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Conducta de los jóvenes creyentes frente al casamiento
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(Fuente autorizada: creced.ch – Reproducido con autorización)
El pensamiento de dirigir algunas palabras sobre la conducta de los jóvenes creyentes frente al casamiento ha preocupado al autor de estas líneas desde hace algún tiempo. Los numerosos casos que afligen, así como otros alentadores provenientes de algunos amigos que buscan el bien de la grey de Dios y el honor de su santo nombre, me llevan a escribir sobre este particular.
¡Quiera Dios que las líneas siguientes sean de provecho y bendición para muchos creyentes!
Inútil decir que el tema de por sí es bastante importante, por lo que merece nuestra seria atención.
1 - Primera parte
El concierto de un casamiento es asunto tan serio que apenas se puede citar otro de la misma importancia. En la mayoría de los casos es decisivo para toda la vida.
Muchos suponen que, para la conclusión de un casamiento (puesto que es tan solo un asunto humano), no es necesario pensar seriamente delante del Señor, ni pedir consejo alguno a otros creyentes experimentados, y que toda consideración espiritual al respecto está fuera de lugar, etc.; pero estos razonamientos deben excluirse totalmente.
No quisiéramos apoyar tampoco a los que opinan que un hermano debe esperar una señal precisa del Señor en la elección de su esposa, siendo que en la mayoría de los casos los propios deseos y las propias reflexiones actuaban desde mucho tiempo antes. Pero quisiéramos dejar aclarado, desde ahora, que un hijo de Dios, llamado a hacer todo –sea «comer» o «beber» u «otra cosa»– en el nombre del Señor y para la gloria de Dios (1 Cor. 10:31) –no tiene ciertamente el derecho de dar un paso de los más importantes sin el Señor. Al contrario, si la Escritura habla de la libertad del creyente a fin de contraer enlace, ella dice: «con tal que sea en el Señor» (7:39). Esta expresión va más lejos todavía que aquella «en el nombre del Señor», aunque a la verdad se halla incluida. Volveremos más adelante sobre este significado en todo su alcance.
Los hay que no ven en el casamiento sino un asunto humano y carnal. El lector convendrá conmigo en que semejante manera de encarar el matrimonio no solo es muy baja, sino que está en absoluta contradicción con la enseñanza de la Palabra de Dios. Proviene en parte del hecho de que se confunden las nociones de «carne» y «cuerpo». Aquella, como elemento pecaminoso en el cual el hombre natural se halla y mueve, está en oposición con «el Espíritu».
Ahora bien, el creyente no está ya en la carne, sino en el Espíritu, en cuyo elemento divino actúa (véase Rom. 8:9).
Podemos, pues, decir: por todo el tiempo que un cristiano vive en el cuerpo, los dos elementos están en él: el uno, la carne (o voluntad propia), busca su satisfacción, piensa en lo que le agrada, mientras que el otro, el Espíritu, se ocupa de las cosas que conciernen al Señor.
¿Entonces deduciremos que el casamiento es en sí una cosa del Espíritu? De ninguna manera. Pero si por mi cántico o mi oración, por mi comer o mi beber, por mi casamiento o mi celibato, el Señor no es glorificado, si no hago estas cosas en su dependencia y puestos los ojos en Él, ni las unas ni las otras son un asunto del Espíritu, pero sí hechos humanos, o, lo que es peor aun, carnales. Pero si orando o cantando alabo y derramo mi corazón delante de él; si comiendo o bebiendo doy gracias a Dios, mi Padre por Jesucristo; si casándome o quedando soltero estoy bajo la dirección paterna de Dios y, en uno y otro caso, discierno el camino del Señor para mí, entonces procedo en todos esos actos como hombre espiritual.
¡Alabado sea Dios eternamente por esa preciosa realidad que otorga a la menor acción un valor infinito! Pero ¡ay!, a menudo reflexionamos poco en que «ninguno de nosotros vive para sí» (Rom. 14:7). ¡Cuántos cristianos obran como si su tiempo, su fuerza, su inteligencia, sus bienes, les pertenecieran, pudiendo disponer de ellos a su antojo! Olvidan que está escrito: «¿Ignoráis… que no sois vuestros? Porque habéis sido comprados por precio» (1 Cor. 6:19-20). Marido o mujer, joven o muchacha, amo o siervo, ama o sierva, padres o hijos, hermano o hermana, patrón o capataz, obrero u aprendiz, en cada posición o condición, el creyente debe hacer todo en el nombre de su Señor y para su Señor, glorificando a Dios (compárese con Col. 3:16-25; Efe. 6:1, etc.).
Sin embargo, podría preguntarse: ¿Cómo puedo yo reconocer el camino del Señor en la cuestión de la que hablamos? ¿Cómo sabré que él será glorificado por mi casamiento, o que mi elección es según su pensamiento?
