6 - El recurso de los fieles en las ruinas de la cristiandad (2 Timoteo 2:11-12)

La Iglesia de Dios


6.1 - Introducción

¡Cuántos elementos solemnes se encuentran apiñados en el tema que tenemos ahora ante nosotros! Es solemne contemplar la cristiandad y ver sus ruinas, ahora demasiado palpables para poderlas negar. Es solemne, por otra parte, pensar en la fiel bondad de Dios, que la sabía de antemano, que la predijo en la inerrante Palabra de su gracia y que nos ha mostrado que, si él sentía el mal que estaba a punto de cubrir la escena de la profesión del nombre de Cristo en la tierra, su amante sabiduría trazó una senda segura –senda que ni ojo de buitre la vio– que, sin embargo, él hace que los suyos la disciernan, y por la que los suyos pueden tener la feliz certeza de que están agradando a Dios.

Los que por causa del Señor y de la verdad lamentan las actuales prácticas de la cristiandad y rehúsan tener comunión con ellas pueden tener una cierta necesidad de unas pruebas tan evidentes como sea posible de aquellos males que son ahora abundantes, y de los cuales Dios advirtió de antemano cuando estaban solamente en embrión. Es cierto que puede haber una cierta tentación a dar prueba del mal, cuando sentimos de algún modo la necesidad de una justificación para el camino de separación por Dios. Pero esta tendencia se corrige pronto, y el corazón recibe su tono debido y su actitud apropiada, cuando pensamos en quién es después de todo el más afectado, y cuyo honor es el que tenemos que justificar. ¡Quiera el Señor libramos de pensar en nosotros mismos! Es indigno de aquellos que pertenecen a Cristo. Que sea nuestra gloria la de justificarle solo a él.

Será ahora mi ocupación la de exponer, no que él necesite nada de nosotros, no que sus palabras luminosas necesiten de las pobres antorchas humanas para hacerlas más visibles, sino que el amor divino busca la bendición de cada uno, especialmente de aquellos que son relativamente jóvenes y precisados de información acerca de la verdad de Dios. Espero dar al menos suficiente evidencia para exponer de la manera más fácil cuál sea la voluntad del Señor; con cuánta fidelidad trata su Palabra con nosotros; cuán digno de confianza es él mismo, y aquello que él ha puesto en nuestras manos. Esto puede alentar a los más apocados de entre los hijos de Dios para que miren hacia arriba con confianza, siendo que el fin estaba tan claro para él como el principio, y que para nosotros el único camino es el de Cristo, porque no puede haber 2. Él es el camino, y como hay solamente 1 Cristo, así solo puede haber un camino que satisfaga el corazón y la mente de Cristo para aquellos que le aman.

¿Voy acaso a presentar razones de peso, como si se tuviera que justificar tal cosa? Será suficiente con explicar lo que él ha señalado. Para los que le conocen habrá la justificación más completa y la razón más poderosa en el hecho de que sea su senda para nosotros, aunque ciertamente su bondad ha dado también, hay pruebas seguras y abundantes de hasta qué punto es esta senda necesaria.

Además, tendré la oportunidad de repasar brevemente lo expuesto en ocasiones anteriores, y de exponer como todo lo que es más precioso ha sido puesto a buen recaudo para los fieles. No que el Señor no se haya complacido en quitar mucho. No que debiéramos carecer de sentimientos acerca de algo que competa al poder del Señor y de su gloria en la Iglesia. Pero si afirmamos con razón un puesto más elevado para aquello que atañe a Dios en sus caminos morales, si debiéramos sentir que aquello que trae y mantiene ante nosotros la gracia de Cristo, tiene que ser de un valor más alto que ninguna manifestación de poder ante los hombres, por otra parte, queridos hermanos, sería un pecado ante el Señor que contemplásemos con fría indiferencia la debilidad extrema de nuestra época y la deshonra que con ello recae sobre el nombre de Jesús en la misma cristiandad.

¡Desgraciadamente!, no hay ningún lugar entre los que no conocen al Señor Jesús donde se cometan unas enormidades más atrevidas que las que se cometen en la misma escena donde los hombres están los bautizados a su nombre. Cuando miramos atrás a las épocas ya pasadas, a los tempranos días de la peregrinación de la Iglesia en la tierra, y al poder del Espíritu Santo que se manifestaba entonces, quedo persuadido de que debiéramos sentir dolor por las heridas infligidas en casa de sus amigos; debiéramos sentirnos dolidos de que el comportamiento de la Iglesia haya sido tal que el Señor no pudiese derramar honor sobre ella de forma manifiesta, sino que se viera obligado, por decirlo así, a dejarla desnuda, y a avergonzarla delante de los enemigos de Su nombre.

Reconozcamos todo esto, como también el dolor mucho más profundo de que haya tan poco aprecio por la verdad, y que se sienta tan poco por el honor de la persona del Señor en la cristiandad, por no hablar de la carencia casi universal de sentimiento incluso de lo que la Iglesia es en sus formas más elementales y sencillas, y todavía más del total olvido de su magnífica porción en identificación con el Salvador, y de aquello que la Iglesia espera en el día venidero. Tengan la certeza de que, si no compartimos en nuestra pequeña medida estos sentimientos con el Señor, no estamos en una condición moral como para actuar en base de su Palabra en las cosas presentes. Es una lección no insignificante ver que el Señor no nos ha dado en las Escrituras nada que admita una mera imitación. No es suficiente tomar, por ejemplo, las Epístolas de Pablo, y ponernos a la obra como si fuésemos competentes para poner en orden lo deficiente, y para ordenar ancianos aquí o allá. Una cosa es apoyarnos en la Palabra que Dios nos ha dado, y otra muy distinta dar por supuesto que podemos reinstaurar la Iglesia, ahora que ha sido quebrantada y arruinada.

Es correcto sentir su bajo estado, pero el pensamiento mismo de que deberíamos reconstruir de nuevo lo que ha caído así demuestra que el corazón no está en comunión con Cristo; que hay una falta de santa desconfianza en uno mismo; que hay una tal insensibilidad con respecto a la verdadera situación ahora que no solo descalifica para restaurar la Iglesia de forma autorizada, sino que anula también la humildad de la fe que confía en los verdaderos recursos de Cristo. Porque es un principio invariable de Dios que cuando se ha dado un alejamiento de él, no importa bajo qué circunstancias, época o pueblo –sea antes del diluvio o después, sea en Israel o en la Iglesia– él insiste en que el primer paso a lo moralmente bueno es llegar a sentir nuestra verdadera iniquidad a los ojos de Dios. Cuando así sea, la presunción estará lo suficientemente alejada de nosotros, y así podremos beneficiarnos de aquella maravillosa exhibición de poder, gracia y sabiduría divinas –¡la Iglesia de Dios! Esta es la obra de mayor envergadura, por decirlo así, que Dios jamás haya emprendido en la tierra (después de la cruz, mediante la cual, tan solo, se hizo posible tal obra).

No quiera Dios que, al pensar en lo que él ha hecho, fuésemos a establecer comparaciones con aquello que se levanta de manera singular –¡singular por la eternidad! Pero si contemplamos todo lo que jamás se haya hecho en la tierra, o incluso en el cielo y en la tierra, diré que la obra de Dios en su Iglesia –la Iglesia de Dios– fue aún mayor. Y ahora nosotros, pobres vasos agrietados que no podíamos guardar la bendición, nosotros que por nuestra propia debilidad y falta de vigilancia hemos sido un centro de las tretas de Satanás y hemos dejado entrar a los ladrones y salteadores que han despojado la Casa de Dios, ¿hemos de ser nosotros los que volvamos a restablecerla? ¿Es este el sentir de la fe humilde? Si para un hombre fue malo irse, si fue una cosa grave para Israel deshonrar la Ley de Dios, ¿qué no ha de ser para la Iglesia tener en poco a Dios el Espíritu Santo? Es la Epístola de Cristo, la morada de Dios por el Espíritu, el objeto de su más perfecto amor, aceptada en el Amado, en Cristo, hecha justicia de Dios en él. ¿Qué es pues para la Iglesia dejar en la práctica de lado la gloria de Dios aquí –preferir la obra de sus propias manos a su Palabra y Espíritu– para inclinarse una vez más a ídolos labrados por el arte y la invención del hombre? ¡Ah! esto es más detestable que lo que las Escrituras o incluso la historia registran acerca de épocas y de hombres infinitamente menos privilegiados.

