado es Divino, incluso Jehová mismo. La misión del mensajero, el que clamaba en el desierto, es el comienzo mismo de sus buenas nuevas.
Ese mensajero era Juan el Bautista, y en los versículos 4 a 8 tenemos un breve resumen de su misión y testimonio. El bautismo que predicaba significaba el arrepentimiento, para la remisión de los pecados, y los que se sometían a él venían confesando sus pecados. Tenían que reconocer que estaban equivocados. Por lo tanto, Juan se mantenía muy alejado de la sociedad a la que tenía que condenar. En su ropa, en su comida y en su ubicación, saliendo al desierto, ocupó un lugar aparte.
Moisés había dado la ley. Elías había acusado al pueblo de su alejamiento de ella, y lo había llamado a una nueva fidelidad a la misma. Juan, aunque vino con el espíritu y el poder de Elías, no les instó a cumplirla, sino más bien a confesar honestamente que la habían quebrantado por completo. Esto los preparó para su posterior mensaje sobre aquel infinitamente mayor que estaba por venir, que bautizaría con el Espíritu Santo. Su bautismo sería mucho más grande que el de Juan, así como personalmente el Señor estaba muy por encima de él. Quien puede derramar así el Espíritu Santo no puede ser menos que Dios mismo.
Descrito así el comienzo de las buenas nuevas en la obra de Juan, se nos presenta a continuación el bautismo de Jesús. Este se condensa en los versículos 9 al 11. Aquí, como a lo largo de todo el Evangelio, la máxima brevedad y la concisión son las características del registro. Jesús viene de Nazaret, el lugar humilde y despreciado de Galilea, y se somete al bautismo de Juan; no porque tuviera algo que confesar, sino porque se identificaría con estas almas que, arrepentidas, estaban dando un paso en la dirección correcta. Fue justo entonces, antes de iniciar su ministerio público, cuando se manifestó la aprobación del Cielo al Siervo perfecto, para que nadie malinterpretara su humilde bautismo. El Espíritu descendió sobre Él como una paloma, y se oyó la voz del Padre declarando Su Persona y Su perfección. El Siervo mismo del Señor es sellado con el Espíritu; siendo la paloma el emblema de la pureza y la paz. Habiéndose convertido en Hombre, debe recibir el Espíritu Él mismo; actualmente, en su estado resucitado, derramará ese Espíritu como un bautismo sobre otros. En ese Espíritu siguió adelante capacitado para servir. También hay que notar que, por primera vez, hubo una querida revelación de la Divinidad, como Padre, Hijo y Espíritu Santo.
La primera acción del Espíritu en su caso se nos presenta en los versículos 12 y 13. Al salir a servir a la voluntad de Dios, debe ser probado, y el Espíritu lo impulsa a ello. Aquí encontramos por primera vez la palabra «inmediatamente», que aparece con tanta frecuencia en este Evangelio, aunque a veces se traduce como «luego», «enseguida», «al instante». Si el servicio se presta correctamente, debe caracterizarse por una obediencia rápida, de ahí que veamos a nuestro Señor como uno que nunca perdió un momento en su camino de servicio.
Él debe ser probado antes de servir públicamente, y la prueba tiene lugar de inmediato. Cuando apareció el primer hombre, pronto fue probado por el diablo y cayó. El segundo Hombre ha aparecido ahora y también será probado por el mismo diablo. Solo que, en lugar de estar en un hermoso jardín, está en el desierto, en lo que el primer hombre había convertido su jardín. Él estaba con las bestias que eran salvajes a causa del pecado de Adán. Fue probado durante cuarenta días, el período completo de prueba, y emergió como vencedor, pues santos ángeles le ministraron al final.
No se nos dan aquí detalles sobre las diversas tentaciones; solo el hecho de ellas, las condiciones en que tuvieron lugar y el resultado. El Siervo del Señor es plenamente probado, y su perfección se pone de manifiesto. Está listo para servir. Así, en el versículo 14, Juan es despedido de la historia. El comienzo de las Buenas Nuevas ha terminado, y nos sumergimos sin más explicaciones en un breve registro de su maravilloso servicio.
Su mensaje se describe como «el Evangelio del reino de Dios», y en el versículo 15 se encuentra un resumen muy breve de sus términos. Se había hablado del reino de Dios en el Antiguo Testamento, especialmente en Daniel. En Daniel 9 se había fijado un tiempo determinado para la venida del Mesías y el cumplimiento de la profecía. El tiempo se cumplió, y en su persona el reino estaba cerca de ellos. Él llamó a los hombres a arrepentirse y a creer esto. Con este anuncio llegó a Galilea. Por el momento estaba solo en este servicio.
Pero no estuvo solo por mucho tiempo. Aquí y allá su mensaje fue recibido y de las filas de los que creyeron comenzó a llamar a algunos que debían asociarse más estrechamente con él en su servicio, y a su vez convertirse en «pescadores de hombres». Él mismo era el gran Pescador de hombres, como lo revelan los dos acontecimientos registrados en los versículos 16 a 20. Él sabía a quiénes llamaría a su servicio. Al ver a los hijos de Zebedeo los llamó «al instante», y se dice de los hijos de Jonás que cuando los llamó «al instante dejaron las redes y le siguieron». Como el gran Siervo de Dios, fue rápido en emitir su llamado: como siervos fueron rápidos en obedecer.
Es digno de mención que los cuatro que fueron llamados eran hombres diligentes en su trabajo. Pedro y Andrés se dedicaban a la pesca. Santiago y Juan no estaban holgazaneando durante su tiempo de ocio. Estaban remendando las redes.
Nótese en el versículo 16, «Al pasar [él]», más en el versículo 21, «entraron [ellos]». Los hombres a los que había llamado estaban ahora con él, escuchando sus palabras y viendo sus obras de poder. Al entrar en Capernaum, enseñó «enseguida» en el día de reposo, y la autoridad marcó sus palabras. Los escribas eran meros revendedores de los pensamientos y opiniones de otros, apoyándose en la autoridad de los grandes rabinos de épocas anteriores, así que fue esta nota de autoridad la que asombró a la gente. Era tan distinta que la detectaron de inmediato. Él era, en efecto, aquel Profeta con las palabras de Jehová en su boca, del que Moisés había hablado en Deuteronomio 18:18-19.
Y no solo tenía autoridad, sino también poder, una verdadera fuerza dinámica. Esto se manifestó en la misma ocasión en su tratamiento del hombre con un espíritu inmundo. Controlado por el demonio, el hombre lo reconoció como el Santo de Dios, aun así, pensó en Él como alguien que se empeñaba en destruirlo. Desafiado de este modo, el Señor se reveló como el Liberador y no como el destructor. Es el diablo quien es el destructor, y por eso el demonio, que era su siervo, hizo todo lo que pudo en este sentido al desgarrar al pobre hombre antes de salir de él. No pudo retener a su víctima en sus garras en presencia del poder del Señor.
De nuevo la gente se llenó de asombro. Ahora veían la «autoridad» expresada en su obra, como antes la habían sentido en su palabra. Por lo tanto, su pregunta era doble: ¿Qué es esto? y ¿Qué nueva doctrina es esta? Estas dos cosas deben mantenerse siempre unidas en el servicio de Dios. La palabra debe ser apoyada por la obra. Cuando no es así, o cuando, peor aún, nuestras obras contradicen nuestras palabras, nuestro servicio es débil o vano.
En su caso, ambas cosas eran perfectas. Su enseñanza estaba llena de autoridad, y con igual autoridad ordenaba la obediencia incluso de los demonios; de ahí que su fama se extendiera por toda la provincia con una celeridad que estaba en consonancia con la prontitud de su maravilloso servicio a Dios en relación con el hombre.
Todavía no hemos terminado con las actividades de este maravilloso día en Capernaum, pues el versículo 29 nos dice que, habiendo salido de la sinagoga, entraron en la casa de Simón y Andrés. Esto lo hicieron «inmediatamente», esa misma palabra característica que indica prontitud. No hubo pérdida de tiempo con nuestro bendito Maestro, ni tampoco con sus nuevos seguidores, pues le presentaron «enseguida» -la misma palabra- el caso de necesidad en aquella casa. La necesidad humana, el fruto del pecado humano, le salía al encuentro a cada paso. Era tan evidente en la casa de los que se habían convertido en sus seguidores como lo había sido en la sinagoga, el centro local de sus observancias religiosas.
El poder demoníaco se manifestaba en el círculo religioso, y la enfermedad en el círculo doméstico. Él fue más que eficaz para ambos. El demonio abandonó al hombre por completo y de inmediato. La fiebre abandonó a la mujer con similar prontitud, y no fue necesario ningún período de convalecencia antes de que ella reanudara sus tareas domésticas ordinarias. No fue de extrañar que muy pronto «toda la ciudad se juntó a la puerta».
El cuadro presentado en los versículos 32 al 34, es muy hermoso. «Por la tarde, cuando se puso el sol», habiendo terminado el trabajo del día, las multitudes se reunieron trayendo una gran afluencia de gente necesitada, y él dispensó la misericordia de su poder sanador en todas las direcciones. No permitiría que los poderes de las tinieblas dieran testimonio de él. La misericordia y el poder desplegados eran testimonio suficiente de quién era el que servía entre los hombres. En su Evangelio, Juan nos dice que hubo muchas otras cosas que Jesús hizo, que no han sido registradas. Aquí se indican algunas sin que se den detalles.
El relato, tal como nos lo cuenta Marcos, avanza rápidamente. Hasta la noche, la obra de misericordia continuó, y luego, mucho antes del día, él se levantó y buscó la soledad para orar. Acabamos de observar la autoridad y el poder del perfecto Siervo de Dios. Aquí vemos su dependencia de Dios, sin la cual no puede haber un verdadero servicio. El Siervo debe depender del Maestro, y aunque él, quien sirve, es «Hijo», no prescinde de esta característica: más bien él es la más alta expresión de ella en la obediencia perfecta. Leemos que aprendió la obediencia «por las cosas que sufrió» (Hebr. 5:8); y esta palabra abarca, sin duda, todo su camino aquí y no solo las escenas finales de sufrimiento de índole más físico.
¡Qué voz tiene esto para todos los que sirven, no importa cuán pequeño sea nuestro servicio! Su día estaba tan lleno de actividad que se tomaba gran parte de la noche para orar: y era el Hijo de Dios. Gran parte de nuestra impotencia es ocasionada por nuestra carencia en materia de oración solitaria.
Los cuatro versículos siguientes (36-39) nos muestran la devoción del Siervo de Dios. Simón y otros parecen haber considerado su retiro como una desconfianza inexplicable, o tal vez como una pérdida de tiempo valioso. Todos lo buscaban, y él parecía estar perdiéndose de esta marea de popularidad. Pero la popularidad no era en absoluto su objetivo. Él había salido al servicio para predicar el mensaje Divino, y por eso, sin tener en cuenta el sentimiento popular, siguió con su servicio por las ciudades de Galilea. Se dedicó a la misión que se le había encomendado.
Y ahora, en los versículos que cierran este primer capítulo, tenemos un hermoso cuadro de la compasión de este perfecto Siervo de Dios. Se le acercó un leproso, que era el espécimen más repugnante de la humanidad. El pobre hombre tenía algo de fe, pero era defectuosa. Confiaba en Su poder, pero dudaba de Su gracia. Nosotros nos habríamos sentido conmovidos por la repugnancia, considerablemente teñida de indignación por la aspiración que se arrojaba sobre nuestros sentimientos bondadosos. Él se sintió conmovido por la compasión. Conmovido, ¡fíjense! No solo vio a este miserable espécimen con amor compasivo, sino que actuó. El profundo manantial de amor Divino que había en él se elevó y se desbordó. Con su mano lo tocó y con sus labios habló, y el hombre fue sanado.
En realidad, no había necesidad de que lo tocara, pues el Señor curó muchos casos desesperados a distancia. Ningún judío habría concebido la idea de tocarlo y así contraer la corrupción, pero el Señor lo hizo. Él estaba más allá de toda posibilidad de contaminación, y su toque era de simpatía, así como de poder. Confirmó su palabra, «Quiero», y eliminó toda duda de la mente del hombre acerca de Su voluntad, para siempre.
Nuevamente vemos que nuestro Señor no buscó el entusiasmo popular ni la notoriedad. Su instrucción al hombre fue que permitiera que el testimonio de su curación fluyera por el cauce indicado por Moisés. Sin embargo, él, lleno de deleite, hizo precisamente lo que se le había dicho que no hiciera, y como consecuencia de ello, durante algunos días el Señor tuvo que rehuir las ciudades y habitar en lugares desiertos. Pocas cosas despiertan más el interés y la excitación humana que la curación milagrosa, pero él buscaba resultados espirituales. Hay movimientos modernos de sanación que crean un considerable entusiasmo, a pesar de que sus supuestas «sanidades» son muy diferentes a las de nuestro Señor. Los actores de estos movimientos ciertamente no se retiran del fuego de la publicidad, sino que se deleitan en él.
2 - Marcos 2
Este capítulo se abre con otra obra de poder que tuvo lugar en una casa particular, cuando después de algún tiempo él estaba de nuevo en Capernaúm. Esta vez, se vislumbra una clase de fe muy firme, y eso, notablemente, por parte de los amigos y no por parte del que sufre. El Señor estaba de nuevo predicando la Palabra. Ese era su servicio principal; la obra de curación era incidental.
Los cuatro amigos tenían esa clase de fe que se ríe de las imposibilidades y dice: «Se hará», y Jesús lo vio. Se ocupó al instante del aspecto espiritual de las cosas, concediendo el perdón de los pecados al paralítico. Esto no era más que una blasfemia para los escribas razonadores que estaban presentes. Tenían razón al pensar que nadie más que Dios puede perdonar los pecados, pero estaban totalmente equivocados al no discernir que Dios estaba presente entre ellos y hablaba en el Hijo del hombre. El Hijo del hombre estaba en la tierra, y en la tierra tiene autoridad para perdonar los pecados.
Sin embargo, el perdón de los pecados no es algo visible a los ojos de los hombres; debe ser aceptado por la fe en la Palabra de Dios. La curación instantánea de un caso grave de enfermedad corporal es visible a los ojos de los hombres, y el Señor procedió a realizar este milagro. No podían liberar al hombre de las garras de su enfermedad, como tampoco podían perdonar sus pecados. Jesús podía hacer ambas cosas con la misma facilidad. Él hizo ambas cosas, apelando al milagro en el cuerpo como prueba del milagro en el alma. De este modo, puso las cosas en su orden correcto. El milagro espiritual era primario, el corporal era solo secundario.
De nuevo en este caso el milagro fue instantáneo y completo. El hombre, que había estado totalmente desvalido, se levantó de repente, recogió su cama y salió delante de todos de una manera que hizo que todos glorificaran a Dios. El Señor ordenó y el hombre no tuvo más opción que obedecer, pues la habilitación iba acompañada con la orden.
A este incidente, que subraya el objeto espiritual del servicio de nuestro Señor, le sigue el llamamiento de Leví, conocido después como Mateo el publicano. El llamado de este hombre a seguir al Maestro ejemplifica la poderosa atracción de su palabra. Una cosa era llamar a los humildes pescadores de sus redes y de su trabajo, y otra era llamar a un hombre de recursos de la agradable tarea de recoger el dinero. Pero él lo hizo con una palabra. «Sígueme», cayó en los oídos de Leví con tal fuerza que «se levantó, y lo siguió». ¡Que Dios nos conceda sentir el poder de esa palabra en nuestros corazones!
Qué maravilloso vislumbre se nos ha concedido del Siervo del Señor, de su prontitud, de su autoridad, de su poder, de su dependencia, de su devoción, de su compasión, de su rechazo de lo popular y de lo superficial en favor de lo espiritual y de lo permanente; y, por último, de su poderoso atractivo.
Habiéndose levantado para seguir al Señor, Leví pronto declaró su discipulado de manera práctica. Recibió a su nuevo Maestro en su casa junto con un gran número de publicanos y pecadores, mostrando así algo del espíritu del Maestro. Cambió el estar «sentado en su puesto de recaudación de impuestos» por la dispensación de la generosidad, para que otros pudieran sentarse a su mesa. Comenzó a cumplir la palabra: «Reparte, da a los pobres» (Sal. 112:9), y eso evidentemente sin que se le dijera que lo hiciera. Comenzó a dar hospitalidad a los suyos para que ellos también pudieran conocer a aquel que había ganado su corazón.
En esto él es un excelente modelo para nosotros. Comenzó a gastar en los demás. Hizo lo que más fácilmente estaba a su alcance. Reunió para el encuentro con el Señor a aquellos que estaban necesitados, y que lo sabían, en lugar de aquellos que estaban religiosamente satisfechos de sí mismos. Había descubierto que Jesús era un Dador, que buscaba a los que debían ser receptores.
Todo esto fue observado por los escribas y fariseos autocomplacientes, que expresaron su objeción en forma de pregunta a sus discípulos. ¿Por qué él se relacionaba con gente tan baja y degradada? Los discípulos no tuvieron que responder, porque él mismo aceptó el cuestionamiento. Su respuesta fue completa y satisfactoria y se ha convertido en un dicho casi proverbial. El enfermo necesita al médico, y los pecadores necesitan al Salvador. No a los justos sino a los pecadores vino a llamar.
Los escribas y fariseos podían estar bien versados en la ley, pero no entendían la gracia. Ahora él era el Siervo de la gracia de Dios, y Leví había vislumbrado esto. ¿Y nosotros? Mucho más que Leví deberíamos haberlo hecho, ya que vivimos en el momento en que el día de la gracia ha llegado a su mediodía. Sin embargo, es posible que nos sintamos un poco heridos con Dios porque es tan bueno con la gente que nos gustaría denunciar, como hizo Jonás en el caso de los ninivitas, y como hicieron los fariseos con los pecadores. El gran Siervo de la gracia de Dios está a disposición de todos los que lo necesitan.
El siguiente incidente –versículos 18 al 22– revela a los objetores de nuevo en acción. Anteriormente se quejaron del Maestro a los discípulos: ahora es de los discípulos al Maestro. Evidentemente les faltaba valor para enfrentarse cara a cara. Este método oblicuo de señalar las faltas es muy común, dejémoslo. En ninguno de los dos casos los discípulos tuvieron que responder. Cuando los fariseos sostenían la exclusividad de la ley, él se enfrentó a ellos afirmando la expansividad de la gracia, y los hizo callar. Ahora ellos quieren imponer a los discípulos la esclavitud de la ley, y él afirma con la mayor eficacia la libertad de la gracia.
La parábola o figura que utilizó infiere claramente que él mismo era el Esposo, la Persona central de importancia. Su presencia lo gobernaba todo y aseguraba una maravillosa plenitud de provisión. En un momento dado, él estaría ausente y entonces el ayuno sería más que apropiado. Tomemos nota de esto, pues vivimos en el día en que el ayuno es algo conveniente. El Esposo ha estado ausente por mucho tiempo, y lo estamos esperando. En el momento en que el Señor habló, los discípulos se encontraban en la posición de un remanente piadoso en Israel que recibía al Mesías cuando venía. Después de Pentecostés fueron bautizados en un solo Cuerpo, y fueron edificados en los cimientos de esa ciudad que es llamada «la novia, la esposa del Cordero» (Apoc. 21:9). Entonces tuvieron el lugar de la novia y no el de los hijos de la cámara nupcial; y esa posición es la nuestra hoy. Esto solo aclara aún más que lo que nos conviene no es el banquete, sino el ayuno. El ayuno es abstenerse de las cosas lícitas para estar más enteramente para Dios, y no la mera abstinencia de alimentos por un cierto arrebato.
Los fariseos eran partidarios de mantener la ley intacta. El peligro para los discípulos, como demostraron los acontecimientos posteriores, no era tanto aquello sino el intentar una mezcla de judaísmo con la gracia que el Señor Jesús trajo. El sistema de la ley era como un vestido desgastado, o un viejo odre de vino. Él estaba trayendo algo que era como un pedazo fuerte de tela nueva, o vino nuevo con sus poderes de expansión. En los Hechos podemos ver cómo las viejas formas externas de la ley cedieron ante el poder expansivo del Evangelio.
De hecho, lo vemos en el siguiente incidente con el que se cierra el capítulo 2. De nuevo vienen los fariseos a quejarse de los discípulos al Maestro. La ofensa ahora era que ellos no encajaban exactamente sus actividades en el «odre viejo» de ciertas regulaciones relativas al sábado. Los fariseos llevaban la observancia del sábado tan lejos que condenaban incluso el frotar espigas en la mano, como si se tratara del funcionamiento de un molino. Ellos sostenían una interpretación muy rígida de la ley en estos asuntos menores. Ellos eran los que guardaban la ley con un cuidado meticuloso, mientras que consideraban que los discípulos eran flojos.
El Señor atendió su queja y defendió a sus discípulos recordándoles dos cosas. En primer lugar, que debían conocer las Escrituras, las cuales registraban la forma en que David se había alimentado a sí mismo y a sus seguidores en una emergencia. Lo que ordinariamente no era lícito fue permitido en un día en que las cosas estaban fuera de curso en Israel debido al rechazo del rey legítimo. 1 Samuel 21 nos habla de ello. Una vez más las cosas estaban fuera de curso y el Rey legítimo a punto de ser rechazado. En ambos casos, las necesidades relacionadas con el Ungido del Señor deben prevalecer sobre los detalles relacionados con las exigencias ceremoniales de la ley.
En segundo lugar, el sábado fue instituido para el beneficio del hombre, y no al revés. Por lo tanto, el hombre tiene precedencia sobre el sábado; y el Hijo del hombre, que tiene dominio sobre todos los hombres, según el Salmo 8, debe ser el Señor del sábado, y por ende competente para disponer de él según su voluntad. ¿Quiénes eran los fariseos para cuestionar su derecho a hacerlo? - a pesar de que él había venido entre los hombres en forma de Siervo.
El Señor del sábado estaba entre los hombres y se le rechazaba. En estas circunstancias, la preocupación de estos estrictos defensores de la ley ceremonial estaba fuera de lugar. Sus «odres» estaban gastados, y eran incapaces de contener la gracia expansiva y la autoridad del Señor. El «odre» del sábado se rompe ante sus propios ojos.
3 - Marcos 3
Sin embargo, los fariseos no estaban convencidos en absoluto, y reabrieron la cuestión un poco más tarde, cuando en otro sábado él entró en contacto con la necesidad humana en una de sus sinagogas. El conflicto se desató en torno al hombre con la mano paralizada. Observaron a Jesús anticipando que se les proporcionaría un punto de ataque. Él aceptó el desafío tácito que había en sus corazones diciendo al hombre: «Levántate» (v. 3), haciéndolo así muy visible, y asegurando que el desafío fuera reconocido por todos los presentes.
Se plantea ahora otra cuestión relativa al sábado. ¿Es la intención de Dios que la ley prohíba tanto el bien como el mal? ¿El sábado hace ilegal el realizar un acto de misericordia?
La pregunta: «¿Es lícito... hacer bien o hacer mal?» puede relacionarse con Santiago 4:17. Si conocemos el bien y sin embargo lo omitimos, es pecado. ¿Debería el perfecto Siervo de Dios, que conocía el bien, y además tenía pleno poder para ejecutarlo, retener su mano para hacerlo porque resultaba ser día de reposo? ¡Imposible!
De esta manera tan sorprendente, el santo Siervo de Dios reivindicó su ministerio de misericordia en presencia de aquellos que habrían atado Sus manos con interpretaciones rígidas de la ley de Dios. Es importante que aprendamos la lección que nos enseña todo esto, en caso de que caigamos en un error similar. La «ley de Cristo» es muy diferente en carácter y espíritu de la «ley de Moisés», y sin embargo puede ser mal utilizada de manera similar. Si el yugo ligero y fácil de Cristo se tuerce de tal manera que se vuelve una carga agobiante, y también en un obstáculo manifiesto para la salida de la gracia y la bendición, se convierte en una perversión más grave que todo lo que vemos en estos versículos.
Los corazones de los fariseos eran duros. Eran bastante sensibles en cuanto a los tecnicismos de la ley, pero duros en cuanto a cualquier preocupación por la necesidad humana, o cualquier sentido de su propio pecado. Jesús vio el terrible estado en que se encontraban y se afligió, pero no retuvo la bendición. Curó al hombre y los dejó con su pecado. Estaban indignados porque él había roto uno de sus preciosos puntos legales. Ellos mismos salieron a ultrajar uno de los principales puntos de la ley, tramando un asesinato. ¡Así es el fariseísmo!