Esas preguntas se justifican, y es una felicidad para el creyente, aquí como en cada cosa, no estar librado a lo que se llama el azar, o forzado a andar a tientas. No, el cristiano es un hijo de luz, y Dios es el Padre o la fuente de las luces (Sant. 1:17). Además, es un hombre espiritual, y Dios es el «Padre de los espíritus» (Hebr. 12:9). Y si nosotros, siendo malos, sabemos dar buenas dádivas a nuestros hijos, ¿cuánto más el Padre celestial las dará a los que las pidieren? Si le pedimos pan, no nos dará una piedra, y si le pedimos que nos alumbre, no nos dejará a oscuras. Cuidémonos solo de buscar con sinceridad la luz en él.
Infelizmente, la inclinación del corazón impide a menudo el discernimiento espiritual, principalmente en la cuestión del matrimonio, donde se permite tan fácilmente que toda clase de motivos humanos y carnales arrojen su peso a la balanza.
¡Quiera el Señor darnos un corazón vigilante y sobrio, un espíritu sencillo y sincero, ante todo por tratarse de una decisión de tremenda influencia sobre toda la vida del creyente! Y que principalmente los jóvenes hermanos y hermanas busquen tal estado de corazón.
Pero ahondemos todavía más estas cuestiones. Que un cristiano, viudo o soltero, una cristiana, viuda o soltera, tengan la libertad de casarse, esto ya se ha indicado. Pablo trata este asunto detalladamente en 1 Corintios 7. ¡El matrimonio es instituido por Dios! Es también una imagen de la relación bendita y preciosa que existe entre Cristo y su Iglesia. 1 Corintios 7:38 nos muestra que aquel que se casa (o la da en casamiento) hace bien, pero añade que aquel que no se casa (o que no la da en casamiento) hace mejor. Podemos unir estas palabras a una expresión notable del Señor Jesús, y a menudo mal interpretada: «Hay eunucos que a sí mismos se hicieron eunucos por causa del reino de los cielos» (Mat. 19:12). Son los que se abstienen de dar ese paso por amor al Señor y su obra, los que, como Pablo declara, están firmes en su corazón y son dueños de su propia voluntad para no casarse.
Si pues alguno cree agradar mejor al Señor y ser más útil a los creyentes quedando soltero, y que se halla en condiciones de asumir este renunciamiento, según las palabras citadas, hace mejor, y sería desacertado aconsejarle de otra manera; pero que tal persona no se considere como forzada u obligada al celibato por alguna ley fuera de sí mismo, porque esto podría ser muy pronto para él el origen de un estado bastante inferior al del matrimonio. La prohibición de casarse es una señal de los últimos tiempos y del decaimiento de la fe (1 Tim. 4). El Señor Jesús dijo expresamente: «A sí mismos se hicieron eunucos». Pablo es un hermoso ejemplo de ello (véase 1 Cor. 9:5-15). Pero el número de aquellos que están en condición de seguir al apóstol por idénticos motivos, es a la verdad muy pequeño. Se necesita para ello una gracia particular. La mayoría harán mejor en usar su libertad. ¿Debemos juzgarles? No, ciertamente; la Palabra de Dios no lo hace.
Pero ¿cuándo debe ser censurado un creyente? Cuando da un mal paso. Según hicimos notar al comienzo, Pablo, hablando de esta libertad, añade las palabras expresivas y serias: «con tal que sea en el Señor». ¿Qué quiere decir esto? Prestemos atención que no significa: «Si alguno se casa, que lo haga en el nombre del Señor», sino que sea «en el Señor».
Un creyente es un hombre en Cristo; no pertenece más a este mundo; salió completamente de su posición anterior, y está en el terreno de la nueva creación. Es un rescatado; su cuerpo es un miembro de Cristo (1 Cor. 6:15). Si debe, pues, casarse en el Señor, no puede ocurrir sino con una persona que se halle en el mismo plano, que pertenezca también al Señor y que, como él, esté en Cristo. Si se arraiga la idea de unión con un hijo del mundo, es perfectamente claro que ese corazón está muy lejos de Él, porque «¿qué comunión tiene la luz con las tinieblas?… ¿O qué parte el creyente con el incrédulo?» «No os unáis en yugo desigual con los incrédulos» (2 Cor. 6:14-15). De este modo se expresa la Palabra de Dios sencilla y clara, y ya los instintos (si puede expresarse así) y los resortes de la naturaleza divina desechan con horror tal unión impura.
¿Cómo es posible entrar en la más íntima comunión de vida con una persona cuyos intereses e inclinaciones son diametralmente opuestos a los nuestros? ¿Puede un cristiano, sin negar su fe, pensar, hablar y actuar como antes de su conversión? ¡Imposible! Pues bien, es igualmente imposible, sin esa negación, hacerse uno con alguien que, siendo todavía inconverso, no puede pensar, hablar y obrar sino como tal. Porque las dos personas que toman estado «no son ya más dos, sino una sola carne» (Mat. 19:6).