No piensen que estoy exagerando lo que ha hecho o está haciendo la cristiandad. Y no quiero extenderme más allá de lo que sea absolutamente necesario acerca del penoso fracaso de aquello que lleva el nombre de Cristo aquí. Pero oigamos lo que dice la Palabra de Dios sobre este tema. ¿Quién admitiría el pensamiento de que él habla de manera excesivamente enérgica acerca de aquello que él vio desde el principio, y de lo que nos advirtió que se estaba introduciendo, al contemplar el futuro?

6.2 - El anuncio divino de la apostasía de la cristiandad

Empecemos con el mismo Salvador y veamos lo que él indicó a sus discípulos acerca de lo que existirá cuando él vuelva de nuevo a la tierra, cuando él convoque al hombre a dar cuenta de sí mismo. En Lucas 17, no nos dice que el mundo iría cambiando gradualmente de un desierto a un paraíso, no nos dice que los paganos dejarían sus dioses falsos ni que los judíos abandonarían su odio contra el verdadero Mesías. Al contrario, él da a los discípulos la necesaria advertencia de que sucedería como en los días de Noé y como en los días de Lot. Eran aquellos tiempos de comodidad y de mundanidad, cuando toda la humanidad se estaba levantando contra Dios; y con ello estas escenas proporcionaban comparaciones para la situación que existirá cuando el Señor aparezca del cielo para juzgar el mundo. «Como sucedió en los días de Noé, así también será en los días del Hijo del hombre. Comían, bebían, se casaban, se daban en matrimonio, hasta el día en que entró Noé en el arca, y vino el diluvio y los destruyó a todos» (v. 26-27). La seguridad propia y el amor a la comodidad serán sustancialmente iguales cuando el Señor sea revelado como lo fue antes del diluvio. Entonces como en los días antiguos los hombres estarán absortos en los asuntos ordinarios de la vida cotidiana. A pesar de la Ley, a pesar del Evangelio, de nuevo se ve y proseguirá aquel estado de violencia y de corrupción que atrajo el diluvio a la tierra, no menos culpable que totalmente despreocupada. Y Cristo mira hacia adelante al día de su retorno, un regreso que no irá precedido de una época de santa gloria; a un mundo que no estará caracterizado de forma general por corazones felices y llenos de gozo; al contrario, vendrá a un mundo que presentará la misma condición moral, la misma indiferencia a la voluntad de Dios y a su gloria, que el que precedió al diluvio.

Después del diluvio, cuando empezaron las naciones y las lenguas, hubo otra escena más asombrosa y degradante, y que se nos presenta en el mismo libro del Génesis; dicha escena constituye también un triste complemento a la escena de los días precisamente anteriores al regreso del Hijo del hombre. «Como también ocurrió en los días de Lot: comían, bebían, compraban, vendían, plantaban, edificaban; pero el día en que Lot salió de Sodoma, llovió fuego y azufre desde el cielo y los destruyó a todos. Lo mismo sucederá el día en que el Hijo del hombre se revele» (v. 28-30).

Si pasamos ahora a las Epístolas, encontraremos que la luz que arroja el Espíritu Santo en absoluto atenúa el testimonio del Señor Jesús, sino que confirma en todos sus aspectos; solo que ahora tenemos al Espíritu Santo considerando naturalmente la cristiandad, en tanto que nuestro Señor hizo de los judíos su punto de partida y centro.

Así, vemos en Romanos 11, sin extendernos acerca de este capítulo, que el Espíritu de Dios anticipa el fin de la cristiandad. «¡No te jactes contra las ramas! Y si te jactas, no eres tú quien sustenta a la raíz, sino la raíz a ti» (v. 18). Esta es la advertencia que se da al profeso gentil. Los que son significados por las ramas naturales son los judíos. Desde la antigüedad ellos habían sido los depositarios de la promesa, y tenían por ello el puesto de responsabilidad en el testimonio de Dios en la tierra. Así, ellos eran las ramas originales del olivo, la línea de la promesa y del testimonio en la tierra que se originó con Abraham. Pero los judíos quebrantaron la Ley, siguieron tras los ídolos, y rechazaron y dieron muerte al Mesías. Había un recurso en el Evangelio; pero rechazaron el Evangelio del cielo, así como al Señor el rey de ellos en la tierra. El resultado de esto fue que las ramas naturales del olivo fueron desgajadas, y se injertaron las del olivo silvestre, los gentiles, en el viejo tronco de la profesión divina. Y esta es la advertencia que se da: «Dirás, pues: Las ramas fueron desgajadas para que yo fuese injertado». ¿No ha sido este exactamente el sentir de la cristiandad? Desprecio hacia los judíos, asombro ante la maldad de ellos, y una insensibilidad total hacia la propia condición. «Bien; a causa de su incredulidad fueron desgajadas, y por la fe tú estás en pie. No seas arrogante, sino teme, pues si Dios no perdonó a las ramas naturales, tampoco te perdonará a ti. Mira, pues, la bondad y la severidad de Dios; severidad para con los que cayeron; la bondad de Dios contigo, si permaneces en esa bondad» (v. 20-22).

6.3 - La ruina de la cristiandad

Quisiera preguntar a cada persona que tenga el más pequeño temor de Dios, o incluso una familiaridad externa con su Palabra: “¿Ha continuado la cristiandad en la bondad de Dios? ¿Hay algún protestante, algún católico romano, que lo crea? ¿Hay alguna persona, no importa dónde, no importa quién –hay una sola alma que se atreva a decir que la cristiandad, el gentil profeso, se ha mantenido en la bondad de Dios?” El romanista no puede pensar que el cisma protestante siga en la bondad de Dios. El protestante está seguro de que el cuerpo romano es el fruto de un evidente alejamiento de Dios en superstición; y así podríamos pasar por todos los sistemas existentes. Cada uno de ellos podrá argumentar en pro de su propia asociación, pero ¿quién dirá que incluso la suya propia ha continuado fiel? Podrán creer que sus intenciones son buenas y que, si se llevasen a cabo, los resultados serían admirables; pero ¿quién dejará de reconocer que no ha sido llevado a cabo? ¿Que, por consiguiente, ninguna secta, ninguna sección, ni siquiera ningún fragmento, se ha mantenido en la bondad de Dios?

Todos concuerdan en que, por lo que se refiere a la masa de la profesión afuera de ellos, esta ha frustrado el testimonio de Dios. Por consiguiente, se da por parte de todos, el reconocimiento de que el gentil no ha continuado en ella. No que se sienta el fracaso como se debiera sentir; no que exista una confesión adecuada y un abandono de nuestro común pecado ante Dios. Allí donde el pecado se confiesa de verdad ante Dios, no se persistirá en él. Pero por lo menos existe hasta cierto punto un reconocimiento externo ahora en la tierra, plenamente suficiente para demostrar que la cristiandad no ha permanecido en la bondad de Dios. ¿Qué es lo que dice entonces la Palabra del Señor? «Tú también serás desgajado». El gentil será cortado por su infidelidad, con tanta certeza como lo fue el judío.

