Libro del profeta Jonás

Dios en todas las cosas


person Autor: Rudolf BROCKHAUS 4

(Fuente autorizada: biblecentre.org)


Un ojo sencillo y un corazón de niño son un precioso don de Dios. Todos los creyentes podrían y deberían poseerlos, pero desgraciadamente lo encontramos raramente entre los hijos de Dios. El poder, la razón y la voluntad propia, juegan habitualmente un gran papel y el ojo de la fe es turbado, la mirada se oscurece y el corazón es incapaz de comprender los caminos de Dios, y de recoger su acción misteriosa y escondida en todas las cosas. Es una gran pérdida para nosotros, y una deshonra para nuestro Dios.

Nada ayuda más al cristiano que busca su camino en la paz y en el consuelo, tener la costumbre de ver al Señor en todas las cosas más que soportar las dificultades y las tentaciones del peregrinaje y glorificar a Dios. No hay ninguna situación, ninguna circunstancia, ningún acontecimiento en la vida de un creyente poco importantes o tan insignificantes como aparecen al ojo natural, que no puedan ser considerados como mudos mensajeros de Dios. Si solamente nuestro ojo es sencillo, nuestro oído atento, nuestro corazón como el de un niño y nuestra razón inteligente, haremos la experiencia bendita y preciosa de la acción divina; experimentaremos que él pone la mano en las cosas más comunes de esta vida, y que él se agrada en conducirnos con una simple señal de su ojo. ¡Oh! ¡Si solamente dejáramos más a menudo que nos dirija de esa manera, para que él no necesite ponernos freno y rienda!

¡Cuán grande y digno de adoración es nuestro Dios! ¡Creador del cielo y de la tierra!, qué desciende hasta ocuparse de las cosas más pequeñas y menos importantes. El que dijo en otro tiempo: «Sea la luz» (Gén. 1:3), qué sostiene y mantiene todas las cosas por la Palabra de su poder, se ocupa también del pájaro sobre el tejado, y cuenta los cabellos de nuestra cabeza. Para nosotros, las cosas parecen grandes o pequeñas porque las medimos según nuestra fuerza y capacidad. Pero para él, el Todopoderoso, no hay nada grande, ni nada pequeño. Le es tan fácil llamar a la existencia a millones de gente, como alimentar a los polluelos del cuervo. Su maravillosa grandeza se manifiesta tanto en la tempestad furiosa como en el murmullo dulce de la brisa, en el cedro majestuoso de Líbano como en la pequeña violeta que florece a lo largo del camino.

¡Si solamente tuviéramos ojos más sencillos para ver, corazones más inocentes para comprender!

Si, en las circunstancias diarias, viéramos solamente que lo que el hombre natural ve –acontecimientos muy naturales, tales como la vida humana, fruto del día a día–, la vida sería una uniformidad fastidiosa, y no valdría casi la pena vivirla, o bien llegaría a ser una carga pesada que haría desear que se acabase lo más pronto posible. Pero si distinguimos allí a Dios en cada cosa, adquiere un precio inestimable, un significado profundo en una dirección renovada, y un atractivo maravilloso para el ojo de la fe; entonces vemos así, en todo, la mano de un Padre sabio, muy poderoso y cariñoso; reconocemos a cada paso los trazos benditos de su presencia y de su acción. Apenas necesitamos decir hasta qué punto la vida de oración, las relaciones íntimas con el Padre son confortadas por esto mismo. ¡Cuán dulce y refrescante es oír la oración simple de un creyente que experimentó durante su carrera la fidelidad y la bondad de su Dios, y que al mismo tiempo aprendió a conocer su entera nulidad de su propia fuerza y de su propia sabiduría! Le expone, al Padre, todas sus demandas, las grandes y las pequeñas con oraciones, súplicas y acciones de gracias, vuelca todas sus preocupaciones, grandes y pequeñas, sobre él, que siempre está dispuesto a escucharlas: «y la paz de Dios, que sobrepasa todo entendimiento, guardará vuestros corazones y vuestros sentimientos en Cristo Jesús» (Fil. 4:7). ¡Bienaventurado aquel que, en todo, hace del Señor su confianza y su fuerza! Para Dios cada día tiene su importancia, y no se equivoca en el día de las «pequeñeces» (Zac. 4:10). La historia de cada día despierta su simpatía; ¿y cómo podría ser de otro modo, ya que tiene importancia para su Dios y Padre?

Aprendemos por la Escritura que no hay, para el creyente, ninguna casualidad, ninguna cosa fortuita. Y entre todos ellos, el libro del profeta Jonás nos da pruebas sorprendentes de esta verdad. En toda la historia del profeta, la intervención de Dios se muestra por todas partes, hasta en las cosas más comunes. ¿No será lo mismo para nosotros cuando veremos toda nuestra historia a la luz de la presencia divina? Estaremos sorprendidos entonces de nuestra vista corta, de la debilidad de nuestro entendimiento, de nuestra pequeña fe, de nuestra locura. Y admiraremos la bondad, la fidelidad, la paciencia maravillosa de nuestro Dios, cuya mano dirigió todos nuestros caminos aquí abajo, y nos condujo hasta el fin con una misericordia infinita.

