Responsabilidades frente al matrimonio


person Autor: Paul FUZIER 20

flag Tema: Matrimonio


Muchos problemas –sencillos en sí mismos– se vuelven com­plicados para nosotros, porque no hay en nuestros corazones una ver­dadera santidad, una auténtica separación interior para el Señor. No cabe la menor duda que el matrimonio cristiano es uno de ellos, y hemos de confesar que, en varios casos, ciertas consideraciones per­sonales tuvieron más peso que la gloria del Señor y la prosperidad del testimonio confiado a la Asamblea, Cuerpo de Cristo.

Me dirijo aquí a nuestros jóvenes amigos creyentes, los cuales, en su día, tendrán el propósito de fundar un hogar cristiano; tam­bién me dirijo a todos nosotros, padres cristianos, pues tenemos mucha responsabilidad en cuanto a la conducta de nuestros hijos. Enseñándoles con mayor fidelidad lo que Dios desea, no habría, a veces, tantos motivos de tristeza en nuestros hogares.

Son, a menudo, los mismos padres los que nos detenemos en con­sideraciones de orden social o material. Algunos desean para sus hi­jos condiciones de vida fáciles, un matrimonio “ventajoso”, olvidan­do que, lo que conviene buscar ante todo es la prosperidad espi­ritual, la cual no puede conseguirse fuera de la obediencia a la Pa­labra de Dios. El Enemigo de nuestras almas, siempre activo, redobla sus esfuerzos para perjudicar al testimonio: los matrimonios que no se efectúan «en el Señor» son uno de los ardides que emplea para debilitarlo.

Ningún creyente debería pensar en contraer matrimonio antes de saber lo que dice esta palabra: «Prepara tus labores fuera, y disponlas en tus campos» (Prov. 24:27); es decir, antes de hallarse en condición para establecer y mantener su hogar. Si se presentan obstáculos, si es ne­cesario esperar algún tiempo, ¿no es Dios mismo quien lo permite, en su infinita sabiduría? Muchos se acarrean inexplicables dificulta­des, por haber descuidado el divino mandamiento: «Prepara tus labores fuera, y disponlas en tus campos, y después edificarás tu casa» (Prov. 24:27).

¡Edificar su casa! ¡Qué circunstancia más solemne y cargada de consecuencias para la vida entera! Fervientemente ha de orar el cre­yente para ser guiado por el Único que sabe cuánto precisamos: «La casa y las riquezas son herencia de los padres; mas de Jehová la mujer prudente» (Prov. 19:14). ¡Qué provecho y bendición para el cristiano!, si sabe llevar a cabo una completa dependencia de Dios, para recibir de Él la esposa que le ha destinado, y que ha de ser «ayuda idónea para él» (Gén. 2:18).

Por su parte, la joven creyente esperará, con el recato que con­viene, que Dios le conceda, si es Su voluntad, aquel creyente que será su esposo. Tal vez, el Señor se propone para ella un camino más excelente, en el cual podrá servirle más plenamente: «La soltera y la virgen se ocupan de las cosas del Señor, para ser santas de cuerpo y de espíritu» (1 Cor. 7:34). Lo esencial, lo que es de capital impor­tancia para nosotros en esta vida, no es casarse o no casarse sino ser­vir al Maestro en la posición en la que nos ha colocado.

Con demasiada frecuencia somos propensos en afirmar –para justificar nuestra conducta–, que hemos sido dirigidos por Dios. Pero debemos desconfiar de nuestros corazones, y del Adversario. No es posible que sea Dios quien nos guíe cuando seguimos un camino que su Palabra condena. ¿Podría ser que Dios incitara a uno de sus hijos a casarse con un incrédulo? ¡Por cierto que no!, pues consti­tuye una desobediencia formal y un pensamiento que ni siquiera de­biera ocurrírsele a un redimido. «No os unáis en yugo desigual con los incrédulos; pues, ¿qué relación hay entre la justicia y la iniquidad? ¿Y qué comunión la luz con las tinieblas? ¿Y qué armonía de Cristo con Belial? ¿O qué parte tiene un creyente con un incrédulo?» (2 Cor. 6:14-15). Un redimido es hijo «de la luz», hijo «del día», mientras que el incrédulo es «de la noche», «de las tinieblas» (1 Tes. 5:5). ¿Qué comunión puede existir entre el uno y el otro?