Observemos que esto no aparece en ninguna sección profética de la Palabra de Dios que algunos pudieran creer ambigua, aunque no debiéramos ni por un momento admitir el pensamiento de que lo sea ningún pasaje de la Palabra de Dios. Pero aquí tenemos una Epístola que cada cristiano admite como una de las más fundamentales y de mayor alcance, que expone el cristianismo a partir de sus elementos, y mediante la cual el Señor ha establecido a las almas en su paz quizás más que mediante cualquier otra porción de su Palabra; es en esta Epístola a los Romanos que tenemos el anuncio solemne de que los gentiles serán ciertamente cortados. No meramente una parte o la otra, sino que la profesión gentil se halla sentenciada por Dios, debido a que no ha permanecido en su bondad, tan de cierto como que el judío esta ahora echado de su herencia, y es un refrán y un vituperio por toda la tierra, evidentemente llevando su sentencia estampada en su frente.

Proceder a examinar muchas de las Epístolas me llevaría mucho más que el tiempo disponible. Será suficiente decir que, pasando por ellas desde 2 Tesalonicenses, que fue una de las primeras escritas por Pablo, hasta las más posteriores, las Epístolas de Juan y de Judas, vemos tan solo un testimonio creciente, que va haciéndose más claro, urgente y terrible. Al ir aumentando la iniquidad, así las señales del juicio se hacían más evidentes. El Espíritu de Dios toca la trompeta con un sonido no incierto, y despierta a los fieles allí donde hay un oído para oír. La cristiandad estaba siendo gradualmente minada, e iba a transformarse, en no mucho tiempo, en el motor de la oposición a Dios –iba a transformarse en la escena de la más crasa iniquidad– al adoptar no solo las abominaciones de los judíos, sino de los mismos paganos, llegando a consagrar un sistema de idolatría bajo el nombre de Cristo y de su “madre”, de santos y de ángeles, incluso más espantoso y culpable que nada que se haya visto jamás aquí.

Porque el mismo hecho de orar a Pedro, a Pablo o a la Virgen demuestra que la luz del cristianismo tiene que haber sido conocida antes de que cayese en una apostasía tan acongojante. ¿Cree alguno que la expresión «apostasía» es excesivamente dura? Que se me permita decir que la misma frase «la apostasía» es la expresión que usa el Espíritu santo en la Segunda Epístola a los Tesalonicenses, donde se nos dice que: «El misterio de la iniquidad ya está actuando» (vean 2 Tes. 2:3, 7). Solo que existe actualmente un poder que retiene. Por consiguiente, no iba a estallar repentinamente en toda su extensión; la buena mano del Señor lo mantenía refrenado hasta un cierto momento para los propósitos de su propia gracia. Pero en el momento en que este freno desaparezca, entonces no habrá ya misterio, sino una iniquidad manifiesta. Esta recibe el nombre de «la apostasía». Dicha apostasía tiene que madurar, y se tiene que manifestar «el hombre de pecado». Así tenemos, de manera bien evidente, una sucesión ininterrumpida de iniquidad.

Este es el panorama que tenemos descrito en las Escrituras: una sucesión de maldad que persiste, aumentando siempre en intensidad y en volumen hasta el fin, cuando sea quitado el freno, y estalle con un resultado aún más terrible –no solamente «la apostasía», sino «el hombre de pecado». ¡Qué contraste con el Hombre de justicia, cuando el hombre se atreve a tomar el puesto de Dios en el templo de Dios!

Entonces, esto es la cristiandad para el vigía cristiano. Naturalmente, no se ha cumplido en toda su fuerza, aunque no se niega que ha habido varias y también crecientes manifestaciones de iniquidad. Como nos lo dice el apóstol Juan: «Aun ahora han surgido muchos anticristos; por esto sabemos que es la última hora» (1 Juan 2:18). Esto es más notable todavía debido a que él expone que el Anticristo iba a venir, y que la gran señal de ello era que había entonces muchos anticristos. Por ello sabían que era el último tiempo. El Espíritu no iba a cerrar el volumen del Nuevo Testamento hasta que el peor de los males estuviera realmente allí, por lo menos en embrión; y al ser esto así, y así proclamado por la inspiración, ya no había necesidad de más. El Espíritu de Dios podía, por así decirlo, cerrar el rollo sagrado. Estaba completo.

El misterio de iniquidad se muestra ya en acción, se predice «el hombre de pecado»; el misterio de Cristo y de la Iglesia ya no está escondido, sino revelado. La Escritura ha llegado a abarcarlo todo. Lo que queda es, no una nueva exposición de Cristo, por así decirlo, sino al revés el desarrollo de aquel Cristo que ya tenían, exponer de forma más entrañable y apreciativa la luz del amor de Dios que estaba en el Señor Jesucristo desde el principio. Este es el antídoto a todo lo que Satanás pueda traer –a los muchos anticristos, y por último al Anticristo. Me refiero a esto a fin de dar una especie de conexión entre los diferentes estados –el surgimiento, el progreso y la manifestación final de la iniquidad. Y mucho más es que el inicuo va a exaltarse en contra del Señor de gloria. El último libro del Nuevo Testamento expone el reino milenario en la tierra, introducido por la destrucción de la bestia y del falso profeta con toda la compañía de ellos, como Babilonia ya lo habrá sido anteriormente.

Así de rápidamente hemos procedido, sin considerar todas las pruebas de la sentencia que gravita sobre la cristiandad. Estas son evidentes en las Epístolas generales y en particular en la Epístola de Judas, donde se da un bosquejo de lo más enérgico en el espacio de un solo versículo (v. 11). Con aquel poder que solamente sabe comunicar el Espíritu Santo se dibujan las sombras de Caín, de Balaam y finalmente de la contradicción de Coré. ¿No hay aquí nada para la cristiandad? ¿No hay un sonido de un juicio seguro, aunque aún lejano? «¡Ay de ellos! porque anduvieron en el camino de Caín» –aquel hermano innatural, aquel que pretendía ser religioso, que trajo su ofrenda a Dios, pero que dio muerte al inocente. ¿No hay un presagio en aquel que amó el sueldo de la injusticia (2 Pe. 5:15) –el hombre que, a pesar de sí mismo, profetizó cosas gloriosas de un pueblo al que no amaba, sino que hubiera vendido a la destrucción? ¿No hay acaso una lección solemne en la paga recibida por enseñar, pudiera ser, las cosas gloriosas de Dios, sin corazón para su pueblo, e incluso más, sin ningún cuidado o celo por su Palabra, por su voluntad, por su gloria?

Finalmente, en la terrible rebelión, «la rebelión de Coré», en aquellos que tenían el ministerio del santuario, en los orgullosos levitas que codiciaron y que querían arrogarse para sí mismos el puesto de Moisés y de Aarón (el apóstol y el Sumo Sacerdote de la profesión judía), ¿no hay en ella una terrible advertencia? ¿Nunca han oído de hombres profesando ser los siervos de Cristo, y a pesar de ello pretendiendo ser estrictamente sacerdotes, oficial y exclusivamente –arrogándose la condición de canales autorizados del perdón divino, con el poder sobre la tierra de absolver de culpabilidad ante Dios? No hablo solamente de aquellos que pretenden ofrecer, en la oscuridad de su paganismo, un sacrificio tanto por los muertos como por los vivos. Con certeza, no es con amargura que uno piensa en cosas como estas, pero todos podemos quedarnos atónitos cuando contemplamos estos hechos en la cristiandad. Si se trata de una profecía, es una profecía cumplida.

