Índice general
1 - Un Cuerpo (Efesios 4)
La Iglesia de Dios
El tema acerca del que quiero tratar, con la ayuda del Señor, es el de un Cuerpo, el Cuerpo de Cristo; y además no solo como una gran doctrina que el Espíritu Santo ha expuesto con la máxima claridad, y a través de una parte considerable del Nuevo Testamento, sino también, hasta allí donde pueda hacerlo en poco espacio, deduciendo algunas de sus consecuencias prácticas, y mostrando sus implicaciones acerca de la comunión y de la conducta de cada uno de sus miembros, esto es, de cada cristiano.
Pero, a fin de poder esclarecer las especiales características del Cuerpo de Cristo, será necesario explicar cómo difiere de lo que Dios reveló o instituyó en pasadas dispensaciones; porque existen distinciones, e incluso contrastes, entre los tratos de Dios en el pasado y lo que él está llevando ahora a cabo para la honra de su amado Hijo. Mientras que, naturalmente, siempre ha habido un solo Dios verdadero, que ha tenido en las edades del pasado a aquellos que él ha amado sobre la tierra; que siempre ha obrado por su Espíritu; que necesariamente había fe en acción a fin de que hubiera bendición para las almas, sin embargo existen diferencias esenciales, y profundamente importantes, que nadie puede pasar por alto sin perjuicio para sí mismo, sin debilitar de cierto su testimonio a otros y, sobre todo, sin que pierda de vista la justa medida de lo que Dios mismo tiene en lo más profundo de su corazón: Su propia gloria en Cristo.
1.1 - El proto evangelio y la promesa
Si acudimos al Antiguo Testamento, queda perfectamente evidente que, cuando el hombre cayó en pecado, Dios dio ciertas revelaciones de bendición, todas las cuales encuentran su centro en el Señor Jesús. Vemos esto desde el mismo principio de Génesis. Cuando el pecado entró, no solamente siguió el justo gobierno de Dios, sino también, de inmediato, la gracia. Dios estaba allí; y, en presencia de la culpable pareja, y en desafío a la serpiente, la misericordia de Dios habló acerca de aquella Persona bendita, de la misma que vamos a oír glorias adicionales y más profundas. A su debido tiempo Dios sacó a luz, de una manera distintiva y personal, bendiciones en relación con Abraham y su simiente. Aquí tenemos el ámbito de la promesa –no solo una revelación de misericordia, sino una promesa evidente– a una persona en concreto y a su simiente. Este no había sido el caso en el huerto del Edén. El hombre había caído allí; y es evidente que el hombre caído no podía ser, en absoluto, el objeto de la promesa de Dios. Hay promesas respecto a él.
Pero no podía haber una promesa a él. Cuando Abraham recibió la promesa, no era meramente un hombre caído, sino un creyente. Fue a él como a un elegido, llamado y fiel, a quien Dios hizo depositario de la promesa. Pero fue cuando Adán cayó, antes que hubiera nada de la operación de la gracia divina en él, fue cuando él y Eva se habían separado completamente de Dios, que la misericordia, sin contemplar para nada la condición ni el mérito de ellos, extendió una revelación de gracia en la persona de Cristo. La Simiente de la mujer fue presentada, más en particular, como el destructor de aquel que había provocado este mal profundo y, hasta allí adonde llegaba, irreparable –irreparable para la criatura, pero constituyendo solamente la ocasión para que Dios expusiera su propia gracia para la gloria de Aquel que, herido él mismo, iba a aplastar la cabeza de la serpiente.
El efecto de la promesa dada a Abraham fue que una familia quedó separada para Dios y, a su debido tiempo, una nación. Encontramos a continuación que esta nación se hallaba llena de una autosuficiente confianza en su propio poder, por lo que a Dios le plugo, en la sabiduría de sus caminos, probarlos por la Ley, que como todos sabemos fue dada en Sinaí. No es preciso entrar en detalles, sino solamente afirmar el bosquejo general de los tratos divinos con el propósito de clarificar este tema. Pero el resultado de aquella prueba, por mucho que Dios la dilatara, no estuvo en duda ni por un solo momento; porque, en el mismo monte en el que Dios habló, los hijos de Israel desecharon la autoridad y la gloria de Dios, y se inclinaron ante la obra de sus propias manos: esto es, la Ley, como cuestión moral entre Dios y el hombre, fue desechada en sus propias bases desde el mismo principio. Dios esperó pacientemente –con una dilatada paciencia– y entretanto manifestó sus caminos en todas las maneras posibles.
La prueba culminante fue la presencia de Cristo, la Simiente de la mujer, y también la Simiente de la promesa; porque ahora venía la persona que daba satisfacción a todas las revelaciones y promesas, los caminos, tipos y profecías de Dios. Vino aquel, en cuya persona se hallaba todo lo que era digno de Dios y apropiado para el hombre. Pero la venida de Cristo sacó a la luz la terrible verdad de que no solamente el hombre está corrompido en sí mismo y depravado, que ama su propia voluntad, sino también que aborrece la bondad –la misma bondad divina– en el hombre. Es el enemigo de Dios cuando él se manifiesta de la manera más bendita en su propio Hijo; cuando él mismo se manifiesta, no solamente en poder –porque es fácil comprender que una criatura culpable se alarme ante un poder santo– sino en perfecto amor, descendiendo en humillación, sí mismo poniéndose a los pies del hombre, rogando al hombre; porque en realidad no se trata aquí de una figura de lenguaje ni de una exageración de la mente humana, sino de lo que afirma la propia Palabra de Dios. Oigamos su propia descripción de ello: «Dios estaba en Cristo reconciliando consigo al mundo consigo mismo, no teniéndole en cuenta sus ofensas, y dándonos la palabra de reconciliación» (2 Cor. 5:19).
Así que, «somos embajadores de Cristo, como si Dios rogara por medio de nosotros», etc. (2 Co. 5:20). Su amor que rogaba a los pecadores fue la actitud de la gracia divina en la persona de Cristo. ¿Cuál fue el resultado? Que el hombre demostró que no tenía ninguna posibilidad de liberarse a sí mismo por ningún medio que Dios pusiera a su alcance: que si se trataba de que el hombre se liberara a sí mismo, no importa cuál fuera la misericordia o la bendición, no importa cuán profunda y plena fuera la gracia exhibida en una persona viviente, el hombre se hallaba demasiado alejado –tan totalmente muerto en pecado que, lejos de ser ganado por el amor de Dios, solamente se aprovechó de dicho amor, y cuando Jesús se puso a los pies del hombre, este levantó su talón y lo pisoteó a él, al Hijo de Dios. Pero si así fue como el hombre, bajo el maligno caudillaje de Satanás, arrojó y crucificó a Cristo, en aquella cruz Dios no solamente mostró su amor (¡y ciertamente que esto es amor!), sino que obró la redención, obra esta eficaz incluso para aquellos que crucificaron a Jesús, capaz de borrar el pecado más negro del que el hombre haya podido hacerse culpable. Dios ha triunfado allí donde el hombre hizo lo peor que pudo en contra de Él.
1.2 - La Ley produce ira
Pero esto no es todo. En los tratos anteriores de Dios, cuando él dio su Ley, Dios había separado a la nación que había sido llamada de Egipto, la había distinguido de la forma más distintiva y positiva de entre las otras. Era necesario. Los hombres podrían quejarse de que no se había hecho un juicio imparcial; los ejemplos corrompidos de otros llevarían naturalmente al descarrío. Dios puso aparte a Israel mediante sus instituciones, ritos, ordenanzas, servicios, y su Ley; y mediante esta Ley, y por estos ritos, los separó de todos los demás; de manera que hubiera sido un pecado para un judío tener comunión con un gentil, sin importar cuán piadoso este fuera y cuán dispuesto a respetar la Ley de Dios.