Ante este odio asesino, el Señor se retiró con sus discípulos. Al final del capítulo 1 vemos cómo él se retira del fulgor de la popularidad. No buscaba el favor, ni deseaba suscitar conflictos. Aquí encontramos al Siervo perfecto actuando justo de la manera que se ordena a los siervos del Señor en 2 Timoteo 2:24.
Pero era tal su atractivo que los hombres se abalanzaban sobre él incluso cuando se retiraba. Multitudes se agolparon en torno a él, y su gracia y poder se manifestaron en muchas direcciones, y los espíritus inmundos reconocieron en él al Maestro a quien debían obedecer, aunque él no aceptara su testimonio. Él bendijo a los hombres y los liberó, pero no buscó nada de ellos. Primero tuvo una pequeña barca en el lago en la que él pudo retirarse de la multitud; y luego subió a un monte, donde llamó junto a él solo a los que quiso, y de ellos eligió a doce que iban a ser apóstoles.
Así que no solo respondió al odio de los líderes religiosos retirándose de ellos, sino también llamando a los doce que a su debido tiempo saldrían como una extensión de Su inigualable servicio. Se preparó así para ampliar el servicio y el testimonio. Los doce elegidos debían estar con él, y luego, cuando su período de instrucción y preparación estuviera completo, los enviaría. El período de su formación dura hasta el versículo 6 de Marcos 6. En el versículo 7 de ese capítulo comienza el relato de su envío real.
Esto de estar «con él» es de inmensa importancia para el que es llamado al servicio. Es tan necesario para nosotros como lo fue para ellos. Ellos tenían su presencia y compañía en la tierra. Nosotros no tenemos eso, pero tenemos su Espíritu dado a nosotros y su Palabra escrita. De esta manera podemos estar capacitados para mantener el contacto con él en oración, y obtener esa sola educación espiritual que nos capacita para servirle inteligentemente. Los doce fueron primero elegidos, luego educados y después enviados con el poder que se les confirió. Este es el orden divino, y vemos estas cosas expuestas en los versículos 14 y 15.
Habiendo llamado y elegido a los doce en el monte, él regresó a las moradas de los hombres y estuvo en una casa. En seguida se reunieron las multitudes. La atracción que ejercía era irresistible, y las exigencias sobre él eran tales que no había tiempo libre para las comidas. Así que lo primero que presenciaron los doce cuando empezaron a estar con él fue esta fuerte marea de interés y la aparente popularidad de su Maestro.
Sin embargo, pronto vieron otra cara de las cosas, y en primer lugar que él era totalmente incomprendido por los que estaban más cerca de él según la carne. Los «suyos» eran, por supuesto, sus parientes, y estaban llenos, sin duda, de una preocupación bienintencionada por él. No podían entender esos trabajos incesantes y sentían que debían ponerle una mano de contención como si estuviera fuera de sí. En Juan 7:5 se arroja luz sobre esta extraordinaria actitud por parte de ellos. En este punto de su servicio, sus hermanos no creían en él, y aparentemente incluso su madre no tenía todavía más que una vaga idea de lo que realmente él estaba haciendo.
Pero, en segundo lugar, había enemigos, que se estaban volviendo aún más amargos y sin escrúpulos. En el versículo 6 de nuestro capítulo vimos a los fariseos haciéndose amigos de sus antagonistas, los herodianos, para tramar su muerte. Ahora encontramos a los escribas haciendo un viaje desde Jerusalén para oponerse a él y denunciarlo. Esto lo hacen de la manera más temeraria, atribuyendo sus obras de misericordia al poder del diablo. No se trataba de un simple insulto vulgar, sino de algo deliberado y astuto. No pudieron negar lo que él hizo, pero intentaron ensuciar su carácter. Miraron sus milagros de misericordia de lleno, y luego los declararon deliberada y oficialmente como obras del diablo. Este fue el carácter de su blasfemia, y es bueno ser muy claro al respecto en vista de las palabras del Señor en el versículo 29.
Pero, ante todo, él los llamó y les respondió apelando a la razón. Su objeción blasfema implicaba un absurdo. Ellos sugerían, en efecto, que Satanás estaba ocupado en expulsar a Satanás, que su reino y su casa estaban divididos contra sí mismos. Eso, si fuera cierto, significaría el fin de todo quehacer satánico. Satanás es demasiado astuto para actuar de esa manera.
Debemos admitir, por desgracia, que nosotros los cristianos no hemos sido demasiado astutos para actuar de esa manera. La cristiandad está llena de divisiones de ese tipo suicida, y es el propio Satanás quien, sin duda, es el instigador de las mismas. Si no fuera porque el poder del Señor Jesús en lo alto ha permanecido inalterado, y porque el Espíritu Santo mora, habitando en la verdadera Iglesia de Dios, la confesión pública del cristianismo habría perecido hace tiempo. Que la fe no haya perecido de la tierra es un tributo no a la sabiduría de los hombres sino al poder de Dios.
Habiendo expuesto la insensatez de sus palabras, el Señor procedió a dar la verdadera explicación de lo que había estado sucediendo. Él era aquel más poderoso que el hombre fuerte, y ahora estaba ocupado en saquear sus bienes, liberando a muchos que habían sido cautivados por él. Satanás estaba atado en la presencia del Señor.
En tercer lugar, él advirtió claramente a estos desdichados hombres de la enormidad del pecado que habían cometido. El Siervo perfecto había estado liberando a los hombres de las garras de Satanás con la energía del Espíritu Santo. Para no admitirlo, denunciaron la acción del Espíritu Santo como la acción de Satanás. Esto era pura blasfemia; la blasfemia ciega de los hombres que cierran sus ojos a la verdad. Se pusieron a sí mismos más allá del perdón con nada más que la condenación eterna por delante. Habían llegado a ese temible estado de odio endurecido y ceguera que una vez caracterizó a Faraón en Egipto, y que en una fecha posterior marcó al reino del norte de Israel, cuando la palabra del Señor fue: «Efraín se ha unido a los ídolos; déjalo» (Oseas 4:17). Dios dejaría en paz a estos escribas de Jerusalén, y eso no significaba el perdón sino la condenación.
Este era, pues, el pecado imperdonable. Comprendiendo lo que realmente es, podemos ver fácilmente que las personas de conciencia sensible, que hoy se preocupan porque temen haberlo cometido, son las últimas personas que realmente lo han hecho.
El capítulo se cierra con la llegada de los familiares de los que nos ha hablado el versículo 21. Las palabras del Señor sobre su madre y sus hermanos han parecido a algunos innecesariamente duras. Ciertamente había en ellas una nota de severidad, ocasionada por la actitud de ellos. El Señor estaba aprovechando la oportunidad para dar una instrucción necesaria a sus discípulos. Ellos lo habían visto en medio de mucho trabajo, y aparentemente popular; y también en el centro de una oposición blasfema. Ahora iban a tener una impresionante demostración del hecho de que las relaciones que Dios reconoce y honra son aquellas que tienen una base espiritual.
Antiguamente, en Israel, las relaciones en la carne contaban para mucho. Ahora deben dejarse de lado en favor de lo espiritual. Y la base de lo que es espiritual está en la obediencia a la voluntad de Dios: y para nosotros hoy la voluntad de Dios está consagrada en las Sagradas Escrituras. La obediencia es lo más importante. Está en la base de todo servicio verdadero, y debe marcarnos si queremos estar en relación con el único Siervo verdadero y perfecto. ¡No lo olvidemos nunca!
4 - Marcos 4
El capítulo anterior termina con la solemne declaración del Señor de que las relaciones que ahora iba a reconocer eran las que tenían una base espiritual en la obediencia a la voluntad de Dios. Esta declaración suya debe haber suscitado necesariamente en la mente de los discípulos algunas preguntas sobre cómo podrían saber cuál es la voluntad de Dios. Al abrir este capítulo encontramos la respuesta. Es por su palabra, que nos transmite las buenas nuevas de lo que él es, y de lo que ha hecho por nosotros. De estas cosas surge su voluntad para nosotros.
Todavía había grandes multitudes esperándolo, de modo que él les enseñaba desde una barca; pero fue en este momento cuando comenzó a hablar en parábolas. La razón de esto se da en los versículos 11 y 12. Los dirigentes del pueblo ya le habían rechazado, como se ha puesto de manifiesto en el último capítulo, y el pueblo mismo estaba en general impasible, salvo por la curiosidad y el amor a lo sensacional, y a «los panes y los peces». A medida que pasara el tiempo, ellos se desviarían y apoyarían a los líderes en su hostilidad asesina. El Señor lo sabía, por lo que comenzó a presentar su enseñanza de tal forma que se reservara para los que tenían oídos para oír. En el versículo 11 él habla de «los de afuera».
Esto muestra que ya se estaba manifestando una brecha, y los de «adentro» podían distinguirse de los de «afuera». Los de dentro podían ver y oír con percepción y entendimiento, y así el «misterio» o «secreto» del reino de Dios se les hacía evidente. Los demás estaban ciegos y sordos, y se les cerraba el camino de la conversión y el perdón. Si la gente no quiere oír, llega un momento en que no puede hacerlo. El pueblo quería un Mesías que les trajera prosperidad y gloria mundanas. No les servía, como demostraron los acontecimientos, un Mesías que les trajera el reino de Dios en la forma misteriosa de la conversión y el perdón de los pecados.
Hoy tenemos el reino de Dios precisamente en esta forma misteriosa, y entramos en él mediante la conversión y el perdón, porque así es como se establece la autoridad de Dios en nuestros corazones. Todavía estamos esperando el reino en su gloria y poder desplegados.
La primera parábola de este capítulo es la del sembrador, la semilla y sus efectos. Habiéndola pronunciado, él concluyó con las solemnes palabras: «Quien tenga oídos para oír, que oiga». La posesión de oídos para oír, o su ausencia, indicaría de inmediato si un hombre pertenecía al «adentro» o al «afuera». La masa de sus oyentes evidentemente pensó que era una historia bonita y agradable al oído, pero lo dejaron así, mostrando que estaban afuera. Algunos otros, junto con los discípulos, no se contentaron con esto. Querían llegar a su significado interior, y llevaron sus investigaciones más allá. Ellos pertenecían al adentro.
La palabra del Señor en el versículo 13 muestra que esta parábola del sembrador debe ser entendida o sus otras parábolas no serán inteligibles para nosotros. Tiene la llave que abre toda la serie. El Señor Jesús, cuando vino, trajo en primer lugar una prueba suprema a Israel. ¿Recibirían ellos al Hijo muy amado, y rendirían a Dios el fruto que le correspondía bajo el cultivo de la ley? Se hacía evidente que no lo harían. Pues bien, debía inaugurarse una segunda cosa. En lugar de exigirles nada, él sembraría la Palabra que, a su debido tiempo, al menos en algunos casos, produciría el fruto deseado. Esto es lo que indica la parábola, y si no captamos su significado no entenderemos lo que posteriormente él tiene que decirnos.
El Señor mismo fue el Sembrador, sin duda, y la Palabra fue el testimonio Divino que él difundió, pues la «salvación tan grande… fue anunciada al principio por el Señor, y nos llegó confirmada por los que la oyeron» (Hebr. 2:3). En el Evangelio de Juan descubrimos que Jesús es la Palabra. Aquí él siembra la palabra. ¿Quién podría sembrarla como él, que lo era? Pero incluso cuando él sembró la palabra, no todos los granos que sembró fructificaron. Solo en uno de los cuatro casos se produjo fruto.
Es igualmente cierto que la parábola se aplica en sus principios a todos los sub-sembradores que han salido con la palabra enviada por él, desde aquel día hasta hoy. Por lo tanto, todo sembrador de la semilla debe esperar encontrarse con todas estas variedades de experiencia, como se indica en la parábola. Los siervos imperfectos de hoy no pueden esperar cosas mejores que las que marcaron la siembra del Siervo perfecto en su día. La semilla era la misma en cada caso. Toda la diferencia radicaba en el estado de la tierra sobre la que caía la semilla.
En el caso de los oyentes junto al camino, la palabra no tuvo ninguna entrada. Sus corazones eran como un sendero bien pisado. No se produjo ni siquiera una impresión superficial, y Satanás, por medio de sus numerosos agentes, eliminó completamente la palabra. Su caso era uno de completa indiferencia.
Los oyentes de los pedregales son las personas impresionables pero superficiales. Responden a la palabra de inmediato con alegría, pero son bastante insensibles en cuanto a sus implicaciones reales. Se dijo de los verdaderos conversos que recibieron «la palabra en medio de mucha aflicción, con el gozo del Espíritu Santo» (1 Tes. 1:6). Esta aflicción, que precedió a su alegría, fue el resultado de haber sido despertados a su pecado bajo el poder de convicción de la Palabra. El oyente de los pedregales se salta la aflicción, porque es insensible a su verdadera necesidad, y se entrega a una alegría meramente superficial, que se desvanece en presencia de la prueba; y él se desvanece con ella.
Los oyentes del terreno entre los espinos son las personas preocupadas. El mundo llena sus pensamientos. Si son pobres, están agobiados en sus afanes; si son ricos, en sus riquezas y en los placeres que estas conllevan. Si no son ni pobres ni ricos, están los deseos de otras cosas. Han salido de la pobreza, y anhelan más de las cosas buenas del mundo que parecen estar a su alcance. Absortos por el mundo, la palabra se ahoga.
Los oyentes de la tierra buena son los que no solo oyen la palabra, sino que la reciben y dan fruto. El terreno ha quedado bajo la acción del arado y el rastrillo. Así pues, ha sido preparado. Sin embargo, no toda la tierra buena es igualmente fértil. Puede que no haya la misma cantidad de frutos, pero los hay.
En todo esto había una gran enseñanza para los discípulos, y también para nosotros. En ese momento él iba a enviarlos a predicar, y entonces ellos también se convertirían en sembradores. Debían saber que era la Palabra lo que tenían que sembrar, y también lo que debían esperar cuando la sembraran. Entonces no se verían excesivamente afectados cuando gran parte de la semilla sembrada pareciera perderse; o cuando, apareciendo algún resultado, se desvaneciera después de un tiempo; o incluso cuando, apareciendo el fruto, no hubiera tanto fruto como habían esperado. Si sabemos qué es lo que se pretende, por un lado, y qué se puede esperar, por otro, somos fortificados y fortalecidos en gran medida en nuestro servicio.
Debemos recordar que esta parábola se aplica tanto a la siembra de la semilla de la Palabra en el corazón de los santos como en el de los pecadores. Por lo tanto, meditemos en ella con corazones muy ejercitados en cuanto a cómo recibimos nosotros mismos la palabra que oímos, así como a la forma en que otros pueden recibir la palabra que les presentamos.
En los versículos 21 y 22 sigue la breve parábola de la lámpara, y luego en el versículo 23 otra palabra de advertencia en cuanto a tener oídos para oír. A primera vista, la transición de la semilla sembrada en el campo a la lámpara encendida en una casa puede parecer incongruente y desconectada, pero, si realmente tenemos oídos para oír, pronto veremos que en su significado espiritual ambas parábolas son congruentes y están conectadas. Cuando la palabra de Dios se recibe en un corazón ejercitado y preparado, produce un fruto que Dios aprecia, y también una luz que ha de ser vista y apreciada por los hombres.
Ninguna lámpara se enciende para ser escondida bajo un almud o una cama. Debe derramar sus rayos de luz desde el candelero. La segunda parte del versículo 22, es bastante llamativa en la Nueva Traducción, «ni nada guardado en secreto, que no salga a plena luz». La obra de Dios en el corazón por medio de su palabra tiene lugar secretamente, y el ojo de Dios discierne el fruto cuando comienza a aparecer. Pero a su debido tiempo lo que ha tenido lugar en secreto debe salir a la luz. Toda conversión verdadera es como la iluminación de una lámpara nueva.
El almud puede simbolizar los negocios de la vida, y la cama la comodidad y el placer de la vida. No se debe permitir que ninguno de ellos oculte la luz, así como no se debe permitir que las preocupaciones y las riquezas y las «otras cosas» ahoguen la semilla que se siembra. ¿Tenemos oídos para oír esto? ¿Dejamos que brille la luz de nuestra pequeña lámpara? No hay nada oculto que no se manifieste, por lo que es muy cierto que, si se ha encendido una luz, está destinada a brillar. Si no se manifiesta nada, es porque no hay nada que manifestar.
A esta parábola le sigue la advertencia de lo que oímos. Los manejos de Dios en su gobierno de los hombres entran en este asunto. De la manera como medimos las cosas, así se nos medirá a nosotros. Si realmente oímos la palabra de tal manera que entramos en posesión de ella, ganaremos más. Si no lo hacemos, empezaremos a perder incluso lo que teníamos. En Lucas 8:18, tenemos expresiones similares relacionadas con el «cómo» escuchamos. Aquí se vinculan con el «qué» oímos.
En la parábola del sembrador se enfatiza cómo oímos, pero lo que oímos es por lo menos de igual importancia. A no pocos se les ha quitado incluso lo que tenían al prestar sus oídos al error. Ellos oyeron, y oyeron muy atentamente, pero, ¡ay! lo que oyeron no era la verdad, y los pervirtió. Si a través de nuestros oídos se siembra el error en nuestros corazones, este producirá su desastrosa cosecha, y el gobierno de Dios lo permitirá, y no lo impedirá.
Los versículos 26 al 29 están ocupados con la parábola relativa a la obra secreta de Dios. Un hombre siembra la semilla, y cuando la cosecha está madura se pone de nuevo a trabajar, metiendo la hoz para segar. Pero en lo que respecta al crecimiento real de la semilla, desde sus primeras etapas hasta la plena fructificación, no puede hacer nada. Durante muchas semanas duerme y se levanta, de noche y de día, y los procesos de la naturaleza, que Dios ha ordenado, hacen silenciosamente el trabajo, aunque él no los entienda. Él «no sabe cómo», es cierto hoy en día. Los hombres han llevado sus investigaciones muy lejos, pero el verdadero cómo de los maravillosos procesos, llevados a cabo en el gran taller de la naturaleza de Dios, todavía se les escapa.
Lo mismo sucede en lo que podemos llamar el taller espiritual de Dios, y es bueno que lo recordemos. Algunos de nosotros estamos muy ansiosos por analizar y describir los procesos exactos de la obra del Espíritu en las almas. Estas cosas ocultas ejercen a veces una gran fascinación sobre nuestras mentes, y deseamos tener la maestría de todo el proceso. No es posible hacerlo. Es nuestro feliz privilegio sembrar la semilla, y también, a su debido tiempo, meter la hoz y segar. La obra de la Palabra en los corazones de los hombres es realizada secretamente por el Espíritu Santo. Su obra, por supuesto, es perfecta.
La imperfección siempre marca la obra de los hombres. Si se nos permite, como es nuestro caso, tener una mano en la obra de Dios, traemos la imperfección en lo que hacemos. La siguiente parábola, que ocupa los versículos 30 al 32, muestra esto. El reino de Dios existe hoy vital y realmente en las almas de aquellos que por la conversión han quedado bajo la autoridad y el control de Dios. Pero también puede considerarse como algo más externo, que se encuentra allí donde los hombres profesan reconocerlo. Uno es el reino establecido por el Espíritu. El otro es el reino establecido por los hombres. Este último se ha convertido en algo grande e imponente en la tierra, extendiendo su protección a muchas «aves del cielo»; y acabamos de ver lo que significan (en los v. 4 y 15) agentes de Satanás.
Esta parábola final de la serie estaba llena de advertencia para los discípulos, así como las otras estaban llenas de instrucción. Ellos estaban con él y eran educados antes de ser enviados a su misión. Hemos visto al menos siete cosas:
1. Que la obra actual del discípulo es en su naturaleza, sembrar.
2. Que lo que hay que sembrar es, la Palabra.
3. Que los resultados de la siembra han de clasificarse en cuatro categorías; solo en un caso hay fruto, y este se da en grados variables.
4. Que la Palabra produce luz al igual que fruto, y esa luz ha de manifestarse públicamente.
5. Que el discípulo es a su vez oyente de la Palabra, así como sembrador de la misma, y en ese sentido debe tener cuidado con lo que oye.
6. Que la obra de la Palabra en las almas es obra de Dios y no nuestra. Nuestro trabajo es la siembra y la siega.
7. Que a medida que la obra del hombre entra en la obra actual de extender el reino de Dios, el mal obtendrá una entrada. El reino, visto como obra del hombre, resultará en algo imponente pero corrupto. Esta es la solemne advertencia, que debemos tomarnos en serio.
Hubo muchas otras parábolas pronunciadas por el Señor, pero que no constan registradas para nosotros. Las otras, habladas a los discípulos y expuestas a ellos, fueron sin duda muy importantes para ellos en sus circunstancias peculiares, pero no tienen la misma importancia para nosotros. Las que eran importantes para nosotros están registradas en Mateo 13.
Con el versículo 34 terminan sus enseñanzas, y desde el versículo 35 hasta el final de Marcos 5 reanudamos el registro de sus actos maravillosos. Los discípulos necesitaban observar de cerca lo que él hacía y su forma de actuar, así como escuchar las enseñanzas de sus labios. Y nosotros también.
La multitud, que había escuchado estos dichos suyos, pero sin entenderlos, fue despedida ahora y ellos cruzaron al otro lado del lago. Era de noche y él estaba en la popa, durmiendo sobre un cabezal. El lago se caracterizaba por las repentinas y violentas tormentas que lo perturbaban, y se levantó una de especial violencia que amenazaba con anegar la barca. Satanás es el «príncipe de la potestad del aire», y por lo tanto creemos que su poder yace detrás de las fuerzas furiosas de la naturaleza. Por lo tanto, los discípulos se enfrentaron de inmediato a una prueba y a un desafío. ¿Quién era esta Persona que yacía dormida en la popa?
¿Podría Satanás ejercer las fuerzas de la naturaleza de tal manera que hundiera una barca en la que reposaba el Hijo de Dios? Pero el Hijo de Dios se encuentra como ser humano, ¡y duerme! Bueno, ¿qué importa eso? - ya que él es el Hijo de Dios. La acción del adversario, levantando la tormenta mientras él dormía, era en verdad un desafío. Sin embargo, los discípulos todavía no se daban cuenta de estas cosas, o muy tenuemente si es que lo hacían. Por eso se llenaron de temor cuando se agotaron los recursos de su marinería: y lo despertaron a él con un grito incrédulo, que arrojaba un insulto a su bondad y a su amor, aunque mostraba cierta fe en su poder.
Él se levantó de inmediato con la majestuosidad de su poder. Reprendió al viento, que era el instrumento más directo de Satanás. Le dijo al mar que se calmara y se aquietara, y este obedeció. Como un sabueso bullicioso que se posa humildemente a la voz de su amo, así el mar se posó a sus pies. Él era el amo absoluto de la situación.
Habiendo reprendido así a las fuerzas de la naturaleza y al poder que había detrás de ellas, se volvió para administrar una amable reprimenda a sus discípulos. La fe es una visión espiritual, y todavía los ojos de ellos no estaban abiertos para discernir quién era él. Si se hubieran dado cuenta de un poco de su propia gloria, no habrían tenido tanto miedo. Y después de haber presenciado este despliegue de su poder, seguían temerosos, y todavía se preguntaban qué clase de hombre era él. Un Hombre que puede dominar los vientos y el mar, y que estos hacen su voluntad, no es obviamente un Hombre ordinario. Pero, ¿quién es él? Esa es la cuestión.
Ningún discípulo puede salir a servirle hasta que esa pregunta sea contestada y afianzada a fondo en su alma. Por lo tanto, antes de que él los envíe debe haber más exhibiciones de su poder y gracia ante sus ojos, como se registra para nosotros en el capítulo 5.
Nosotros también, en nuestros días, debemos estar plenamente seguros de quién es él, antes de intentar servirle. La pregunta: ¿Qué clase de Hombre es este? es muy insistente. Hasta que podamos responderla de manera muy correcta y clara, debemos quedarnos quietos.
5 - Marcos 5
La convicción de «qué clase de Hombre» es el Señor Jesús, una vez alcanzada por la fe, conlleva la certeza de que él debe estar a la altura de cualquier emergencia. Aun así, es bueno que el discípulo realmente lo vea tratar con los hombres y con los problemas que les han sobrevenido a causa del pecado, en su misericordia liberadora. En este capítulo vemos al Señor mostrando su poder, y por lo tanto educando a sus discípulos aún más. Esa educación puede ser también la nuestra al repasar el relato.