Todo esto puede bastar para mostrar cuán poco ha permanecido la cristiandad en la bondad de Dios. Son innecesarios los detalles. Los miembros más piadosos de las varias sociedades religiosas serían los primeros en confesar su propio fracaso. La controversia de Dios no es solamente con una, sino con todas ellas, aunque es indudable que las más soberbias afrontarán un juicio peculiar. Es asimismo evidente que la Palabra de Dios no deja a la experiencia humana ni al discernimiento espiritual la inferencia de Sus pensamientos acerca de la cristiandad; él los ha pronunciado por sí mismo sobre ella. Por ello no constituye una presunción, sino al contrario la parte de la fe humilde, creer a Dios en esto. ¡Cuán bueno es él al eliminar de esta manera el temor a emitir un juicio tan firme! Porque ahora, el que no lo pronuncia conforme al Señor, o bien ignora el pensamiento de su Señor, o es infiel a su voluntad. El que quiera defender o justificar a la cristiandad no teme, en la práctica, dar un mentís al Señor. Se ha expuesto lo suficiente de las Escrituras para mostrar que el hombre que pueda contemplar la cristiandad y defender lo que está a nuestro alrededor, rechaza, bien por ignorancia, bien voluntariamente, toda la instrucción que nos ha dado el Espíritu Santo acerca de este tema. Sin duda alguna, esta es una afirmación fuerte; pero es la bondad del Señor la que hace que el reconocimiento de esto sea un asunto de compenetración con él y no de una pretensión orgullosa a una luz superior.

6.4 - La responsabilidad del creyente

La Palabra de Dios está abierta a todos. Por ella nos encontramos ligados a ver como él ve. El Señor no admite excusas vanas en el sentido de que nosotros no podemos juzgar. El Espíritu de Dios, que juzga y discierne todas las cosas, habita en cada cristiano. Aquel que dice que no puede juzgar la cristiandad está virtualmente negando que él sea un hombre espiritual; pero si juzgamos que la cristiandad ha caído en estos males predichos, uno tras otro, y que lo que estaba entonces solo en embrión está ahora dando los frutos más amargos y perjudiciales, yo pregunto: “¿Debemos participar nosotros en esto? ¿Tenemos que ser insensibles, en lo que nos concierne, en el pecado común?”. Si el Señor imparte en su gracia la más firme advertencia, ¿tenemos que satisfacernos con la más endeble y profana de las disculpas, y decir que cuando el Señor venga lo enderezará todo? Sí, pero entonces será demasiado tarde para enderezar mi infidelidad consciente que deshonra a Cristo; será para mi vergüenza vivir hasta entonces de una forma indiferente a su Palabra, descuidando su gloria, indiferente al Espíritu Santo, que es contristado por lo que he estado permitiendo en mi práctica.

¿Tengo que apartarme o no de aquello que le ultraja? Si conozco estas cosas, ¿tengo que contentarme sin actuar? El que esto hace se pone a sí mismo en la posición de mayor culpabilidad. ¿Conozco y siento la resistencia que la cristiandad le hace, y que yo he hecho, al Espíritu de gracia? Entonces miremos a lo alto en dependencia del Señor, a fin de no persistir en ello, y no nos acomodemos a un pretexto tan cojo y criminal como el de que el Señor vendrá a enderezar todas las cosas. ¿No va a venir acaso a juzgar todo mal camino? Es indudable que va a introducir el bien, y aún con más abundancia que en los tiempos pasados. Por ello, es en vano tratar de refugiarme bajo esta bendita verdad de que el Señor vendrá a extender el reino de Dios sobre la tierra. Cierto que él lo hará. Vendrá del cielo y llenará la tierra de la paz y la bendición que él trae consigo mismo, en lugar de hallarlas aquí abajo. A unos pocos corazones quebrantados hallará en este mundo –un remanente piadoso, clamando a él como la viuda importuna en la ciudad mala donde gobernaba aquel juez que no temía ni a Dios ni a hombre. Así, y peor aún, será la situación, y ¿hallará él, en medio de ello, fe en la tierra? Sí, pero clamando llena de alarma. Y así él limpiará el mundo con la espada vengadora, antes de establecer sobre él su trono de justicia. Naturalmente, hablo ahora en forma figurada; pero el hecho es que habrá un juicio divino implacable. Por consiguiente, ¡qué ceguera la de endurecerse uno mismo yendo tras el pecado con la excusa de que el Señor va a venir a enderezar el mundo y la Iglesia!

6.5 - «Dos o tres…»

Dejen que les diga además que el Señor no nos ha dejado a nuestros propios pensamientos, ni en lo bueno ni en lo malo. Él nos ha dado su camino, y esto es lo que el corazón ansía tener –el recurso de los fieles en las ruinas de la cristiandad. ¿No sería ciertamente algo extraño que la Palabra de Dios no arrojara una luz cierta allí donde es tan necesaria? ¿Podemos concebir tal cosa como el Señor dando su visión del futuro en creciente oscuridad, y que no dé su provisión solícita a sus amados, débiles y temblorosos seguidores? Hemos comenzado con el testimonio del Señor acerca de la maldad del hombre; veamos cómo él asegura el bien de su pueblo en medio de todo ello. Podemos bendecir al Señor por Mateo 18. Aunque está dando en este pasaje una instrucción con respecto al propulsor de la Asamblea, que es la gracia (así como la Ley era el principio rector de la sinagoga), el Señor provee lo que iba a ser profundamente necesario si quedaban reducidos a un mero puñado. «Porque donde dos o tres se hallan reunidos a mi nombre, allí estoy yo en medio de ellos» (v. 20). ¿Pudiera acaso concebirse un pensamiento más entrañable, o una sabiduría más evidente que esta solicitud del Señor, cuidando así de los suyos en un día oscuro? A esto podría llegar la numerosa grey –aquella Asamblea que una vez había sido tan espléndida, con sus miles sobre los cuales había gran gracia. ¡Qué sabiduría al preparar así los corazones de sus siervos! ¡Cuán bien sabía, y cómo prevenía él las ansiedades de sus santos!

Sabemos lo que los números son para el espíritu mundano, y cuán propensos somos para reposar sobre aquello que parece grande en la tierra. Pero nada hay que sea más subversivo del cristianismo. Aquel que no tiene corazón para los 2 o 3 tiene que ser solamente un peso muerto cuando se halla entre los 10.000. No puede caber duda alguna de que sería barrido corriente abajo por el torrente de multitudes felices; y que aquello que era así infiel a la mente de Cristo pudiera pasar inadvertido en la fuerte corriente y en el deleite recién surgido en el Salvador, arrastrándolo todo junto, como indudablemente fue el caso en aquel día resplandeciente cuando el Espíritu Santo descendió del cielo para ser el heraldo de la gloria del Señor, y para hacer de los creyentes en la tierra la morada de Dios. Podemos comprender que en Pentecostés la marea de gozo subió tan alto que cubrió todos estos elementos, tan de cierto como que iban a aparecer más tarde.

Y pronto sucedió, demasiado pronto, que se oyeron rumores de descontento incluso en aquella bendita morada de Dios. ¡Ay!, el hombre estaba allí; no solamente Dios en su bondad, sino también el hombre; y detrás estaba el adversario, listo para buscar deshonrar al primero mediante el segundo.

La Iglesia, como el hombre e Israel, tiene que ser probada en la tierra. ¿Cuál es el resultado declarado? Nunca se confió tal bendición en manos de los hombres; pero el hombre es tan infiel bajo el Evangelio como fue rebelde bajo la Ley. El Espíritu Santo queda tan relegado como lo había sido el Hijo; y en el día en que se revelan las realidades eternas, el hombre se vuelve a las sombras del judaísmo, prefiriendo estas antes que la verdad sustancial de Dios. Esta es la historia de la cristiandad. Y el Señor, con todo ello extendido ante sus ojos prescientes, consuela a sus seguidores, por pocos y débiles que sean, con la seguridad de su presencia allí donde su nombre tiene el puesto central en fe de ellos.