A causa de la suma importancia de nuestro tema, quisiera dejar hablar aquí a un escritor experimentado y probado, quien, en un tratado intitulado «Pensamientos acerca de los casamientos anti escriturales», se expresa de esta manera:
“Si hay verdadero amor para Dios, amor que reconoce los derechos divinos y las relaciones íntimas que existen con Él, es absolutamente imposible que un cristiano se permita desposar a una persona del mundo; de otro modo viola todos sus compromisos hacia Dios y hacia Cristo. Si un hijo de Dios se une con un incrédulo, es evidente que pone a Cristo enteramente a un lado, y esto en el asunto más importante de su vida. Cuando necesitaría tener con el Señor la más íntima comunión de pensamientos, inclinaciones e intereses, lo excluye totalmente. El creyente está entonces bajo un mismo yugo con un incrédulo; hace su elección, vivir sin Cristo; prefiere positivamente hacer su propia voluntad, en lugar de renunciar a la misma para gozar de Él y tener su aprobación. Da su corazón a otro y, por lo tanto, abandona a Jesús y rehúsa escucharle. ¡Cuanto más grande es la atadura de corazón, más queda demostrado que prefirió alguna cosa a Cristo! ¡Qué terrible resolución la de querer pasar así la vida, escogiendo por compañero (o por compañera) a alguien que es todavía un enemigo de Dios!
La influencia de semejante unión sobre el cónyuge creyente debe ser necesariamente el arrastre al mundo, ya que eligió como el objeto más amado de su corazón a uno de sus hijos. Y solo las cosas del mundo pueden agradar a los que son de él, aunque su fruto sea la muerte (Rom. 6:21-23; 1 Juan 2:17). ¡Qué espantosa situación! O se es infiel a Cristo, o se está obligado a luchar continuamente allí donde la más tierna inclinación hubiera podido crear una unión perfecta. Es un hecho que, a menos que intervenga la gracia de Dios, el marido o la mujer creyente abandonará la lucha y volverá poco a poco a un andar mundano. Nada más natural. El inconverso no tiene sino tendencias y deseos propios; el cristiano tiene todavía, junto a su cristianismo, la carne en él, que ama al mundo. Además, para agradar a su carne, ya sacrificó sus principios, uniéndose a una persona que no conoce al Señor. Con el ser que le es más querido y que forma como una parte de sí mismo, no tiene un solo pensamiento en común acerca del tema que debe ser precioso a su corazón más que todas las cosas. Entre dos personas así unidas no hay sino desacuerdo y querellas, como está escrito: «¿Andarán dos juntos, si no estuvieren de acuerdo?» (Amós 3:3). De ninguna manera, salvo que cedan primero a la influencia mundana, hallando por fin su agrado en lo que antes desecharon. Por cierto, no se distingue este peligro al dar el primer paso en el camino que lleva a tan triste estado. Poco a poco el creyente es desviado de la senda; al no estar ya en comunión con su Salvador, siente placer en la compañía de una persona que le es agradable, sin tener siquiera un pensamiento para su Señor. Si está solo, no piensa en orar, y si se halla cerca del objeto de su amor, no tiene fuerza alguna para resistir, pese a las advertencias de su conciencia o de sus amigos cristianos; porque Cristo no tiene suficiente poder en su corazón para hacerle abandonar su mal paso e inclinación que sabe que no agrada al Señor. Hay otros motivos por los cuales se deja más o menos influenciar y atar; por ejemplo, cierto sentimiento de honor, la palabra empeñada, etc.; a veces son motivos más condenables, tales como el amor al dinero o cosas semejantes, y les sacrifica su conciencia, su Salvador, la gloria de Dios, y hasta su alma, si de él dependiera”.
¡Cuán solemnes y verdaderas son esas palabras, y qué influencia deberían tener en el corazón de todo joven creyente que corre el peligro de caer en las garras de Satanás! ¡Cómo deberían servir a todos los demás como exhortación y advertencia para vigilar los impulsos de sus corazones y la dirección de sus miradas! A menos que se rechace la primera idea de unión con una persona inconversa como pecado e infidelidad, la puerta quedará abierta al Enemigo, y este sacará su ventaja. No en vano se llama «la serpiente antigua» (Apoc. 12:9). ¡Con qué astucia sabe fascinar al pobre corazón e inventar astucias! ¡Y cómo se presta gustosa nuestra vieja naturaleza, la carne, para escucharlas! Hasta sabe servirse de la Palabra de Dios. Por ejemplo, ¿no hemos oído a menudo las preguntas siguientes: «¿No está escrito: «¿Qué sabes tú, oh mujer, si quizá harás salvo a tu marido?» (1 Cor. 7:16). ¿Quién sabe pues si, por la gracia de Dios, no podré ser de bendición al inconverso?»