Mientras cruzaba el lago, el poder de Satanás había actuado oculto tras la furia de la tempestad; al llegar a la otra orilla se hizo muy manifiesto en el hombre con espíritu inmundo. Derrotado en su obra más secreta, el adversario le lanza ahora un desafío abierto sin pérdida de tiempo, pues el hombre se encontró con el Señor en cuanto desembarcó. Era una especie de prueba. El diablo había convertido al desdichado hombre en una fortaleza que esperaba mantener a toda costa; y en la fortaleza había arrojado toda una legión de demonios. Si alguna vez un hombre estuvo detenido en una cautividad desesperanzadora de los poderes de las tinieblas, ese fue él. En su historia vemos reflejada la penosa situación en la que la humanidad se ha hundido bajo el poder de Satanás.
Él «moraba en los sepulcros»: y los hombres de hoy viven en un mundo que se está convirtiendo cada vez más en un vasto cementerio, a medida que generación tras generación pasan a la muerte. En ese entonces, «nadie podía atarlo», pues los grilletes y las cadenas habían sido probados a menudo en vano. Estaba más allá de toda restricción. Así, hoy en día no faltan movimientos y métodos destinados a frenar las malas propensiones de los hombres, a refrenar sus acciones más violentas, y a reducir el mundo a lo agradable y al orden. Pero todo en vano.
Entonces, con el endemoniado se intentó otra cosa. ¿No se podría cambiar su naturaleza? Sin embargo, se dice que «nadie tenía fuerzas para domarle», por lo que esa idea resultó inútil. Así ha sido siempre: no hay más poder en los hombres para cambiar sus naturalezas que para frenarlas y reprimirlas, para que no actúen. «El pensamiento de la carne… no se somete a la ley de Dios, ni tampoco puede» (Rom. 8:7), por lo que no puede ser refrenada. Además, «lo que es nacido de la carne, carne es» (Juan 3:6), no importa qué intentos se hagan para mejorarla. Por lo tanto, no puede ser alterada o cambiada.
«Sin cesar, noche y día, en los sepulcros y en las montañas», totalmente inquieto, «iba dando voces», totalmente miserable, «hiriéndose con piedras», dañándose en su locura. ¡Qué imagen!
Y debemos añadir que es un cuadro característico del hombre bajo el poder de Satanás. Este fue un caso excepcional, es cierto. El dominio de Satanás, en la mayoría, es de índole más moderado, y los síntomas son mucho menos pronunciados; sin embargo, están ahí. El grito de la humanidad puede oírse, al hacerse daño los hombres por sus pecados.
Cuando el hombre hablaba, las palabras eran formuladas por sus labios, pero la inteligencia detrás de ellas era la de los demonios que lo controlaban. Ellos sabían qué clase de Hombre era el Señor, aunque los demás no lo supieran. Por otro lado, ellos no conocían la forma de su servicio. Habrá, en efecto, una hora en la que el Señor enviará a estos demonios, junto con Satanás, su amo, al tormento, pero esa no era su obra en ese momento. Mucho menos era la manera de su servicio en ese momento con respecto a los hombres. Al endemoniado Jesús vino, no trayendo tormento sino liberación.
El Señor había ordenado a los demonios que salieran, y ellos sabían que no se podían resistir. Estaban en presencia de la Omnipotencia, y debían hacer lo que se les decía. Incluso tuvieron que pedir permiso para entrar en los cerdos que se alimentaban no muy lejos. Los cerdos, al ser animales inmundos según la ley, no debían estar allí. Como los espíritus también eran inmundos, había una afinidad entre ellos y los cerdos, una afinidad con resultados fatales para los animales. Los demonios habían conducido al hombre hacia la autodestrucción, utilizando las piedras afiladas; con los cerdos el impulso fue inmediato y completo. El hombre fue liberado, los cerdos fueron destruidos.
El resultado, en cuanto al hombre mismo, fue deleitoso. Sus inquietas andanzas habían terminado, pues estaba «sentado». Antes «no llevaba ropa», como nos dice Lucas, ahora está «vestido». Sus desvaríos habían cesado, pues está «en su juicio cabal». La aplicación evangélica de todo esto es muy evidente.
Sin embargo, el resultado, en lo que se refiere a la gente de aquellos lugares, fue muy trágico. Ellos mostraron un juicio que era cualquier cosa menos cabal, aunque ningún demonio había entrado en ellos. No tenían ninguna comprensión o apreciación de Cristo. En cambio, sí apreciaban y entendían a los cerdos. Si la presencia de Jesús significaba no tener cerdos, aunque también significara no tener un demonio furioso, entonces preferían no tenerlo a él. Comenzaron a rogarle que se fuera de sus costas.
El Señor cedió a su deseo y se fue. La tragedia de esto fue muy grande, aunque ellos no se dieron cuenta en ese momento. Le siguió la tragedia aún mayor de que el Hijo de Dios fuera expulsado de este mundo; y ahora hemos tenido veinte siglos llenos de todo tipo de mal como resultado de ello. La partida del Señor creó una nueva situación para el hombre recién liberado de los demonios. Naturalmente deseaba la presencia de su Liberador, pero se le instruyó que por el momento debía contentarse con permanecer en el lugar de Su ausencia y dar allí testimonio de él, particularmente a sus propios amigos.
Nuestra posición hoy es muy similar. En breve estaremos con él, pero por el momento nos corresponde dar testimonio de él en el lugar donde no está. Nosotros también podemos contar a nuestros amigos las grandes cosas que el Señor ha hecho por nosotros.
Después de volver a cruzar el lago, el Señor se enfrentó inmediatamente a otros casos de necesidad humana. De camino a la casa de Jairo, donde yacía su hijita a punto de morir, fue interceptado por la mujer que padecía flujo de sangre. Su enfermedad, que durante doce años la tenía, superaba por completo la capacidad de los médicos. El suyo era un caso desesperado, tanto como el del endemoniado. Él estaba cautivo e indefenso ante una gran multitud de demonios, ella ante una enfermedad incurable.
Nuevamente podemos ver una analogía con el estado espiritual de la humanidad, y particularmente con los esfuerzos de un alma despertada como se describe en Romanos 7. Hay muchas luchas y muchos esfuerzos sinceros, pero el resultado «ningún provecho, sino que iba cada vez peor», describiría el caso esbozado allí, hasta que el alma llega al final de sus búsquedas, y habiendo «gastado todo», llega a «oír hablar de Jesús». Entonces, cesando todos los esfuerzos de mejora personal y acudiendo a Jesús, este se muestra como el gran Liberador.
En el caso del hombre difícilmente podemos hablar de fe, pues estaba completamente dominado por los demonios. En el caso de la mujer solo podemos hablar de una fe defectuosa. Ella estaba confiada de Su poder, un poder tan grande que incluso sus ropas lo transmitirían; sin embargo, dudaba de su accesibilidad. La multitud que se agolpaba se lo impedía, y no se daba cuenta de que él –el Siervo perfecto– estaba a disposición de todos los que lo necesitaban. Sin embargo, la cura que necesitaba era suya a pesar de todo. El acceso que ella necesitaba se hizo posible, y la bendición le fue traída. Satisfecha con la bendición, se habría escabullido.
Pero no fue así. Ella también debía dar testimonio de lo que Su poder había efectuado, y así recibiría otra bendición para sí misma. El trato del Señor con ella está lleno de instrucción espiritual.
El conocimiento perfecto de Jesús sale a la luz. Él sabía del poder que había salido de sí mismo, y que el toque había sido en su manto. Hizo la pregunta, pero sabía la respuesta; porque miró a su alrededor para ver a «la» que lo había hecho.
Su pregunta también sacó a la luz el hecho de que muchos le habían tocado de diversas maneras, y sin embargo ningún otro toque había extraído poder alguno de él. ¿Por qué? Porque, de todos los toques, el de la mujer fue el único que surgió de una conciencia de necesidad y de fe. Cuando estas dos cosas están presentes, el toque es siempre efectivo.
Muchos de nosotros seríamos como la mujer, y desearíamos obtener la bendición sin ningún reconocimiento público del Bendecidor. Esto no debe ser así. A él se debe que confesemos la verdad y demos a conocer su gracia salvadora. Directamente, el poder ha salido de él para nuestra liberación, el tiempo de dar testimonio ha llegado para nosotros. Así como el hombre debía ir a casa con sus amigos, la mujer debía arrodillarse a sus pies en público. Ambos daban testimonio de él; y, nótese, de la manera opuesta a la que podríamos haber esperado. A la mayoría de los hombres les resultaría más difícil el testimonio en casa; a la mayoría de las mujeres, el testimonio en público. Pero el hombre tuvo que hablar en casa, y la mujer en presencia de la multitud. Sin embargo, ella no habló a la multitud, sino a Él.
Como fruto de su confesión, la mujer misma recibió una bendición más. Recibió la seguridad definitiva de su palabra, de que su curación era profunda y completa. Unos minutos antes ella «sintió en el cuerpo que estaba sana», y entonces confesó, «sabiendo lo que le había sucedido». Esto era muy bueno, pero no era suficiente. Si el Señor le hubiera permitido marcharse simplemente con estos agradables «sentimientos» y este «conocimiento» de lo que «le había sucedido», se habría expuesto a muchas dudas y temores en los días venideros. Cada pequeña sensación de indisposición habría suscitado la ansiedad de si su antigua enfermedad no volvería a aparecer. Sin embargo, recibió su palabra definitiva: «queda sana de tu azote». Eso lo resolvió. Su palabra era mucho más fiable que los sentimientos de ella.
Lo mismo ocurre con nosotros. En efecto, el Espíritu de Dios hace algo en nosotros en el momento de la conversión, y lo sabemos, y nuestros sentimientos pueden ser felices; pero, aun así, no hay una base sólida en la que pueda descansar la seguridad, en los sentimientos o en lo que se ha hecho en nosotros. La base sólida para la seguridad se encuentra en la Palabra del Señor. No son pocos los que hoy carecen de seguridad solo porque han cometido el error que la mujer estuvo a punto de cometer. Nunca han confesado debidamente a Cristo, ni han reconocido su deuda con él. Si rectifican este error como lo hizo la mujer, obtendrán la seguridad de su Palabra.
En el mismo momento de la liberación de la mujer, el caso de la hija de Jairo adoptó un tono más sombrío. Llegaron noticias de su muerte, y los que enviaron el mensaje supusieron que, aunque la enfermedad pudiera desaparecer ante el poder de Jesús, la muerte quedaba fuera de su dominio. Le hemos visto triunfar sobre los demonios y las enfermedades, incluso cuando las víctimas estaban más allá de toda ayuda humana. La muerte es lo más desesperanzador de todo. ¿Puede él triunfar sobre ella? Puede, y lo hizo.
La forma en que él sostuvo la fe vacilante del jefe de la sinagoga es muy hermosa. Jairo había estado muy confiado en Su capacidad de sanar; pero ahora, ¿qué pasa con la muerte? –esa era la gran prueba para su fe, así como para el poder de Jesús. «No temas; cree solamente», fue la palabra. La fe en Cristo eliminará el miedo a la muerte tanto para nosotros como para Jairo.
La muerte no era más que un sueño para Jesús, y sin embargo los dolientes profesionales se burlaban de él en su incredulidad. Así que los desalojó y, en presencia de los padres y de aquellos de sus discípulos que estaban con él, devolvió la vida a la niña. Así, por tercera vez en este capítulo, se ofrece la liberación a alguien que está más allá de toda esperanza humana.
Pero el comienzo del versículo 43 contrasta fuertemente con los versículos 19 y 33. Esta vez no hay testimonio, lo que se explica, suponemos, por la despectiva incredulidad que acababa de manifestarse. Al mismo tiempo, hubo la más cuidadosa consideración por las necesidades de la niña en cuanto a la comida, tal como la había habido por la necesidad espiritual de Jairo un poco antes. Pensó tanto en el cuerpo de ella como en la fe de él.
6 - Marcos 6
Después de estas cosas, dejando la orilla del lago, él se dirigió a la región donde había transcurrido su vida temprana. Enseñando en la sinagoga, sus palabras los asombraron. Reconocían muy bien la sabiduría de sus enseñanzas y el poder de sus actos y, sin embargo, todo esto no produjo convicción ni fe en sus corazones. Lo conocían a él y a los que estaban relacionados con él según la carne, y esto no hacía más que cegar sus ojos en cuanto a quién era él realmente. No eran insultantes en su expresión de incredulidad, como lo fueron los dolientes en la casa de Jairo; no obstante, era una incredulidad de gran magnitud, tan grande que él se asombraba a causa de ella.
La visión que tenían de Jesús era exactamente la del unitario moderno. Estaban convencidos por completo de su humanidad, pues conocían muy bien sus orígenes en lo que respecta a su cuerpo. Lo veían tan claramente que les cegaba todo lo demás, y se escandalizaban de él. El unitario ve su humanidad, pero nada más allá. Nosotros vemos su humanidad con la misma claridad que los unitarios, pero más allá de eso, vemos su deidad. No nos preocupa que no podamos comprender intelectualmente cómo pueden encontrarse ambas cosas en él. Sabiendo que nuestras mentes son finitas, no esperamos explicar aquello en lo que entra lo infinito. Si pudiéramos entender y explicar, deberíamos saber que lo que así comprendemos no es Divino.
Como resultado de esta incredulidad, «no podía hacer allí ningún milagro», salvo que sanó a unos pocos enfermos que, evidentemente, sí tenían fe en él. Esto enfatiza lo que acabamos de señalar en relación con el versículo 43 de Marcos 5. Así como, en presencia de la incredulidad más descarada, el Señor retiró todo testimonio de sí mismo, así, en presencia de sus compatriotas incrédulos, no hizo ningún milagro.
Ahora bien, podríamos sentirnos inclinados a pensar que su actuar debería haber sido justamente lo contrario. Pero parece que, en las Escrituras, cuando la incredulidad llega a la altura de la burla, el testimonio se detiene (véase Jer. 15:17; Hec. 13:41; 17:32; 18:1). También es evidente que, aunque «Jesús nazareno» fue «aprobado por Dios… con milagros, prodigios y señales» (Hec. 2:22), con todo, el objetivo principal no era convencer a la incredulidad obstinada, sino alentar y confirmar la fe débil. Se nos muestra en Juan 2:23-25, que cuando sus milagros sí produjeron convicción intelectual en ciertos hombres, él mismo no confió en la convicción así producida. Por eso no hizo grandes obras en la región de Nazaret. Él «No podía» hacerlas. Estaba limitado por consideraciones morales, no físicas. Los milagros no eran adecuados para la ocasión, según los caminos de Dios, y él era el Siervo de la voluntad de Dios.
Lo que sí era adecuado era la fiel entrega de un querido testimonio; de ahí que, él «andaba por las aldeas del contorno, enseñando». Un gran despliegue de milagros podría haber producido una revulsión de sentimientos y una convicción intelectual, que no habría valido la pena tener. La enseñanza constante de la Palabra significaba sembrar la semilla, y de ello se obtendría algún fruto que mereciera la pena, como hemos visto.
Esto nos lleva al versículo 7 de este capítulo, donde leemos que los doce fueron enviados a su primera misión. Su período de instrucción había terminado. Habían escuchado sus instrucciones, dadas en Marcos 4, y habían sido testigos de su poder, mostrado en el capítulo 5. También habían tenido esta impactante ilustración del lugar que debían ocupar los milagros, y del hecho de que, aunque había momentos en que podían ser inadecuados, la enseñanza y la predicación de la Palabra de Dios eran siempre oportunas.
Los milagros y las señales de orden genuino no son evidentes hoy en día; pero la Palabra de Dios permanece. Agradezcamos que la Palabra esté siempre a tiempo, y seamos diligentes en sembrarla.
El envío de los doce fue la inauguración de una extensión del ministerio y servicio del Señor. Hasta el momento todo había estado en sus propias manos, con los discípulos como espectadores; ahora ellos han de actuar en su nombre. Él era absolutamente suficiente en sí mismo; ellos no son suficientes, y por eso deben ir de dos en dos. Hay ayuda y valor en el compañerismo, pues justo donde uno es débil otro puede ser fuerte, y él que los envió sabía exactamente cómo unirlos. El compañerismo es especialmente útil cuando se realiza un trabajo pionero; y así en los Hechos vemos a Pablo actuando según esta instrucción del Señor. El servicio es un asunto individual, es cierto, pero aún hoy hacemos bien en estimar correctamente el compañerismo al servir. «Nosotros somos colaboradores de Dios» (1 Cor. 3:9).
Antes de que ellos partieran, se les dio poder o autoridad sobre todo el poder de Satanás. También tenían instrucciones de despojarse incluso de las necesidades ordinarias, que llevaba el viajero de aquellos días. Además, se les dio su mensaje. Así como su Maestro había predicado el arrepentimiento con miras al reino (véase 1:15), ellos debían predicarlo.
Los que sirven hoy no tienen su comisión desde Cristo en la tierra, sino desde Cristo en el cielo; y esto introduce ciertas modificaciones. Nuestro mensaje se centra en la muerte, resurrección y gloria de Cristo, mientras que el de ellos, por la propia naturaleza de las cosas, no podía hacerlo. Ellos descartaron las necesidades para el viaje, ya que representaban al Mesías en la tierra, que no tenía nada, pero que era suficientemente capaz de sustentarlos. Nosotros somos seguidores de un Cristo que ha subido a lo alto, y su poder suele ejercerse para liberar a sus siervos de la dependencia de apoyos de naturaleza espiritual más que de los de tipo material. Sin embargo, ciertamente podemos tener un gran consuelo al pensar que él no envía a sus siervos sin darles poder para el servicio que tienen por delante. Si hemos de expulsar demonios, él nos dará poder para hacerlo. Y si nuestro servicio no es ese sino otro, entonces el poder para eso otro será nuestro.
Ellos (y nosotros también) deberán caracterizarse por la máxima sencillez; nada de ir de casa en casa en busca de algo mejor. Ellos lo representaban a él. Actuaba por medio de ellos y, por lo tanto, rechazarlos era rechazarlo a él. Lo que dijo en el versículo 11 sobre Sodoma y Gomorra es similar a lo que dijo de sí mismo en Mateo 11:21-24. Los que le sirven hoy no son apóstoles, pero en menor grado, sin duda, eso mismo es válido. El mensaje de Dios no es menos su mensaje porque venga a través de labios débiles.
El servicio de ellos, ya sea en la predicación, en la expulsión de demonios o en la curación, fue tan eficaz que Su nombre (no el de ellos) se difundió por todas partes, y hasta Herodes oyó su fama. Este miserable rey tenía tan mala conciencia que enseguida supuso que Juan el Bautista, su víctima, había vuelto a la vida. Otros consideraban que Cristo era Elías, o uno de los antiguos profetas. Nadie lo sabía, pues nadie pensaba que Dios pudiera hacer algo nuevo.
En este punto, Marcos se desvía un poco para contarnos, en los versículos 17-28, cómo Juan había sido asesinado a instancias de una mujer vengativa. A pesar de ser un hombre malvado, Herodes tenía una conciencia que le hablaba, y vemos la maestría con la que el diablo lo capturó. La trampa fue tendida por medio de una joven de rostro y figura bonitos, una mujer mayor, atractiva y vengadora, y una necia vanidad que hizo que el infeliz rey pensara mucho más en su juramento que en la ley de Dios. Así, el vanidoso y lujurioso hombre se vio manipulado al acto de asesinato, con la condena final para él mismo. Su conciencia intranquila solo provocó temores supersticiosos.
En el versículo 29, Marcos se limita a registrar que los discípulos de Juan dieron sepultura a su cuerpo mutilado. No añade, como hace Mateo, que «yendo, se lo contaron a Jesús» (Mat. 14:12). Pasa a registrar el regreso de los discípulos de su recorrido, contando a su Maestro todo lo que habían hecho y enseñado. Fue entonces cuando el Señor los retiró a un lugar desierto, para que, apartados de la multitud y del ajetreado servicio, pudieran pasar un tiempo tranquilo en su presencia. Es instructivo notar que el pasaje de Mateo deja bastante claro que los angustiados discípulos de Juan también llegaron justo en ese momento.
No olvidemos nunca que un período de descanso en la presencia del Señor, alejados de los hombres, es necesario después de un período de ocupado servicio. Los discípulos de Juan venían de su triste servicio con el corazón pesado y angustiado. Los doce venían de encuentros triunfantes con el poder de los demonios y de la enfermedad, probablemente enardecidos por el éxito. Ambos necesitaban la tranquilidad de la presencia del Señor, que sirve igualmente para levantar el corazón decaído y frenar la euforia indebida del espíritu.
Sin embargo, el período de quietud fue breve, porque la gente lo buscó en sus multitudes, y él no les diría que no. El corazón del gran Siervo se manifiesta de la manera más hermosa en el versículo 34, donde se nos dice que él «se compadeció». La visión de ellos, «como ovejas sin pastor», solo produjo compasión en él, y no (como ocurre tan a menudo con nosotros, por desgracia) sentimientos de molestia o desprecio. Y la compasión que sintió lo conmovió; ésa es la maravilla.
Su compasión le movía en dos direcciones. En primer lugar, para atenderlos en lo que respecta a las cosas espirituales. En segundo lugar, a atenderles en las cosas carnales. Noten el orden: lo espiritual vino primero. «Comenzó a enseñarles muchas cosas», aunque, lo que él dijo, no se registra; luego, cuando llegó la noche, alivió su hambre. Aprendamos de esto para saber cómo actuar. Si los hombres tienen necesidades corporales, es bueno que las satisfagamos según nuestra capacidad; pero mantengamos siempre la Palabra de Dios en primer lugar. Las necesidades del cuerpo nunca deben tener prioridad sobre las necesidades del alma, en nuestro servicio.
Al alimentar a los cinco mil, el Señor ante todo probó a sus discípulos. ¿Cuánto habían asimilado en cuanto a su suficiencia? Aparentemente muy poco, pues en respuesta a su palabra: «Dadles vosotros de comer», ellos solo pensaron en recursos humanos y en dinero. Ahora bien, los recursos de tipo humano que estaban presentes no fueron de ninguna manera ignorados. Eran muy insignificantes, pero Jesús se apropió de ellos para demostrar su poder en ellos. Él podía haber convertido las piedras en pan, o de hecho haber producido pan de la nada; pero su forma de actuar fue utilizar los cinco panes y los dos peces.
Su obra se ha llevado a cabo de esta manera durante toda la época actual. Sus siervos poseen ciertas cosas pequeñas, que él se complace en utilizar. Y además, él distribuyó su generosidad de manera ordenada, sentando a la gente en grupos de cien y de cincuenta, y empleando a sus discípulos en el trabajo. Los pies y las manos que llevaban la comida a la gente eran de ellos. Hoy se utilizan los pies y las manos de sus siervos, sus mentes y sus labios se ponen a su disposición, para que el pan de vida llegue a los necesitados. Pero el poder que produce los resultados es enteramente suyo. La misma debilidad de los medios utilizados lo pone de manifiesto.
Como Siervo perfecto, tuvo cuidado de relacionar todo lo que hacía con el cielo. Antes de que se produjera el milagro, él alzó los ojos al cielo y dio las gracias. De este modo, los pensamientos de la multitud fueron dirigidos a Dios como la Fuente de todo, en lugar de dirigirse a sí mismo como el Siervo de Dios en la tierra. Una palabra para nosotros, que contiene un principio similar, se encuentra en 1 Pedro 4:11. El siervo que ministra el alimento espiritual debe hacerlo como si viniera de Dios, para que Dios sea glorificado en ello y no él mismo.
También podemos extraer ánimo del hecho de que cuando la gran multitud fue alimentada, quedó mucho más que lo poco con lo que empezaron. Los recursos Divinos son inagotables, y el Siervo que confía en su Maestro nunca se quedará sin provisiones. En este sentido, hay una muy feliz similitud entre los panes y los peces puestos en manos de los discípulos y la Biblia puesta en manos de los discípulos de hoy.
Lograda la alimentación de la multitud, el Señor envió inmediatamente a sus discípulos al otro lado del lago y se entregó a la oración. Él no solo conectó todo con el cielo mediante la acción de gracias en presencia de la gente, sino que mantuvo siempre el contacto para sí mismo como el Siervo de la voluntad Divina. De Juan 6 aprendemos que en este punto el pueblo estaba entusiasmado y lo habría hecho rey por la fuerza. Los discípulos podrían haber sido atrapados por esto, pero él no lo fue.