En la perspectiva del mal que se avecinaba, cuán lleno de gracia fue el Señor al pensar, pudiera ser, en algún ignorado pueblo –en algún barco solitario que navega a través del océano, en alguna isla relativamente desierta, en alguna inmensa y populosa ciudad– ¡donde la misma soledad del discípulo se ve quizás de forma más patente que en ninguna otra parte! Sea donde sea, como sea que fuere, en la época que sea, el Señor da su propio peso de autoridad a los 2 o 3 reunidos a su nombre. No se trata meramente de su bendición –¿Dónde no puede él bendecir? Bendiciendo subió a lo alto, y desde entonces –si se puede expresar de esta manera– nunca ha bajado las manos que entonces levantó en bendición. No puede ser de otra forma hasta que venga en juicio. Su obra fue infinita. ¿Quién pudiera limitar el valor inmenso de su sangre? ¿Quién pudiera decir que la redención, como el primer pacto, ha envejecido, y que está próxima a desaparecer? ¿Podría acaso alguna dificultad, peligro, o necesidad en la cristiandad hacer retirar aquella gracia hacia su fuente, por así decirlo, o secar aquellos ríos de aguas vivas que iban a recibir aquellos que creyesen? No, imposible; pero hay más que esto en lo que estamos considerando.

No se trata solamente de bendición, sino también del peso de su autoridad garantizado a la representación más pequeña de su Asamblea. Sabemos que los hombres esquivan la disciplina eclesial; y no hay por qué extrañarse de ello cuando se es consciente de cómo fue transformada, bajo las más sublimes de las pretensiones, en el azote más abominable de tiranía que la tierra haya jamás padecido. Por esto, no es sorprendente que aquellos cristianos que hayan escapado del peso de aquella mano de hierro se encojan en cierta manera solo al oír esta palabra. Pero tenemos que guardarnos de desconfiar de Aquel a quien debemos cada una de nuestras bendiciones porque Babilonia, la iglesia del mundo, haya pervertido sus palabras. Pero si hubiera solamente 2 o 3, debiera haber tanto celo como si hubiera 3.000 en mantener de manera pública y privada, colectiva e individualmente, las formas en coherencia con el carácter de Cristo. Esto no puede ser, a no ser que haya una disciplina. La obligación de un andar puro en unión está incluida en la propia integridad y ser de la Asamblea de Dios. Esta cesa de ser la Iglesia de Dios, a no ser que haya la solemne práctica que el Señor ha establecido. «Quitad la vieja levadura, para que seáis masa nueva, sin levadura como sois» (1 Cor. 5:7). Ninguna ruina puede afectar ni por un momento esta responsabilidad. Por otra parte, el Señor cuida en su gracia de que la bendición siga manando a pesar de los fracasos.

Pero hay más que la acción soberana de la gracia divina, allí donde la responsabilidad pueda haber sido poco sentida y la voluntad de Dios mal comprendida. El Señor vigila sobre aquellos reunidos a su nombre, y está allí presente en medio de ellos, aunque ellos sean 2 o 3. ¡Qué consolación tan cierta e inestimable! Concibamos por un momento a algún cristiano despertado a la conciencia de que el lugar de un creyente no es el de ser meramente un miembro del sistema eclesiástico del país, o de unos puntos de vista particulares, sino que por el contrario la única cosa en consonancia con Cristo y debida a Él es que debiéramos renunciar –no podemos ser demasiado humildes, pero tampoco podemos ir nunca demasiado allá en renunciar– a cada uno de los lazos que no estén relacionados con Cristo. Ahí donde podamos obedecer a Cristo en medio de aquellos que son suyos –allí donde se reconoce la libertad al Espíritu Santo a obrar conforme a la Palabra de Dios– ahí se halla la Iglesia de Dios, y en ninguna otra parte. La libertad del Espíritu es para exaltar a Cristo, y para esto solamente. Este es un principio universal, verdadero de cada individuo, y verdadero de la Asamblea. Sería algo miserable si la Asamblea no fuese una escena de una verdadera y bendita libertad; pero tiene como fin que Dios pueda ser glorificado en Cristo Jesús. También surgirá la conciencia de aquello que es ofensivo precisamente en proporción al poder espiritual que se manifiesta en la Asamblea.

Que la compañía sea grande o pequeña no constituye ninguna diferencia esencial. El Espíritu Santo ha sido enviado para cuidar de los intereses del nombre de Cristo. Los 2 o 3 débiles e ignorantes reunidos a su nombre saben por lo menos que son suyos; y por ello no deberían pertenecer al hombre; por ello, no deberían estar bajo ningún otro vínculo; que las normas hechas por 1, o muchos, o todos –aunque pudieran ser las mejores que se pudieran promulgar– no tienen derecho alguno a atar a los cristianos, siendo que Dios ha dado ya la única normativa perfecta no solamente de fe sino también de comunión eclesial, y que reconocer otra es deshonrar la Palabra de Dios y al Espíritu Santo que está allí para ponerla en vigor en su poder. No se trata de si podemos hacerlo mejor que otros: no quiera Dios que sea esta nuestra actitud. Desde luego que se trataría de una presunción. Pero esto les pregunto, sean quienes sean (y espero que, si son cristianos, estarán de acuerdo conmigo), ¿qué es mejor, sus normas, o la Palabra de Dios? Si es Dios el más sabio, y no ustedes, ¿cómo han llegado a inventar estas normas? ¡Han llegado a pensar que la Palabra de Dios era deficiente, y que tenían que suplir la deficiencia! ¿Cuál es el resultado? Contemplen lo que está en acción en el presente y en cualquier sociedad que quieran. Los mismos diarios resuenan con el escándalo de lo que se está haciendo en nombre de Cristo. ¿Qué es lo que consiguen vuestras normas? Ni ustedes ni los más sabios entre los hombres pueden componer una normativa para todas las épocas; ¿y por qué debiera tal cosa intentarse? Dios ha promulgado su propia normativa, y sus hijos no precisamos de otra.

6.6 - La norma de Dios para todas las edades

Tenemos ya la única norma divina y segura. Lo único de que se carece es de fe para darle su valor y para actuar conforme a ella. Cierto, las consecuencias de esto son graves. La fidelidad a Cristo cuesta mucho ahora, como siempre. Pero ¿no es un pensamiento solemne el que ahora, en este orgulloso siglo 19, después de que el Señor haya cumplido la redención, estemos solamente despertando, aquí y allí, para darnos cuenta de que la Palabra de Dios es mejor que la palabra de los hombres? ¡Que descubrimiento! Pero, con todo, es tan grande como humillante que se trate de algo nuevo –un descubrimiento que muchos de los hijos de Dios no han efectuado todavía. Todos admiten que la Palabra de Dios es infinitamente sabia para la salvación del alma. ¿Quién, pues, cuando se trata de unos temas de eternidad, confiaría su alma a doctrinas de hombres? Entonces se entiende el valor de aquella Palabra que revela al Salvador, y del bendito Espíritu que hace que sea preciosa la Palabra en la revelación de él.

¿Pero no es temerario delinear estas distinciones en la Palabra de Dios, y poner de lado aquello que habla de la Iglesia, del ministerio, de la adoración, del partimiento del pan, y de la oración? ¿A qué se debe que los hombres se hayan de comportar en la práctica como si las palabras de Dios tuvieran menos peso y autoridad en estos temas que los mudables pensamientos de los hombres? ¿A qué se debe que los hombres piensen tan poco en dejarse guiar solamente por la Palabra de Dios? ¿A qué se debe que los creyentes recurran como una cosa normal a las normas eclesiásticas humanas? ¿A qué se debe que, por ejemplo, los mejores de ellos, cuando quieren un ministro de la Palabra, pasan en el acto a elegirlo, sin una sola sílaba de las Escrituras que les autorice para ello? ¿Quién les dio autoridad para hacerlo?