¡Ah, esas preguntas, y otras de la misma índole, cómo denotan la perversidad del corazón! Y hasta se procura darles la sanción divina. ¿No es poner como principio estas palabras: «Hagamos males para que vengan bienes»? (Rom. 3:8). ¡Oh, pobre corazón fascinado y ciego! ¿No ves cómo tuerces la declaración divina para tu propia perdición? Esas palabras están escritas, pero no en el sentido que tú las empleas. ¿Acaso leemos: «Qué sabes tú, oh joven?» o «¿qué sabes tu, oh muchacha?» Esas amonestaciones no están dirigidas a ti, sino a personas que se casaron siendo inconversas y de las cuales una se convirtió más tarde.
Según la ley, un hombre que desposaba a una mujer pagana (por consiguiente, impura) debía despedirla; los hijos, provenientes de tal matrimonio, eran asimismo impuros (véase Esdras 10:2-3). Pero, bajo la gracia, es muy distinto; el cónyuge, aun inconverso, es santificado por el fiel, y los hijos son declarados santos (1 Cor. 7:14). Además, está escrito, para consuelo del esposo o de la esposa creyente, que la gracia que alcanzó a uno de ellos es poderosa para ganar al otro también.
¡Cuán gustoso se entrega el creyente a la ilusión de que la persona con la cual su corazón se comprometió es realmente convertida! Mayormente si ella adopta poco a poco un lenguaje cristiano –y ¿de qué no es capaz el corazón astuto tratándose de un objeto codiciado?– Si ella hace cierta profesión y cuida sus modales, excluyendo toda exteriorización chocante, ¡oh, cuán ligeramente uno se contenta entonces con pruebas de conversión que en otras circunstancias se considerarían como enteramente insuficientes! La propia voluntad está en actividad. No se esperó ni se miró al Señor, se hizo la elección sin Él, y se pretende desposar a la persona en cuestión. Y es tan solo para presentar las circunstancias más favorables y no verse en oposición directa con la voluntad de Dios claramente manifiesta, que se busca la propia convicción y la de otros sobre algo de lo que no se está persuadido en absoluto.
¡Oh! pobre alma, ¡cuán triste será tu despertar, si después de una breve ilusión necesitas reconocer que la profesión fue tan solo superficial, y que el corazón de tu compañero o compañera pertenecía al mundo! Descubrirás, aunque demasiado tarde, que te engañaste; será vano tu gemir y tu arrepentimiento sobre el paso dado; renunciaste a tu nazareato; te hiciste uno con el mundo, y debes sufrir toda la vida las consecuencias amargas de tu infidelidad. Pasarás tus días bajo los reproches continuos de tu conciencia, siempre trabado por tu compañera (o compañero), quien no puede comprender tus sentimientos, ni tomar parte en lo que te interesa, quien en el secreto de su corazón es enemiga (o enemigo) de Aquel a quien amas y quisieras servir. Notaste ya cuál es el fin de tan terrible camino, a menos que la misericordia de Dios se encargue de librarte.
Amado lector, o lectora, no te dejes arrastrar por lo que sea a ese yugo desigual con un incrédulo. Si se arraigan estas inclinaciones ilícitas en tu corazón, reflexiona que no son los impulsos de tu nueva naturaleza, sino aquellos de la vieja, y clama a Dios para obtener la fuerza de poderlos juzgar y sacrificar sin tardar.
Pero tal vez dirás: «Me cuesta demasiado; nunca podré encontrar un partido tan excelente: salud, gracia, carácter afable, rica dote, en fin, todo lo que puede hacer un buen casamiento, según el criterio humano; ¿debo actuar ahora en contra de mis intereses?» ¡Oh! amigo mío, amiga mía, ¿es que tus intereses tienen más valor para ti que aquellos de Cristo? ¿No es ya una tristeza si tus asuntos no son uno con aquellos de tu Señor que te rescató a gran precio y al cual tú perteneces ahora y para siempre? ¿Quieres renunciar a sus favores, a su honor y su gloria, y atarte tú, un miembro de su cuerpo, con un hijo del mundo? ¿Deseas unir a Cristo y Belial? ¿Qué son todos los tesoros de aquí, si debes adquirirlos a tal precio? ¿Pretendes sacrificar la paz y la dicha de tu alma al injusto Mamón? ¿Quieres afligir al Señor de la manera más profunda, deshonrarlo y renunciar a que te diga: «Bien, buen siervo y fiel» (Mat. 25:21)? ¿Deseas entregar el secreto de tu fuerza espiritual, como Sansón lo entregó a Dalila? ¿Ambicionas tomar una carga que te hará sucumbir y que te detendrá completamente en tu carrera hacia el blanco?