Es indudable que pudiera haber tal cosa como ser sacado de la gentilidad por lo menos hasta cierto punto, pero, con todo, a través de todo el sistema de los tratos de Dios mediante su Ley con el pueblo judío, había una separación expresa y total de su pueblo de entre todas las naciones. No hablo del abuso de esto, obrando en el corrompido corazón del hombre en contra de los otros –el orgullo del corazón de los hombres, que despreciaban a otros debido a la propia posición divinamente aislada; pero, aparte del mal uso que Israel hiciera de su separación, la fidelidad a Dios la demandaba, y Su voluntad se hallaba en ello. Dios estaba demostrando ante todo el mundo la penosa y humillante verdad de que, aun si una nación tenía tales misericordias, incluso tales privilegios, incluso tal sabiduría dirigiendo sus movimientos, exterior e interior –todo lo que les pertenecía– el resultado de todo ello era una creciente enemistad en contra del mismo Dios.
1.3 - La gracia por medio de Jesucristo
La muerte y la resurrección de Cristo introdujeron algo nuevo en todos los sentidos. Ahora bien, los cristianos lo admiten en general como la obra de Cristo en su aplicación a la necesidad del alma. No hay ninguna persona de inteligencia espiritual tan escasa que no confiese, con una mayor o menor claridad y gratitud de corazón, la importancia suprema de la cruz de Cristo en cuanto a su necesidad ante Dios. Puede ser que haya una escasa percepción de la magnitud de la liberación, e interrupciones y debilidad en el goce de la perfecta paz que ha sido consumada por la sangre de la cruz de Cristo; pero no hay un solo creyente que en cierta medida no la mantenga y la goce, y dé a Dios las gracias por ella.
Pero hay más que la necesidad del pecador cubierta en la cruz; y quisiera dirigir la atención a lo que el Espíritu Santo nos da en Efesios 2, mostrándonos el puesto de la cruz en los caminos de Dios –no meramente en la salvación del alma. A partir del versículo 13 está escrito: «Vosotros que antes estabais lejos, habéis sido acercados a él por la sangre de Cristo. Porque él es nuestra paz, que de dos ha hecho uno, derribando el muro que los separaba, aboliendo en su carne la enemistad, la ley de los mandamientos en forma de decretos, para crear en sí mismo de los dos un hombre nuevo, haciendo la paz; y reconciliar a ambos en un solo cuerpo con Dios, por medio de la cruz, matando por ella la enemistad» (v. 13-16). Ahora bien, es evidente que esta Escritura afirma que la cruz es la base no solamente de la paz para el alma, sino también la base sobre la que descansa el «un cuerpo» que Dios está ahora formando de entre judíos y gentiles ante sí mismo. Y lo vemos con toda claridad si tan solamente consideramos la presencia de nuestro Señor sobre la tierra.
Él prohíbe a sus discípulos que vayan por camino de gentiles –les prohíbe que entren en ninguna ciudad de samaritanos. ¿Será necesario decir que no se debe ello a ninguna falta de amor? No se trataba de que su corazón no se doliera por el más réprobo de los samaritanos; no se trataba de que no apreciara la fe de un gentil –él no había visto fe tan grande «en Israel» (véase Mat. 8:10; Lucas 7:9). A pesar de todo, ellos tenían que dirigirse solamente a las ovejas perdidas de la casa de Israel, debido a que él solamente había sido enviado a las tales, y lo mismo sucedía con ellos. Ahora bien, aquí hallamos en el acto que, en tanto que había esta perfección de gracia en Cristo, no obstante, se tenía que mantener en su integridad el santo ordenamiento de Dios. La Ley afirmaba una situación esencialmente diferente de la que hallamos descrita en Efesios 2. Existía una barrera positiva, incluso durante su vida aquí, estando prohibida la misma cosa que, después de haber él muerto y resucitado, no era solamente un deber, sino un deleite de amor, la única respuesta adecuada en los santos a aquella muerte y resurrección (ver Mat. 28:19).
¿A qué se debe tal cosa? ¿En qué se basa un cambio tan inmenso? En la cruz. La cruz expone la indignidad del hombre y, sobre todo, la indignidad del hombre favorecido, privilegiado, religioso –la indignidad del hombre bajo la Ley de Dios. Porque si el hombre bajo aquella Ley fracasó, ¿qué otra ley podría servir? La Ley de Dios era la más sabia, la mejor, el trato más santo y justo que se podía posiblemente aplicar al estado natural del hombre. Y aquí se halla el fracaso total del hombre; y bien lo sabía Dios desde el principio, porque tuvo buen cuidado de que, en el primer libro de las Escrituras, y a través de todas ellas, incorporadas a la misma Ley, hubiera palabras claras y también sombras, que exponían que el hombre pecaría, y que solamente Cristo, mediante el derramamiento de su sangre y su muerte, podría dar la salida a ello.
La primera revelación en el huerto de Edén es un testimonio de ambas cosas. La fe no tenía otra esperanza. Pero, con todo, hubo una prueba paciente, prolongada, para ver si era posible extraer algo bueno del hombre, en los tratos del único sabio Dios con el hombre. Y ahora quedaba demostrado en la cruz que todo en el hombre estaba en ruinas, y que las mayores de las ventajas, excepto por la gracia salvadora de Dios, exponían con mayor claridad la ruina que se había introducido. Hay ahora lugar para la obra de la gracia y, queridos amigos, es acerca de esto que será mi gozo hablar aquí.
1.4 - Los sufrimientos de Cristo y las glorias que han de venir tras ellos
Hemos descendido por la corriente de la historia; hemos visto lo que el hombre era cuando se trataba de su obra ante Dios; veremos ahora brevemente a Dios cuando él pone a la obra su glorioso poder, no meramente para el hombre, sino para su Hijo. Porque nunca conseguimos la bendición total hasta que vemos esta verdad grande y gloriosa, que Dios tiene a su Hijo como el objeto de su corazón –que Dios está pensando no meramente en la bendición para usted y para mí, para aquellos que le aman– sí, más aún, en gracia soberana para aquellos que no le aman, si se arrepienten y creen el evangelio –sino que tiene su mirada puesta sobre aquel que lo hizo todo y lo sufrió todo para su gloria, y ha envuelto aquella gloria de Dios con la bendición más plena, rica y eterna para todos los que creen en su nombre.
Y ahora, en consecuencia, ¿qué hallamos como fruto de la cruz de Cristo (en la que tenemos la debilidad de Dios (véase 1 Cor. 1:25), y donde sin embargo tenemos el triunfo de Dios –de Dios mismo descendiendo aún más y más en amor, no meramente, por así decirlo, rogando al hombre, sino además depositando todo el peso y la carga de pecado sobre el Señor Jesús, proveyendo así a la desesperada necesidad de los pecadores mediante el sufrimiento de su Hijo por ellos)? Hallamos que en la cruz él ha dado el golpe de muerte al pecado; que ha quitado el pecado «mediante su sacrificio» (véase Hebr. 9:26), como se nos dice. Pero, además, mediante la cruz se desvanecen todas las distinciones entre judío y gentil, y Dios saca a luz aquello que había estado siempre anticipado –aquello que estaba en sus consejos no solamente desde la fundación del mundo, sino desde antes de ella, y que por consiguiente él había expuesto antes de que hubiera una cuestión de Ley, y antes de que hubiera una cuestión de pecado. Porque es de señalar que el magnífico tipo, que el apóstol aplica en Efesios 5 al misterio de Cristo y de la Iglesia, fue introducido antes de que el pecado hiciera su entrada (Gén. 2). Era en verdad un consejo que surgía de lo que Dios era y es.
Era Dios en su propio amor, Dios obrando de acuerdo con lo que él es en sí mismo. Había aquello que él siempre había tenido en su propia mente, y para la revelación de lo cual, indudablemente, el pecado podría dar la ocasión. Pero el pecado no fue en absoluto el resorte sugeridor, así como tampoco la medida de ello. Al contrario, vemos a Dios satisfaciéndose, por así decirlo, en la actividad de su perfecto amor; en todo caso le vemos pensando en, lleno de, obrando para, su propio Hijo. Y creo que es de un profundo interés observar el hecho que se acaba de mencionar –cómo la sombra de la unión de la Iglesia con Cristo precede a la entrada del pecado y a las provisiones de la gracia en vista del pecado.