“Así tiene que ser; tenemos nuestro propio médico y abogado, y ¿por qué no nuestro propio ministro?” Es exactamente este espíritu mundano el que ha provocado este mal. ¿Por qué no se consulta a Dios en su Palabra? ¿A qué se debe que en las Escrituras nunca haya una iglesia que se elija un ministro? Evidentemente, en aquellos tiempos tuvo que haber muchos que necesitasen ayuda ministerial, como en la actualidad; y Dios, que sabía todo lo bueno, tiene que haber conocido también cada una de las necesidades. ¿A qué se debe entonces que nunca hubiera un hombre elegido por una congregación cristiana para predicar el Evangelio o para enseñar a los santos –ni en un solo caso aislado en la Palabra de Dios? No pueden librarse de la dificultad. ¿Qué tienen que hacer? El hecho es que el principio de la disidencia queda vacío de entrada. No pueden pasar por el umbral. No pueden pasarse sin un ministro, y no pueden elegir a un ministro según las Escrituras.

Miremos ahora, no al congregacionalismo, sino a los 2 o 3 reunidos al nombre de Cristo. Ellos precisan también de ayuda, estos pocos tan débiles; y, ¿qué es lo que tienen que hacer? Esta es la palabra de su Señor: «Porque donde dos o tres se hallan reunidos a mi nombre, allí estoy yo en medio de ellos». Dios no quiera que yo desprecie los beneficios que aporta el ministerio; pero estar sencillamente sometidos al Señor, sea que él envíe o no a uno, es el mejor camino que tomar. El hecho es que no estamos autorizados, por lo que no tenemos necesidad de elegir a ninguno; porque todo es nuestro ya. «Sea Pablo, sea Apolos, sea Cefas» (1 Cor. 3:22). A Dios corresponde escoger y dar. Él ha unido y hecho a sus ministros parte y parcela de la Iglesia. Ellos son miembros del Cuerpo de Cristo. Ellos son su don a la Iglesia. Constituye ignorancia y un entrometimiento inicuo por parte de la Iglesia el escoger. Además, en el mismo momento en que uno elige a uno para ser peculiarmente el propio ministro, por aquel mismo acto uno se defrauda de todo el resto. Se está saliendo del camino de Dios a fin de enriquecerse ellos mismos a este respecto; pero por este mismo acto de urgencia egoísta, como sucede con todo otro alejamiento del camino de la fe, se da, como resultado necesario, el empobrecimiento más seguro.

Supongamos entonces que la gente consigue su ministro; puede que sea muy joven, y puede que ellos necesiten ser nutridos y alimentados en la verdad. A no ser que él posea todos los dones concentrados en su propia persona, ellos quedan reducidos a la medida individual de dicho ministro. Luego, puede que otro sea un pastor, y que ame a los santos; pero es posible que la congregación esté compuesta en su mayor parte de personas que necesiten ser convertidas, en tanto que él no es evangelista, sino pastor, y quizá maestro. ¡Qué evidente es que, si se pone así a prueba de una manera práctica, el hombre siempre provoca la ruina de la obra de Dios! El sistema parroquial en los cuerpos establecidos es causa de un mal igual o incluso mayor. Puede que parezca natural y prudente, pero la sabiduría humana en las cosas divinas es tan insensata como fatal. ¿Qué otra cosa se podría esperar, los que conocen a Dios y al hombre, de un alejamiento así de la rica provisión que el Señor ha dado?

Miremos ahora al otro lado. El Señor está allí. Los «dos o tres» no ven su camino de una manera exacta. Se hallan en presencia de una gran dificultad. Es posible que hayan oído el murmullo de alguna terrible doctrina, y no la comprenden, no estando versados en estos asuntos. ¿Qué, entonces? Esperan en el Señor (una cosa muy saludable para cada uno de nosotros), y es de lo más saludable verse obligados a sentir que solamente el Señor tiene la salida. Pero él ama y cuida a sus santos. Él suscita y envía oportunamente a uno de sus siervos. El mal latente es denunciado de una manera clara; y en el momento en que la luz de Dios –sea por el medio que fuere– cae sobre aquello, la conciencia de los santos responde al llamado del Señor, y repudian aquel mal de todo corazón.

Otro caso, tenemos a alguien que ha caído en lo que parece un pequeño mal, pero lo suficientemente grande como para hacerle indiferente al Señor, a su Palabra y a su gracia. Este rehúsa oír la advertencia de uno, después de más, y por último de la Asamblea de Dios. «Sea para ti como un gentil» (Mat. 18:17). No es un gentil, sino que se supone que es un hermano. Pero ha de ser tratado como un gentil, porque desprecia a Cristo en la Iglesia. Este es de hecho el caso que aquí se supone (Mat. 18:20). Una decisión de esta clase es una carga para el corazón, donde la voluntad propia actúa entre los santos. Pero demuestra con claridad que no es su sabiduría ni experiencia lo que les guía en rectitud, sino el Señor en medio de ellos; y él promete su presencia, aunque se trate de 2 o 3 reunidos a su nombre. Aquí, pues, tenemos una provisión clara y explícita para los fieles en los peores tiempos. Es difícilmente posible concebir circunstancias en las que no pudiera haber «dos o tres».

No obstante, estará bien añadir que el punto esencial es que se reúnan a su nombre. No es una reunión así a Cristo allí donde se permite una cerrazón o sectarismo, como tampoco si se adopta el carácter más craso de dejar introducirse al mundo o de tolerar iniquidad. Si unos de los «dos o tres» estuvieran tan felices juntos como para mirar con recelo a personas piadosas fuera de ellos, estarían con ello abandonando su puesto de privilegio, y se hallarían en un terreno falso. ¿Acaso el Señor considera de tal forma a sus discípulos? ¿Los escruta como si se tratara de caracteres dudosos, o los pone en cuarentena como si pudieran tener la plaga? Hablo de santos en los que no hay sospecha de mala doctrina, directa o indirecta, ni de un andar impío. El Señor les da la bienvenida, y así deberíamos hacerlo nosotros. Su nombre no tiene el valor que le corresponde allí donde no somos amplios a causa de él.

Pero puede haber otro caso. Viene una persona de gran reputación en el mundo, que ha estado predicando y que es universalmente respetada; pero ¡ay! se traiciona por una falta de corazón y de conciencia en lo que toca a Cristo. A este se le rechaza. Así el mismo nombre de Cristo, que es la garantía que tienen para dar la bienvenida al más débil que le ama, es aquí exactamente el mismo poder para rehusar al más elevado que no ame a nuestro Señor Jesucristo en incorrupción. ¡Qué poder hay en aquel Nombre para atraer y mantener juntos a corazones por otra parte ajenos, y con todo qué prueba más crítica para detectar y excluir a todo lo que no es de Dios! Si se trata de la cuestión de una verdad, el nombre del Señor es la única piedra de toque; si se trata de una cuestión de disciplina, aquel nombre es fortaleza para el corazón más débil; si se trata de una cuestión entre personas y principios, solamente allí se halla toda la sabiduría y el poder necesarios tanto en lo que respecta a los individuos como con respecto a la Asamblea.