Para terminar, permíteme todavía esta pregunta directa, porque cuando se trata de asuntos serios, urge ser franco y leal. ¿Quieres ser padre o madre de hijos que, en tal caso, seguirán casi siempre el lado de la incredulidad y acerca de los cuales no podrás, a causa de tu infidelidad, servirte de la gloriosa promesa: «Tú y tu casa»?
¡No, no lo quieres! Por consiguiente, si tus inclinaciones se comprometieron de alguna manera, cueste lo que costare, sacrifícalas por tu Señor. Huye del lazo del cazador. Y si tus pies están ya enredados, implora la fuerza y el socorro de Dios para poder desprenderte. Puedes estar seguro que recibirás una rica recompensa por el sacrificio que harás. Una buena conciencia, un corazón feliz y lleno de paz, te quedarán como dos tesoros de incalculable valor, y el Dios de paz será contigo. Y aquel que te ama por encima de todo, ¿no te conducirá de tal modo que tu fin sea tan solo de alabanzas y gratitud? Ciertamente, lo hará. Conoce los deseos de tu corazón, y a su debido tiempo los satisfará, sí es bueno y útil para ti.
Déjalo obrar y gobernar, pues es señor sabio. Y encaminará todo de tal suerte que te asombrarás.
2 - Segunda parte
En la primera parte de nuestro tratado notamos que en cualquier circunstancia es malo para un creyente –puesto que es contrario a la Palabra de Dios– casarse con una persona que no pertenece al Señor, por honorable o exteriormente religiosa que sea. Por otra parte, la conversión de una persona hacia la cual alguien se siente atraído, no es la única condición que debe encararse para un matrimonio. No; hay todavía otras cosas que, para tan seria determinación, tienen importancia y deben ser tomadas en consideración.
Todo cristiano, según vimos, tiene generalmente la libertad de casarse, pero en cada caso particular es conveniente examinar si serias consideraciones y dificultades no son un obstáculo para ejecutar ese proyecto. Si, por ejemplo, citando algunos casos, un hermano o una hermana tiene para con sus parientes, padre y madre ancianos e incapaces de ganar su vida, deberes ineludibles, la libertad de desposarse es necesariamente restringida. Si un hermano no se halla en condición de mantener una esposa e hijos, no se puede afirmar, por cabalmente autorizado que sea el matrimonio en sí, que Dios aprueba personalmente tal unión. Así como Dios no me llama a una actividad sin darme lo que necesito para cumplirla, así tampoco estoy autorizado a casarme a menos que disponga de lo necesario. Por no haber tenido en cuenta esta simple consideración ¡cuántos jóvenes cristianos cayeron en la miseria, siendo traspasados por muchos dolores! Y lo que es peor todavía ¡cuántos casamientos, concluidos de esta manera, sirvieron para deshonrar el nombre del Señor durante años!
A la verdad, el mundo que pervierte siempre el orden de Dios, halló un expediente para estos casos: Si dos jóvenes se aman, sin tener todavía la edad de casarse o sus circunstancias son similares a las que acabamos de enunciar, haciendo momentáneamente imposible la realización de sus proyectos, entonces entran en relación, tienen contacto el uno con el otro, pasean juntos, etc., y esos vínculos pueden durar así muchos años. Esta costumbre se hizo tan común que un joven no necesita ya esperar hallarse en posición de formar su hogar; no, aun estando a cargo de sus padres, dependiendo de ellos en todo o en parte, puede emprender los preliminares de tal paso. La idea del casamiento, la mayoría de las veces, no ocupa más que un pequeño lugar en el corazón de esas personas, o quizás ninguno.
Casi no necesitamos expresar nuestra desaprobación sobre este procedimiento, que ni tiene apariencia justificable. Sin embargo, aun donde no se podría invocar esta ligereza de intenciones, no podemos sino reprobar tal costumbre, en primer término y principalmente porque la Palabra de Dios no conoce ese estado ni lo sanciona. Ya este solo hecho debería bastar al creyente para mantenerse alejado de semejante práctica, la que, en la mayoría de los casos, no puede sino acarrear tristes resultados. Si los creyentes que siguieron ese camino quisieran reconocer sinceramente dónde les ha llevado, estoy seguro de que lo dejarían para el mundo. Y si aun esas relaciones, que duran a veces años, no conducen siempre a un mal manifiesto, con todo, por la naturaleza de las cosas, se suscitan innumerables tentaciones.
Quisiéramos, pues, rogar insistentemente a todos los hermanos solteros, en cuyas manos podrían caer estas líneas, que se conserven puros frente a esta costumbre mundana, y ante todo que no principien semejante alianza en secreto, sin haber prevenido de ella a otras personas. Aquel que entra en ese camino, no puede contar con que el Señor lo guarde. Él cuida a los suyos que andan en su presencia, dependencia y temor de Dios, pero no cuando perseveran en sus propios deseos del mundo y la carne. Contrariamente, quedan librados sin defensa a las pasiones y codicias de su vieja naturaleza. Sus corazones no están en comunión con el Señor, sus ojos perdieron su sencillez, y la oración, si aún la practican, no tiene fuerza.