Pero, a este respecto, parece que la responsabilidad de los her­manos en comunión a la Mesa del Señor es algo mayor, y es a ellos a quienes nos dirigimos de modo especial. Hemos decidido seguir a Cristo en todo y a pesar de todo, yendo hasta salir «fuera del campamento» de la cristiandad (Hebr. 13:13), estando actualmente congregados sobre el antiguo fundamento –nuevamente hallado– de la unidad del Cuerpo de Cris­to y así, por gracia, hemos venido a integrar lo que la Palabra llama «el testimonio» de nuestro Señor. Lejos de enorgullecemos de esto, si somos espiritualmente ejercitados, si apreciamos el Testimonio en su justo valor, si verdaderamente amamos a Aquel que reconocemos como nuestro Señor, comprenderemos fácilmente que solo un matrimonio con un creyente que ha entendido y comparte los mismos pri­vilegios, nos permitirá andar en plena comunión con él para gloria del Señor y, cuando sea el caso, de fundar un hogar feliz. Para nosotros se trata de no abandonar el precioso terreno divino en el cual hemos sido colocados por gracia del Señor.

Los once primeros versículos del capítulo 27 de Números nos hablan del ardiente deseo que tenían las hijas de Zelofehad de conservar la heredad de su padre. Se ha escrito que “no pertenecían a la generación de aquellos que están siempre prontos a abandonar el terreno divino y a renunciar a los privilegios concedidos por la gracia divina. Ellas estaban decididas –por la gracia– a sentar el pie de la fe sobre el terreno más elevado; y con decisión santa y firme a tomar posesión de lo que Dios les había dado” (Estudios sobre el Libro de Números, por C. H. Mackintosh, capítulo 27; recomendamos encarecidamente la lectura de las páginas 315 a 321). Es un ejemplo rico en enseñan­zas. Que el Señor nos dé el santo deseo de conservar así nuestros privile­gios, para gloria suya y provecho de los hogares cristianos que for­maremos. Notemos también que, obrando así, las hijas de Zelofehad obedecían a un mandamiento de Jehová (Núm. 26:56 y 27:10-12).

El matrimonio es un solo camino para dos seres: «¿Andarán dos juntos, si no estuvieren de acuerdo?» (Amós 3:3). Es cierto que solo el matrimonio entre dos creyentes es según el designio de Dios. Mas para que la armonía sea perfecta entre los cónyuges, ¿no precisarán ambos reconocer que Jesús es no solo su Salvador, sino tam­bién Señor de ellos? Y ¿no es en el testimonio colectivo, en la Cena y en la Mesa del Señor donde Sus derechos son así plenamente reco­nocidos y acatados? ¿Cómo subsistirá la unidad espiritual de la fa­milia donde los esposos tienen ideas distintas acerca de lo que es de capital importancia, de lo que más aprecia el Señor en esta tierra? ¿Qué actitud adoptarán frente a sus hijos? La armonía no será completa hasta que ambos hayan comprendido que su sitio está en «el testimonio» de nuestro Señor, respondiendo con gratitud al anhelo de su corazón: «Haced esto… en memoria de » (1 Cor. 11:24-25).

Esta exhortación va, pues, dirigida al corazón de los hermanos y de las hermanas en comunión a la Mesa del Señor. Por cierto, hemos de precavernos muchísimo del peligro de querer colocar a las almas bajo una supuesta “nueva ley”. Pero, por otra parte, no conviene que olvidemos los derechos del Señor, pensando que corremos el riesgo de desvirtuar y debilitar el testimonio, perjudicando al Cuerpo de Cristo, si emprendemos un camino donde no podemos tener Su plena aprobación.

Es un pensamiento que debe ejercitarnos profundamente si ama­mos al Señor y tenemos interés en su testimonio.

Pero hay más. 1 Corintios 7:39 también contiene: «que sea en el Señor». Esta expresión «en el Señor» no significa simplemente la obligación de un creyente de casarse solo con otro creyente, sino que parece ir mucho más allá. Implica la plena sumisión a la autoridad de Aquel que es el Señor, la Cabeza del Cuerpo, la Asamblea. ¿Podría esto permitir un matrimonio con alguien convertido, pero que está en una denominación cristiana donde la autoridad del Señor no está prácticamente reconocida? De ninguna manera. ¿Es posible que un matrimonio de hijos de Dios esté «en el Señor» cuando solo uno de ellos tiene comunión en Su Mesa?