1.5 - Tipo y antitipo
Y observemos además que, como se acaba de ver en el tipo de Génesis, así es en la Epístola a los Efesios. ¿Dónde tenemos delineados los consejos de Dios? ¿Es después de haber dado la descripción del pecado del hombre en el capítulo 2? No, sino en los primeros versículos del capítulo 1, donde Dios da los más ricos desarrollos de su gracia, pasando por alto totalmente y dejando a un lado en el primer caso toda la cuestión del pecado, vergüenza, necesidad del hombre. Esto lo tenemos representado después, y de la manera más profunda. No hay quizás ninguna parte de la Palabra de Dios que nos muestre más claramente las profundidades de la maldad humana que Efesios 2, pero no se trata en absoluto del pensamiento primario. Así, hallamos en el primer capítulo: «Bendito sea el Dios y Padre de nuestro Señor Jesucristo, que nos ha bendecido con toda bendición espiritual en los lugares celestiales en Cristo; conforme nos escogió en él antes de la fundación del mundo, para que seamos santos e irreprochables delante de él» (v. 3-4). Y entonces es solamente de pasada que el apóstol les menciona el hecho de sus pecados, y ello en un solo versículo (v. 7), donde leemos: «En quien tenemos la redención por medio de su sangre, el perdón de los pecados, según las riquezas de su gracia».
Con la excepción de esta nota incidental del hecho de nuestra necesidad de perdón, de la remisión de los pecados, nadie sabría por el primer capítulo de la Epístola a los Efesios que los santos de Dios, estas personas tan bendecidas, no tenían un solo mal, ni una sola partícula de pecado relacionada con ellos. Esto es, tenemos a Dios actuando perfectamente por sí mismo, en y para su propio Hijo: deleitándose en él, poniendo honor sobre él, dándole a él lo que era apropiado de sus propios recursos de amor, y por ello sin límites a los santos, al Cuerpo de Cristo, como los describe el final del capítulo 1. Es así como el Espíritu Santo se complace en introducir estos asombrosos consejos de la gracia.
Luego, en el segundo capítulo, tenemos el estado del hombre considerado con la mayor penetración. Le vemos pesado y hallado falto como en ningún otro pasaje de las Escrituras. Le vemos aquí, no como un ser activo vivo en pecado, sino como todo acabado en cuanto a él, muerto en pecado –muertos en nuestros «delitos y pecados» (v. 1). Así, se halla desesperadamente perdido y totalmente impotente en pecado. Toda la causa se halla cerrada en contra de él; y es a esta condición de muerte moral manifiesta y de sujeción a Satanás que se aplica la gracia misma de Dios, en su poder vivificador, resucitador, celestial, en Cristo Jesús.
Pero, de nuevo, hallamos que en la última parte de Efesios 2 se expone la cruz de Cristo, no simplemente en relación con los consejos de Dios, como en el capítulo 1, ni siquiera en vista de la desesperada necesidad de aquellos que son el objeto de sus consejos, como al principio del capítulo 2, sino como contraste a los caminos anteriores de Dios sobre la tierra. En este pasaje él se dirige a los gentiles. Acaso, ¿no era esta una ocasión apropiada para que Dios les expusiera la verdad del nuevo hombre, el misterio de Cristo y de la Iglesia, del Cuerpo de Cristo? Ellos habían sido hasta entonces dejados de lado, evidentemente al margen de todo lo que Dios había hecho desde la antigüedad. Dios había tomado para sí a un pueblo separado y los había puesto a prueba.
Los gentiles, era como si no existieran, por así decirlo, delante de Dios. No se trata, naturalmente, de que la secreta providencia de Dios no velara y no obrara –no que la gracia de Dios no actuara con respecto a los individuos; pero, considerados como gentiles, se hallaban fuera. Pero ahora estos gentiles son el objeto mismo de la gracia celestial; el llamamiento se dirige a los gentiles de una forma potente e inclusiva. No que solamente ellos fueran introducidos en la Iglesia, porque también se compone de judíos; pero fue a los gentiles a los que le pareció mejor a Dios poner de relieve, en contraste con la condición en la que una vez habían estado, a fin de poner más de manifiesto la bendición que su gracia confiere ahora sobre ambos, en Cristo el Señor. «Por tanto, acordaos de que en otro tiempo vosotros, los gentiles en la carne, que erais llamados incircuncisión por la llamada circuncisión (hecha a mano en la carne), estabais entonces separados de Cristo, sin derecho de ciudadanía de Israel, extranjeros a los pactos de la promesa, sin esperanza y sin Dios en el mundo. Pero ahora en Cristo Jesús, vosotros que antes estabais lejos, habéis sido acercados a él por la sangre de Cristo. Porque él es nuestra paz, que de dos ha hecho uno, derribando el muro que los separaba» (Efe. 2:11-14).
1.6 - Una realidad enteramente nueva – un Cuerpo
Aquí tenemos otro hecho, no solamente que son hechos cercanos a Dios, sino que ambos son hechos uno –los judíos y gentiles que ahora creen son hechos un solo Cuerpo, como se explica más plenamente más adelante, con la pared intermedia de separación derribada, la enemistad abolida en su carne, «la ley de los mandamientos en forma de decretos, para crear en sí mismo de los dos un hombre nuevo» (2:15). No se trata meramente de la nueva vida, sino de que Cristo y la Iglesia forman un nuevo hombre, una condición de cosas que nunca había existido –«haciendo la paz; y reconciliar a ambos en un solo cuerpo con Dios, por medio de la cruz, matando por ella la enemistad. Y, vino y anunció la paz a vosotros los de lejos, y paz a los de cerca» (v. 16-17).
Así, los gentiles habían estado según la dispensación lejos, y los judíos habían estado relativamente cerca; pero ahora eran sacados totalmente afuera de su vieja condición. No se trata, como se observará, de que los gentiles que crean sean levantados al nivel de los privilegios que los judíos solían poseer, sino que hay ahora un nuevo hombre, en el que no hay ni judío ni gentil. Por lo tanto, ambos abandonan sus antiguas condiciones, para llegar a una posición totalmente nueva y de la máxima bendición de unidad en Cristo, posición que jamás había existido anteriormente excepto en los consejos de Dios.
Aquí tenemos pues la Iglesia, el Cuerpo de Cristo; esto es lo que Dios está ahora formando. Él no solo está salvando almas ahora, sino que las está reuniendo; no solamente las está reuniendo en uno, sino que hace que el judío creyente y el gentil, en tanto que estén en la tierra, y aunque anteriormente estaban a la máxima distancia, sean ahora un solo y nuevo hombre en Cristo, su mismo Cuerpo unido.
1.7 - La morada de Dios
Hay otra verdad relacionada con la Iglesia, revelada al final del capítulo, que señalo meramente de paso. No se trata solamente de que exista un Cuerpo formado, un Cuerpo en Cristo, sino que hay también un edificio sobre la tierra, en el que Dios mora. Aunque no es mi tema aquí exponer la morada o habitación de Dios, a pesar de todo no me puedo privar del gozo de decir unas pocas palabras de paso acerca de este maravilloso lugar que Dios ha dado a su Iglesia.
Se tiene que señalar primeramente que en el Antiguo Testamento no hubo nada que fuera un edificio o una morada de Dios hasta que hubo un tipo de redención. No importa cuál fuera su misericordia o condescendencia hacia aquellos que él amaba, él no podía morar con el hombre hasta que hubiera una base de derramamiento de sangre, sobre la que Dios pudiera morar con él en justicia. Por ello, a todo lo largo del libro de Génesis, por ejemplo, Dios no mora con los hombres: ni tan solo se habla de ello ni se promete.