La travesía del lago proporcionó a los discípulos una nueva demostración de quién era su Maestro. El viento contrario les dificultaba la marcha, y ellos avanzaban con esfuerzo, lentamente. Él volvió a demostrar que estaba supremamente por encima del viento y de las olas, caminando sobre las aguas y siendo capaz de pasarlos. Su palabra calmó sus temores y su presencia en la barca puso fin a la tormenta. A pesar de todo esto, no entendieron el verdadero significado. Sus corazones aún no estaban preparados para asimilarlo. Sin embargo, el pueblo en general había aprendido a reconocer al Señor y su poder. Se le presentaron abundantes necesidades, y él las satisfizo con abundancia de gracia.
7 - Marcos 7
Al comenzar este capítulo vuelve a salir a la luz la oposición de los dirigentes religiosos. Los discípulos, llenos de trabajo (como nos ha dicho el versículo 31 del capítulo anterior), no guardaban ciertos lavados tradicionales, y esto incitó a los fariseos, que eran los grandes defensores de la tradición de los ancianos. El Señor aceptó el desafío en nombre de los discípulos, y respondió con una exposición incisiva de toda la postura farisaica. Eran hipócritas, y se lo dijo.
La esencia de su hipocresía radicaba en la profesión de culto, que consistía en ceremoniales externos, cuando en el interior sus corazones estaban totalmente alejados. Nada cuenta para Dios si el corazón no está bien.
Entonces, al llevar a cabo sus ceremonias, ellos dejaban de lado el mandamiento de Dios en favor de su propia tradición. El Señor no se limitó a afirmar esto, sino que lo demostró dando un ejemplo de la forma en que dejaban de lado el quinto mandamiento mediante sus reglas relativas al «corbán», es decir, a las cosas dedicadas al servicio de Dios. Al amparo del «corbán», muchos judíos se despojaron de todos sus deberes legítimos hacia sus pobres y ancianos padres. Y lo hacían con un aire de santidad, pues ¡les parecía más piadoso dedicarse a las cosas de Dios que a sus propios padres!
Las cosas que entraban en el «corbán» no eran cosas que Dios exigía; si hubiera sido así, su exigencia habría prevalecido. Había cosas que podían ser dedicadas, si así se deseaba; mientras que la obligación de ayudar a los padres era un mandamiento específico. La tradición farisaica permitía que un hombre utilizara una promulgación permisiva para evitar el cumplimiento de un mandamiento bien definido. Podían intentar apoyar su tradición con sofismas que parecían piadosos, pero el Señor les acusaba de anular la Palabra de Dios. Las palabras escritas de Éxodo 20:12 eran para Jesús «la Palabra de Dios». No hay aquí ningún apoyo para esa fastidiosa religión que declina adjuntar la designación de «Palabra de Dios» a las Escrituras.
Creemos que debemos estar en lo cierto al decir que toda tradición humana en las cosas de Dios, en última instancia, pone en entredicho la Palabra de Dios. Los originadores de la tradición probablemente no tienen ese pensamiento, pero el espíritu maestro del mal, que está detrás del asunto, tiene precisamente esa intención.
Habiendo desenmascarado a los fariseos como hombres cuyos corazones estaban alejados de Dios, y que se atrevían a dejar sin efecto la Palabra de Dios, el Señor llamó al pueblo y proclamó públicamente la verdad que corta la raíz de toda pretensión religiosa. El hombre no se contamina por el contacto físico con las cosas externas, sino que él mismo es la cuna de lo que contamina. Es un dicho duro, y solo lo recibirán los que tengan oídos para oír.
Los discípulos tuvieron que preguntarle en privado al respecto, y en los versículos 18 al 23 tenemos la explicación. El hombre es corrupto en su naturaleza. Lo que sale de su propio corazón, lo contamina. De su corazón salen los malos pensamientos que se convierten en toda clase de acciones malas. Esta es la más tremenda acusación de la naturaleza humana que jamás se haya pronunciado. No es de extrañar que el corazón de los fariseos estuviera alejado de Dios; pero qué cosa tan terrible es que hombres con corazones así profesen acercarse a él y adorarlo.
Estas escrupulosas palabras de nuestro Señor cortan a la raíz todo orgullo humano, y muestran la inutilidad de todos los movimientos humanos, ya sean religiosos o políticos, que se ocupan meramente de lo externo y dejan intacto el corazón del hombre.
Sus discípulos aún no comprendían estas cosas, y la experiencia nos mostrará que los cristianos profesos son muy lentos en aceptarlas y entenderlas hoy; pero no llegaremos muy lejos a menos que las entendamos. No obstante, una cosa es exponer el corazón del hombre, pero se necesita algo más, debe expresarse el corazón de Dios. Esto es lo que el Señor procedió a hacer, como muestra el resto del capítulo.
A las mismas fronteras de la tierra que albergaba tanta hipocresía, se dirigió él, y allí entró en contacto con una pobre mujer gentil en desesperada necesidad. La fama del Señor había llegado a sus oídos y ella no sería rechazada. Aún así, el Señor la puso a prueba con su pequeña parábola sobre el pan de los hijos y los perros. Su respuesta: «¡Sí, Señor; pero también los perros, debajo de la mesa, comen de las migajas de los hijos!», estaba felizmente libre de hipocresía. En efecto, ella dijo: “Sí, Señor; es cierto que no soy un hijo del reino, sino un pobre perro gentil sin ningún derecho; pero confío en que hay suficiente poder en Dios y suficiente bondad en su corazón, para alimentar a un pobre perro como yo”.
Esto sí que era fe. Mateo, de hecho, nos dice que el Señor la llamó «gran fe», y se deleitó en ella. También le trajo todo lo que su corazón deseaba. Su hija fue liberada. ¡Qué grande es el contraste entre el corazón de Dios y el corazón del hombre! El uno, lleno de benevolencia y gracia; el otro, lleno de toda clase de maldad. Qué felices somos cuando en lugar de albergar hipocresía nos caracterizamos por la honestidad y la fe.
En el versículo 31 él vuelve de nuevo a la vecindad del lago, para encontrarse con un hombre sordomudo, condición que simbolizaba notablemente el estado en que se encontraba la mayoría de los judíos. La pobre mujer gentil había tenido oídos para oír, y en consecuencia encontró su lengua para pronunciar palabras de fe, pero ellos eran sordos y no tenían nada que decir.
Al curar a este hombre, el Señor realizó ciertas acciones, que sin duda tienen un significado simbólico. Lo apartó de la multitud, para poder tratar con él en privado. Sus dedos, símbolo de la acción divina, tocaron sus oídos. Lo que salió de su boca tocó la boca del hombre mudo. Así se hizo la obra, y el sordo y mudo, oyó y habló. Si algún oído se abre para oír la voz del Señor, es el fruto de la acción Divina que tiene lugar en secreto. Y si alguna lengua puede pronunciar la alabanza de Dios o la Palabra de Dios, es porque lo que sale de su boca ha sido puesto en contacto con la nuestra.
No se dice nada sobre la fe del hombre. Lo que sentía, no era capaz de expresarlo, y otros lo llevaron a Jesús. Sin embargo, fue recibido con una gracia plena y sin reservas. Una vez más, la bondad del corazón de Dios fue manifestada por Jesús.
Evidentemente, la gente era consciente de ello en cierta medida, y en su asombro confesaron: «Bien lo ha hecho todo». Al llegar a este punto, esta palabra es aún más sorprendente. La primera parte del capítulo revela al hombre en su verdadero carácter, y encontramos que su corazón es una fuente de donde solo sale maldad; mal lo ha hecho todo. El Siervo perfecto revela la bondad del corazón de Dios. Él, bien lo ha hecho todo.
Con este veredicto también tenemos abundantes motivos para estar de acuerdo.
8 - Marcos 8
Cuando los cinco mil fueron alimentados, como se registra en Marcos 6, los discípulos tomaron la iniciativa llamando la atención de su Maestro sobre la condición de necesidad de la multitud. En esta segunda ocasión, el Señor tomó la iniciativa y llamó la atención de sus discípulos sobre esta necesidad, expresando su compasión y preocupación por la multitud. Al igual que en la primera ocasión, ahora los discípulos tienen simplemente al hombre ante ellos, y solo piensan en sus poderes, que son totalmente desiguales a la situación. Todavía no habían aprendido a medir la dificultad con el poder de su Señor.
De ahí que se repitiera la instrucción, que se transmitió al alimentar a una gran multitud con recursos terrenales del más pequeño orden. Hubo ligeras diferencias, tanto en el número de personas como en el número de panes y peces utilizados, pero en lo esencial este milagro fue una repetición del otro, ya que una vez más cumplió el Salmo 132:15, y mostró el poder de Dios ante sus ojos.
Después de alimentar a la multitud, él mismo los despidió, e inmediatamente después partió con sus discípulos al otro lado del lago, igual que en la ocasión anterior. A su llegada, algunos fariseos se acercaron con intención agresiva solicitando una señal del cielo. De hecho, él había acabado de dar señales muy llamativas del cielo en presencia de miles de testigos. Los fariseos no tenían intención de seguirle y, por tanto, no habían estado presentes para ver la señal por sí mismos, aún así, había un amplio testimonio de ello si querían escuchar. Por supuesto, el hecho era que, por un lado, ellos no tenían deseos de presenciar ninguna señal que lo autentificara a él y a su misión, y por otro lado, no tenían la capacidad de ver y reconocer la señal incluso cuando estaba claramente ante sus ojos. La absoluta incredulidad de ellos le afligió hasta el corazón.
En el versículo 34 del capítulo anterior, cuando se enfrentó a la debilidad humana y a la discapacidad de tipo corporal, él suspiró; aquí, ante la ceguera de tipo espiritual, suspiró profundamente en su espíritu. La incapacidad espiritual es un asunto mucho más serio que la incapacidad corporal. Eran líderes ciegos de una generación ciega y andaban a tientas buscando una señal. No se les daría ninguna señal, pues para los ciegos las señales son inservibles. Esta fue la ocasión en que, como se registra al principio de Mateo 16, el Señor les dijo que podían discernir el aspecto del cielo, pero no las señales de los tiempos.
No descartemos este asunto como algo que solo concierne al fariseo, en principio, también nos concierne a nosotros. Cuántas veces el verdadero creyente se ha preocupado y desanimado, pensando que Dios no ha hablado, o actuado, o respondido, cuando realmente lo ha hecho, solo que no hemos tenido ojos para ver. Es posible que hayamos continuado suplicándole que nos dé más luz, ¡cuando todo el tiempo lo que queríamos era un par de ventanas en nuestra casa!
El motivo que impulsaba a estos fariseos era totalmente erróneo, ya que su objetivo era tentarle. Así que el Señor los dejó repentinamente y se marchó de nuevo al otro lado del lago, que había dejado poco antes, y los discípulos se quedaron sin pan. Así, por tercera vez, estuvieron cara a cara con el problema planteado en la alimentación de los cinco mil y los cuatro mil, solo que en una escala muy pequeña.
Por desgracia, los discípulos no se enfrentaron al problema con la fuerza de la fe, cuando era a pequeña escala ni cuando fue a gran escala. Tampoco ellos habían tenido hasta ahora ojos para ver el poder y la gloria de su Maestro, tal como se mostraron dos veces en la multiplicación de los panes y los peces. La verdadera fe tiene una visión penetrante. Deberían haber discernido quién era él, y entonces no habrían mirado a sus míseros panes o peces, sino a él, y toda dificultad habría desaparecido. En las pequeñas crisis que marcan nuestras propias vidas, ¿somos mejores que ellos?
La acusación del Señor sobre la levadura de los fariseos y de Herodes no se nos explica aquí, como en Mateo, pero debemos notar su significado. Se refería a la doctrina de las dos facciones, que actuaba como levadura en los que caían bajo la influencia de una y otra. La de los fariseos era la hipocresía. La de los herodianos era la mundanalidad absoluta. En Mateo leemos que la levadura de los saduceos era el orgullo intelectual, que los llevaba a la incredulidad racionalista. Nada ciega más eficazmente la mente y el entendimiento que la levadura de estas tres clases.
El ciego de Betsaida, del que leemos en los versículos 22 al 26, ilustra exactamente la condición de los discípulos en aquel tiempo. Cuando el ciego fue llevado al Señor, él lo tomó de la mano y lo condujo fuera de la aldea, separándolo así de las guaridas de los hombres, tal como antes él había dado la espalda a los fariseos y a los que estaban con ellos (v. 13). Fuera de la aldea, el Señor trató con él, realizando su obra en dos partes (la única vez, que recordemos, que actuó así). Como resultado del primer toque él dijo: «Veo los hombres como árboles, pero los veo caminar». Vio, pero las cosas estaban muy desenfocadas. Sabía que los objetos que veía eran hombres, pero parecían mucho más grandes de lo que eran.
Así fue con los discípulos, el hombre era demasiado grande a sus ojos. Incluso cuando miraban al propio Señor, parecía que su humanidad eclipsaba su Deidad, a los ojos de ellos. Necesitaron, como el ciego, un segundo toque antes de ver todas las cosas con claridad. La presencia del Hijo de Dios entre ellos en carne y hueso fue el primer toque que les llegó, y como resultado comenzaron a ver. Cuando él hubo muerto y resucitado y ascendió a la gloria, puso su segundo toque sobre ellos al derramar su Espíritu, como se registra en Hechos 2. Entonces ellos vieron todas las cosas claramente. Bien podemos orar fervientemente para que nuestra visión espiritual no sea miope y desenfocada, no sea que los grandes árboles que creemos ver, resulten ser simplemente débiles hombrecitos pavoneándose. Tal estado es posible para nosotros, como muestra 2 Pedro 1:9, y no tenemos excusa, ya que el Espíritu nos ha sido dado.
El ciego, una vez curado, no debía ir a la aldea ni dar testimonio a nadie allí; es más, el Señor mismo se retiró ahora con sus discípulos a Cesarea de Filipo, la aldea más al norte dentro de los confines de la tierra, y muy cerca de la frontera gentil. Es evidente que él empezaba a retirarse a sí mismo, y al testimonio de su condición de Mesías, del pueblo ciego y de sus líderes aún más ciegos. Aquí planteó a sus discípulos la pregunta de quién era él. La gente se aventuraba a hacer diferentes conjeturas, pero todos se imaginaban que él era un antiguo profeta revivido, solo un hombre, y nadie tenía suficiente interés en averiguarlo realmente.
Entonces Jesús desafió a sus discípulos. Pedro se convirtió en el portavoz y respondió confesando su condición de Mesías, pero esto solo produjo una réplica que probablemente los asombró mucho, y puede asombrarnos a nosotros al leerla hoy. Les mandó callar en cuanto a su condición de Mesías, y empezó a enseñarles que se acercaba su rechazo, su muerte y su resurrección. Todo el testimonio que se le había dado como Mesías en la tierra era ahora formalmente retirado. A partir de este punto, él aceptó su muerte como inevitable y comenzó a dirigir los pensamientos de sus discípulos hacia lo que era inminente como resultado de eso. Este era el progreso ordenado de las cosas en el lado humano; y no se contradice ni choca con el lado divino, que él sabía desde el principio lo que tenía por delante.
Además, los discípulos no estaban todavía en condiciones de dar más testimonio, si hubiera sido necesario. Pedro, en efecto, tenía en cierta medida una visión espiritual, pues acababa de confesarlo como el Cristo; sin embargo, la insinuación de su inminente rechazo y muerte suscitó una vehemente protesta de este mismo hombre. En esto, la mente de Pedro estaba siendo influenciada por Satanás, y el Señor reprendió a este espíritu del mal que estaba detrás de las palabras de Pedro. La mente de Pedro estaba puesta en las cosas «de los hombres», y así respondió muy acertadamente al hombre del que acabamos de leer, que veía a los hombres como árboles que caminan. Aunque reconocía a Cristo en Jesús, seguía teniendo a los hombres delante de él, y en esto los otros discípulos no eran mejores que él. Entonces, ¿cómo podría salir como testigo eficaz del Cristo que reconocía? No es de extrañar, después de todo, que en este punto el Señor les encargara a sus discípulos que no hablaran a nadie de él.
Podemos hacer una pausa aquí, cada uno, para enfrentar el hecho de que no podemos salir efectivamente a dar testimonio, a menos que conozcamos realmente a aquel de quien testificamos, y también que conozcamos y entendamos la situación que existe, frente a la cual el testimonio tiene que ser rendido.
En los últimos versículos de nuestro capítulo, el Señor comienza a instruir a sus discípulos en presencia del pueblo sobre las consecuencias que se derivarían de su rechazo y muerte. Ellos se imaginaban que seguían a un Mesías que iba a ser recibido y glorificado en la tierra; y el hecho era que él estaba a punto de morir y resucitar, y por el momento, ser glorificado en el cielo. Esto implicaba un inmenso cambio en sus perspectivas externas. Significaba negarse a sí mismo, tomar la cruz, perder la vida en este mundo, soportar la vergüenza al identificarse con Cristo y sus palabras, en medio de una generación malvada.
La fuerza de «que se niegue a sí mismo» difícilmente se expresa con la «abnegación», que es renunciar a algo. De lo que habla el Señor no es de eso, sino de la negación, o el decir «no», a uno mismo. Además, «tome su cruz» no significa simplemente soportar pruebas y problemas. El hombre que en aquellos días tomaba su cruz era llevado a la ejecución. Era un hombre que tenía que aceptar la muerte a manos del mundo. Decirse «no» a sí mismo es aceptar la muerte interna, en el propio espíritu; tomar la cruz propia es aceptar la muerte externa a manos del mundo. Eso es lo que debe significar el discipulado, ya que seguimos al Cristo que murió, rechazado por el mundo.
Este pensamiento se amplía en los versículos 35-37. El verdadero discípulo de Cristo no aspira a ganar el mundo entero; está más bien dispuesto a perder el mundo, y su propia vida en él, por causa del Señor y de su Evangelio. El Siervo perfecto, al que describe Marcos, dio su vida para que hubiera un Evangelio que predicar. Los que le siguen y son sus siervos, deben estar preparados para entregar sus vidas en la predicación del Evangelio. Si ellos se avergonzaran de él ahora, él se avergonzaría de ellos en el día de su gloria.
9 - Marcos 9
Estas palabras, si es que se dieron cuenta de su importancia, deben haber llegado a los discípulos como un gran golpe. Por eso el Señor, en su tierna consideración por ellos, procedió a darles una amplia seguridad en cuanto a la realidad de la gloria que ha de venir. Habían esperado que el reino de Dios viniera con poder y gloria durante su vida, y al disiparse esa ilusión, podrían llegar fácilmente a la conclusión de que no vendría en absoluto. De ahí que los tres discípulos, que parecían ser los líderes entre ellos, fueran llevados aparte al monte alto para que pudieran ser testigos de su transfiguración. Allí vieron el reino de Dios venir con poder, no en su plenitud, sino como una muestra. Se les concedió una visión privada del mismo por adelantado.
En el primer capítulo de su Segunda Epístola, Pedro nos muestra el efecto que esta maravillosa escena tuvo sobre él. Fue testigo presencial de la majestuosidad de Cristo, y por ello supo que su poder y la promesa de su venida no eran una ingeniosa fábula, sino un hecho glorioso, y así la palabra profética se hizo «más firme» o «confirmada». Él sabía, y nosotros podemos saber, que no fallará ni una jota ni una tilde de lo que se ha predicho sobre la gloria del reino venidero de Cristo.
La propia escena de la transfiguración fue una profecía. Cristo va a ser el Centro brillante de la gloria del reino, como lo fue en la cima del monte. Los santos estarán con él en condiciones celestiales, como lo estaban Moisés y Elías: algunos de ellos enterrados y llamados por Dios, como Moisés; otros raptados al cielo sin morir, como Elías. En el reino también habrá santos en la tierra, disfrutando de la bendición terrenal a la luz de la gloria celestial, tal como los tres discípulos fueron conscientes de la bendición durante la breve visión. Fue «seis días después», y solo seis estaban presentes, por lo que todo fue en una escala pequeña e incompleta; sin embargo, lo esencial estaba allí.
Pedro, dispuesto a hablar como siempre, dijo de golpe lo que pretendía ser un cumplido, pero que en realidad era algo muy diferente. La escena de la gloria no podía prolongarse entonces en la tierra, ni el Cristo (ni siquiera Moisés y Elías) podía ser confinado en tiendas terrenales. Pero más grave que este error era pensar que Jesús era solo el primero entre los más grandes de los hombres. Él no es el primero entre los grandes, sino «el amado Hijo» del Padre, perfectamente único, inconmensurablemente más allá de toda comparación. Ningún otro puede ser mencionado al mismo tiempo que él. Él está solo. Así lo declaró la voz del Padre, añadiendo que es él quien debe ser escuchado.
La voz del Padre ha sido escuchada muy pocas veces por los hombres. Habló en el bautismo de Cristo, y ahora de nuevo en su transfiguración, añadiendo esta vez: «Escuchadle» [1]. Desde entonces su voz nunca ha sido oída por los hombres de forma inteligible. El Hijo es el Portavoz de la Divinidad, y es a él a quien tenemos que escuchar. Dios habló una vez a través de los profetas, Moisés y Elías; ahora ha hablado en su amado Hijo. Esto excluye a Pedro, así como a Moisés y Elías, lo cual es significativo cuando recordamos lo que el sistema romano hace de Pedro y su supuesta autoridad. En este incidente, Pedro volvió a mostrar que todavía era como el hombre cuyos ojos estaban desenfocados, de modo que veía a los hombres como árboles que caminaban.
[1] N.d.T.: La voz del Padre también se hace oír en la escena del Evangelio según Juan (12:28), donde, respondiendo al Señor, dice: «Ya lo he glorificado, y otra vez lo glorificaré».
En cuanto la voz del Padre exaltó así a su amado Hijo, toda la visión desapareció y solo quedó Jesús con los tres discípulos. Los santos desaparecen, pero Jesús permanece. Las palabras: «ya no vieron a nadie, excepto a Jesús» son muy significativas. Si cualquiera de nosotros se aproxima a eso en nuestra experiencia espiritual, ya no seremos como un hombre que ve a los hombres como árboles que caminan, sino que seremos como el hombre después del segundo toque, viendo todas las cosas claramente. Jesús llenará el cuadro, en lo que a nosotros respecta, y el hombre quedará eclipsado.
Todo esto fue dado a conocer a los discípulos, como lo muestra el versículo 9, en vista del momento en que su muerte y resurrección debían cumplirse. Solo entonces, ellos lo entenderían todo realmente, iluminados por el Espíritu Santo, y podrían utilizarlo eficazmente como testimonio. En aquel momento ni siquiera entendían lo que significaba realmente resucitar de entre los muertos, como muestra el siguiente versículo. La resurrección de los muertos no les habría desconcertado de manera especial; fue esta resurrección «fuera de» o «de entre» los muertos (que tuvo lugar por primera vez en Cristo) la que generó tales preguntas. La primera resurrección de los santos, la resurrección de la vida, es del mismo orden. ¿No hay muchos, que se llaman a sí mismos cristianos, que están llenos de preguntas en cuanto a ello hoy en día?
La pregunta de los discípulos sobre Elías, y su predicha venida, fue naturalmente suscitada en sus mentes por la escena de la transfiguración. El Señor se sirvió de ella para volver a hacerles pensar en su muerte. En lo que respecta a este primer advenimiento suyo, el papel de Elías había sido interpretado por Juan el Bautista; y su asesinato era sintomático de lo que iba a sucederle a Aquel más grande, de quien él era el precursor.
La escena en el monte alto pronto llegó a su fin, pero no así las escenas de pecado, miseria y sufrimiento humanos que llenaban las llanuras de abajo. De las alturas a las profundidades tuvieron que venir, para encontrar al resto de los discípulos derrotados y ansiosos por la ausencia de su Maestro. Inmediatamente él apareció, la multitud se asombró, y todas las miradas se volvieron de los distraídos discípulos al apacible y omnipotente Maestro. Un momento antes los escribas habían estado abucheando a los discípulos, ahora él cuestiona a los escribas, invita a la confianza del atribulado padre, y muestra su suficiencia.