No quiero entrar en una explicación detallada del libro en cuestión, sino solamente llamar la atención de una expresión que allí se encuentra muchas veces: «Jehová tenía preparado» (2:1; 4:6, 7, 8). El Espíritu Santo nos deja poner una mirada detrás de la escena, y nos muestra la acción escondida de Dios. Es él quien tiene todo en su mano: el viento y las olas, el calor y el frío, el hombre y la bestia, y conduce todo según el consejo de su voluntad.

En el primer capítulo, Jehová envía una gran tempestad para hablar al alma y a la conciencia de su siervo desobediente. Jonás quería librarse del mandato divino, embarcándose en una nave que iba a Tarsis –Nínive estaba al este de Palestina, Tarsis al oeste. Dios le dice: “anda a la derecha”, pero Jonás va a la izquierda. Así es el hombre. «Jehová hizo levantar un gran viento en el mar, y hubo en el mar una tempestad tan grande que se pensó que se partiría la nave» (Jonás 1:4). Esta sola tempestad debería haber hablado al profeta de manera terminante y severa, si solamente su oído hubiera estado abierto para oír la voz de Dios. Era un mensaje solemne que Dios le enviaba. Jonás es el que necesita ser enseñado y restituido por el buen camino, y no los pobres marineros paganos. Para ellos, una tempestad no era nada nuevo o extraordinario, era solo uno de los acontecimientos corrientes de la vida del marinero. Pero había en el barco un hombre para el cual esto era algo especial. Y, cosa maravillosa, los marineros paganos observan muy rápidamente que Dios está contra ellos, mientras que Jonás, el profeta de Dios, está acostado al interior de la nave, y duerme tan profundamente que el jefe de los remeros debe despertarle bruscamente interpelándole. ¡Qué lección importante para nosotros! ¿Cómo un creyente puede, podemos bien preguntarnos, llegar a ser tan insensible? Nuestra historia prueba que esto es posible.

Solo cuando los marineros echaron suertes para saber a causa de quién la desgracia les alcanzaba, sí, es solo cuando la suerte cae sobre el profeta y cuando los hombres le preguntan de donde viene y cual es su ocupación, Jonás se da cuenta de su desobediencia. Entonces entiende la voz del mensaje de Dios y reconoce que es a causa de él que Jehová habla tan enfáticamente. Sobre su propia sentencia, los marineros angustiados echan al profeta al mar. Para ellos, el asunto se acabó, pero no así para Jonás ni para Dios. Los marineros ya no veían más a Jonás, pero Dios si le veía y pensaba en él.

¡Dios en todas las cosas! Jonás se encuentra en una nueva posición, en una nueva circunstancia, pero aun allí el mensaje de Dios puede alcanzarle. El creyente jamás puede encontrarse en una posición en la cual el brazo de su Padre sea demasiado corto y donde su voz no pueda alcanzar su oído. Cuando Jonás fue echado al mar, «Jehová tenía preparado un gran pez que tragase a Jonás». Jehová preparó la tempestad, es él quien prepara el pez. Un gran pez no es nada extraordinario. Hay muchos en el mar. Pero Dios preparó especialmente uno para Jonás, con el fin de que fuera un mensajero de Dios para su alma. Y aquí, en el vientre del pez, Jonás reflexiona, y llega a ser bajo estas circunstancias y hasta en sus palabras un tipo de Cristo.

Pasemos ahora al último capítulo; encontramos allí a nuestro profeta en Nínive. Les había anunciado el mensaje de Dios a los habitantes de la ciudad; con su predicación, se habían vuelto de su mal camino, de modo que Dios se había arrepentido del mal que había hablado de hacerles a causa de sus pecados.

Jonás está descontento y discute con Dios. Habría preferido asistir a la destrucción de esta gran ciudad, llena de habitantes, que ver la gracia y la misericordia de Dios. No podemos impedir decir “pobre Jonás”; pero pensemos que nuestros corazones no hubieran sido diferentes del corazón del profeta. Estamos hechos de la misma carne y capaces también de la misma locura.

Jonás parece haber olvidado completamente las verdades de las que se había enterado durante los tres días pasados en el vientre del pez, y necesita recibir una nueva advertencia de parte de Dios. ¡Oh! ¡Cuán lleno de gracia y misericordioso es nuestro Dios! Se ocupa de nosotros sin cansarse, y nos enseña pacientemente las mismas lecciones. «Y preparó Jehová Dios una calabacera, la cual creció sobre Jonás para que hiciese sombra sobre su cabeza, y le librase de su malestar» (4:6). ¡Qué gracia! La calabacera como el gran pez, formaban un anillo en la cadena de circunstancias a través de las cuales el profeta debía pasar según el propósito de Dios. Aunque muy diferentes, ambos eran mensajeros de Dios para su alma. «Jonás se alegró grandemente por la calabacera». Antes había pedido morir; pero no era el resultado del deseo santo de dejar esta pobre tierra y estar para siempre en el descanso, sino el resultado de su descontento y de su decepción. No era la felicidad del futuro, no, hasta los sufrimientos del presente despertaban en él el deseo de morir; era el orgullo herido, la vana preocupación de su renombre de profeta.