Pero se objetará, ¿no reconoce la Escritura un estado de compromiso? ¡Ciertamente! Hasta se sirve, como de imagen amable, de la relación que existe ahora entre Cristo y sus rescatados. Él es el amado, la Iglesia es la amada. Solo que no hallamos nada en la Palabra de Dios respecto al trato y las relaciones que acabamos de enunciar; nos habla de un acuerdo entre dos seres humanos o de noviazgo en vista de un pronto casamiento. Tal concierto es muy natural y corresponde al pensamiento de Dios. Puede muy bien transcurrir un tiempo más o menos necesario entre el noviazgo y las bodas, para disponer los preparativos del caso; pero es enteramente otra cosa la mala costumbre apuntada más arriba.
El tiempo que los novios pasan así, es para ellos particularmente hermoso y agradable, si lo disfrutan en buen entendimiento, pureza y castidad; sin embargo, no debe ni puede ser más que un período transitorio. La experiencia demostró que es harto peligroso prolongarlo más de lo que las circunstancias requieran. Aunque el espíritu quiera el bien, la carne es siempre enferma; y por esto debemos evitar todo peligro.
Quisiera someter este asunto a la consideración de los padres creyentes. Frecuentemente, ellos faltan también a este respecto, lo que les ocasiona más tarde humillaciones y grandes disgustos.
Todavía una vez, jóvenes y muchachas, estad apercibidos. Sed prudentes en vuestras relaciones mutuas. Velad sobre vuestros ojos, vuestra lengua y vuestro corazón. Sed vigilantes, sobrios y castos. Guardaos de esas familiaridades culpables que, sin llegar a lo peor, mancharon muchos corazones juveniles, detuvieron en su crecimiento muchas plantas amables en el jardín de Dios, sumergiéndolas tal vez en la tristeza durante muchos años. Velad y orad, para que no entréis en tentación. Escuchad las advertencias de amor del Buen Pastor que quiere guardar a sus ovejas de todo pasto dañino.
Pero alguien preguntará: ¿cómo deben proceder, pues, los jóvenes creyentes que quieren casarse? ¿Qué deben hacer? Antes de responder a esta pregunta o más bien antes de procurar aclararla, quisiera recordar la relación que existe entre Cristo y su esposa, y que halla su imagen en las relaciones terrenales entre un novio y su novia, entre un hombre y una mujer. ¿Por qué el Señor buscó a su esposa? ¿Fue acaso porque ella podía ofrecerle encantos y atractivos, o porque pensó en Su dicha y en Sus intereses propios? No; la buscó por amor a ella, para darle todo su amor y hacerla partícipe de todo lo que es suyo. ¿Y de qué mano Él la recibió? De la mano de su Padre. «Tuyos eran, y me los diste» (Juan 17:6). Y es precisamente por esto que ella es infinitamente estimada a sus ojos y preciosa para su corazón.
Teniendo en cuenta la enorme diferencia que existe entre las cosas eternas y las temporales, entre las relaciones espirituales y las naturales, entre las celestiales y las terrenales, no podemos sino reconocer, en lo que acabamos de decir, principios que deben orientar a todo hermano en la elección de su compañera. El hecho de que por lo general se observen poco esos principios, debe entristecernos profundamente, pero no puede ser un motivo para debilitarlos o aminorarlos. El verdadero amor «no busca lo suyo» (1 Cor. 13:5). Pero ¡ah, de cuántas maneras el hombre persigue sus propios intereses cuando toma la resolución de casarse! Desea tener una mujer agraciada y hermosa con quien pueda presentarse en público; anhela mejorar su situación exterior, procura el bienestar y la comodidad, el dinero y los bienes, una parentela distinguida, o por lo menos tan agradable como sea posible; busca en todo esto sus ventajas. Seguramente, quiere también amar a su mujer, pero teniendo presente el resultado de esta unión, lo que ganará, etc. ¡Cuán distinto es cuando el amor verdadero dirige el corazón! No busca lo suyo, sino lo de otro. No piensa en él, sino en su objeto y el bien de este.