¡Dichoso el santo que es capaz de traer algo de la gracia y del poder de Cristo a este mundo atribulado! Pero, aun así, tendremos que esperar a su venida y a su reino para ver plenamente realizado lo que esta escena presagia. Solo entonces él transformará el mundo entero, y convertirá la derrota y la inquietud de su pueblo probado y distraído, en la calma de su presencia y en una victoria completa y manifiesta.
La gloria de Dios había tenido una singular manifestación en la pacífica escena de la cima del monte, mientras que al pie de la misma se había desplegado el oscuro poder de Satanás, con toda la distracción que conlleva. El muchacho poseído por el demonio, el padre decepcionado y distraído, los discípulos derrotados y abatidos, los escribas nada reacios a sacar provecho del incidente. El Señor entra en medio y todo cambia.
En primer lugar, pone el dedo en el lugar donde se encuentra la raíz del fracaso. Eran una generación incrédula. La raíz era la incredulidad. Esto se aplicaba tanto a sus discípulos como al resto. Si la fe de ellos se hubiera aferrado plenamente a quién era él, no se habrían visto más desconcertados por esta prueba, que cuando se enfrentaron al asunto de alimentar a las multitudes. Seguían siendo como el hombre del capítulo 8, antes de ver todas las cosas con claridad.
Pero ahora el Maestro mismo está en medio, y la palabra es: «Traédmelo». No obstante, el primer resultado de traer al muchacho fue decepcionante, pues el demonio lo arrojó al suelo en un terrible ataque. Sin embargo, esto sirvió para el propósito del Señor, pues por un lado hizo más evidente la terrible dificultad del muchacho en el mismo momento antes de ser liberado, y por otro sirvió para poner de manifiesto los sentimientos y pensamientos del angustiado padre. El grito: «si puedes hacer algo, ¡ten compasión de nosotros y ayúdanos!», reveló la falta de fe en su poder, mientras que no estaba muy seguro de su bondad.
La respuesta de Jesús fue: «Lo de si puedes, todo es posible al que cree» (VMA 2020). Es decir, él dijo en efecto: «No hay ningún “si” de mi parte, el único “si” que entra en este asunto es de tu parte. No se trata de “si puedo hacer algo”, sino de «si puedes creer». Esto puso todo en la verdadera luz, y en un instante el hombre lo vio. Al verlo, creyó, mientras confesaba su anterior incredulidad.
Habiendo evocado la fe en el hombre, el Señor actuó. El objetivo que tenía ante sí no era generar una sensación entre la gente; si lo hubiera sido, habría esperado a que se reuniera la multitud. Su objetivo era, evidentemente, confirmar la fe del padre y de todos los que tuvieran ojos para ver. El demonio tuvo que obedecer, aunque hizo lo peor que pudo antes de abandonar su presa. Este despliegue de poder demoníaco, después de todo, solo dio la oportunidad de un despliegue más completo del poder Divino. El muchacho no solamente fue liberado por completo, sino también para siempre, ya que se le ordenó al demonio que no entrara más en él.
Habiendo manifestado así el poder y la bondad de Dios, el Siervo perfecto no buscó la popularidad entre las multitudes, sino que se retiró a cierta casa. Allí sus discípulos preguntaron en calma la razón de su fracaso, y obtuvieron su respuesta. Una y otra vez deberíamos hacer la pregunta que ellos hicieron, al encontrarnos débiles en presencia del enemigo; y al hacerlo, sin duda obtendremos la misma respuesta que ellos obtuvieron, como se registra en el versículo 29. El Señor ya había declarado que la incredulidad era la raíz de su impotencia, ahora especifica dos cosas más. No solo es necesaria la fe, sino también la oración y el ayuno.
La fe indica un espíritu de confianza en Dios; la oración, la dependencia de Dios; el ayuno, la separación a Dios, en forma de abstinencia de cosas lícitas. Estas son las cosas que conducen al poder en el servicio de Dios. Sus opuestos, la incredulidad, la confianza en sí mismo, la autocomplacencia, son las cosas que conducen a la debilidad y al fracaso. Estas palabras de nuestro Señor actúan como un reflector sobre nuestros muchos fracasos en el servicio hacia él. Consideremos nuestros caminos a la luz de ellas.
En los versículos 30 y 31 volvemos a ver al Señor alejándose de la publicidad e instruyendo a sus discípulos sobre su próxima muerte y resurrección. Esto lo vimos por primera vez en los versículos 30 y 31 del capítulo anterior.
Era el siguiente gran acontecimiento del programa divino, y ahora él empezaba a traerlo constantemente ante la mente de sus discípulos, aunque de momento no lo asimilaron. Sus mentes estaban todavía llenas de expectativas de la venida de un reino visible, por lo que eran incapaces de albergar cualquier idea que contradijera eso.
La idea de que el reino de Cristo aparecería inmediatamente les atraía porque esperaban tener un gran lugar de honor en él. Lo concebían de manera carnal, y despertaba deseos carnales en sus corazones. Por eso, en el viaje a Capernaum se pusieron a discutir quién de ellos iba a ser el mayor. La pregunta del Señor fue suficiente para convencerlos de su insensatez, como lo demostró su silencio avergonzado; pero, él lo sabía todo, pues procedió a responderles, aunque ellos no hicieron ninguna confesión.
Su respuesta parece ser doble. En primer lugar, el único camino que conduce a la verdadera grandeza es el que va hasta el final como servidor de todos. Siendo así, podemos ver cómo el Señor Jesús es preeminente incluso aparte de su Deidad. En su condición de hombre, él ha tomado el lugar más bajo, y se ha convertido en Siervo de todos de una manera que está infinitamente más allá del servicio de todos los demás. El más parecido a él puede ser el primero.
En segundo lugar, él mostró que la personalidad del siervo es de poca importancia; lo que cuenta es el Nombre en el que viene. Tenemos esa hermosa y conmovedora escena en la que primero puso a un niño pequeño en medio de ellos, y luego lo tomó en sus brazos, con el fin de reforzar su punto. Ese niño era un insignificante trozo de humanidad, aún así, recibir a uno de ellos en su Nombre era recibir al Señor mismo, y también al Padre que lo envió. La recepción de mil de ellos en cualquier otro nombre o en cualquier otro terreno no significaría gran cosa. El hecho es que el propio Maestro es tan supremamente grande que no vale la pena discutir la posición relativa de sus pequeños siervos.
Esta enseñanza parece haber llegado como una iluminación a Juan, e hizo que su conciencia le punzara en cuanto a su actitud hacia un hombre fervoroso que actuaba en su Nombre, aunque no seguía a los doce. No se nos dice por qué no los seguía; pero debemos recordar que no estaba al alcance de cualquiera el unirse a los doce tal y como ellos quisieran, la propia elección del Señor decidía ese asunto. Sea como fuere, la respuesta del Señor volvió a poner todo el énfasis en el valor de su Nombre. Actuando en su Nombre, el hombre estaba claramente a favor de Cristo y no en contra de él.
De hecho, este individuo no oficial había estado haciendo la misma cosa que los discípulos acababan de fallar en hacer, había expulsado un demonio. Una cosa es el ejercicio, otra distinta el poder. Deberían ir juntos, en la medida en que el ejercicio está establecido en la cristiandad. Pero muy frecuentemente no lo han hecho. Y en estos últimos días, cuando los ejercicios han sido instituidos de manera no bíblica, vemos una y otra vez a alguna persona simple y no oficial haciendo lo que el oficial no tiene poder para hacer. El poder reside en el Nombre, no en el ejercicio.
El versículo 41 muestra que el más pequeño donativo en el nombre, y por causa de Cristo, es de valor a los ojos de Dios y encontrará recompensa en sus manos. El versículo 42 nos da lo contrario de esto: hacer tropezar a los más débiles de los que son de Cristo, es merecer y obtener un juicio severo. La pérdida de la vida en este mundo es poca cosa comparada con la pérdida en el mundo venidero.
Esto nos lleva al solemne pasaje con el que se cierra este capítulo. Algunos de sus oyentes podrían haber pensado que las palabras del Señor sobre la piedra de molino de asno eran un poco extremas, pero él añade palabras aún más fuertes, que tienen a la vista el propio fuego de la Gehena. Sus pensamientos en este punto evidentemente se ampliaron más allá de sus discípulos, a los hombres en general, y muestran que cualquier pérdida en este mundo es muy pequeña comparada con la pérdida de todo lo que es la vida en el próximo, y ser arrojado al fuego de la Gehena. La mano, el pie y el ojo son miembros muy valiosos de nuestro cuerpo, y no hay que desprenderse de ellos a la ligera; pero la vida en la era venidera está más allá de todo precio, y el fuego de la Gehena es una realidad espantosa.
El valle de Hinom, el vertedero de basura de las afueras de Jerusalén, donde siempre había fuegos ardiendo y los gusanos hacían continuamente su trabajo, era conocido como Gehena; y esta palabra en labios del Señor se convirtió en una figura terriblemente adecuada de la morada de los perdidos. En verdad, la Gehena será el gran depósito de desechos de la eternidad, donde todo lo que es incorregiblemente malo será separado de lo bueno, y permanecerá para siempre bajo el juicio de Dios. Este terrible hecho nos llega de los labios de él, que amó a los hombres pecadores y lloró por ellos.
La primera afirmación del versículo 49 surgió de lo que el Señor acababa de decir. El fuego busca, consume y desinfecta. La sal no solo sazona, sino que conserva. El fuego simboliza el juicio de Dios, que todos deben enfrentar de una u otra manera. El creyente debe enfrentarlo de la manera indicada por 1 Corintios 3:13, y de esta manera será «salado», ya que significará la preservación de todo lo que es bueno. Los impíos serán sometidos a ello en persona, y los salará; es decir, serán preservados en ello y no destruidos por ello.
La última parte del versículo es una alusión a Levítico 2:13. Se ha descrito la sal como símbolo de ese «poder de la santa gracia, que une el alma a Dios y la preserva interiormente del mal». No podemos presentar nuestros cuerpos como un sacrificio vivo a Dios si esa santa gracia está ausente. En efecto, es buena, y nada compensaría su ausencia. Debemos tener en nosotros esta santa gracia que nos juzgue y separe de todo lo malo. Si cada uno se preocupa de tenerla en sí mismo, no habrá dificultad en tener paz entre nosotros.
10 - Marcos 10
La apertura de este capítulo nos acerca a las escenas finales de la vida del Señor. Estaba al otro lado del Jordán, pero cerca de las fronteras de Judea, y aparecieron los fariseos, que se oponían a él tentándolo. Al plantear cuestiones sobre el matrimonio y el divorcio, esperaban enredarlo en alguna contradicción de las cosas que Moisés había ordenado, y así encontrar un punto de ataque. El Señor no contradijo a Moisés, sino que fue más atrás de él, al pensamiento original de Dios en la creación del hombre y la mujer. Los fariseos eran grandes rigoristas de la ley de Moisés, pero él les mostró que en este caso la ley no hacía cumplir el pensamiento original de Dios. Es importante notar esto, pues nos proporciona una razón por la cual la ley no se convierte en la regla de vida para el cristiano.
La ley cayó por debajo de la altura del pensamiento de Dios, pero Cristo no lo hizo, él la mantuvo plenamente. El versículo 9 eleva todo el asunto del matrimonio del nivel del hombre y la conveniencia humana, al nivel de Dios y su acción. Es una institución divina y no un arreglo humano, y por lo tanto no debe ser manipulado por los hombres. Si Dios une, el hombre no debe separar.
Este versículo enuncia un gran principio que es universalmente válido. Lo contrario también sería cierto: el hombre no debe unir lo que Dios ha separado. Es un hecho triste que desde que llegó el pecado, el hombre se ha consumido con el deseo de deshacer lo que Dios ha hecho. Es así en las cosas naturales, y muchos de los males que sufrimos provienen de nuestra manipulación de las cosas dadas por Dios, incluso en materia de alimentos, etc., y en general alterando el equilibrio de las cosas que él estableció. Ciertamente es así en las cosas espirituales. Muchas dificultades y muchos problemas innecesarios del alma surgen de la incomprensión de cosas que Dios ha unido en su Palabra, o de cosas que ha separado.
Habiendo puesto el matrimonio ante ellos en la luz correcta, el Señor se ocupa, en los versículos 13 al 16, de los niños. En cuanto a estos, los discípulos comparten los pensamientos ordinarios del mundo, que están muy por debajo de los pensamientos de Dios. Los discípulos los juzgaron demasiado insignificantes para la atención del Maestro, pero él pensó todo lo contrario. Los recibió con gusto, los tomó en sus brazos, puso sus manos sobre ellos y los bendijo. También demostró que la única manera de entrar en el reino de Dios es teniendo el espíritu y la mente del niño pequeño. Si alguien se acerca a ese reino como alguien importante, encuentra la entrada vedada. Si se acerca como un insignificante don nadie puede entrar.
Luego, en los versículos 17 al 27, tenemos la enseñanza del Señor con respecto a las posesiones. Es sorprendente cómo el matrimonio, los niños y las posesiones se suceden en este capítulo, ya que gran parte de nuestras vidas en este mundo está ocupada por estas tres cosas. Las tres se pervierten y se abusa de ellas en manos de hombres pecadores; y las tres se ponen en su lugar correcto en las enseñanzas de nuestro Señor.
El que vino corriendo a Jesús exhibía muchos rasgos loables. Mateo nos dice que era joven, y Lucas que era un dignatario. Era serio y reverente, y reconocía en el Señor a un gran rabino, que podía dirigir a los hombres hacia la vida eterna. Daba por sentado que la vida se obtenía mediante las acciones humanas, según la ley. Evidentemente no tenía idea de la Deidad de Jesús, y de ahí las palabras del Señor en el versículo 18. El Señor repudió la bondad al margen de su condición de ser Dios, diciendo en efecto: «Si no soy Dios, no soy bueno».
Como el joven hizo su pregunta con la ley en su mente, el Señor le remitió a la ley, particularmente a los mandamientos que tratan del deber del hombre hacia su prójimo. Él podía afirmar que los había guardado, al menos en lo que se refiere a sus actos, y Jesús, mirándole, lo amó. Esto demuestra que su reivindicación de guardar correctamente estas cosas que la ley ordenaba era verdadera. Era un personaje excepcional con rasgos que, en sí mismos, eran agradables a Dios. El Señor no menospreció estos rasgos agradables. Los admitió y lo miró con ojos de amor.
Sin embargo, lo puso a prueba. Le faltaba una cosa, y era la fe dada por Dios, que le habría hecho ver quién era Jesús, y le habría llevado a tomar la cruz y seguirle; la fe que habría hecho el tesoro en el cielo preferible al tesoro en la tierra. El joven esperaba que el Señor le dirigiera a alguna obra de la ley por la que debía alcanzar la vida; en cambio, le dirigió a una obra de fe. Triste de corazón, él se fue. No poseía la fe, por lo que le era imposible mostrar su fe con sus obras. La misma prueba nos llega a nosotros. ¿Cómo hemos respondido a ella?
Esta es una pregunta tremenda. ¡Qué lentos somos todos para renunciar a cumplir la ley por Cristo y la tierra por el cielo! No es de extrañar que el Señor hable de la dificultad con que los ricos entran en el reino. El versículo 23 habla de los «que tienen riquezas», y el 24 de «los que confían en las riquezas». El hecho es que, por supuesto, es muy difícil tenerlas sin confiar en ellas. Nos aferramos naturalmente a las riquezas y a la tierra. Cristo ofrece la Cruz y el cielo.
Los discípulos, acostumbrados a considerar las riquezas como un signo del favor de Dios, se quedaron muy atónitos ante estas palabras; sintieron como si esas palabras hubieran removido el suelo completamente. Y, de hecho, lo hacen. «¿Quién entonces podrá salvarse?», es una pregunta trascendental. El versículo 27 da una respuesta definitiva. La salvación es imposible para los hombres, pero posible para Dios. En otras palabras, es como si el Señor dijera: “Si se trata de lo que el hombre puede hacer, nadie puede salvarse; pero si se trata de lo que Dios puede hacer, cualquiera puede ser salvo”.
Hacemos énfasis en esta palabra. La salvación con los hombres no es improbable, sino imposible. La puerta, en lo que se refiere a nuestros propios esfuerzos, está cerrada contra nosotros. Sin embargo, Dios ha abierto otra puerta, pero es por medio de la muerte y la resurrección, a las que el Señor estaba dirigiendo ahora los pensamientos de sus discípulos.
Aunque la muerte y la resurrección estaban en la mente del Señor, la gloria terrenal seguía estando en la mente de Pedro, y lo delató su comentario registrado en el versículo 28. Se refería, por supuesto, a la prueba que el Señor acababa de presentar al joven dignatario rico. Pedro sintió que, aunque el gobernante había fracasado ante la prueba, él y sus condiscípulos no lo habían hecho: de hecho, añadió, como registra Mateo, «¿qué tendremos, pues?» Su mente, inquisitiva e impetuosa, deseaba anticiparse a las cosas buenas que vendrían. La respuesta del Señor le indicó que en la época actual habría grandes ganancias, aunque con persecuciones, y en la época venidera la vida eterna.
Este dicho de nuestro Señor está ilustrado por la vida de servicio de Pablo, como se ve en escrituras tales como, Hechos 16:15; 18:3; 21:8; Romanos 16:3-4, 23; 1 Corintios 16:17; Filipenses 4:18; Filemón 22. Había casas a su disposición en muchas ciudades, y muchos consideraban un honor cumplir el papel de hermano, hermana, madre o hijo hacia él. Las persecuciones ciertamente fueron suyas. La vida eterna en el mundo venidero está ante él. Tal es la condición de los que siguen y sirven a este perfecto Siervo de Dios.
El versículo 31 fue evidentemente pronunciado como advertencia y corrección a Pedro. La precedencia aquí puede no significar el primer lugar allí. Todo depende del motivo que subyace al servicio. Si Pedro deseaba hacer un trato –tanto seguimiento por tanta recompensa– eso solo mostraría un motivo defectuoso. Sin embargo, no dice que todos los primeros serán los últimos, y todos los últimos los primeros. Pablo se adelantó a todos en su día, y ¿quién puede cuestionar la pureza de su motivo, o la realidad de su devoción a su Señor?
Lo que Pedro y los demás necesitaban en gran medida era darse cuenta y comprender la rápida proximidad de la muerte y resurrección de su Maestro. No hay nada que nosotros hoy, veinte siglos después del acontecimiento, necesitemos más profundamente comprender y entender. No solo es la base de toda nuestra bendición, sino que imparte su propio carácter a toda la vida y el servicio cristianos. Ningún servicio inteligente puede prestarse si no es a la luz de esto.
Los versículos 32 al 34 nos dan la cuarta ocasión en que el Señor instruyó a sus discípulos con respecto a esto; y la petición de Santiago y Juan, relatada en el versículo 37, proporcionó al Señor una quinta ocasión. Sus mentes estaban todavía llenas de expectativas respecto a un reino glorioso en la tierra, y deseaban promover sus propios intereses en ese reino. Ahora bien, el Señor Jesús estaba aquí como el Siervo perfecto de la voluntad de Dios, y esto implicaba para él la copa del sufrimiento y el bautismo de la muerte. Los lugares de honor en el reino venidero se repartirán entre los que hayan servido a este maravilloso Siervo, según la medida en que hayan aceptado el sufrimiento y la muerte en su nombre. Pero, aun así, él no reparte estos lugares de distinción. Todo eso queda a la discreción del Padre, pues el Señor permanece fiel al lugar de Siervo que ha tomado. A menos que permanezcamos fieles al lugar en el que estamos colocados, el lugar de identificación con nuestro Señor rechazado, no podemos esperar ningún lugar de reconocimiento especial en la gloria del reino.
Esta desvergonzada búsqueda de lugares por parte de Santiago y Juan podría inclinarnos a culparlos por encima de los demás, si no fuera por el versículo 41, que muestra que todos tenían los mismos deseos egoístas, y que se opusieron, no por la petición que los dos habían hecho, sino porque habían sido adelantados en la forma en que los dos la hicieron. Sin embargo, su molestia no hizo más que dar ocasión a la demostración de la perfecta gracia de su Señor.
Qué fácil era, y es, para los discípulos de Jesús aceptar y adoptar las normas y costumbres del mundo que les rodea, dar por sentado que, porque todo el mundo parece hacerlo, eso sea lo correcto. Una y otra vez nos diría nuestro Señor: «Pero no es así entre vosotros». Las naciones tienen sus grandes hombres, que ejercen su autoridad de forma señorial. Entre los discípulos del Señor la grandeza se manifiesta de una manera totalmente diferente. Allí la verdadera grandeza se muestra al tomar el humilde lugar del servicio a los demás, sirviendo al Señor al servirles.
El propio Hijo del hombre es el ejemplo más brillante de este tipo de servicio. ¿Quién tan grande como él en su estado original? En ese entonces «millares de millares le servían» (Dan. 7:10). ¿Quién ocupó un lugar tan humilde, ministrando a otros? ¿Quién llevó el servicio hasta el punto de «dar su vida en rescate por muchos»? Solo por esta razón, aparte de otras consideraciones, el lugar de preeminencia debe ser suyo. Aquellos que lo siguen más de cerca en el servicio humilde en este día, serán los más importantes en ese día.
En el versículo 45, el Señor no solo presenta su muerte ante sus discípulos por quinta vez, sino que explica su significado. Anteriormente él había enfatizado el hecho de su muerte, para que las mentes de los discípulos dejaran de estar obsesionadas por las expectativas de un reino venidero visible. Ahora aparece el significado del hecho. Él moriría para pagar el precio del rescate por muchos. Aquí tenemos, pues, una declaración clara sobre el carácter sustitutivo y expiatorio de su muerte, de sus propios labios. Se trata de «muchos» aquí, porque el efecto real y realizado de su muerte expiatoria es el asunto. En 1 Timoteo 2:6, donde se cuestiona la importancia y el alcance de la misma, la palabra es «todos».
Estos tratos con sus discípulos tuvieron lugar «en el camino subiendo a Jerusalén» (v. 32). En el versículo 46 llegan a Jericó y comienzan las últimas escenas de su vida. Bartimeo, el mendigo ciego, le proporcionó una sorprendente oportunidad para exponer la misericordia de Dios. La misericordia era lo que el ciego anhelaba, aunque la gente, que no entendía la misericordia de tipo divino, lo hubiera hecho callar. La misericordia, sin embargo, la obtuvo, y fue más allá de sus pensamientos, pues no solo le dio la vista, sino que lo reclutó como seguidor de aquel que extendió la misericordia. La fe de Bartimeo se demostró en que se dirigió a Jesús como Hijo de David, aunque otros solo hablaban de él como Jesús de Nazaret. Puede que su fe fuera pequeña, pues no llegó a la altura de llamarle Hijo de Dios; sin embargo, la fe pequeña recibe una respuesta tan abundante como la fe grande. Estemos agradecidos por ello.
11 - Marcos 11
Jesús ahora se acercó a Jerusalén. Sus discípulos iban a su lado, no solo los que habían pasado tres años en su compañía, sino también Bartimeo, que había pasado quizás tres horas. Betania era la casa de algunos que le amaban, y allí encontró el pollino de un asno, para poder entrar en la ciudad como había predicho Zacarías. El Señor necesitaba ese pollino, y sabía quién era el dueño y que su necesidad encontraría una pronta respuesta. Él era el Siervo de la voluntad de Dios, y sabía dónde poner su mano en todo lo necesario para cumplir su servicio, ya fuera el asno en este capítulo, o el aposento en Marcos 14, o como en otras ocasiones.
Entró como el profeta dijo que lo haría, «justo», «humilde» y «salvador». Hubo un estallido de entusiasmo temporal, pero los hombres no tenían un deseo duradero de lo que era justo, y la santidad no les atraía. Además, la salvación que deseaban era de tipo meramente externo: se alegrarían de ser libres de la tiranía de Roma, pero no tenían ningún deseo de ser liberados de la esclavitud del pecado. Sus Hosannas tenían en mente el reino de David que esperaban que llegara, y por eso sus gritos se apagaron pronto. El Señor enderezó el corazón de las cosas al entrar en el templo. En lo que respecta a las relaciones de Israel con su Dios, este era el centro de todo; y aquí su estado religioso era más manifiesto. Todo estaba bajo su inspección, pues él miraba «todo a su alrededor».