6.7 - La separación respecto al mal, deber del cristiano

Pero examinemos ahora 2 Timoteo 2. Tenemos en este pasaje de las Escrituras un retrato hecho por el Espíritu Santo del cuerpo profeso, de la casa grande. La Primera Epístola trata adecuadamente del orden y del buen gobierno en la Casa de Dios. La Segunda Epístola anticipa el influjo de males hasta tal grado que se hace alusión a la casa meramente como comparación. Con todo, «el sólido fundamento de Dios está firme, teniendo este sello»; por una parte, «Conoce el Señor a los que son suyos», y por la otra, «Apártese de iniquidad todo aquel que invoca el nombre del Señor» (v. 19). Tenemos así la soberanía del Señor, por un lado, así como por el otro la justa responsabilidad –2 grandes principios que nos confrontan por todos los lados. Sigue entonces una aplicación más detallada: «Pero en una casa grande no hay solo vasos de oro y de plata, sino también de madera y de barro; y unos son para honor, y otros para deshonor» (v. 20). Algunos profesarían el lugar de conocer al Señor, no siendo reconocidos por él, y que no sentirían la incompatibilidad de su nombre con la iniquidad. Timoteo tiene que estar preparado ante el desarrollo del mal entre aquellos que confiesan a Cristo –no solamente «unos para honor», sino también otros para «deshonor». «Si, pues, alguien se purifica de estos, será un vaso para honra, santificado, útil al dueño, y preparado para toda obra buena» (v. 21). Separarse de la iniquidad constituye el principio invariable de Dios, modificado, claro está, en cuanto a la forma por el carácter especial de la dispensación.

Así es con Isaías, Jeremías, y los profetas en general. ¿Es acaso el cristianismo menos exigente? Al contrario, es ahora cuando se hace más apremiante y absoluto. «Si, pues, alguien se purifica de estos [de los vasos para deshonra] será un vaso para honra». Quitad al perverso (1 Cor. 5); si esto ya no fuere posible, tiene uno que purificarse de entre ellos. No hay nada que el hombre tema y sienta con mayor profundidad. Uno puede protestar, uno puede denunciar, y el mundo lo soportará en tanto que se ande dentro del grupo; pero “el que se aparte del mal, a sí mismo se hace presa”. Actúen en base de sus convicciones según la Palabra, y la cortesía más melosa se vuelve agria; su deseo de agradar a Dios a toda costa será calificado de orgullo farisaico y de exclusivismo. No importa con cuánta gentileza y con cuánto amor uno se purifique a sí mismo de los vasos para deshonra; el dolor, la ofensa, quedan allí, y nada hay que lo pueda endulzar, por encima de todo para aquellos a quienes se condena. Y se siente más agudamente allí donde con más gracia se lleva a cabo, siempre y cuando se haga de una forma completa; porque es evidente que el motivo con que se hace no es el de unos sentimientos heridos sino por el deseo de someterse plenamente a Cristo, con un corazón perfectamente feliz en aquello de lo que nada saben y que no podrían gozar.

Todo esto constituye una afrenta imperdonable para el mundo. Añadamos a esto, que en 2 Timoteo lo que se expone es la separación respecto al mundo religioso o cristiano. ¡El mundo cristiano! ¡Qué frase! ¡Qué contradicción! Como si pudiera haber la menor alianza posible entre el cristianismo, que es del cielo y de Cristo, con este mundo de afuera que le crucificó. No es de extrañar que en esta Epístola leamos de tiempos peligrosos en los postreros días. Cuánto más peligro que, después que hayan conocido la verdad, se vuelvan sustancialmente a las mismas condiciones de iniquidad que las que se encontraban en el mundo pagano antes que irrumpiera el cristianismo. Comparemos 2 Timoteo 3 con Romanos 1. ¡Qué semejanza tan penosa! La diferencia es que algunas de las características más crasas del paganismo han sido sustituidas por una iniquidad más sutil. La comparación es de lo más instructiva. En esta situación, la profesión cristiana es en verdad una casa grande; y, así como en una casa así existe aquello que está destinado a los más bajos usos, no menos que lo que está destinado a los mejores de los propósitos, lo mismo aparece en aquella casa grande que lleva el nombre de Cristo –el mundo cristiano, si así quieren llamarlo.

Y si nos encontramos allí, ¿qué deberíamos hacer? Esta es una solemne pregunta para el creyente. Él no abriga duda alguna acerca del mundo profano; pero el mundo que lleva el nombre de Cristo le comporta una dificultad. Siendo como es que allí se encuentra la profesión del cristianismo, ¿no estoy acaso ensalzándome a mí mismo, y condenando a lo excelente de la tierra? Pero se ha de considerar esto: ¿podemos señalar alguna cosa mala en la tierra que no tuviera un buen nombre asociado con ella? No hablo ahora de un veneno tan fatal como el socinianismo [10], o cosas parecidas; pero tomemos el romanismo, o la Iglesia griega, o incluso sectas conocidas como heréticas, y que, a pesar de ello, por la malicia del enemigo y la sutileza con la que ha escondido su obra, algunos hijos de Dios han quedado atrapados allí. Queda pues bien evidente que, sea lo que fuere que buenos hombres puedan hacer aquí o allá, el único verdadero interrogante es en cuanto a la voluntad del Señor. No es una cuestión que otros anden en la luz, sino que ustedes no deben andar en las tinieblas de ellos. Esta es la gran cuestión, no ocuparnos con otros para prescribir lo que ellos deban hacer, sino sentir nuestro propio pecado, así como el pecado colectivo y, sin embargo, resolver por la gracia, cueste lo que cueste, encontrarnos allí donde podamos honrar y obedecer al Señor. ¿No es este un deber claramente imperativo, un principio innegable de las Escrituras, que sí mismo se recomienda a su conciencia? Puede que no actúen según ello; pero no pueden negar que es una cosa recta, y lo que debieran hacer.

[10] Socinianismo: Doctrina propugnada por Lelio Sozzini y por su sobrino Fausto Socin, reformadores sieneses del siglo 16, que negaba la Trinidad y, particularmente, la divinidad de Jesucristo.

Pero tienen ustedes relaciones y dificultades. Quizá tengan una familia y amigos que no pudieran soportar herirlos; quizá tengan esperanzas para sus hijos, si no para ustedes mismos. ¿Puede un corazón purificado por la fe dejar así a un lado la Palabra del Señor? ¿Cree que él no conoce sus necesidades y que no se preocupa más que ustedes por su familia? Saben que el Señor les ama: ¿Acaso no pueden confiar en él por un poco de pan? Ustedes, que están confiando en él para vida eterna y para el cielo, ¿no pueden confiar en él para que tome cuidado de ustedes frente a estas pruebas y obstáculos de cada día? Quizá sea demasiado cómodo, o demasiado ansioso acerca de lo que es respetable para ustedes y para sus hijos. Que el Señor trate con ustedes; estoy seguro de que no les hará daño alguno, sino que solamente hará aquello que sea lo más amante y entrañable para ustedes y los suyos. Es imposible para ningún corazón estar más allá del amor y de la sabiduría del Señor, y de su cuidado solícito y generoso.

Si realmente creen en él, ¿por qué no se aferran a su Palabra sin resquemores ni condiciones, y salen a su llamado? ¿No saben cuál va a ser el siguiente paso que van a tener que dar? Es suficiente con que sepan que ahora están en contra de la Palabra de Dios. Es en vano hablar de amar si no están dispuesto a seguir su Palabra. ¿Dicen que no saben qué deben hacer después? El Señor no les pide que lo sepan: no es su voluntad mostrarles todo de golpe. Actúen sobre lo que ven en su Palabra, y esperen en el Señor para lo que seguirá; él es digno de su confianza, y le dará más cuando haya dado el primer paso. Pero abandone para siempre aquello que se halla condenado en la Palabra de Dios. Recuerden a la mujer de Lot, y no miren atrás, sino vayan adonde les señale su Palabra, y hallarán que «a todo aquel que tiene, le será dado» (Mat. 25:29). Y por lo que se refiere al camino, para el Señor tanto da que sea escabroso como suave, profundo o llano, grande o pequeño; puede que para ustedes haga mucha diferencia, pero las mayores dificultades llegan a ser tan solo el medio de probar qué Dios es el que hemos encontrado.