Pero en el momento en que se derrama la sangre de la Pascua, y en que tenemos a Israel pasando el mar Rojo –los tipos combinados de redención (el uno respondiendo a la sangre de Cristo, el otro a la muerte y resurrección de Cristo, en el cual se muestra en figura la redención completa)– entonces oímos de inmediato en el cántico ofrecido a Dios que se habla acerca de una morada de Dios. No se debe a que la gente fuera mejor. ¿Quién pudiera imaginar tal cosa? Mirad a Israel en el mar Rojo; ¿Qué eran ellos comparados con Abraham, con Isaac, o incluso con Jacob? Pero Aquel que solamente visitaba a los padres podía ahora tener una morada entre los hijos, y pone estas palabras en labios de ellos: «Lo llevaste con tu poder a tu santa morada». ¿A qué viene esto? Viene a que pocos de nosotros estimamos el poderoso cambio y maravilloso efecto de la redención. No se trata de una cuestión de hacer comparación entre hombres, ni entre la fe o la fidelidad de ellos. De lo que se trata es de la valoración que Dios hace de la redención, y él muestra que, si hay siquiera un tipo de redención, él puede descender en tipo, y puede entonces morar en medio de su pueblo. Admito que se trataba solo de algo preparatorio. Era una prenda visible de ello, evidentemente adaptada a un pueblo terrenal. Pero a pesar de todo queda el hecho distintivo grabado en la historia de Israel, como el mismo centro de la bendición de ellos, de que el mismo Dios se dignó entonces de morar en medio de ellos (Éx. 15:13, 17; 29:43-46).
Lo mismo hallamos aquí con mayor bendición para la Iglesia en la tierra. En la tierra –y señálese, no antes de la cruz sino a partir de ella– le place a Dios hacer que su pueblo sea su morada. Él descendió en la persona de Cristo, pero Cristo permaneció solo como morada de Dios. «Destruid este templo»: Él era el único templo verdadero (Juan 2:19). Pero cuando él murió y resucitó, ¿qué entonces? Se cumplió la redención; y ahora Dios podía descender con santidad y justicia, de una manera apropiada a su propio carácter, y podía morar en su pueblo: No a causa de que los santos del Nuevo Testamento sean más dignos en sí mismos que los del Antiguo Testamento. El que se conoce a sí mismo y conoce la redención sabe que tal idea es una falsedad; sabe que la naturaleza humana no es buena para nada, como tal, ante Dios; sabe que en su presencia no se trata de una cuestión de la carne, ni de lo que la carne se pueda vanagloriar, «aquel que se gloría, que se gloríe en el Señor» (2 Cor. 10:17). Pero esto no es todo. No hay solamente un Señor en quien gloriarse, sino que ahora tenemos una verdadera redención en Cristo mediante su sangre. ¿Qué valoración hace Dios de la preciosa sangre de su Hijo?
¿Qué siente él acerca de aquellos sobre quienes la sangre es aplicada por la fe –aquellos que son lavados en ella? ¿No viene él a decir: “Yo puedo venir ahora y tomar mi lugar en medio de ellos?” Esta es ciertamente una de las preciosas características de la Iglesia. Es, de forma especial, incluso ahora, la morada de Dios. Es en virtud de esto que la Iglesia recibe el nombre de casa de Dios y de su templo en diferentes pasajes de las Escrituras. Pero no debo detenerme más en esto, debido a que mi tema es el Cuerpo.
Hallamos, entonces, en Efesios 4, que el Espíritu de Dios apremia esta exhortación: «Solícitos en guardar la unidad del Espíritu en el vínculo de la paz». A continuación, explica él: «Hay un solo cuerpo y un solo Espíritu, como también fuisteis llamados a una sola esperanza de vuestro llamamiento; un solo Señor, una sola fe, un solo bautismo, un solo Dios y Padre de todos, que es sobre todos, y a través de todos, y en todos» (v. 4-6).
1.8 - El un Cuerpo y la conducta del cristiano
¿Se imaginará alguien que esta magna verdad del un Cuerpo no afecta al juicio y a la conducta del cristiano, así como a sus afectos? Daré por supuesto que hemos sido conducidos al conocimiento de Cristo; hemos hallado en él al Hijo de Dios, el Salvador; descansamos en él como nuestra paz ante Dios; le invocamos como nuestro Señor. Pero ¿no tengo relación con otros en la tierra? ¿Se me deja a mí aquí para fijar mi mirada en Dios de una forma simple y solitaria? ¿Tengo que pasar a través de los laberintos de este mundo utilizando solamente la Palabra de Dios con la oración? Pregunto: ¿Cuáles son mis relaciones? ¿Soy yo solamente un hijo de Dios con otros hijos suyos aquí y allá? ¿Qué tengo que sentir, al mirar a mi alrededor hacia aquellos que invocan el nombre excelente –que invocan al Señor Jesucristo, tanto Señor de ellos como mío? La respuesta es el un Cuerpo. Es Dios el que lo forma para la gloria de Cristo: está unido a él. «Somos miembros», como está escrito, «de su cuerpo, de su carne y de sus huesos» (Efe. 5:30).
No está en su poder, ni en el mío, el definir a nuestros hermanos y hermanas, ni tan siquiera en nuestras relaciones humanas. Gracias a Dios, no se nos pide. Es Dios quien lo hace; él da lo que le parece bien, incluso en el dominio de la tierra y de la carne. Él no nos da lo que nosotros pudiéramos elegir: sabemos de nuestra ineptitud a este respecto. Él asigna a cada hombre un lugar –pone al sublime y al humilde según su propia sabiduría. Y en lo que está haciendo para su amado Hijo, ¿tiene menos que hacer, o menos que enseñarnos? ¿Es la voluntad de Dios menos importante en esto que en el mero mundo material? No, hermanos, no; incluso las personas morales no disputan acerca de la voluntad de Dios en lo que refiere a las relaciones naturales. Conocemos lo que las codicias humanas pueden hacer –como pueden quebrantar toda línea de demarcación; pero aun así el hombre, en toda su miseria, encuentra incluso por sí mismo, sin pensar en Dios, la necesidad y el valor de admitir las relaciones que han quedado establecidas en la naturaleza aquí abajo.
Ahora bien, ¿no es un pensamiento solemne, y un hecho que debiera avergonzar a cada corazón cristiano que, en la Iglesia, que se halla tan cercana a Dios, en aquello que es el fruto de su propio perfecto amor, en aquello que él está creando para la gloria eterna de su Hijo amado, aquello que Dios ordena, aquello que Dios quiere, lo que complace a Dios, sea considerado por muchos cristianos como de un valor infinitamente inferior a sus relaciones naturales con los demás? ¿Es esto verdad o no? ¿Se trata o no de un profundo pecado? ¿Qué explicación hay para ello? ¿De dónde este terrible triunfo del enemigo? ¿Por qué hay una oscuridad tan grande en la actualidad acerca de todo el tema de un Cuerpo? ¿Se debe acaso a que Dios no haya revelado su parecer? ¿Hay algo que pueda estar más claro en las Escrituras? Solamente se ha presentado una parte de las pruebas de un corto pasaje de la Palabra de Dios; pero, ¿qué puede haber más claro que el hecho de que, en base de la cruz de Cristo, Dios ha introducido y establecido una nueva condición?, que él está llamando afuera a los judíos y gentiles que creen, y constituyéndolos ahora en un Cuerpo. ¿Y que, puesto que él no reconoce otro cuerpo que el de Cristo, esta es su voluntad para nosotros y nuestra obligación hacia él, así como que este es el significado único y evidente de su Palabra que habla de su Iglesia? ¿Cómo es entonces que una verdad así escapa de los pensamientos de los hombres –que en vano se rebuscará para hallarla en los escritos antiguos o modernos– de forma que algunos de nosotros hemos vivido durante largo tiempo como cristianos, y que muchos de nosotros fuimos en un tiempo clérigos y de los llamados no conformistas, pero todos totalmente ignorantes del carácter de dicha verdad? Pero si es tan patente, y hay tal plenitud de verdad acerca de ella en la Palabra de Dios, ¿cómo es que vino a ser algo olvidado entre sus hijos?