El incidente de la higuera ocurrió a la mañana siguiente. La higuera es un símbolo de Israel, y más particularmente del remanente de la nación que había sido restaurado a la tierra de sus padres, y entre los cuales había venido Cristo. Lucas 13:6-9 lo demuestra. Toda la nación había sido la viña del Señor, y el remanente restaurado era como una higuera plantada en esa viña. Habiendo entrado el Rey, según la palabra profética, había llegado el momento supremo de la prueba. No había más que hojas. Aunque no era el tiempo de los higos, debería haber tenido muchos higos inmaduros, la promesa de una futura fructificación. La higuera no tenía ningún valor, y no debía dar fruto jamás.
A continuación, versículos 15 al 19, tenemos la acción del Señor en la limpieza del templo. El pensamiento de Dios al establecer su Casa en Jerusalén era que fuera un lugar de oración para todas las naciones. Si cualquier hombre, sin importar a qué raza perteneciera, sentía deseos de buscar a Dios, podría venir a esa casa y ponerse en contacto con él. Los judíos la habían convertido en una cueva de ladrones. Este fue el espantoso espectáculo que se encontró ante su santa mirada cuando inspeccionó la casa la noche anterior.
Sin duda, los judíos habrían dado buenas razones para permitir estas abominaciones. ¿No necesitaban los forasteros cambiar sus variados dineros? ¿No eran las palomas una necesidad para los más pobres que no podían permitirse un sacrificio mayor? Pero todo el asunto se había degradado hasta convertirse en un negocio para ganar dinero. El hombre que venía de lejos buscando a Dios podía ser fácilmente repelido al llegar a la casa, por la bribonería de los que estaban relacionados con ella. ¡Una situación terrible! Los guardianes de la casa eran una pandilla de ladrones, y el Señor se los dijo. Esto provocó la furia de los escribas y los sacerdotes, que se decidieron a matarlo.
Males exactamente similares se han manifestado hace tiempo en la cristiandad. Es terrible decir esto, pero la verdad exige que se diga. Una vez más, la religión se ha convertido en un negocio para hacer dinero, tanto así que, el que pretende buscar a Dios ha sido a menudo ahuyentado por completo. Esto puede verse en sus formas más extravagantes en el gran sistema romano, pero puede verse en otros lugares de manera modificada. Es el error de Balaam, y hay muchos que tras él «se lanzaron», como nos dice Judas 11. Procuremos evitarlo cuidadosamente. La Casa de Dios en la tierra hoy en día está formada por santos (no por piedras muertas, sino por piedras «vivas») pero tenemos que aprender cómo debemos comportarnos en ella, y la primera carta de Pablo a Timoteo nos da las instrucciones necesarias. En esa carta se destacan palabras como estas: «No avaro», «no codicioso de ganancias deshonestas», «privados de la verdad, que suponen que la piedad es un medio de ganancia… Pero gran ganancia es la piedad con contentamiento». Si tales palabras nos gobiernan, seremos preservados de esta trampa.
Al llegar a la ciudad a la mañana siguiente, se vio que la higuera a la que había hablado el Señor estaba seca desde las raíces. La plaga que había caído sobre ella actuaba de forma contraria a la naturaleza, que habría sido de arriba hacia abajo. Este hecho proclamó que era un acto de Dios, y Pedro se sorprendió por ello, y llamó la atención sobre ello, invitando así al Señor a comentar el suceso. Su comentario parece ser doble, ya que la palabra «Porque», que inicia el versículo 23, parece ser de dudosa autoridad.
Lo primero es: «Tened fe en Dios». Su tendencia era tener fe en las cosas visibles, en el sistema mosaico, en el templo, en ellos mismos como pueblo, o en sus sacerdotes y líderes. Nosotros tenemos exactamente la misma tendencia, y podemos fácilmente fijar nuestra fe en sistemas, o en movimientos, o en líderes dotados. Así que tenemos que aprender la misma lección, que todas esas cosas fallan, pero que Dios permanece. Él es fiel, y permanece como el objeto de la fe cuando una maldición cae sobre nuestra querida higuera. Literalmente la palabra es: «Tened la fe de Dios», es como si el Señor nos dijera: “Aferraos a la fidelidad de Dios sin importar lo que pueda marchitarse y desaparecer”.
Pero esto nos lleva a la palabra posterior en cuanto a la oración, en la que se vuelve a hacer hincapié en la fe. «cualquiera que dijere… y no dudare en su corazón, sino creyere… lo que diga le será hecho». El «cualquiera» y el «lo que diga» hacen que esta declaración sea muy amplia; tan amplia que casi nos deja sin aliento. Pero esto está relacionado con la oración contemplada en el siguiente versículo, donde tenemos: «Todo cuanto pidiereis… creed… y lo tendréis». En estos dos versículos todo depende evidentemente del creer.
Ahora bien, creer es tener fe, y la fe no es solo un producto humano, una especie de fantasía o imaginación. El versículo 24, por ejemplo, no quiere decir que, si solo puedo esforzarme en imaginar que recibo mi petición, entonces la recibo. Mis oraciones, según el versículo 24, y mis palabras, según el versículo 23, deben ser el producto de una fe genuina; y la fe es la facultad espiritual en mí que recibe la Palabra divina. La fe es el ojo del alma que recibe y aprecia la luz divina. Si mi oración se basa en una fe inteligente, creeré que recibo, y recibiré realmente la cosa deseada. Y así también con lo que pueda decir, como en el versículo 23.
Se podrían citar casos que ilustran el versículo 23 en el servicio misionero actual. No pocas veces, en tierras paganas, los siervos del Señor se han enfrentado a tristes casos de posesión demoníaca que desafían el poder del Evangelio. Con plena fe en el poder del Evangelio han orado y hablado. Lo que dijeron se cumplió, y el demonio tuvo que marcharse.
Los versículos 25 y 26 introducen otro factor de calificación. La fe nos pone en relaciones correctas con Dios, pero nuestras relaciones con nuestros semejantes también deben ser correctas, si queremos orar y hablar eficazmente. Como sujetos de la misericordia, que hemos sido tan grandemente perdonados, nosotros mismos debemos estar llenos del espíritu de misericordia y perdón. Si no, caeremos bajo el gobierno de Dios.
Estando de nuevo en Jerusalén y caminando por el templo, los jefes de los sacerdotes y otras autoridades del templo se acercaron desafiando la autoridad con la que él había actuado al limpiar el edificio el día anterior. El Señor les respondió pidiéndoles que se pronunciaran sobre una cuestión preliminar en cuanto a la validez o no del bautismo y el ministerio de Juan. Ellos exigían las credenciales del gran Maestro, pero ¿qué hay de las credenciales del humilde precursor? Habría tiempo suficiente para emprender la consideración del problema mayor cuando hubieran resuelto el problema menor. Que decidan ellos en cuanto a Juan.
Los traicionó la forma en que manejaron este asunto. No pensaron en decidir por sus méritos; lo único que pesaba para ellos era la conveniencia, y en cuanto a eso estaban ensartados en los cuernos de un dilema. Una decisión en cualquiera de los dos sentidos los pondría en dificultades. Eran lo suficientemente perspicaces como para darse cuenta de ello, y por eso decidieron alegar ignorancia. Pero este argumento fue fatal para su demanda de que el Señor sometiera sus credenciales a su escrutinio. Proclamaron su incompetencia en el asunto más fácil, y por eso no pudieron insistir en su demanda en el más difícil.
«¿Del cielo o de los hombres?» fue la pregunta en cuanto a Juan. También es la pregunta para el Señor mismo. En nuestros días podemos ir más allá y decir que es la pregunta sobre la Biblia. Juan no era más que un hombre, pero su ministerio era del cielo. El Señor Jesús estuvo realmente aquí por medio de la virgen, pero él era del cielo, y así también su incomparable ministerio. La Biblia es un Libro dado por los hombres, pero no es de los hombres, porque los que escribieron fueron «guiados por el Espíritu Santo» (2 Pe. 1:21).
Una vez que tenemos en nuestras almas la convicción divina de que tanto la Palabra Viva como la Palabra escrita provienen del cielo, su autoridad queda bien establecida en nuestros corazones.
12 - Marcos 12
Al cerrar Marcos 11, escuchamos a los líderes de los judíos alegar ignorancia. No podían decir si el bautismo de Juan era del cielo o de los hombres, y mucho menos podían entender la obra y el servicio del Señor. Abrimos este capítulo para ver claramente demostrado que él los conocía y entendía perfectamente. Conocía sus motivos, sus pensamientos y el fin al que se dirigían. Reveló su conocimiento de ellos en una sorprendente parábola.
El primer versículo habla de «parábolas», y el Evangelio según Mateo nos muestra que en este punto él pronunció tres. Marcos solo registra la del medio de las tres, la que predijo lo que estos líderes judíos iban a hacer, y cuáles serían los resultados para ellos. En esta parábola, los «labradores» representaban a los dirigentes responsables de Israel, y se ofrece un resumen de la forma en que, a lo largo de los siglos, habían rechazado todas las exigencias de Dios.
Al hablar de una viña, el Señor Jesús continuaba una figura que había sido utilizada en el Antiguo Testamento: el Salmo 80, Isaías 5 y otros lugares. En el Salmo, la viña se identifica claramente con Israel, y de ella ha de salir un «Renuevo» que es «el Hijo del hombre a quien fortaleciste para ti mismo». En Isaías es muy evidente que Dios no estaba obteniendo de su viña lo que tenía derecho a esperar. Ahora nos encontramos con que la historia ha avanzado bastante. El dueño de la viña había hecho su parte al proveer todo lo necesario, y la responsabilidad en cuanto a los frutos recaía en los labradores a quienes se había confiado la viña. Ellos no cumplieron con su responsabilidad, y luego procedieron a negar los derechos del propietario y a maltratar a sus representantes. Por último, fueron puestos a prueba por el advenimiento del hijo del propietario. Así, los dirigentes de Israel habían maltratado a los profetas y matado a algunos de ellos. Y ahora había aparecido el Hijo, que es el Renuevo del que habla el Salmo. Esta era la prueba suprema.
En esta parábola se describe la posición del judío bajo la ley. En consecuencia, la cuestión era si podían producir lo que Dios exigía. Ellos no lo habían hecho. No solo había ausencia de fruto, sino que había presencia de odio absoluto hacia Dios y los que lo representaban; y este odio llegó a su clímax cuando apareció el Hijo. Los líderes responsables estaban movidos por la envidia, y deseaban monopolizar la heredad para ellos mismos, por lo que estaban preparados para matarlo. Uno o dos días antes habían determinado su muerte, como nos decía el versículo 18 del último capítulo. Ahora el Señor les descubre que él conocía sus malos pensamientos.
Y les mostró también cuáles serían las terribles consecuencias para ellos. Serían desposeídos y destruidos. Esto se cumplió históricamente en la destrucción de Jerusalén, y sin duda tendrá un cumplimiento adicional y final en los últimos días. Aquel a quien rechazaron se convertirá en la Cabeza dominante de todo lo que Dios está construyendo para la eternidad. Cuando esta predicción se cumpla, será realmente una maravilla a los ojos de Israel.
La afirmación de que el señor de la viña «dará la viña a otros», es una insinuación de lo que sale a la luz más plenamente en Juan 15. Otros se convertirán en pámpanos de la verdadera Vid y darán fruto; solo que ya no estarán bajo la ley al hacerlo, ni serán seleccionados únicamente entre los judíos. Las palabras del Señor eran una advertencia de que su rechazo hacia él significaría su destitución por parte de Dios, y la reunión de otros, hasta que finalmente aquel a quien rechazaron lo dominaría todo. Vieron que la parábola pronunciaba un juicio contra ellos.
No atreviéndose por el momento a ponerle las manos encima, ellos comenzaron una ofensiva verbal contra él, tratando de atraparlo en alguna de sus palabras. Primero fueron los fariseos junto con los herodianos. Su pregunta sobre el dinero del tributo estaba hábilmente diseñada para convertirlo en un ofensor de una u otra manera, ya fuera contra los sentimientos nacionales de los judíos o de los romanos. Sin embargo, su respuesta los redujo a la impotencia. Les hizo admitir su servidumbre al César apelando a su moneda. Los labios de ellos, no los suyos, declararon que era la imagen del César. Entonces él no solo dio la respuesta a su pregunta, que era perfectamente obvia a la luz de su propia admisión, sino que también la utilizó como introducción al asunto mucho más importante de las demandas de Dios sobre ellos. No es de extrañar que se maravillaran de él.
Podemos notar cómo, en el versículo 14, estos oponentes rindieron tributo a su perfecta verdad. De una manera mucho más allá de lo que ellos comprendían (en el sentido más absoluto), él era la verdad y enseñaba la verdad, totalmente, sin ser distorsionada por el hombre y su pequeño mundo. De ningún otro siervo de Dios podría decirse esto. Incluso Pablo estaba influenciado por consideraciones humanas, como muestra Hechos 21:20-26. Solo Jesús es el perfecto Siervo de Dios, y era tan pobre que tuvo que pedir que le trajeran un «denario».
Luego vinieron los saduceos, pidiéndole que desenredara la maraña matrimonial que ellos proponían. Él lo hizo y los condenó por su necedad; pero antes de hacerlo reveló sus causas subyacentes. Ellos no conocían las Escrituras: eso era ignorancia. No conocían el poder de Dios: eso era incredulidad. Su error incrédulo se sostenía en estos dos pilares. La incredulidad moderna del tipo saduceo se apoya en los mismos dos pilares. Continuamente citan mal, malinterpretan o manipulan de alguna manera las Escrituras, y conciben a Dios como si fuera cualquier cosa menos Todopoderoso, como un simple hombre, aunque con poderes más grandes que nosotros.
El Señor demostró la resurrección de los muertos citando el Antiguo Testamento. El hecho está implícito en Éxodo 3:6. Dios seguía siendo el Dios de Abraham, Isaac y Jacob cientos de años después de sus muertes. Aunque estaban muertos para los hombres, vivían para él, y eso significaba que debían resucitar. El hecho estaba en las Escrituras, y al negarlo el saduceo solo se condenaba a sí mismo por ignorancia.
Puesto que el hecho estaba en las Escrituras, el Señor, fiel a su carácter de Siervo, apeló a las Escrituras y no afirmó el hecho dogmáticamente por su propia autoridad. Lo que sí afirmó dogmáticamente está en el versículo 25, donde hace notar el estado o la condición en la que la resurrección nos introducirá, yendo así más allá de lo que enseñaba el Antiguo Testamento. El mundo de la resurrección difiere de este mundo. Las relaciones terrenales cesan en esas condiciones celestiales. No hemos de ser ángeles, pero hemos de ser «como los ángeles que están en los cielos». La inmortalidad y la incorruptibilidad serán nuestras.
El hecho evidente era, por lo tanto, que los saduceos habían inventado en su ignorancia una dificultad que no tenía existencia en los hechos. Su desconcierto fue total.
Uno de los escribas que escuchaba se dio cuenta de ello, y se aventuró a proponer una pregunta que a menudo debatían entre ellos, sobre la importancia relativa de los distintos mandamientos. La respuesta del Señor dejó de lado todos sus elaborados argumentos y argucias en cuanto a uno u otro de los diez mandamientos, yendo directamente a la palabra contenida en Deuteronomio 6:4-5. Se trataba de un mandamiento que englobaba todos los demás mandamientos. Dios exigía ser absolutamente supremo en los afectos de sus criaturas; si solo él lo fuera, todas las demás cosas ocuparían el lugar correcto. He aquí el gran mandamiento magistral que lo rige todo.
En este mandamiento hay un elemento de gran estímulo. ¿Por qué habría de preocuparse Dios por poseer el amor indiviso de su criatura? La fe respondería a esta pregunta diciendo: porque él mismo es amor. Siendo amor, y amando a su criatura, aunque esté perdida en sus pecados, él no puede estar satisfecho sin el amor de su criatura. Israel no podía «fijar sus ojos en el fin» de la ley. Si hubieran podido hacerlo, eso es lo que habrían visto.
Para el segundo mandamiento, el Señor remitió al hombre a Levítico 19:18, otro pasaje inesperado. Pero este mandamiento evidentemente surge del primero. Nadie puede tener la capacidad e inclinación para tratar correctamente a su prójimo si antes no está bien en sus relaciones con su Dios. Pero el amor es la esencia de este segundo mandamiento, no menos que del primero. Amar al prójimo como a uno mismo es el límite bajo la ley. Solo bajo la gracia es posible ir un paso más allá, como hicieron, por ejemplo, Aquila y Priscila, según consta en Romanos 16:4. No obstante, «El amor... es el cumplimiento de la ley» (Rom. 13:10), y esto se dice en relación con este segundo mandamiento.
El escriba sintió la fuerza de esta respuesta, como muestran los versículos 32 y 33. La serie de preguntas comenzó con la confesión: «Maestro, sabemos que… enseñas con verdad el camino de Dios». Esto lo dijeron los fariseos y herodianos con espíritu de hipocresía. Terminó con el escriba diciendo con toda sinceridad: «Bien, Maestro, con verdad has dicho». El hombre vio que el amor que llevaría al cumplimiento de estos dos grandes mandamientos es de mucha más importancia que ofrecer todos los sacrificios que la ley ordenaba. Los sacrificios tenían su lugar, pero solo eran un medio para alcanzar un propósito. «El propósito del mandato es el amor», como nos dice 1 Timoteo 1:5. El propósito es mayor que los medios. Así, el escriba aprobó la respuesta que se le había dado.
La réplica del Señor en el versículo 34 es muy llamativa. Declaró que el hombre no estaba «lejos del reino de Dios», y esto mostró dos cosas. Primero, que cualquiera que se aleje de lo que es exterior y ceremonial, para darse cuenta de la importancia de lo que es interior y vital ante Dios, no está lejos de la bendición. En segundo lugar, que por muy importante que sea esa comprensión, no basta por sí misma para entrar en el reino. Se necesita algo más, incluso el espíritu de un niño pequeño, como vimos al considerar Marcos 10. El escriba estaba cerca del reino, pero aún no estaba en él. Esta respuesta, a nuestro juicio, dejó perplejo al hombre, así como a los demás oyentes, y por ello nadie se preocupó de hacer más preguntas. Un hombre como este, muy versado en la ley de Dios, lo daban por sentado en el reino. Las palabras del Señor desafiaron sus pensamientos. Sin embargo, al ver que Dios tiene como objetivo y valora lo que es moral y espiritual más allá de lo que es ceremonial y carnal, él había recorrido un largo camino hacia el reino. En Romanos 14:17 se afirma lo mismo con respecto a nosotros, al menos en principio. ¿Lo hemos reconocido plenamente?
Una vez que sus oponentes habían terminado con sus preguntas, el Señor les plantea su gran pregunta, que surge del Salmo 110. Los escribas tenían muy claro que el Mesías iba a ser el Hijo de David; sin embargo, aquí está David hablando de él como su Señor. Entre los hombres, y en aquellos días, un padre nunca se dirigía a su hijo en tales términos, sino al revés: el hijo llamaba a su padre, señor. ¿Cómo podría entonces el Cristo ser Hijo de David? ¿Se equivocaban los escribas en lo que afirmaban? ¿O podrían explicarlo?
No podían explicarlo. Guardaron silencio. La explicación era sumamente sencilla, pero estando frente al Cristo, y sin querer admitir sus afirmaciones, cerraron voluntariamente los ojos ante ella. Él era el Hijo de David, y David lo llamó Señor por el Espíritu Santo, así que no había error. La explicación es que fue el Hijo de Dios quien se convirtió en el Hijo de David según la carne, como se afirma tan claramente en Romanos 1:3. Una vez que se reconoce plenamente la Deidad de Cristo, todo queda claro. Estos versículos arrojan bastante luz sobre la declaración de 1 Corintios 12:3, que dice que «nadie puede decir: Jesús es el Señor, sino por el Espíritu Santo».
El Señor había respondido a todas las preguntas de sus adversarios, y les hizo una pregunta que no pudieron responder. Si hubieran podido responderla, habrían tenido la clave de toda la situación. La mayoría del pueblo seguía escuchándole con gusto, pero los escribas estaban ciegos, y en los versículos 38-40 el Señor advierte al pueblo contra ellos. Los que estaban siendo guiados ciegamente son advertidos contra sus líderes ciegos. Se desenmascaran los verdaderos motivos y objetivos de los escribas. La Palabra de Dios que sale de sus labios penetra entre el alma y el espíritu de manera infalible.
El pecado característico de ellos era la búsqueda de sí mismos en las cosas de Dios. Ya sea en la plaza del mercado (el centro de los negocios), en la sinagoga (el centro religioso) o en las fiestas (el círculo social), debían tener el lugar de mando, y para ello llevaban su vestimenta distintiva. Una vez conseguida la posición de liderazgo, la utilizaban para enriquecerse económicamente a costa de las viudas, la clase más indefensa de la comunidad. La adquisición de poder y dinero era el fin y el objeto de su religión. Ellos seguían «el camino de Balaam, hijo de Beor, quien amó el sueldo de la injusticia» (2 Pe. 2:15); y hay demasiados en nuestros días que todavía recorren ese mal camino, cuyo fin es una «mayor condenación» o «un juicio más severo». El adjetivo, fíjese, no es «más largo», como si pudieran existir diferencias en la duración del castigo; aunque habrá diferencias en cuanto a su severidad.
Los adversarios habían provocado esta discusión con sus preguntas, pero la última palabra la tuvo el Señor. Las palabras finales debieron caer de sus labios con la fuerza de un mazo. Él tranquilamente asumió para sí el cargo de Juez de toda la tierra y pronunció la condena de ellos. Si no hubiera sido el Hijo de Dios, esto habría sido una locura y algo peor.
Pero el mismo Hijo de Dios se sentó frente al arca de las ofrendas y observó los donativos de la multitud, y he aquí que con la misma certeza puede estimar el valor de sus donativos. Se acerca una pobre viuda (posiblemente una que había sufrido la estafa de los escribas rapaces) y echa su pequeño todo. Le quedaban dos monedas de las más pequeñas y ella las echó las dos. Según los pensamientos humanos su ofrenda era absurda y despreciable en su pequeñez, su presencia no se notaría, y su ausencia no se sentiría. En la estimación Divina fue más valioso que todos los demás dones juntos. La aritmética de Dios en este asunto no es la nuestra.
Con Dios el motivo lo es todo. He aquí una mujer que, en lugar de culpar a Dios por las faltas de los escribas, que decían representarlo, lo dedicó todo al servicio de Dios. Esto deleitó el corazón de nuestro Señor.
Él llamó a sus discípulos, como nos dice el versículo 43, y señaló a la mujer, proclamando la virtud de su acto. Esto es especialmente llamativo si nos fijamos en el comienzo de Marcos 13, pues sus discípulos estaban ansiosos por señalarle la grandeza y la belleza de los edificios del Templo. Ellos señalaban las costosas piedras labradas por las atareadas manos de los hombres. Él señaló la belleza moral del acto de una pobre viuda. Les dijo que sus grandes edificios colapsarían en la ruina. Es el acto de la viuda el que será recordado en la eternidad.
Y, sin embargo, la viuda dio sus dos moneditas al cofre del templo que recibía las contribuciones para el mantenimiento del tejido del templo. El Señor ya había dado la espalda al templo y ahora pronunciaba su condena. Ella no lo sabía; pero a pesar de estar un poco atrasada en los tiempos, en su inteligencia, su donativo fue aceptado y valorado según el corazón devoto que lo impulsó. ¡Qué consuelo es este hecho!
Dios estaba delante de ella en su ofrenda, y Dios permanece incluso cuando los templos son destruidos. Las cosas materiales –en las que podemos poner nuestro corazón– desaparecen, pero Dios permanece.
13 - Marcos 13
La predicción del Señor de que el Templo sería completamente destruido condujo a su discurso profético. Los discípulos no cuestionaron el cumplimiento de sus palabras, solo querían saber el tiempo de su cumplimiento y, fieles a sus instintos judíos, cuál sería la señal de ello. La respuesta del Señor a sus preguntas es muy instructiva.
En primer lugar, no fijó ninguna fecha: cualquier respuesta que él dio en cuanto al tiempo era de tipo indirecto. En segundo lugar, fue más allá del alcance inmediato de sus preguntas, y se refirió a las cuestiones más importantes de los últimos días y a su propio advenimiento en gloria. Esta característica se ve en muchas profecías del Antiguo Testamento, que fueron dadas en vista de algún acontecimiento inminente de la historia, y que se aplicaban definitivamente a ese acontecimiento, y sin embargo fueron redactadas de tal manera que se aplican con mayor plenitud a los acontecimientos que han de ocurrir en los últimos días. En el caso que nos ocupa, hubo un cumplimiento en la destrucción producida por los romanos en el año 70 d.C., que aparece más claramente en el relato de Lucas de este discurso, y sin embargo el cumplimiento está relacionado con la venida del Señor. A esta característica de la profecía alude el dicho: «Ninguna profecía de la Escritura se puede interpretar por cuenta propia» (2 Pe. 1:20).