Pero hay más en 2 Timoteo 2. No solo debe separarse o purificarse de los vasos para deshonra, sino que la Palabra que se da es: «Huye de las pasiones juveniles y sigue la justicia, la fe, el amor y la paz con los que de corazón puro invocan al Señor» (v. 22). No hay excusa alguna para adoptar una postura de aislamiento. Vuélvale la espalda a lo que saben que está opuesto a las Escrituras. ¿Tengo acaso que demostrar a cada cristiano que lo que no es escriturario no es santo? ¿Tengo que insistir en que «el que sabe hacer el bien y no lo hace, para él es un pecado»? (vean Sant. 4:17). Si entonces se abandona lo que no tiene justificación en las Escrituras, sino que está condenado por ellas, oigan esta Palabra de Dios: «Sigue la justicia, la fe, el amor y la paz», no de una manera solitaria, sino «con los que de corazón puro invocan al Señor». ¡Qué consuelo, incluso si hay solamente 2 o 3! ¿Tiene temor debido a que hay solamente 2 o 3? Dios puede actuar sobre cientos o miles: Este es un asunto en el que él es soberano. Ustedes tienen que seguir el camino del Señor mediante su Palabra, con un espíritu sumiso, pero no con tristeza, sino llenos de gozo y de agradecimiento si encuentran, aunque sean pocos, los que invocan al Señor con corazón puro.

En otras palabras, la fe tiene una autoridad divina para esperar compañía en su camino, aunque este camino pase ahora por las ruinas de la profesión cristiana. Y es imperativo apartarse de todo mal conocido; no puede haber excusas válidas para rechazar el llamamiento de Dios, por lo que se indica el compañerismo a seguir tras la justicia, la fe, el amor y la paz, con aquellos que de corazón puro invocan al Señor. ¡Que no nos alarmen ni los obstáculos ni los peligros, sino, sabiendo que es el Señor el que ha pensado en nosotros de una forma tan llena de gracia, ¡que podamos ustedes y yo y cada uno de los que aman aquel bendito nombre tener una confianza inquebrantable en él! Él se dirige a los corazones doloridos en medio de la deshonra hecha a su gracia y verdad, y se ha tomado el cuidado de señalar de la manera más clara el camino no solamente de separación, sino también de asociación –el camino para apartarse de lo malo y seguir lo bueno.

¡Qué claros permanecen los grandes principios morales de Dios a pesar del desorden! ¡Cómo sobreviven a toda la ruina las operaciones de su gracia! Así el principio de la Asamblea de Dios permanece, puede ser, en solamente 2 o 3 reunidos al nombre del Señor. Los miles de cristianos que haya en un sistema nacional o en una secta disidente no podrían anular este error fundamental; habrá miembros del Cuerpo de Cristo en estos sistemas y sectas, pero el principio de la Asamblea de Dios queda abandonado por su misma constitución. Que «dos o tres» salgan atendiendo a la Palabra del Señor, haciendo de su nombre el centro de ellos, y reconociendo al Espíritu de Dios presente en ellos y con ellos para conducirlos según las Escrituras; estos, y solamente estos, están cumpliendo su designio en la inteligencia real del Espíritu Santo. No se trata de una cuestión de cantidad, sino de estar reunidos, pocos o muchos, al nombre del Señor.

Todos aquí saben lo que es el Parlamento inglés. 100 miembros del Parlamento pudieran pertenecer al Club del Servicio Unido, o al Ateneo, o a lo que quieran. Estos 100 miembros pudieran estar tratando en su propio club acerca de las cuestiones que se están debatiendo en el Parlamento; pero esto nunca haría que el club fuese el Parlamento; en cambio, en su verdadera posición con el presidente en medio de ellos, un número mucho menor constituiría el Parlamento en sesión oficial. Aquí tenemos exactamente el mismo principio. ¿Qué es lo que constituye a la Asamblea de Dios como tal? «Dos o tres» reunidos al nombre del Señor. Le ha complacido a él llevar el quorum hasta esta cantidad tan baja como la que se describe, y ello con el sello más evidente posible de su aprobación y autoridad.

Supongamos por otra parte que se reúnen 10.000 cristianos simplemente como cristianos –¿es esto suficiente? Puedo concebir de una asamblea de cristianos profesos, sí, genuinos; y, sin embargo, no habría más razón para considerarlos como Asamblea de Dios que considerar a cualquier cantidad de miembros en un club como el Parlamento. No es el hecho de que unos cristianos se reúnan lo que constituye la Asamblea de Dios, sino que estén reunidos al nombre del Señor. El punto práctico para nosotros es si estamos meramente reunidos bajo el nombre de cristianos, o al nombre de Cristo. Si es lo primero, se tiene que aceptar cualquier cosa mala a la que el enemigo consiga arrastrar a cristianos. Porque si alguien es cristiano, tengo que recibirle a pesar del mal que esté haciendo o permitiendo. ¡Pero no es así! La cuestión real es: ¿Está invocando al Señor de corazón puro? La exclusión de esta Palabra de Dios ha arruinado a la cristiandad para daño incalculable de las almas, y ello nunca más que ahora, cuando se pone a los cristianos en la práctica en lugar de Cristo, lo que tiene como consecuencia la confusión y toda obra mala.

En cambio, si el Señor recibe el lugar que le pertenece y es el centro al cual yo acudo, tengo entonces en su nombre un terreno y un punto de reunión al cual puedo convocar, con toda humildad, a todos los santos del mundo –más aún, no puedo descansar en mi espíritu y no debiera hacerlo en tanto que alguno que le pertenece a él esté fuera. ¡Qué! ¿Incluso aquellos que están bajo disciplina, o que están alejados por causas graves? Sí, cada uno de ellos; no naturalmente para recibirlos mientras persisten en un pecado manifiesto, pero para desearlos a ellos mismos, habiendo juzgado y abandonado aquello que es contrario a Cristo.

¡Que el Señor nos dé firmeza y que nos dé que sintamos cómo nos conviene el más humilde de los espíritus! ¿Cómo podemos jactarnos de haber dejado de hacer el mal que nosotros mismos hemos hecho! ¡Ojalá que le miremos a él más y más! Aquel que nos ha sacado afuera nos ha hecho probar con nuestras propias dificultades el verdadero estado de la Iglesia; pero él ha vuelto en nuestro provecho nuestros propios errores, aunque de una manera humillante. Él ha utilizado la tormenta, por así decirlo, para eliminar el aire brumoso, y ha exhibido con más claridad que nunca el puesto central de su propio nombre para nuestra reunión no menos que para nuestra salvación.

Así podemos dejar de lado todos los temores y ansiedades. Si el Señor es nuestro ayudador, ¿para qué temer? ¿Qué hará el hombre? Además, por lo que se refiere a las acusaciones de sectarismo o de presunción, o de desorden, sería en realidad muy fácil mostrar que los verdaderamente culpables de esto son precisamente aquellos que son tan rápidos en suscitarlas y en diseminarlas. Sabemos que las Escrituras condenan todo tipo de asociación eclesial que no esté fundamentada en el nombre de Cristo y que no esté gobernada por él. No se trata de una mera cuestión de errores aquí o allá; se trata de si son cristianos reunidos al nombre de Cristo. Tampoco se trata de una cuestión de cantidad de iniquidad, porque ¿qué maldad no se deslizó en Corinto debido a la ignorancia y a la falta de vigilancia? Es indudable que rehusar juzgar una iniquidad conocida es algo fatal. Pero suponiendo la ausencia de todo pecado manifiesto, la verdadera cuestión es: “¿Estamos allí dónde el Señor quiere que estemos?” Entonces, felices seremos si es así, aunque solamente seamos «dos y tres» así reunidos; si fuésemos 10.000.000 en cualquier otra posición, todo estaría mal, debido a que Cristo no es el centro eclesiástico reconocido y exclusivo. Aquel que es el único objeto adecuado y legítimo para todos los santos sobre la tierra se digna de ser el centro de tan solo «dos o tres», como él dice, que estén «reunidos a su nombre».