1.9 - La oposición satánica al testimonio de la Iglesia
No se trata de que no haya habido sinceridad –una sinceridad piadosa si se quiere– ente los cristianos. Pero aquello que está más cercano a Dios, aquello que sea la operación presente de Dios, es siempre aquello contra lo cual Satanás se opone con todo su poder y sutileza. Y ello debido a que está conectado con Cristo, debido a que es la especial voluntad de Dios para su pueblo. Por ello Satanás trata de torcerlo y de desfigurarlo. No intenta ahora oscurecer tanto otras verdades, sino que ataca aquello que trata más directamente de la gloria de Cristo que ahora se exhibe; se trate de lo que se trate en cualquier momento dado, allí está el campo de batalla, ahí está la arena, donde no se deja nada por remover en el esfuerzo de intentar cegar y obstaculizar a los hijos de Dios en su entendimiento y cumplimiento de la voluntad de su Dios y Padre. Cuando Dios está entresacando a su Iglesia para reunirla, entonces es la época en que el esfuerzo activo del enemigo se despliega para oponerse, confundir y oscurecer todas las verdades relacionadas con ella de una forma incesante.
Además, hay otra cuestión. ¿Cómo le es posible a Satanás triunfar frente a toda la evidencia que aporta el Nuevo Testamento? ¡Ah! La razón de ello, también –la razón moral– es evidente. Los hijos de Dios pueden ser engañados con toda presteza debido a que la doctrina de la Iglesia, el Cuerpo de Cristo, nos acerca demasiado a Dios; pone su gracia de forma demasiado rica ante nuestras almas; nos hace sentir (si nuestras almas creen, se inclinan, y entran en ello) la vanidad de todas las cosas aquí abajo. Es muy natural que amemos la comodidad; nos gusta la posición en este mundo; nos encariñamos con un poco de reputación, puede que no en el mundo vulgar, sino en la llamada iglesia –en cualquier caso, algo para el yo, algo afuera de la porción de Cristo y de la cruz. El Cuerpo es solamente para la Cabeza, para la gloria de Dios, a fin de que por él el Hijo de Dios sea glorificado. El hombre natural desaparece; su gloria se apaga y desvanece; su voluntad es juzgada como pecado. No nos gustan una doctrina y práctica tan perentorias, y con ello tan celestiales. A los hombres les gusta hacer algo y ser alguien.
El hombre tiene en sí mismo, siempre que se le permite, aquello que le expone al poder del pecado, a la malicia y a los ardides de Satanás; y esta es la razón de que esta verdad empezara a apagarse tan pronto como fue revelada. No hay testimonio de ella en absoluto en los Padres primitivos, y evidentemente se va tomando una postura tanto más lejana y antagonista a medida que se va descendiendo en la corriente de la historia: –papistas y protestantes, episcopalianos, presbiterianos, luteranos, calvinistas, arminianos– todos la ignoran. No se trata de que no se pueda encontrar suficiente verdad afirmada y predicada a las almas para que estas puedan ser salvas; pero la sola salvación de las almas no es toda la verdad, ni tampoco aquella parte de la verdad que revela a la Iglesia de Dios. ¿Acaso no se salvaron almas antes de Cristo? ¿No venía la salvación de los judíos? ¿No había almas fieles antes de que Dios tuviera una nación sobre la tierra? ¿No fue esto así desde el mismo principio, antes del diluvio y después de él? Con toda claridad y certeza que sí.
Pero ahí se introduce otra cosa que no era cierta antes, que Dios no había revelado ni establecido hasta que el Mesías fue rechazado, y para la cual él había reservado enviar al Espíritu Santo del cielo. Ahora, en la cruz de Cristo, Dios ha establecido las bases para esta nueva obra, y está reuniendo de entre judíos y gentiles, uniéndolos en uno, a su Asamblea, hecha un solo y nuevo hombre en Cristo. Al hombre le gusta sentirse importante ante sí mismo, y ante este mundo. En la proporción en que admita esto, cae presa de los manejos del enemigo; y se engaña tanto más fácilmente, porque hasta la cruz de Cristo había más o menos lugar para el hombre. No fue hasta entonces que se expusieron su ruina total, su enemistad en contra de Dios y su odio de la gracia en la persona revelada del Hijo, en toda su plenitud. No fue hasta entonces que se pudo conocer a Dios como ahora se le conoce. Pero el Hijo único del Padre lo reveló, y esto en respecto tanto al pecado como a Su justicia –una nueva clase de justicia que, a todos los efectos y de una manera total, justifica y bendice al mayor de los culpables que ahora cree en Jesús.
1.10 - Un ámbito nuevo – la verdad de la Iglesia y la vida cristiana
Ahora bien, si ha de haber un corazón que crezca en la revelación que Dios ha hecho de sí mismo en Cristo según su gracia hacia la Iglesia, el un Cuerpo de Cristo, tiene que haber el juicio de la naturaleza, raíz y rama –el juicio del mundo en el cual el hombre pretende un lugar para sí mismo. La Iglesia de Dios está constituida sobre la base de la demostrada ruina del hombre, y existe para la gloria de Dios en su Hijo, mantenida por el Espíritu Santo. Ahora bien, esto muestra la capital importancia de esta verdad para el alma, tanto por lo que respecta a la comunión como a la conducta. ¡Afuera con todo aquello que no tiene que ver con la práctica y con la relación del alma con Dios! Pero el hecho es que, al contrario de que la verdad de la Iglesia deje a un lado el corazón y la conciencia, la relación con Dios, la adoración y el servicio, no hay otra cosa que realce más todas estas cosas, y que las vincule de una manera tan estrecha, excepto solamente la verdad de la persona misma de Cristo; nada hay que comprometa más, que abarque más, y que influya más en el andar o conducta de una persona cristiana.
1.11 - Quita lo primero para establecer lo postrero
Tomemos como ejemplo todas las dificultades que las personas encuentran en el Antiguo Testamento: ¿En qué se basan? Hablo ahora de las dificultades legítimas –en todo caso de las que parecen ser legítimas y con autoridad para la mente de un creyente no instruido. ¿Cuál es su sustancia, en realidad? El razonamiento en base de los preceptos o de la práctica del Antiguo Testamento. Pero ¿es justa la analogía? ¿Cómo podemos razonar de una manera absoluta, si existe este nuevo hombre –si la Iglesia es una cosa especial y nueva que no existía antes? Es evidente que las conductas (por ejemplo, la de un David o de un Salomón –la de un Abraham o de un Isaac o de un Jacob) pueden no ser ahora aplicables, sino que estarían ahora fuera de armonía con los caminos que Dios desea en su Iglesia. No me refiero a aquellas demarcaciones morales que siempre condenan la falsedad, la corrupción o la violencia: no se supone que ningún cristiano vaya a presentar los pecados de ningunos de estos hombres para justificar su propio pecado.
Hablo de lo que era recto y conforme a la voluntad de Dios tal como entonces se había revelado. En el momento en que se comprende la doctrina de la Iglesia, el Cuerpo de Cristo, se desvanecen todos estos razonamientos y dificultades. Dios tiene ahora a su Hijo en su presencia como el hombre resucitado. No podía haber tal cosa como el Cuerpo de Cristo hasta que Cristo estuviera allí, no solamente como el Hijo, sino como hombre, la Cabeza del Cuerpo; Cristo no podía estar allí como hombre hasta que se consumara la obra de la redención. Desde la antigüedad había recibido el título de Hijo del hombre, mirando hacia adelante, hacia a su asunción de humanidad, cuando Aquel que era Dios e Hijo de Dios vino a ser un verdadero hombre. ¿Pero cómo podía él tomar este puesto en el cielo? Él nació como hombre en la tierra. No fue un hombre hasta que nació en el mundo. ¿Pero cómo podía asumir este puesto en el cielo? Cristo no era cabeza, ni mucho menos había el cuerpo, la Iglesia, hasta este momento. «La iglesia, la cual es su cuerpo» (Efe. 1:22-23) da por supuesto que Cristo se había hecho hombre, y más que esto, que él es la Cabeza, como el hombre resucitado y ascendido. Es solamente después de haber muerto, como sabemos por su propia figura del grano de trigo, que ha producido fruto (Juan 12).