El segundo principio, citado más arriba, se vincula estrechamente a este. ¿Qué es lo que imputaba belleza a la Esposa, a los ojos de Cristo? Según sabemos, en sí misma no poseía ninguna. Fue, según dijimos, el hecho de que el Padre se la dio. Tanto más el Hijo honraba al Padre, mayor era el valor de lo que él le confiaba. «A los que me diste, yo los guardé» (Juan 17:12). Este era el lenguaje de su corazón. Todo lo que el Padre le da, es para él una preciosa joya que guarda con tierna solicitud. ¡Pues bien! ¿No debe el marido recibir a su esposa como un don que procede del Señor? ¡En cuántos casamientos los primeros días tan suaves y felices son seguidos de amargas desilusiones que hacen del afecto mutuo una tarea casi imposible de llenar! ¿Cuál es la causa de este fenómeno que tanto aflige? Que en esas uniones el esposo no obtuvo su compañera del Señor mediante la oración, ni la recibió de Su mano. Después de haber llegado a cierta edad, y cuando las circunstancias le hicieron ver el casamiento como deseable, tomó la resolución de buscarse mujer. En su elección (aun cuando se limitó al círculo de las hermanas) miró, como lo hemos señalado, la belleza, el dinero o la consideración, o en el mejor de los casos, se preguntó si había una joven creyente que pudiera convenirle a él y su casa bajo el concepto de disposiciones, carácter, aptitudes. Escogió a aquella que le agradó más, bajo uno o varios de esos aspectos, y su corazón fue tras ella. Tomó esos impulsos de su corazón, de buena fe, como verdadero y fiel amor; por otra parte, la compañera parecía responder, y así el casamiento se concertó bajo los más favorables auspicios. La vida conyugal comienza, pero ¡ah! ¡cuán prontamente se disipa el sueño! y ¡qué despertar doloroso!
Amado lector célibe ¡quiera el Señor preservarte en su gracia de un sendero tan escabroso! Si hoy o mañana se plantea ante ti la cuestión del matrimonio, que Él te conceda un corazón dispuesto a confiarle todo, teniendo la certeza de que tu causa está en sus manos. Y Él te dará, a su debido tiempo y según su voluntad, las peticiones de tu corazón. Para un hijo de Dios es consolador saber que nada queda librado al azar ni a la acción de las circunstancias, sino que todo está en las manos de un Dios y Padre fiel, cuyos cuidados son continuos y cuyo corazón se ocupa de nuestros asuntos, pequeños o grandes. Sabe nuestra situación y nos conoce perfectamente. Si tenemos una inclinación, podemos ir a Él abiertamente y con entera confianza; nos escuchará con gracia y amor paternales, y resolverá nuestros problemas.
¡Oh! si los creyentes fueran más sencillos y tuvieran más fe, ¡cuántas experiencias harían de Su socorro pleno de gracia y de sabia dirección! «Si tu ojo es bueno, todo tu cuerpo estará lleno de luz» (Mat. 6:22). ¡Cuántos pasos falsos en el asunto que nos ocupa, deben atribuirse precisamente a que el ojo no fue sincero y puesto sobre Él! Indudablemente, se tenía el deseo de obrar en su dependencia, pero, aunque se hubiera podido clamar al Señor, pidiendo su bendición, el corazón no estaba bastante calmo para esperar Su dirección.
Hay una gran diferencia entre añadir así la oración a la propia actividad, o remitir el asunto al Señor, confiando en él, sin tratar de precipitar en manera alguna o ayudar su acción. Tomar por sí medidas, realizar esfuerzos, luego orar al Señor para que los bendiga, es completamente opuesto al hecho de poner en primer término la mirada en él, y seguir la senda que ha trazado. En el primer caso, aunque no falte apariencia de cristianismo, el hombre y sus pensamientos están en actividad, Dios y su dirección paterna en último plano. Y hasta, reconociendo que hay una guía divina en el caso de que los ojos no están puestos en él, es imposible discernir y apreciar los designios de Dios, mientras que los intereses propios juegan el rol principal en la manera de obrar. ¿Cómo podrá el corazón agradecer a Dios por una cosa que no le pidió, y que no recibió de Su mano?
Por otro lado, ¡cuán precioso es para un hermano mirar a su esposa como un don de su Padre celestial! ¡Qué alto valor adquiere ella para su corazón desde que puede considerarla como el favor que el Padre concedió a su oración! ¡Y cuán hermoso y bendito es para una hermana, cuando, habiendo esperado en el Señor y viendo sus peticiones contestadas, puede considerar a su esposo como aquel que le ha sido dado por Dios, y del cual debe ser la fiel compañera y ayuda en días buenos y malos! En tal caso, puede en verdad servirse del término: «Lo que Dios juntó» (Mat. 19:6).
Antes de finalizar esta meditación, quisiera mencionar todavía un punto de suma importancia, precisamente en estos días en que los hombres se caracterizan, entre otras cosas, por las palabras: «desobedientes a los padres» (2 Tim. 3:2). En el mundo, cuando un joven logra ganar su sustento, piensa por lo general: “Ahora soy mi propio dueño; no necesito ya los consejos de mis padres; puedo hacer lo que me da la gana”. Apenas necesitamos hacer resaltar lo inconveniente de este lenguaje que nunca debiera oírse en una casa cristiana. Que un hijo sea joven u hombre hecho, la ordenanza divina «Honra a tu padre y a tu madre» no cambia. Y hallará siempre que la obediencia a este precepto es el origen de ricas bendiciones. Es el primer mandamiento a cuyo cumplimiento se vincula esta promesa: «para que te vaya bien, y seas de larga vida sobre la tierra» (Efe. 6:1-3).