En tercer lugar, él hizo recaer todo el peso de su profecía sobre las conciencias y los corazones de sus oyentes para que lo soportaran. Si la pregunta de estos estaba motivada por una considerable dosis de curiosidad, él elevó todo el asunto a un plano mucho más elevado con sus palabras iniciales: «Mirad que nadie os engañe». El curso de las cosas que la profecía revela va en contra de todo lo que los hombres naturalmente esperarían. El atractivo de los falsos profetas radica en que siempre predicen cosas que coinciden con los deseos de los hombres y parecen eminentemente razonables. Debemos estar atentos, pues los falsos profetas abundan hoy en los púlpitos de la cristiandad.
La primera advertencia, en el versículo 6, se refiere a los que vienen haciéndose pasar por el Cristo. El punto central del conflicto está siempre aquí. El diablo sabe que, si puede engañar a los hombres en cuanto a él, puede engañarlos en todo lo demás. Si nos equivocamos en cuanto al centro, estamos destinados a equivocarnos en la lejana circunferencia. Estar arraigados en nuestro conocimiento del verdadero Cristo nos pone a prueba contra las seducciones de los falsos.
A continuación, se nos advierte que no esperemos tiempos fáciles en cuanto a las condiciones del mundo. Es de esperar guerras y agitación entre las naciones, y perturbaciones en la naturaleza. Estas cosas no deben interpretarse como indicadores del gran clímax, pues no son más que las angustias preliminares. Además, los discípulos del Señor deben esperar enfrentarse a dificultades especiales. Estarán sometidos a la oposición y a la persecución, y sus parientes más cercanos se volverán contra ellos, y el odio de los hombres en general será su porción. Sin embargo, el Señor les dice que estas circunstancias adversas se convertirán en ocasiones para dar testimonio, y que ellos tendrán un apoyo especial y una sabiduría especial, en cuanto a sus declaraciones, por parte del Espíritu Santo.
Algunos han deducido del versículo 10, leyéndolo en conjunción con Mateo 24:14, que el Señor no puede venir por sus santos hasta que el Evangelio haya sido llevado a todas las naciones de hoy. Pero tenemos que tener en cuenta que los discípulos, a los que el Señor se dirigía, eran en ese momento el remanente temeroso de Dios en Israel, y aún no habían sido bautizados en un solo Cuerpo, la Iglesia; y también que el «Evangelio» en este versículo es un término general que abarcaría no solo el Mensaje que se predica hoy, sino también ese «Evangelio del reino» del que habla Mateo, y que será llevado por el remanente temeroso de Dios, que será levantado después de que la Iglesia haya desaparecido.
El versículo 14 nos da la señal por la que los discípulos preguntaron. Daniel habla de «la abominación desoladora» (Dan. 12:11), y a esto se alude en nuestro versículo, pues la palabra «desolación», se nos dice, “es una palabra activa”, que tiene la fuerza de “causar desolación”.
Habrá el establecimiento público de un ídolo en el santuario de Jerusalén –tal como lo hemos predicho en Apocalipsis 13:14-15–, un insulto a Dios del tipo más flagrante. Esa señal indicará dos cosas: primero, que el tiempo de aflicción especial, del que habla Daniel 12:1, ha comenzado; segundo, que el fin de la era, y la intervención de Cristo en su gloria, están muy cerca. El resto del discurso del Señor se ocupa de estas dos cosas. Los versículos 15 al 23 tratan de lo primero; los versículos 24 al 27, de lo segundo.
El lenguaje del versículo 19 muestra que el Señor tenía en vista la gran tribulación, y los versículos anteriores muestran que su centro y furia más intensa se encuentra en Judea. Los versículos 15 y 16 indican que se iniciará con gran rapidez. La huida instantánea será la única forma de escapar para los que temen a Dios. La ferocidad será tal que, si se le permitiera seguir un curso prolongado, significaría el exterminio. Por el bien de los elegidos, no se permitirá que continúe, sino que será interrumpida por el advenimiento de Cristo. De Daniel 9:27 deducimos que la tribulación comenzará, cuando la cabeza del imperio romano revivido haga «cesar el sacrificio y la ofrenda», en medio de los últimos siete años. Siendo así, solo quedarán tres años y medio antes de que el Señor Jesús le ponga fin con su gloriosa aparición.
Mediante la tribulación, el diablo tratará de aplastar y exterminar a los escogidos. Pero esto no es todo, como muestran los versículos 21 y 22. En ese momento aparecerá un número especial de falsos Cristo y profetas, por medio de los cuales espera seducir a los escogidos. Lo lograría, «si fuese posible». Gracias a Dios, eso no es posible. Los verdaderos santos sabrán que el verdadero Cristo no se va a esconder en algún rincón, para que los hombres tengan que decir: «Mira, aquí está el Cristo; o, mira, allí está». Él brillará en su gloria en su venida, y todo ojo lo verá.
La tribulación llegará a su fin en convulsiones finales que afectarán incluso a los cielos, como muestran los versículos 24 y 25. El sol, la luna y las estrellas se emplean a veces en las Escrituras como símbolos del poder supremo, del poder derivado y del poder subordinado, respectivamente; y «los poderes en los cielos» están en la mira, como muestra la última parte del versículo 25. Sin embargo, este discurso del Señor no está marcado por un gran uso de símbolos, como sí lo está el libro del Apocalipsis, por lo que pensamos que no deben excluirse las convulsiones literales que afectan a los cuerpos celestes, especialmente porque sabemos que hubo un oscurecimiento literal del sol cuando Jesús murió. El oscurecimiento de ese día servirá para realzar el brillo de su aparición, cuando él venga en las nubes con gran poder y gloria.
La gloriosa aparición del Hijo del hombre será seguida por la reunión de «sus escogidos». Estos fueron mencionados en el versículo 20, y serán los que «perseveren hasta el fin» (v. 13), salvados por la aparición de Cristo. Estos escogidos son el remanente temeroso de Dios de Israel en los últimos días; porque el Señor se dirigía a sus discípulos que en ese momento eran el remanente temeroso de Dios en medio de Israel, y sin duda habrían entendido sus palabras en ese sentido. Estos escogidos se encontrarán en todas las partes de la tierra, y los instrumentos utilizados en su reunión serán los ángeles; reunidos, se convertirán en el Israel redimido que entrará en el reino milenario. Todo esto debe diferenciarse de la venida del Señor por sus santos, como se predice en 1 Tesalonicenses 4, cuando el Señor mismo descenderá del cielo y nuestra reunión será con él.
La alusión a la higuera en el versículo 28, es una parábola, y por lo tanto debemos esperar encontrar en ella un significado más profundo que el que está relacionado con un símil o una ilustración. La higuera representa sin duda a Israel, como vimos al leer Marcos 11, y por lo tanto el brote de sus ramas indica el comienzo del resurgimiento nacional de ese pueblo. El «verano» representa la era de la bendición milenaria para la tierra. Cuando el verdadero reavivamiento nacional se establece para Israel, entonces la aparición de Cristo y la era milenaria están muy cerca.
La palabra «generación» en el versículo 30 se usa evidentemente en un sentido moral y no literal, significando personas de cierto tipo y carácter, tal como el Señor usó la palabra en Marcos 9:19, y en Lucas 11:29. La generación incrédula no pasará hasta el segundo advenimiento, ni tampoco la generación de los que buscan al Señor. La venida del Señor significará la desaparición de la generación malvada, y al mismo tiempo el pleno establecimiento de todas sus palabras, que son más firmes y duraderas que todas las cosas creadas.
El versículo 32, ha presentado mucha dificultad a muchas mentes debido a las palabras «ni el Hijo». Puede que no seamos capaces de explicarlas completamente, pero al menos podemos decir dos cosas. Primero, que en este Evangelio el Señor es presentado como el gran Profeta de Dios, y que este era un asunto reservado por el Padre y no se le dio a él como Profeta para que lo revelara. En segundo lugar, si se leen Mateo 20:23 y Juan 5:30 y se comparan con nuestro versículo, veremos que los tres pasajes discurren en líneas paralelas, en cuanto a dar, saber y hacer, respectivamente. En Mateo tenemos las palabras literales: «No es mío darlo». Podríamos resumirlo en Marcos como «No es mío el saberlo», y en Juan como «No es mío el hacerlo». Los incrédulos han hecho un gran uso de la palabra utilizada en Filipenses 2:7, «se despojó a sí mismo», o más literalmente, «se vació a sí mismo», construyendo sobre ella la teoría de que él se despojó a sí mismo del conocimiento para convertirse en un judío con las nociones de su tiempo; y por lo tanto están capacitados (así lo piensan) para imputarle errores en muchos puntos. Él sí se vació a sí mismo, pues la Escritura dice que lo hizo. Los tres pasajes que hemos mencionado nos dan una idea adecuada de lo que implicaba, y nos llevan a bendecir su Nombre por su benevolente descenso. La teoría de los incrédulos le privaría de su gloria, y a nosotros de cualquier consideración por sus palabras; palabras que, nos acaba de decir, nunca pasarán.
Los cinco versículos que cierran este capítulo contienen un llamamiento muy solemne, que debería llegar a todos nosotros. En el versículo 33 tenemos por cuarta vez las palabras: «Mirad». El Señor abrió su discurso con estas palabras, y lo cerró con ellas, y en dos ocasiones (v. 9 y 23) las pronunció. Todas las revelaciones proféticas que él dio están hechas para influir en nuestras conciencias y vidas: Nos advierte para que estemos prevenidos. Conociendo la infalibilidad de sus palabras, pero sin saber cuándo es el momento, debemos «velar», es decir, estar sumamente despiertos y observadores, y también orar, porque no somos rivales para los poderes de las tinieblas, y por eso debemos mantener la dependencia de Dios. Se nos deja para que hagamos nuestro trabajo designado en un espíritu de expectación, anticipando la venida del Hijo del hombre.
La triple repetición de la palabra «Velad» en estos cinco versículos llama mucho la atención. Debemos poner gran énfasis en ello en nuestras mentes, y más aún ya que nuestra posición está establecida en los últimos días de esta dispensación, cuando su venida no puede estar muy distante. Es muy fácil sucumbir a la atracción del mundo, cuando nuestras mentes se adormecen y no están alerta. Una palabra grande e importante es esta: vigilar. Y el último versículo de nuestro capítulo muestra que ciertamente está destinada a aplicarse a nosotros.
14 - Marcos 14
Al abrir este capítulo, volvemos a los detalles históricos, y llegamos a los momentos finales de la vida de nuestro Señor. Los versículos 1 al 11 nos proporcionan una introducción muy llamativa a las últimas escenas. En los versículos 1 y 2, el astuto odio llega a su colmo. En los versículos 10 y 11, la exhibición suprema de la despiadada traición es registrada brevemente. Los versículos intermedios cuentan una historia de amor devoto por parte de una mujer insignificante, cuya belleza se ve realzada por la historia que se interpone entre el registro de tal odio y tal traición.
El odio de los jefes de los sacerdotes y de los escribas fue igualado por su astucia, aunque no eran más que instrumentos en manos de Satanás. Dijeron: «No durante la fiesta», y sin embargo fue en la fiesta; y de nuevo: «no sea que el pueblo se subleve», y sin embargo hubo sublevación del pueblo, solo que fue a favor de ellos y en contra del Cristo de Dios. Poco sabían del poder del diablo al que se habían vendido.
Es posible que la mujer de Betania (María, como sabemos por Juan 12) no comprendiera del todo la importancia y el valor de su acto. Probablemente se sintió movida por un instinto espiritual, al darse cuenta del odio asesino que rodeaba a Aquel a quien amaba. Trajo su precioso ungüento y lo derramó sobre él. Su acción fue malinterpretada por «algunos» (Mateo nos dice que se trataba de discípulos, y Juan añade que Judas el traidor fue el autor de la censura) que pensaban en el dinero y en los pobres, particularmente en lo primero. El Señor la reivindicó, y eso fue suficiente. Aceptó su acto y lo valoró según su comprensión de lo que significaba y no según la inteligencia de ella, aunque ella era, como suponemos, la más inteligente de los discípulos. Podemos ver en esto una dulce previsión de la gracia con que él revisará los actos de sus santos en el Tribunal.
Su veredicto fue: «Ella ha hecho lo que podía», lo cual es un gran elogio. Además, él ordenó que el acto de ella fuera su memorial dondequiera que se predique el Evangelio. Su nombre es conocido y su acto es recordado por millones de personas hoy en día (veinte siglos después) con todo honor, así como también Judas es conocido con deshonor, y su nombre se ha convertido en un sinónimo de bajeza y traición.
Estos versículos iniciales nos muestran, pues, que a medida que se acercaba el momento de la crisis, todos salieron a la luz en su verdadera dimensión. El odio y la traición de los adversarios se hicieron aún más oscuros; el amor de los verdaderos se encendió, aunque ninguno lo expresó como María de Betania. En el versículo 12, sin embargo, pasamos a la preparación de la última Cena, en cuyo transcurso el Señor dio un testimonio mucho más impresionante de la fuerza de su amor por los suyos. Había algún testimonio del amor de ellos por él, pero no era nada en presencia de su amor por ellos.
El Señor Jesús no tenía casa propia, pero sabía muy bien cómo poner su mano en todo lo necesario para el servicio de Dios. El dueño del aposento era sin duda alguien que lo conocía y lo reverenciaba. Los discípulos conocían la suficiencia de su Maestro. No intentaron nada por iniciativa propia, sino que se limitaron a buscar la dirección de él y actuaron en consecuencia. De ahí que a aquel que no tenía dónde recostar su cabeza, no le faltara un alojamiento adecuado para el último encuentro con los suyos.
Durante muchos siglos se había celebrado la Pascua, y los que la comían sabían que conmemoraba la liberación de Israel, de Egipto; pocos, si acaso, se daban cuenta de que anticipaba la muerte del Mesías. Ahora, por última vez, se iba a comer antes de que se cumpliera. No sabemos qué llenaba las mentes de los discípulos, pero evidentemente la mente del Señor estaba centrada en su muerte, y hacia ella dirigió los pensamientos de los demás al anunciar que su traidor estaba entre ellos, y que una desgracia recaía sobre él. Luego él instituyó su propia Cena.
La brevedad caracteriza todo el relato de Marcos, pero en ninguna parte es más pronunciada que en su relato de la institución de esta. Sin embargo, todo lo esencial está aquí: el pan y su significado, la copa y su trascendencia y aplicación, que hace que sea designada por Pablo, «la copa de bendición que bendecimos». Para el Señor mismo, el fruto de la vid y lo que simbolizaba, el gozo terrenal, era todo pasado: no lo tocaría más hasta que en el reino de Dios lo probara de una manera totalmente nueva. Todas las esperanzas y alegrías terrenales sobre la antigua base estaban cerradas para él.
La lección que debemos aprender está en consonancia con este hecho. Dios puede permitirnos, en sus bondadosas providencias, disfrutar en la tierra de muchas cosas alegres y agradables, pero todas nuestras alegrías propias como cristianos no son de orden terrenal, sino celestial.
Desde el aposento alto, donde él había instituido su cena, el Señor condujo a sus discípulos a Getsemaní. Se cantó un himno o salmo (se dice que los Salmos 115 - 118 eran la porción habitual). Para los discípulos era lo que se acostumbraba hacer, sin duda; pero ¿qué debió haber sido para el Señor? Cantar, mientras él salía a cumplir el tipo de la Pascua convirtiéndose en el sacrificio; y el Salmo 118, hacia el final, habla de atar «la víctima con cuerdas, y traedla hasta los cuernos del altar». Él siguió adelante hacia el sufrimiento y la muerte, atado con las cuerdas de su amor; y los discípulos al fracaso, a la derrota y a la dispersión.
Él les advirtió de lo que les esperaba, remitiéndoles a la profecía de Zacarías, que preveía la herida del Pastor de Jehová y la dispersión de las ovejas. Pero el profeta procedió a decir: «mas tornaré mi mano sobre los chiquitos», y esto responde al versículo 28 de nuestro capítulo. Los que eran sus ovejas a nivel nacional fueron dispersados, pero los «chiquitos», llamados por Zacarías «los pobres del rebaño», fueron reunidos de nuevo sobre una base nueva, cuando el Pastor resucitó de entre los muertos. De ahí que no se iba a reunir con ellos en Jerusalén, sino en Galilea.
Pedro, lleno de confianza en sí mismo, afirmó que no tropezaría, aunque todos los demás lo hicieran, y esto ante la declaración más explícita del Señor, que preveía su caída. Los demás no quisieron ser superados por Pedro y se comprometieron a hacer una afirmación similar. Lo que explica esto es la impía rivalidad que existía entre ellos, en cuanto a quién debía ser el más grande. Marcos lo pone de manifiesto con especial claridad, como puede verse si comparamos Marcos 9:33-34; Marcos 10:35-37 y 41. Sin duda, Pedro sintió que había llegado la oportunidad de demostrar de una vez por todas que estaba por encima de los demás. Y los demás no estaban dispuestos a que él siguiera adelante; tenían que seguirle el ritmo. La caída de Pedro pareció llegar muy repentinamente, pero todo esto nos muestra que las raíces secretas de la misma se remontaban a un largo camino en el pasado.
Las audaces palabras de Pedro iban a ser pronto puestas a prueba, y en primer lugar en Getsemaní, al que se llegó inmediatamente después. A él y a sus dos compañeros solo se les pidió que velaran durante una hora. Esto no pudieron hacerlo; aunque solo a Pedro, que había sido tan particularmente jactancioso, el Señor le dirigió sus suaves palabras de amonestación, usando su antiguo nombre de Simón. Esto era apropiado, porque en ese momento no era fiel a su nuevo nombre, sino que mostraba las características de la vieja naturaleza que aún estaba en él. Su Maestro sentía «espanto» y «angustia», y estaba «muy triste hasta la muerte», y sin embargo ellos se durmieron, no solo una vez, sino tres veces.
Sin embargo, sobre el oscuro fondo de su fracaso, la perfección de su Maestro brilló aún más intensamente. La realidad de su Humanidad se nos presenta de forma muy llamativa en los versículos 33 y 34, y también su perfección. Siendo Dios, él conocía con infinita plenitud todo lo que implicaría morir como portador del pecado. Siendo el Hombre perfecto, poseía toda la sensibilidad humana genuina sin mancha, nuestra sensibilidad ha sido empañada por el pecado, pero en él no había pecado. De ahí que sintiera todo en medida infinita, y deseara fervientemente que la hora pasara de él. Y una vez más, habiendo tomado el lugar del Siervo, fue perfecto en su devoción a la voluntad del Padre, y por eso, aunque deseaba que la copa le fuera quitada, añadió: «Pero no lo que yo quiero, sino lo que tú».
Podemos resumirlo todo diciendo que, siendo Dios perfecto, tenía una capacidad infinita para conocer y sentir todo lo que significaba para él la hora de la muerte que se acercaba. Como Hombre perfecto, entró de lleno en el dolor de esa hora, y no pudo hacer otra cosa que orar para que esa copa fuera quitada de él. Como Siervo perfecto, se presentó él mismo al sacrificio sometiéndose de todo corazón a la voluntad de su Padre.
Tres veces suplicó nuestro Señor a su Padre, y luego regresó para enfrentar al traidor con su banda de hombres pecadores. Podemos recordar que tres veces fue tentado por Satanás en el desierto al principio, y parece cierto, aunque no se menciona aquí, que el poder de Satanás también estaba presente en Getsemaní, pues al salir del aposento alto había dicho: «viene el príncipe de este mundo, y él nada tiene en mí» (Juan 14:30). Esto también ayuda a explicar la extraordinaria somnolencia de los discípulos. El poder de las tinieblas era demasiado grande para ellos, como lo es siempre para nosotros, a no ser que nos apoye activamente el poder Divino. Tomemos nota de que el poder de Satanás no solo incita a veces a los creyentes a realizar acciones erróneas, sino que a veces simplemente los manda a dormir.
Al decir a Pedro: «El espíritu a la verdad está dispuesto», el Señor evidentemente admitió que había en sus discípulos aquello que podía apreciar y reconocer. Sin embargo, «la carne es débil», y Satanás estaba en ese momento terriblemente activo, de modo que solo la vigilancia y la oración habrían afrontado la situación. Llevemos la palabra a casa para nosotros mismos. A medida que se acerca el fin de la era, las actividades de Satanás van a ser más insistentes, y necesitamos estar despiertos con todas las facultades espirituales alerta, y también estar llenos del espíritu de dependencia de Dios en la oración.
Los versículos 42 al 52 nos ocupan de su arresto por la turba enviada por los jefes de los sacerdotes bajo el liderazgo de Judas. Por supuesto, no eran soldados romanos, sino servidores del templo y de las clases dirigentes entre los judíos. ¡Qué historia es esta! La multitud con su violencia, expresada en sus espadas y palos; Judas con la más baja traición, traicionando al Señor con un beso; Pedro, con una actividad repentina y carnal; todos los discípulos abandonando al Señor y huyendo; un joven sin nombre que intenta seguirle, pero que solo acaba huyendo con la vergüenza añadida a su pánico; violencia, traición, actividad falsa y equivocada, miedo y vergüenza. De nuevo decimos: ¡Qué historia! Y así somos nosotros cuando nos enfrentamos al poder de las tinieblas y estamos fuera de la comunión con Dios.
En cuanto a Pedro, este fue el tercer paso en su camino descendente. Primero fue su enredo en la ruinosa competencia por el primer lugar entre los discípulos, que se convirtió en autoconfianza y autoafirmación. Segundo, su falta de vigilancia y oración, que le llevó a dormir cuando debía haber estado despierto. Tercero, su ira y violencia carnales, seguidas de una abyecta huida. El cuarto paso, que llevó las cosas a un clímax, lo tenemos al final del capítulo.
En cuanto al Señor Jesús, todo fue calma en perfecta sumisión a la voluntad de Dios, tal como se expresa en las Escrituras proféticas. Su luz brilló como siempre sin el menor parpadeo.
“Fiel en medio de la infidelidad,
en medio de tinieblas solo luz”.
Los versículos 53 al 65, nos resumen los procedimientos ante las autoridades religiosas judías. Todos estaban reunidos para emitir juicio contra él, y por lo tanto el asunto, en lo que a ellos respecta, no se hizo en un rincón. Esto muestra de manera sorprendente la profundidad del sentimiento que se había despertado. Un concilio lleno de gente, ¡y era a altas horas de la noche! El fuego ardía en el patio, y se nos permite ver a Pedro entrando a hurtadillas entre los enemigos de su Señor para calentarse un poco.
No se pensó en un juicio imparcial. Sus jueces buscaban sin rubor el testimonio que les permitiera pronunciar sobre él la sentencia de muerte. Sin embargo, el poder de Dios actuaba entre bastidores, y todos los intentos de hacer recaer sobre él los cargos inventados, quedaron en nada. Se hicieron muchos esfuerzos; una muestra de ellos se nos da en el versículo 58, y reconocemos una distorsión de su declaración que se registra en Juan 2:19. Acusación tras acusación se desmoronó al caer los perjuros en la confusión y en la contradicción. Parece como si Dios hubiera envuelto sus mentes normalmente agudas en una niebla de confusión.
Llevado a la desesperación, el sumo sacerdote se levantó para interrogarlo, pero a su primera pregunta Jesús no contestó nada, evidentemente por la razón suficiente de que todavía no había nada que responder. Cuando le preguntaron si era el Cristo, el Hijo de Dios, contestó de inmediato diciendo: «Yo soy». Tanto a la pregunta como a la respuesta no les faltaba nada de definición. Allí estaba el Cristo, el Hijo de Dios, por su propia confesión; y no solo esto, sino que afirmó que como Hijo del hombre tendría todo el poder en su mano, y que volvería en gloria desde el cielo. Por esta confesión fue condenado a muerte.