Pero más que esto, y para no basarnos en figuras solamente, sino para exponer algún pasaje de las Escrituras que trate de esto en términos explícitos, ¿qué es lo que encontramos? Leamos el final de Efesios 1: «Y cuál la excelente grandeza de su poder para con nosotros los que creemos, conforme a la operación de la potestad de su fuerza, que él ejerció en Cristo, resucitándolo de entre los muertos y sentándolo a su diestra en los lugares celestiales, por encima de todo principado, y autoridad, y poder, y señorío, y de todo nombre que es nombrado, no solo en este siglo, sino también en el venidero; y ha sometido todas las cosas bajo sus pies, y lo ha dado por cabeza sobre todas las cosas a la iglesia» (v. 19-22). Así, él ha sido dado a la Iglesia por Cabeza sobre todas las cosas; pero esto fue después que él hubiera resucitado de los muertos, y se sentase a la diestra de Dios. El hombre resucitado es allí la Cabeza: Él nunca fue cabeza hasta después de la redención. Así es que él tomó allí su puesto.
¿Cuál es, entonces, la consecuencia de todo esto, queridos amigos? El Cuerpo de Cristo es celestial, como la Cabeza de la Iglesia lo es. Al hombre no le gusta esto –incluso muchos cristianos lo encuentran demasiado elevado y difícil. Si es un hombre celestial ¿dónde hay lugar para proyectos y planes de literatura, de ciencia, de política? ¿Dónde quedan todas estas cosas que llenan la mente y satisfacen los apetitos y los deseos del hombre? ¿Acaso están en el cielo? ¿Hay en el cielo planes de guerra –o sueños cortesanos? Desde luego, oímos de la guerra contra el diablo, que es expulsado del cielo, cuando el Señor presentará batalla en el futuro mediante los ángeles de Su poder. Pero es innecesario decir que no hay lugar en su Cuerpo para el orgullo, la ambición ni la energía del hombre.
1.12 - Cristo y el cristiano
¿Cuál es entonces la gran idea de la Iglesia de Dios? La Iglesia es el Cuerpo de Cristo, después que él ha cumplido la redención; y, como consecuencia, el pecado, por lo que respecta al juicio de Dios respecto al creyente, está totalmente desaparecido, quitado de tal manera que Dios es glorificado y el creyente justificado. Consiguientemente, y en base de esto mismo, aquellos que creen no solamente nacen de agua y del Espíritu, no solamente quedan justificados de sus pecados por la sangre de Cristo, sino que son también unidos a él, la bendita Cabeza de ellos, que está sentado a la diestra de Dios. Así la Iglesia de Dios no se compone meramente de los redimidos o santos. Cristiano significa mucho más que santo –¡mucho más! Soy consciente de que los hay que creen que significa mucho menos, y que considerarán que mi enseñanza es algo extraña; ello debido a que consideran que todo el mundo en estas tierras es cristiano, pero que muy pocos en la tierra son santos –quizá ninguno hasta que lleguen al cielo.
Pero no hay nada para mí más evidente –nada más seguro– que el hecho de que un cristiano es un santo, y mucho más que esto; y este mucho más es que el cristiano es un santo según la redención efectuada por Dios en la sangre de Cristo; que es un santo unido a Cristo que está a la diestra de Dios; que es un santo que tiene a Dios morando en él por el Espíritu, porque ahora Dios puede morar en él. La obra expiatoria está consumada: la sangre ha sido derramada y rociada. ¡Dios puede tomar su morada, y lo hace en el cristiano! ¿Cómo lo sé? Porque Dios me lo ha dicho en su Palabra. Uno puede, ¡ay!, tener un goce defectuoso de ello –esto es otra cosa; pero el disfrute de la verdad depende de la medida en que nuestras almas descansen primero en ella con fe; incluso después, a no ser que juzguemos la carne que obstaculiza nuestro pleno goce de esta realidad, no podemos disfrutar de ella (de la verdad) por mucho tiempo ni en gran magnitud, si es que podemos disfrutar algo de ella en absoluto.
Dios muestra después en su Palabra que la Iglesia es la unión de los creyentes –una con Cristo, por el Espíritu Santo, después que Cristo muriera y resucitara y ascendiera al cielo. La consecuencia de esto es que tenemos que consultar qué es lo que Dios ordena a los miembros de dicho Cuerpo, si queremos saber cómo debe ser nuestra vida y nuestra adoración; cómo tenemos que andar y sentir respecto a los otros miembros de Cristo; y cómo comportarnos en la Casa de Dios. El Nuevo Testamento se ocupa de estos temas, más en particular las Epístolas de Pablo. Esto no se podía tratar de una forma definitiva ni formal en los Evangelios, debido a que estos se dedican principalmente a un Cristo vivo, y llegan a su fin con su muerte, resurrección, ascensión. Pueden hallarse en los Evangelios aspectos preparatorios para la nueva obra y testimonio –no pocas indicaciones de lo que se iba a emprender; pero todo esto manifiesta que la edificación de la Iglesia no había comenzado todavía.
Por otra parte, en las Epístolas tenemos revelaciones totalmente basadas en el magno hecho de que la edificación estaba en marcha, de que el Cuerpo estaba en vías de formación. Y se debe observar otra cosa, que espero desarrollar en la próxima ocasión en que me dirija a ustedes, eso es, que juntamente con el Cuerpo de Cristo va la presencia del Espíritu Santo enviado del cielo. Me refiero a ello aquí solamente para mostrar sus relaciones. Hallaremos después su importancia. Aquellos que no hayan examinado plenamente el testimonio de las Escrituras, sentirán el peso y el valor de la instrucción que aquí se nos da, cuando se exponga dicho punto con más detalle.
Pero por lo menos queda claro que, aunque esta sea una nueva obra, enteramente novedosa y distinta de todo lo que Dios había efectuado antes, existen unos grandes principios morales que siempre permanecen, como ya se ha observado antes. En cada parte de las Escrituras, en aquello que habla de los tiempos antes de la Ley, o durante la Ley, así como ahora bajo el Evangelio, Dios es el Justo, Santo, Todopoderoso y Fiel, un Dios paciente, bueno y verdadero: todo esto permanece. Incluso aquí la diferencia es que todos estos atributos brillan ahora más gloriosamente y, en consecuencia, profundizan la revelación de Dios, además de las otras nuevas formas y obras de la gracia que antes no se expresaban, ni podían expresarse. ¡Qué manifestación de luz, cuando Cristo, la verdadera luz, brilló! ¡Qué manifestación infinita del mismo Dios en su persona! Y, ¿qué diremos de la cruz y de la muerte, de la resurrección y de la glorificación de Jesús como la manifestación de Dios?
Por ello, toda la gloria moral de Dios habita naturalmente en este nuevo hombre; pero ahora, en presencia de esta manifestación infinitamente más plena, y del cumplimiento de la redención eterna, ¿no ha de haber una correspondencia en los pensamientos y caminos de sus hijos a lo que el Dios y Padre de Cristo está haciendo? Por ejemplo, si Dios llama a alguien al puesto de siervo, hay ciertas responsabilidades que se corresponden con un siervo. Pero supongamos que estos siervos se manifiestan totalmente infieles y terminan rebelándose, y Dios dice: “No voy a aceptar más esta situación; crearé a una familia y adoptaré hijos para mí mismo; tomaré a personas, según me plazca soberanamente, sacándolas de su antigua condición, y las situaré en esta nueva posición”.
¿Qué, entonces? Es evidente que retroceder a lo que era propio de los siervos sería un criterio totalmente falso para el caso de los hijos; y así lo es, en efecto. Sobre esta base errónea, hay cristianos que se mezclan con el mundo, y se ocupan en las cosas que complacen a la carne y que dan importancia al hombre. En contraste con ello, Dios nos ha dado la verdad gloriosa de que él tiene, por así decirlo, solamente un hombre (habiéndose acabado todo con el primer Adán, con el veredicto sobre él de ruina, de estar muerto, y sepultado en la tumba de Cristo). Nosotros los cristianos pertenecemos al segundo Hombre, el Señor del cielo (1 Cor. 1). Hay «un hombre nuevo» (Efe. 2:15), no solamente en contraste con las antiguas distinciones, sino en cuanto a que une a todos, judíos y gentiles, en un único Cuerpo –su Cuerpo; porque esta es la manera en que se presenta en Efesios 2.