En cualquier lugar y tiempo que sea, tratándose de un paso tan importante como la conclusión de un casamiento, los hijos deben tomar consejo de sus padres. No temo en afirmar que compromisos, o para hablar más claramente, noviazgo a ocultas de los padres, son positivamente malos. Nadie piense que el hecho de haber alcanzado mayoría de edad hace superfluos esos derechos. Al contrario, si hay en los hijos buenos sentimientos, cuanto más avancen en edad más respetarán a sus padres y apreciarán sus admoniciones. Considerarán como un gran privilegio poder recurrir a su amor y simpatía, para proceder en armonía con ellos.
En caso de haber diferentes opiniones entre padres e hijos (supuesto que no se trate de asuntos de conciencia, sobre los cuales la Palabra de Dios da sus directivas), de 99 casos sobre 100, los hijos que respeten el consejo de sus padres tendrán menos oportunidad de arrepentirse que persiguiendo su propia voluntad.
Y deseo llamar aún la atención a esto: junto a la familia terrenal está aquella de Dios, el círculo de los hermanos y las hermanas que tienen también sus derechos. ¡Cuántos jóvenes pensaron y dijeron cuando era ya irremediable: «¡Ah, si hubiese pedido consejo a los creyentes de más edad y más experiencia que yo!»! Pero el arrepentimiento llega tarde. Tal vez el corazón y la conciencia se encargaron de avisar a tiempo, pero la propia voluntad estaba en actividad. Se evitaba quizás esos consejos porque se sabía de antemano que no conformarían los propios deseos.
¡Oh, si cada uno quisiera considerar que un asunto mal comenzado no puede terminar bien! Lo que es iniciado por la carne, difícilmente puede seguir por el Espíritu. Y cuando esto ocurre, no puede ser sino en el camino de la disciplina por la cual nuestro Padre celestial nos enseña a juzgarnos, así como los motivos de nuestras acciones, debiendo soportar humilde y pacientemente sus penosas consecuencias que a veces duran toda la vida. ¡Cuánto es de desear que aquellos por los cuales nuestras advertencias llegan demasiado tarde, caigan a lo menos en el polvo delante de Dios! Porque aun andando bajo el peso de las consecuencias de semejante locura, la vara desaparecerá tan pronto como se juzguen sinceramente a sí mismos y sus caminos.
Para las jóvenes cristianas el asunto es más fácil, desde que no están llamadas a buscar o a actuar. Por consiguiente, corren menos peligro de un mal paso. Por otra parte, el asunto es más difícil para ellas puesto que se ven obligadas a confiar más de cerca en el Señor. Y sabemos que nada es más dificultoso, o más imposible a nuestra naturaleza, que permanecer tranquilo esperando en Él. Como en el caso de Saúl, ellas aguardarán siete días; pero, al desaparecer gradualmente los proyectos y las esperanzas, se impacientan, quieren resolver por sí mismas y obran «locamente» (véase 1 Sam. 13:8-13). «Confía calladamente en Jehová, y espérale con paciencia», dice el Salmo 37:7 (V.M.). Evidentemente, es un precioso estado de alma que auguro siempre a mis jóvenes hermanas solteras. Y les recordaré también las palabras del apóstol: «Hay asimismo diferencia entre la casada y la doncella. La doncella tiene cuidado de las cosas del Señor, para ser santa así en cuerpo como en espíritu; pero la casada tiene cuidado de las cosas del mundo, de cómo agradar a su marido» (1 Cor. 7:34).
Terminaremos con el deseo de que cada uno examine cuidadosamente los primeros pasos en el camino del matrimonio. Si andamos en la luz y ante la faz del Señor, resultará para propia bendición y la gloria de Dios. No hay relación alguna donde sea más importante recordar esto, porque es el lazo más íntimo que pueda existir en la tierra. Y si no hay nada más hermoso y más amable que esta unión, no hay nada más repugnante que su degeneración o su falsificación. Hasta los hijos del mundo admiten de dos cosas una: o se es feliz en el matrimonio, o enteramente desdichado; no hay término medio. ¡Ah, cuán triste es ver entre los cristianos tantos casamientos desgraciados que deshonran al Señor y escandalizan al mundo! Si por la gracia de Dios estas líneas contribuyeran a preservar a muchos jóvenes creyentes de decisiones ligeras o voluntarias, el propósito y el deseo del autor habrán sido plenamente alcanzados.