El profeta Miqueas había predicho que «el Juez de Israel» sería sometido al juicio humano. Esto sucedió; sin embargo, es muy sorprendente que cuando el gran Juez fue sometido a juicio humano, todo intento de condenarlo sobre la base de pruebas humanas fracasó; todos los testigos humanos cayeron en la confusión. Lo condenaron sobre la base del testimonio que él dio de sí mismo; e incluso al hacer esto, ellos mismos violaron la ley. Estaba escrito: «El sumo sacerdote entre sus hermanos… no… rasgará sus vestidos» (Lev. 21:10). El sumo sacerdote hizo caso omiso de esto, tan agitado estaba en presencia de su Víctima, tan transportado por la ira y el odio.
La tormenta de odio estalló sobre el Señor tan pronto como descubrieron un pretexto para condenarlo; pero en sus bofetadas y escupitajos no hacían sino cumplir inconscientemente las Escrituras. La farsa del juicio ante el Sanedrín terminó en escenas de desorden, así como la confusión se había estampado en sus procedimientos anteriores, confusión que se hizo más conspicua por su serena presencia en medio de ellos. Las únicas palabras que él pronunció, según el relato de Marcos, están registradas en el versículo 62.
Los versículos 66 al 72 nos dan, en un paréntesis, el punto culminante del fracaso de Pedro; los pasos anteriores que lo condujeron ya los hemos notado. Ahora se calentaba en compañía de los que servían a los adversarios de su Señor, y tres veces lo negó. Satanás estaba detrás de la prueba, como nos muestra Lucas 22:31, y esto explica la manera hábil en que los comentarios de los diferentes siervos le hicieron caer en la trampa. El primero afirmó que había estado «con» Jesús. El segundo dijo que era «uno de ellos», refiriéndose evidentemente a uno de sus discípulos. El tercero reafirmó esto, y afirmó que tenía pruebas de ello en su dialecto, y este aparentemente era pariente de Malco, a quien Pedro le había cortado la oreja, como registra Juan.
A medida que Pedro veía que la red de la evidencia con sus finas mallas se distribuía a su alrededor, sus negaciones se volvieron más violentas: primero, una pretensión de que no entendía; segundo, una negación rotunda; tercero, una confesión de que ni siquiera conocía al Señor, acompañada de maldiciones y juramentos. No estaban dispuestos a aceptar sus protestas de «infidelidad», pero debían estar convencidos, por las tristes «obras» que realizaba, de que Jesús era para él bastante desconocido. Tenemos que contemplar la advertencia que nos hace Pedro, y procurar tener una fe que se exprese en las obras apropiadas.
Pero si Satanás actuó con respecto a Pedro, también lo hizo el Señor, según Lucas 22:32. El Señor había orado por él, y su acción trajo a la mente febril de Pedro las mismas palabras de advertencia que había pronunciado. Su recuerdo golpeó su conciencia y le hizo llorar; y en esa obra en su corazón y en su conciencia estaba el comienzo de su restauración. Cuando a un santo se le permite fallar de tal manera que su pecado se hace público y se convierte en un escándalo, podemos estar seguros de que tiene raíces secretas que se remontan al pasado. También podemos estar seguros de que el viaje de regreso a la restauración completa no se hace en un momento.
15 - Marcos 15
El primer versículo de este capítulo retoma el hilo de Marcos 14:65. Los romanos habían quitado a los judíos la potestad de aplicar la pena capital y la habían conferido por completo al representante de César, por lo que los líderes religiosos sabían que debían presentarle ante Pilato y exigirle la pena de muerte por algún motivo que le pareciera adecuado. El versículo 3 nos dice que «le acusaban de muchas cosas», pero Marcos no nos dice de qué cosas se trataba. Sin embargo, nos llama la atención la forma en que una frase aparece una y otra vez en la primera parte del capítulo: «El Rey de los judíos» (v. 2, 9, 12, 18, 26). Lucas nos dice explícitamente que decían que él estaba «prohibiendo pagar tributo al César, diciendo que él mismo es Cristo, un Rey». El breve relato de Marcos lo infiere, aunque no lo afirma.
Una vez más, ante Pilato, el Señor confesó quién era. Interpelado en cuanto a ser el Rey de los judíos, se limitó a responder: «Tú lo dices», el equivalente a «Sí». Por lo demás, volvió a no responder nada, porque en todas las descabelladas acusaciones de los sumos sacerdotes no había nada que responder. Es digno de mención que Marcos solo registra dos declaraciones de nuestro Señor ante sus jueces. Ante la jerarquía judía confesó ser el Cristo, Hijo de Dios e Hijo del hombre; ante el gobernador romano confesó ser el Rey de los judíos. Ninguna evidencia prevaleció contra él; fue condenado por ser quien era, y no pudo negarse a sí mismo.
Además, Pilato tenía suficiente conocimiento para discernir lo que estaba en la raíz de todas las acusaciones, «sabía que los jefes de los sacerdotes lo habían entregado por envidia». De ahí su ineficaz intento de desviar los pensamientos de la multitud hacia Jesús, cuando se trataba del prisionero que debía ser liberado. Sin embargo, la influencia de los sacerdotes con el pueblo era demasiado para él, y por ello, deseoso de complacer a la multitud, Pilato ultrajó el sentido de la justicia que tenía. Liberó a Barrabás, el rebelde y asesino, y azotando a Jesús, lo entregó para que fuera crucificado.
La voz del pueblo prevaleció sobre el mejor juicio del representante de César: en otras palabras, la autocracia en esa ocasión abdicó en favor de la democracia, y el voto popular lo determinó. Un antiguo proverbio latino afirma que la voz del pueblo es la voz de Dios. Los hechos de la crucifixión desmienten rotundamente ese proverbio. Aquí la voz del pueblo era la voz del diablo.
Los versículos 16 al 32 nos dan de manera muy gráfica las terribles circunstancias que rodearon la crucifixión. Todas las clases reunidas contra el Señor. Pilato ya lo había azotado. Los soldados romanos se burlaron de él de forma tan cruel como despectiva. La gente del común, los simples transeúntes, se ensañaron con él. Los sacerdotes se burlaron de él con sarcasmo. Los dos ladrones crucificados (representantes de las clases criminales, la mismísima escoria de la humanidad) lo vilipendiaban. Los de alta y baja cuna, judíos y gentiles, todos estaban involucrados. Sin embargo, en el resultado todos estaban ayudando a cumplir las Escrituras, aunque sin duda, de forma inconsciente para ellos mismos.
Esto es especialmente llamativo si tomamos el caso de los soldados romanos, hombres que desconocían la existencia de las Escrituras. El versículo 28 señala que la crucifixión de los ladrones de ambos lados fue un cumplimiento de Isaías 53:12, pero muchas otras cosas que hicieron también cumplieron la Palabra. Por ejemplo, su aspecto iba a ser «desfigurado… más que el de cualquier hombre», según Isaías 52:14, y esto se cumplió en la corona de espinas y los azotes. El Juez de Israel debía ser herido «con una vara... en la mejilla», según Miqueas 5:1; esto lo hicieron los soldados, como muestra el versículo 19 de nuestro capítulo. El versículo 24 registra el cumplimiento del Salmo 22:18 por ellos. «Antes me dieron hiel… y… vinagre», dice el Salmo 69:21, y esto también lo hicieron los soldados, aunque el cumplimiento no se registra aquí sino en Mateo. Creemos estar en lo cierto al decir que al menos 24 profecías se cumplieron en las 24 horas del día en que murió Jesús.
Todos los hombres en esa hora se mostraban en su matiz más oscuro, y en estos versículos no leemos que él dijera ni una sola cosa. Era tal como había dicho el profeta: «como oveja delante de sus trasquiladores, enmudeció, y no abrió su boca». Era la hora del hombre, y el poder de las tinieblas estaba en su cenit. La perfección del santo Siervo del Señor se ve en que sufrió en silencio todo lo que soportó de manos de los hombres.
Lo que el Señor Jesús sufrió a manos de los hombres fue muy grande, pero cae en una insignificancia comparativa cuando consideramos lo que soportó a manos de Dios como la Víctima, cuando fue hecho pecado por nosotros. Sin embargo, todo este asunto mucho más importante es comprimido por Marcos en dos versículos (33 y 34), mientras que su relato del asunto menor abarca 52 versículos (Marcos 14:53 al 15:32). El hecho es, por supuesto, que el menor pudo ser descrito, mientras que el mayor no pudo serlo. La oscuridad que descendió al mediodía ocultó a los ojos de los hombres incluso los aspectos externos de esa escena.
Todo lo que puede relatarse históricamente es que durante tres horas Dios puso el silencio de la noche sobre la tierra y así cegó los ojos de los hombres, y que al final de las horas Jesús lanzó el grito de angustia, que había sido escrito como profecía mil años antes, en el Salmo 22:1. El Santo portador del pecado fue desamparado, pues Dios debe juzgar el pecado y desterrarlo irrevocablemente de su presencia. Ese destierro total y eterno nosotros lo merecíamos, y caerá sobre todos los que mueran en sus pecados. Él lo soportó plenamente, pero como poseía la santidad, la eternidad, la infinitud de la plena Deidad, pudo salir de él al final de las tres horas. Sin embargo, el grito que salió de sus labios cuando lo hizo, mostró que sintió todo el horror de ello. Y él tenía una capacidad de sentir que era infinita.
Lo que sufrió a manos de los hombres no debe considerarse a la ligera. Hebreos 12:2 dice: «quien… soportó la cruz, despreciando la vergüenza», pero debemos notar la diferencia entre vergüenza y sufrimiento. Muchos hombres de gran coraje físico sentirían la vergüenza más que el sufrimiento. Él sintió el sufrimiento, pero despreció la vergüenza, ya que estaba infinitamente por encima de ella, y sabía que era «honorable a los ojos de Jehová» (Is. 49:5). Creemos que podemos decir que nunca fue más honorable a los ojos del Señor que cuando él sufría bajo el juicio de Dios como portador del pecado. Tal fue la paradoja de la santidad y el amor Divinos.
El efecto de ese grito sobre los espectadores se nos da en los versículos 35 y 36. Difícilmente habrían visto una referencia a Elías en sus palabras si no hubieran sido judíos; pero entonces, qué torpes e ignorantes en no haber reconocido el clamor a Dios que estaba consagrado en sus propias Escrituras.
El hecho de su muerte real es dado por Marcos de la manera más breve posible. Exhaló su espíritu en las manos de Dios directamente después de haber clamado a gran voz. Lo que dijo está registrado en Lucas y Juan. Aquí se nos dice simplemente la forma en que lo dijo. No hubo una disminución gradual de las fuerzas, de modo que sus últimas palabras fueran un débil susurro. En un momento se oyó una voz fuerte y al momento siguiente ¡él estaba muerto! Su muerte fue tan manifiestamente sobrenatural que impresionó mucho al centurión que estaba de guardia y vigilando. Cualquiera que haya sido, en su propia mente, el significado exacto de sus palabras, debe haber sentido al menos que era un testigo de lo sobrenatural. Ratificamos sus palabras y decimos: «Verdaderamente este hombre era Hijo de Dios», en el sentido más completo.
La verdad de estas palabras también fue atestiguada por el rasgamiento del velo del templo. Este gran acontecimiento parece haberse sincronizado con su muerte. Fue la mano Divina la que lo rasgó, pues cualquier mano humana habría tenido que rasgarlo de abajo a arriba. El elaborado sistema típico instituido en Israel, en relación con los sacrificios y el templo, esperaba la muerte de Cristo; y, cumplida esa muerte, la mano Divina rasgó el velo como señal de que el día de la figura había terminado, y el camino hacia el santísimo se hizo manifiesto.
En toda emergencia, Dios tiene reservado a algún siervo que se presentará y cumplirá su voluntad. Las piedras clamarían, o serían levantadas para convertirse en hombres, si Dios las necesitara en una emergencia; pero nunca lo hacen, porque Dios nunca está en una emergencia como esa. Siempre tiene un hombre reservado, y José fue el hombre en esta ocasión. Este tímido y secreto discípulo se llenó repentinamente de valor, y se enfrentó audazmente a Pilato. Fue el hombre que nació en el mundo para cumplir en su momento la palabra profética de Isaías 53:9, «con los ricos fue en su muerte». Habiéndola cumplido, desaparece por completo del registro.
Perdió la oportunidad de identificarse con Cristo en su vida, pero sí se identificó con él cuando estaba muerto. Esto es notable, porque invirtió exactamente el proceder de los discípulos. Se identificaron con él durante su vida, y fracasaron miserablemente cuando murió. La aparente derrota de Jesús tuvo el efecto de alentar a José. Removió las brasas humeantes de su fe para convertirlas en una llamarada repentina. Él «esperaba el reino de Dios», y podemos estar seguros de que, en el día del reino, la fe y las obras de José no serán olvidadas por Dios. Su tipo de fe es justo el que necesitamos hoy en día, el tipo que arde como una llamarada cuando la derrota parece segura.
La acción de José tuvo el efecto de presentar ante Pilato el carácter sobrenatural de la muerte de Cristo. Ningún hombre pudo quitarle la vida; él mismo la puso, y eso en el momento adecuado, cuando todo estaba consumado. Los dos ladrones, como sabemos, persistieron durante horas, y su muerte tuvo que ser acelerada por medios crueles. Pilato se asombró, pero corroborado el hecho, cedió a la petición. Así se cumplió la voluntad de Dios, y desde ese momento el sagrado cuerpo quedó fuera de las manos de los incrédulos. Manos de amor y de fe realizaron los oficios y lo depositaron en el sepulcro. También las mujeres devotas se presentaron como testigos cuando incluso los discípulos habían desaparecido, y vieron dónde él había sido depositado.
16 - Marcos 16
El amor y la fe estaban claramente allí, pero todavía su fe era opaca y poco inteligente en cuanto a su resurrección. Incluso las devotas mujeres estaban llenas de pensamientos sobre el embalsamamiento de su cuerpo, como muestran los primeros versículos de este capítulo. Pero esta opacidad no hace más que aumentar la claridad de las pruebas que finalmente los abrumaron con la convicción de su resurrección. En el amanecer del primer día de la semana, se presentaron en el sepulcro y descubrieron que la gran piedra que bloqueaba la entrada había sido removida. Entraron y no encontraron ningún cuerpo sagrado, sino un ángel con aspecto de joven.
Mateo y Marcos hablan de un ángel; Lucas y Juan hablan de dos. Esto, por supuesto, no presenta ninguna dificultad, ya que los ángeles aparecen y desaparecen a voluntad. El ángel que se apareció como «un joven… vestido de larga ropa blanca» a las asustadas mujeres, se había aparecido poco antes a los guardias como alguien con un aspecto «como un relámpago, y su vestido blanco como la nieve», de modo que una especie de parálisis cayó sobre ellos. Una cosa era para el mundo y otra muy distinta para los discípulos. Él sabía discriminar, y que estas mujeres buscaban a Jesús, aunque pensaban que estaba todavía en la muerte. Eran ignorantes, pero lo amaban, y eso hacía la diferencia.
Sin embargo, el testimonio angélico no logró mucho por el momento. Impresionó a las mujeres lo suficiente, pero principalmente en forma de miedo, temblor y espanto. No produjo esa tranquila seguridad de la fe que abre la boca para dar testimonio a los demás. Todavía no podían decir las palabras: «Creí, por lo tanto hablé» (Sal. 116:10; 2 Cor. 4:13). En breve compartirían este «espíritu de fe», que poseían tanto Pablo como el salmista, pero eso sería cuando entraran ellas mismas en contacto con el Cristo resucitado.
Las Escrituras indican claramente que los ángeles tienen un ministerio que desempeñar a favor de los santos; como testigos (Hebr. 1:14). Su ministerio a los santos es infrecuente, y generalmente alarmante para los que lo reciben, como fue el caso aquí. No obstante, su mensaje fue muy definido. «No está aquí», era la parte negativa, y eso las mujeres podían comprobarlo por sí mismas. La palabra positiva era: «Ha resucitado». Eso no lo pudieron comprobar, por el momento, y por eso no parece haberlas impresionado muy profundamente.
Sigue, en los versículos 9-14, un breve resumen de las tres sorprendentes apariciones del Señor resucitado, cuyos relatos más detallados se nos dan en los otros Evangelios.
En primer lugar, la aparición a María Magdalena, que se nos ofrece con tanto detalle en el Evangelio según Juan. Ella fue la primera en ver realmente al Señor resucitado, Marcos pone este hecho fuera de toda duda. Esto es significativo ya que muestra que el Señor pensó en primer lugar en aquella cuyo corazón estaba quizás más devastado por la pérdida de él que cualquier otro. En otras palabras, el amor fue lo primero que reclamó su atención. En consecuencia, ella sí creyó, y por lo tanto pudo hablar a modo de testimonio a los demás. Pero, aun así, sus palabras no tuvieron ningún efecto apreciable. Los otros sí amaban al Señor, pues lloraban y hacían duelo, y la misma profundidad de su dolor los ponía a prueba de cualquier testimonio que no fuera una visión real de él.
En segundo lugar, viene su aparición a los dos que iban al campo, que se nos da en Lucas con tanto detalle. Estos no le habían negado como Pedro, pero habían perdido tanto el ánimo que se alejaban sin rumbo de Jerusalén, como si desearan ahora dar la espalda a un lugar lleno para ellos de esperanzas rotas y de la más trágica pérdida y decepción. La visión de Cristo resucitado hizo retroceder sus pasos y les hizo volver a sus hermanos con la buena nueva. Sin embargo, ni siquiera eso superó el desánimo incrédulo de ellos. También es bueno para nosotros que haya sido así. La resurrección nos lleva fuera del orden actual de las cosas, y su resurrección es un hecho de tan inmensa importancia, que debe establecerse por medio de múltiples evidencias de tipo irrefutable.
En tercer lugar, su aparición a los once. Posiblemente no se trate de una de las ocasiones que se nos dan con más detalle en Lucas y Juan, pues dice: «mientras estaban sentados para comer», o, más literalmente, «recostados en la mesa». Tomemos el relato de Lucas, por ejemplo: él difícilmente habría preguntado: «¿Tenéis aquí algo de comer?» si hubieran estado reclinados en una comida. La presencia de comida habría sido demasiado obvia. Por lo tanto, es posible que se trate de una ocasión que no se menciona en los otros Evangelios. En esta ocasión él les hizo ver su incredulidad como una cuestión de reproche, y sin embargo les dio una comisión.
Es notable cómo las comisiones, que se registran en los cuatro Evangelios, difieren unas de otras. Lo que se dice en Hechos 1:3 nos prepara para esto. Durante los cuarenta días él se les apareció muchas veces, hablando de las cosas relativas al reino de Dios. Durante este tiempo evidentemente les presentó su comisión desde diferentes puntos de vista, y Marcos nos da uno de ellos. Podemos extrañarnos de que, habiendo tenido que reprenderlos por su incredulidad, los enviara a predicar el Evangelio para que otros creyeran. Sin embargo, después de todo, el que por la dureza de su corazón se ha obstinado en la incredulidad, cuando se ha ganado a sí mismo profundamente, es un valioso testigo para los demás.
El alcance de esta comisión del Evangelio es el más grande posible. Es «todo el mundo», y no solo la pequeña tierra de Israel. Además, debe ser predicado a «toda criatura», y no solo a los judíos. Es, en otras palabras, para todos en todas partes. La bendición que transmite el Evangelio es de naturaleza espiritual, ya que trae la salvación, cuando la fe está presente y se somete al bautismo. No debemos transponer las palabras, bautizado y salvado, y hacerlo: «El que crea y sea salvo será bautizado».
En ninguna escritura se conecta el bautismo con la justificación o la reconciliación, pero hay otras escrituras que conectan el bautismo con la salvación. Esto se debe a que la salvación es una palabra de gran contenido, e incluye dentro de su alcance la liberación práctica del creyente de todo el sistema mundial, ya sea de carácter judío o gentil, en el que una vez estuvo incrustado. Sus vínculos con ese sistema mundial deben ser cortados, y el bautismo establece el corte de esos vínculos; en una palabra, la disociación. El que cree en el Evangelio, y acepta el corte de sus vínculos con el mundo que lo sostenía, es un hombre salvo. Un hombre puede decir que cree, e incluso hacerlo en realidad, pero si no se somete al corte de los viejos vínculos, no se puede hablar de él como salvo. El Señor conoce a los que son suyos, por supuesto, pero eso es otro asunto.
Cuando se trata de la «condenación», (o la «condena»), no se menciona el bautismo. Esto es muy significativo. Muestra, la base sobre la que se apoya la condenación. Aunque un hombre sea bautizado, si no cree, será condenado. La ordenanza externa es claramente prescrita por el Señor, pero solo puede ser administrada cuando se profesa la fe; y la profesión, como sabemos muy bien, no es sinónimo de posesión. La salvación no es efectiva aparte de la fe. Pedro puede decirnos «el bautismo que también ahora nos salva» (1 Pe. 3:21), pero nótese que es «nos», y el «nos» son los creyentes.
Una buena cantidad de controversia ha surgido en torno a los versículos 17 y 18. Algunos relacionan las cosas milagrosas mencionadas con los predicadores del Evangelio, y se afirma que deberían estar en plena manifestación hoy en día. Dos o tres cosas pueden ser útilmente notadas.
En primer lugar, las cosas acompañarán no a los que predican, sino a los que creen.
En segundo lugar, el Señor afirma que estas señales seguirán, aparte de cualquier condición previa por parte del predicador. No hay ninguna estipulación de que deba experimentar un «bautismo del Espíritu» especial, como a menudo se insiste. Si los hombres creen, estas señales seguirán; así dice el Señor. Todo lo que podría deducirse de su ausencia sería que nadie ha creído realmente.
En tercer lugar, no aparecen ciertas palabras en la declaración, que algunos parecen leer mentalmente en ella. No dice que estas señales seguirán a todos los que crean, en todos los lugares y por un tiempo determinado. Si lo dijera, tendríamos que llegar a la conclusión de que hoy en día casi nadie ha creído en el Evangelio; ¡ni siquiera nosotros mismos lo hemos creído!
Estas palabras de nuestro Señor se han cumplido, por supuesto. Podemos señalar cuatro cosas de las cinco que ocurrieron, según consta en el Libro de los Hechos. La quinta cosa, el beber sin daño de alguna cosa mortal, no tenemos registro de ello, sin embargo, no tenemos ni una sombra de duda de que sucedió. Él dijo que lo haría, y nosotros le creemos. Su palabra es suficiente para nosotros. Él da las señales según su propio deseo, y según ve que son necesarias.
Los dos versículos que cierran nuestro Evangelio son sumamente hermosos. Recordamos que nos han presentado a nuestro Señor como el gran Profeta, que nos ha traído la Palabra de Dios completa, el Siervo perfecto, que ha cumplido plenamente su voluntad. Todo ha sido relatado con sorprendente brevedad, como corresponde a tal presentación de él mismo. Y ahora, al final, con la misma brevedad, se nos presenta el final de la maravillosa historia. Habiendo comunicado el Señor a sus discípulos todo lo que deseaba, «fue recibido arriba en el cielo, y se sentó a la derecha de Dios».
En la tierra él había sido desechado, pero es recibido arriba en el cielo. Sus obras en la tierra habían sido rechazadas, pero ahora él toma su asiento en un lugar que indica una administración y un poder de tipo irresistible. Pero se dice que fue «recibido arriba», y así lo que se enfatiza es que tanto su recepción como su sesión se deben a un acto de Dios. El Siervo perfecto puede haber sido rechazado aquí, pero por el acto de Dios toma el lugar del poder, donde nada detendrá su mano llevando a cabo la voluntad del Señor.
El último versículo indica la dirección en la que su mano se está moviendo durante el tiempo presente. Todavía no está tratando con la tierra rebelde en un gobierno justo; eso lo hará cuando llegue la hora de hacerlo, según el propósito de Dios. Hoy sus intereses se centran en el avance del Evangelio, como él había acabado de indicar. Sus discípulos sí salieron a predicar sin fronteras ni limitaciones, pero el poder que dio eficacia a sus palabras y trabajos fue el suyo, y no el de ellos. Desde su elevada sede en lo alto, él actuó con ellos y dio las señales que había prometido, como se registra en los versículos 17 y 18. Dio estas señales para confirmar la palabra, y esa confirmación era especialmente necesaria al principio de su proclamación.
Aunque las señales de los versículos 17 y 18 se ven raramente hoy en día, las señales aún siguen a la predicación, señales en el ámbito moral y espiritual: caracteres y vidas que son transformadas por completo. El Siervo perfecto, a la derecha de Dios, sigue actuando.