1.13 - Una nueva revelación que desvela un propósito eterno
La consecuencia es que necesitamos, y Dios nos da, una nueva revelación; él da nuevas instrucciones que no tenían antes ocasión ni oportunidad. Supongamos que hubiéramos tenido el Nuevo Testamento en los tiempos del Antiguo Testamento, ¿Cuál hubiera sido (no diré la valía, sino) su efecto entonces? ¡El de confundir más allá de toda medida! Un judío no hubiera sabido qué hacer con él. Hubiera podido quedar impactado por la sabiduría, belleza, santidad y amor reflejándose en todo él; pero no le hubiera podido ser posible saber cómo actuar en base de ello y conciliarlo con la Ley dada por Moisés. El Antiguo Testamento le ordenaba mantenerse totalmente apartado de los gentiles; el Nuevo Testamento le diría que unos y otros formaban un solo Cuerpo, y que todos eran uno en Cristo –que ambos tenían acceso por un mismo Espíritu al Padre. No hubiera podido conciliar ambas cosas; y no es para asombrarse: no fueron hechas para estar juntas.
Pertenecen a épocas distintas y a estados totalmente diferentes. Confundir ambas cosas ha sido una de las maneras en que Satanás ha triunfado en la iglesia profesa. ¡Ay!, la cosa no fue distinta durante los tratos de Dios con los judíos. En tanto que él estaba manteniendo su Ley, ellos la estaban quebrantando; en tanto que él estaba manteniendo la unidad de la Deidad, ellos estaban levantando ídolos y siguiendo tras los dioses de las naciones. Fueron totalmente infieles al testimonio que se les había encomendado; pero tengo la certeza de que un judío, por muy a oscuras que estuviera, y poco versado en la voluntad de Dios, hubiera percibido que las instrucciones del Nuevo Testamento eran irreconciliables con su llamamiento. Pero Dios nunca lo dio así. Cuando fue consumada la obra de la expiación, Dios fue desvelando estas nuevas relaciones de forma gradual. ¿Por qué? Porque había aparecido una nueva situación –un nuevo hombre– que no existía antes. Por consiguiente, vino de parte de Dios una nueva revelación, apropiada para sacar a luz la debida relación de los cristianos entre sí, y la operación de Dios en la Iglesia, el Cuerpo de Cristo.
1.14 - La confusión presente y la unidad del Espíritu
Permítanme señalar brevemente, antes de terminar, el efecto práctico –«solícitos en guardar la unidad del Espíritu en el vínculo de la paz». ¡Qué interés tiene este pasaje, si es que realmente se puede aplicar ante la realidad de nuestras divisiones! Consideremos por un momento el caso de un cristiano; ha sido despertado, halla paz, pero se pregunta qué es lo que tiene que hacer. ¡Cuán ciertamente ha sido esto cierto de nosotros, habiendo quedado confusos en tales circunstancias! Podemos haber conocido muy poco de la Palabra de Dios; pero con todo hallábamos dificultades para conciliar aquella Palabra con lo que veíamos a nuestro alrededor –especialmente una palabra como esta: «solícitos en guardar la unidad del Espíritu». Pero se trata en verdad de un camino llano y humilde. No tengo nada que hacer en lo que respecta a hacer la unidad; no tengo que establecer algo, ni unirme a lo que otros hagan. ¿Qué, entonces? Tengo que mostrar diligencia en guardar la unidad del Espíritu. En otras palabras, Dios el Espíritu Santo ha hecho una unidad; y la misión del creyente es la de observar esta unidad –la de guardarla. ¡Qué alivio más asombroso para un alma humilde, que siente su capacidad de equivocarse, en peligro por una parte de ser demasiado abierto, o demasiado cerrado por la otra!
¿Qué es la unidad del Espíritu? ¿Dónde empieza y termina? ¿Cuál es su naturaleza y carácter? Las Escrituras nos dicen que él ha establecido una unidad entre los hombres, aunque aparte de y por encima de ellos. ¿Cuál es esta unidad? La respuesta es: Está en la Iglesia, que Dios ha constituido como el Cuerpo de Cristo. ¡Qué consuelo para el creyente, que tenga que guiarse sencillamente por la Palabra de Dios acerca de dónde se encuentra la unidad del Espíritu! ¿Pero cómo? Vengo a un lugar, y me encuentro indeciso acerca de adónde ir. ¿Dónde encontraré la unidad del Espíritu de Dios? ¿Cómo la reconozco? Dios ha dejado indicadores; él ha dado una luz clara y distintiva en su Palabra. Investigo y veo que él está reuniendo en uno a todos los hijos de Dios; los reúne al nombre de Cristo, asegurándoles que, allí donde ellos estén así reunidos, él está en medio de ellos. Sin Cristo, nunca encontraré la clave de ninguna dificultad espiritual. ¿Busco acaso la mera unidad de los cristianos? Sin Cristo, se trata de un engaño y un gran peligro. Cristianos –¿Dónde no los voy a encontrar? ¿En qué sima de error no se puede descubrir a algún extraviado hijo de Dios? Si voy en búsqueda de los hijos de Dios, puedo fácilmente hallarlos en esta o aquella forma de mundanidad; puedo encontrarlos descuidados aquí, cerrados y fanáticos allá; puedo hallarlos reunidos según unas normas humanas, y con unos objetivos totalmente irrelevantes; puedo oírlos levantando nombres de personas, ciertas doctrinas especiales, puntos de vista predilectos, como sus centros de unión. ¿Es esta la unidad del Espíritu? ¿Cuál es, entonces, su unidad, y cómo se tiene que guardar? Es aquella que él forma para la gloria de Cristo.
Naturalmente, los que componen la unidad son cristianos; pero el guardar esta unidad no reside en el hecho desnudo de que ellos sean cristianos, sino en que se hallan reunidos hacia Cristo –reunidos no alrededor de su presencia corporal, sino a su nombre, ahora que él está en el cielo; aunque no tienen por ello menos de él, sino más al contar con su presencia entre ellos, aunque invisible, fiel a su propia palabra. Si me aíslo a mí mismo de allí donde me pueda reunir sobre esta base, soy indiferente a aquello que fue un propósito de la muerte de Cristo (Jua. 11:52), y estoy quitándole todo su valor a la unidad del Espíritu; si le doy su valor a lo primero, y soy diligente en guardar lo segundo, me reuniré sobre aquel terreno, y no sobre otro diferente. Es indudable que hay muchos miembros de Cristo ahora en otras partes, que debieran estar sobre este terreno, lo mismo que aquellos que están reunidos a aquel nombre; pero ¿me tengo que mantener apartado yo, conociendo la voluntad de mi Señor, debido a que otros no lo vean, o son desobedientes si lo ven? ¿Tengo que decir que su voluntad no se puede cumplir?
1.15 - El cristiano frente a la ruina del testimonio
Ahí recae parte de la ruina de la cristiandad; ahí tenemos este hecho doloroso, que Satanás ha emprendido oponerse a aquello por lo que Cristo murió, y que ha conseguido sus objetivos. No nos asombremos de esto, porque todo lo que Dios emprende es puesto en primer lugar en manos del hombre, que es responsable de usarlo para Él. Doloroso es decirlo, este es el resultado –la total ruina del hombre; y no habrá cura para ello hasta que Jesús vuelva otra vez. Además, habrá entonces otra prueba sobre el hombre –para ver si usa la venida y el reino de Jesús para la gloria de Dios; y el final del milenio demostrará que, como fue antes, así sucederá entonces. No obstante, la fe vence en todo tiempo. Mirad que os aferréis a la verdad. Que nadie os prive de las bendiciones que Dios ha dado, y a las que os llama a gozar. Fundada sobre la cruz, unida por el Espíritu a Cristo, esperando su regreso, la Iglesia es el fruto precioso de la gracia de Dios.