A menudo los sufrimientos del presente despiertan en nosotros el deseo de partir y estar con Cristo. Deseamos ser liberados de la dificultad presente; pero, cuando el mal momento ha pasado, el deseo ya se termina. Si, al contrario, la Persona del Señor es el objeto de nuestro deseo, suspiramos por su venida para verlo cara a cara, «tal como él es» (1 Juan 3:2), y las circunstancias exteriores tienen poca influencia sobre nosotros. Este deseo es entonces muy grande durante los días de sol y tranquilidad, como durante aquellos de tempestad y de opresión.

Cuando Jonás se encontró sentado al amparo de la calabacera, no tuvo ningún deseo de morir. Su alegría, respecto a la planta y respecto a su sombra fresca, le hizo olvidar su mal humor; y precisamente esto prueba cuánto necesitaba un mensaje especial de Dios. El estado de su alma debía ser manifestado y fue así para su profunda vergüenza. El Señor puede emplear todo para descubrir los secretos y las profundidades del corazón humano, como una planta que «en espacio de una noche nació»; y lo hace para nuestra eterna felicidad y para la gloria de su Nombre. Verdaderamente el cristiano puede decir: “Dios en todas las cosas”. Puede percibir su voz en los gruñidos de la tempestad como en una planta marchita.

Sin embargo, no llegamos aún al término de los caminos de Dios hacia Jonás. La calabacera era, como lo dijimos, un anillo en la cadena de las circunstancias; ¡el anillo siguiente es un gusano! «Pero al venir el alba del día siguiente, Dios preparó un gusano, el cual hirió la calabacera, y se secó». El gusano, tan insignificante, no es menos un mensajero de Dios, totalmente igual como la tempestad y el gran pez. Un gusano puede hacer maravillas, cuando es Dios quien lo emplea. La calabacera se secó.

«Y aconteció que al salir el sol, preparó Dios un recio viento solano, y el sol hirió a Jonás en la cabeza». Todo debe ocurrir para hacer que Jonás reconozca su culpa. Un gusano y una ligera brisa –medios maravillosos en la mano de Dios. ¡Pero justamente en su aparente debilidad se revela la grandeza de nuestro Padre celestial! La tempestad, el gran pez, el gusano, el viento dulce de oriente –todos ellos están en su mano como instrumentos para el cumplimiento de sus intenciones de amor. El mensajero más insignificante como el más poderoso debe secundar sus propósitos. ¿Quién habría pensado que juntos una tempestad y un gusano podrían ser los medios para cumplir una obra de Dios? Sin embargo, fue así. Como lo hemos notado al comienzo, grande y pequeño son solo expresiones usadas entre los hombres. Ante Dios, no hay nada grande, nada pequeño. Él cuenta la multitud de las estrellas, no olvida al pájaro sobre el tejado. Hace de las nubes su comitiva, y de un corazón humilde su morada.

Es por eso que, una vez más: Dios en todas las cosas”. Para el creyente, no hay azar, nada que sea sin importancia en todo lo que se encuentra. Puede pasar por las mismas circunstancias que los otros hombres, y haciendo frente a las mismas tentaciones; pero no debe interpretarlos según los mismos principios. Estas circunstancias hablan a su oído abierto con otro lenguaje que al oído del hombre natural. Deberíamos distinguir la voz de Dios y reconocer a sus mensajeros en las cosas más comunes como en las más importantes de cada día. Se harían así experiencias preciosas.

El sol que sigue su curso majestuosamente, y el gusano que se arrastra en una planta, los dos han sido creados por Dios, y ambos pueden concurrir para la ejecución de sus insondables propósitos. Es el mismo Dios: «¿Quién encerró los vientos en sus puños? ¿Quién ató las aguas en un paño? ¿Quién afirmó todos los términos de la tierra?» (Prov. 30:4). «Quién prepara al cuervo su alimento» (Job 39:3) y refresca la hierba por su rocío. ¡Este Dios es nuestro Dios de la eternidad!

Alabad a Jehová: «Los reyes de la tierra y todos los pueblos, los príncipes y todos los jueces de la tierra; los jóvenes y también las doncellas, los ancianos y los niños. Alaben el nombre de Jehová, porque solo su nombre es enaltecido. Su gloria es sobre tierra y cielos» (Sal. 148:11-13).

«Su gloria es sobre tierra y cielos» (Sal. 148: 11, 12, 13).


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