La sumisión al Señor implica la obediencia al mandamiento de 2 Timoteo 2:19: «Apártese de la iniquidad todo aquel que invoca el nombre del Señor». El ámbito en el que se sigue esta exhortación es el único en el que se reconoce verdaderamente la autoridad del Señor. La «separación de los vasos para deshonor» es absolutamente esencial si el creyente ha de ser «un vaso para honra, santificado, útil al dueño, preparado para toda obra buena» (v. 21). Aquí muchos claman: “¿Pero se puede decir que tal hijo de Dios, adscrito a tal reunión con la que no tenemos comunión, es un «vaso para deshonor», cuando es piadoso y fiel en su caminar práctico?” La pregunta está mal planteada. Nos preguntamos a su vez: ¿Es un «vaso para honor» como lo define la Palabra? Su andar personal puede ser intachable, pero está en comunión con creyentes que ignoran los derechos del Señor y la autoridad de la Palabra en muchas cosas. Solo hay una Mesa que puede llamarse la Mesa del Señor, y es la que se establece sobre la base de la unidad del Cuerpo. Todo lo demás es una mesa del hombre.

Para ser un «vaso para honra», nos dice la Escritura, primero hay que separarse, purificarse: «Si, pues, alguien se purifica de estos, será un vaso para honra…».

¿Puede un hombre redimido de Cristo, en comunión en la Mesa del Señor, decir que contracta un matrimonio «en el Señor», cuando se está aliando con uno de los que 2 Timoteo 2:19-20 le ordena separarse, despreciando así la autoridad y los derechos del Señor? ¿Podría la asamblea tener comunión con él en tal acto, que es una desobediencia a la Palabra? Contemplar el matrimonio con alguien que no está en comunión en la Mesa del Señor es, para un hermano o hermana en comunión, tener poca comprensión de la grandeza de los privilegios que nos han sido conferidos, y desconocer el hecho de que hemos sido colocados, por gracia, en el terreno de la verdad.

¿Podría considerarse un matrimonio «en el Señor» el de un hijo de Dios en comunión en la Mesa del Señor con un creyente que no lo está, aunque no esté adscrito a ninguna reunión (por ejemplo, un hijo de padres cristianos, criado en la Asamblea, convertido, pero que no ha ocupado su lugar en la Mesa del Señor)? ¿No deberían reconocerse los derechos del Señor?, de manera práctica, en el testimonio colectivo: ¿la Cena y la Mesa del Señor? Para que dos creyentes puedan estar unidos «en el Señor», ¿no deben ambos conocer a Cristo, no solo como Salvador, sino también como Señor? Si realmente lo conocen en este carácter, se someterán a su autoridad en el testimonio colectivo que requiere de sus redimidos.

Pero he aquí un proyecto de matrimonio: uno de los futuros cónyuges está en comunión en la Mesa del Señor, el otro no, aunque está convertido. Este, para tener la comunión de la asamblea en una reunión de matrimonio, expresa inmediatamente el deseo de ocupar su lugar en el testimonio. ¿No hay muchos ejemplos de un caso similar? Ciertamente, queremos creer que ese deseo es sincero. Pero podemos preguntarnos: ya que este deseo se expresa en ese momento, ¿qué es lo primero? ¿No es de temer que quien lo hace tenga poca comprensión de lo que es ocupar su lugar en la Mesa del Señor y que en su mente la Asamblea de Dios quede reducida a un nivel muy bajo? ¡Cómo se ejercita la conciencia de los hermanos en tal caso! ¡Qué prudencia y discernimiento espiritual se necesitan!

Un matrimonio que no puede considerarse como estando «en el Señor» es causa de sufrimiento no solo para quien ha emprendido un camino en el que no puede tener la plena aprobación del Señor y la comunión de los hermanos y de la asamblea, sino también para todos los miembros del Cuerpo, pues «si un miembro sufre, todos los miembros sufren con él» (1 Cor. 12:26). ¡Hay sufrimiento y debilitamiento para todo el Cuerpo! Este es un pensamiento que debe ejercitarnos profundamente, si amamos al Señor y tenemos su testimonio en el corazón.

¡Qué Él lo encamine todo para su gloria!

Traducido de «Le Messager Évangélique», año 1946, página 197


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