Después de que su pueblo se apartara del poder de esta gran verdad, e incluso dejara que se le escapara de las manos la forma misma de esta gran verdad, él de nuevo la ha vuelto a presentar ante ellos. No puedo dudar de que su recuperación, en cualquier medida, ha sido concedida por Dios en vista del pronto regreso del Señor. De otra manera, ¿cómo explicar que Dios se haya complacido en volver a llamar a la esposa para que se disponga, por así decirlo, para la llegada del Esposo, exponiendo de una manera señalada aquella masa de testimonio celestial que había sido despreciado, abandonado y olvidado? ¡Felices son los que no solamente se inclinan para recibir la gracia de Dios en este testimonio, sino que además mantienen fielmente el tesoro! «Vengo pronto; retén firme lo que tienes, para que nadie tome tu corona» (Apoc. 3:11). Tengan la certeza, hermanos, de que nos hallamos en el mismo peligro, en el que siempre estuvieron los hombres, de dejar que se nos arrebate de las manos lo que Dios nos ha dado; y que Satanás ponga en acción todo el ingenio que pueda imaginar para arrastrarnos –aprovechándose de nuestros descuidos, dificultades, pruebas, o cualquier cosa que nos pueda abrumar hasta lo máximo– no solo debido a que nos odia, sino a que odia a Cristo y su verdad.
Pero, ya que el Señor ha tenido la gracia de volver a suscitar un testimonio a su persona, a su obra y a su gloria celestial, así yo os ruego y apremio, especialmente a los más jóvenes de mis hermanos y hermanas que leen esto –a todos los que no hayan sentido su fuerza y valor– más particularmente a ustedes que habéis sido criados desde vuestras percepciones más tempranas de la verdad, criados dentro, por así decirlo, y no habiendo tenido que dejar nada afuera, a un coste comparativamente pequeño, y que no han conocido (como otros sí) el desgarramiento de muchos lazos, con una profunda obra de disciplina en el corazón, adquiriendo gradualmente la conciencia de la verdadera condición de la cristiandad– os apremio a todos ustedes a que estén vigilantes, no sea que Satanás os guíe, de alguna forma insidiosa, a apartaros de la única roca divinamente sólida en medio de las mareas crecientes de apostasía.
Lo admito plenamente, que todos los que son introducidos en este glorioso lugar, el Cuerpo de Cristo, deberían andar y comportarse como es digno de tal posición. Es una profunda vergüenza que no haya una mayor devoción que la que existía antes de que esta medida adicional de luz amaneciera en nuestras almas; no solamente vergüenza nuestra, sino un serio obstáculo para la verdad, y un reproche a la gracia de Dios que la reveló, y que introdujo en ella a nuestras almas, que después de ello haya una manifestación tan indigna de su poder. Pero ¿cómo vamos a actuar, entonces? ¿Tenemos por ello que dejar de lado la verdad, o dudar de ella? ¿Acaso deberíamos en nuestra infidelidad dejar a un lado la llana Palabra de Dios que nos condena, y pasar a ocupar un terreno inferior sobre el que podamos descansar de una forma más cómoda y consistente? ¿Tenemos que ceder a aquello que tan a menudo ha buscado la mente carnal, y donde tan menudo ha caído –el establecimiento de otros centros que Cristo, y de otro ministerio que el del Espíritu? ¿Debemos abandonar el único lugar y principio que permite el Nuevo Testamento para los miembros del Cuerpo de Cristo, con la excusa carente de fe de que el camino conforme a esta luz celestial es impracticable en un mundo como en el que estamos? Está más allá de toda duda que hay dificultades y peligros que no son ni pocos ni pequeños al mantenernos en este camino. Es bien cierto que hay una constante necesidad de negarse a sí mismo, si se tiene que recorrer este camino con Dios.
1.16 - La experiencia en el terreno divino
Pero ¿cómo vamos a juzgar, si no es mediante la Palabra de Dios? ¿Estamos acaso dispuestos a abandonar su Palabra como nuestra única norma de juicio? Ahora bien, en tanto que naturalmente esta Palabra condena profundamente las faltas de aquellos que tienen tanto privilegio de parte de Dios, no solamente introducidos en la unidad del Espíritu, como lo son todos los santos, sino introducidos en el conocimiento consciente y en la fe de esto mismo; y en tanto que los fracasos por parte de ellos son en un cierto sentido más inexcusables que los de otros, con todo ello, por lo menos estos están justificando a Dios, a su Palabra y a su Espíritu de una manera humilde.
Tomando nuestra posición sobre esto, que nadie debe gloriarse sino en el Señor, descubriremos (y también de una manera dolorosa) que somos traídos a este lugar para aprender nuestras faltas como nunca las conocimos –las faltas de otros como nunca las sospechamos. Podemos asombrarnos ante los múltiples y diversos fracasos, pruebas, escapes a duras penas y ocasiones de profunda vergüenza; Pero ¿cómo es que todo esto se ve y se siente de una manera tan profunda? ¿Debido a que este no es el terreno de la Iglesia? ¡No, más bien porque sí lo es! Y una de las cosas que más consuelo puede dar a nuestra fe en aquello que más naturalmente la pudiera confundir es, que aprendemos el valor presente y permanente de las Escrituras como nunca lo habíamos conocido antes. Tomemos todos los caminos de Dios en disciplina: Estos no contaban en tanto que estábamos mezclados con la iglesia mundana, pero ¡cuán preciosos, provechosos e indispensables cuando tratamos de guardar la unidad del Espíritu! Tomemos de nuevo todas las advertencias en cuanto al mundo: a duras penas podíamos saber de qué se trataba. ¿No es con los cristianos una constante cuestión de qué es el mundo? ¿Y no es la respuesta que nos dan la prueba de una influencia insospechadamente cegadora? Tienen siempre alguna cosa u otra que evitan hacer, y a esto le llaman el mundo. Pero en el momento en que contemplamos el Cuerpo de Cristo, el mundo adquiere un significado llano: si nos damos cuenta de qué es estar entre los que están «adentro», aquellos de «afuera» no constituyen ya más que una cuestión vaga e incierta.
1.17 - El lugar del cristiano
No temamos entonces dejarlo todo por el honor de Dios en este mundo; esperemos en él por la gracia, a fin de poderlo sobrellevar todo antes que serles infieles. Puede que solamente haya 2 o 3; pero si estos 2 o 3 consideran el Cuerpo de Cristo, no dejando a nadie fuera excepto por Su voluntad revelada, no por ningunos sentimientos que puedan ellos tener, es lo único que hay en este mundo egoísta que sea o haya sido jamás divinamente amplio, por lo que a los hombres concierne.
No quiero con ello decir que nadie que blasfeme de Cristo, o que se tome a la ligera a los blasfemos en sus hechos, si no en sus palabras, debiera ser aceptado. «En su consejo no entre mi alma, ni mi espíritu se junte en su compañía» (Gén. 49:6). Es vano argumentar que la unidad del Espíritu pueda tomar tan a la ligera a Cristo y su gloria. No digo que individualmente personas así no sean de Cristo. Sabemos lo que Satanás puede hacer incluso con uno que realmente ame al Señor –cómo le puede hacer caer en un lazo para que niegue a su Señor, y ello incluso con juramentos; pero ¿quién lucharía por justificar tal pecado, o por tener comunión con el culpable, hasta que este pecado fuese repudiado?
Repito, entonces que, si hay solamente 2 o 3, y si tratan de «guardar la unidad del Espíritu en el vínculo de la paz», con ellos está mi lugar como cristiano. Mi corazón debiera abrirse a cada cristiano en cualquiera que sea su circunstancia, sea nacionalista, independiente, o, si los hay, en el papismo; mi corazón debiera salir tras ellos, a pesar del error y del mal –más bien debido a estas cosas, en intercesión. Pero entonces, ¿tengo que dejar a un lado la observancia estricta de la unidad del Espíritu? ¿Tengo que seguirlos y unirme a ellos en aquello que conozco que es contrario a las Escrituras y pecaminoso, debido a que hay uno o muchos cristianos allí? ¡De cierto que no! Debiéramos conseguir que salieran con y para el Señor.
¿Cómo se tiene que hacer esto? No lanzándonos nosotros al fango, sino por el contrario tomando resueltamente nuestra posición sobre la roca afuera de él; y buscar desde allí gracia de parte de Dios a fin de que, mediante la manifestación de la verdad en cada conciencia, y mediante la fidelidad a la luz de Cristo en la Palabra, y apremiando también a la responsabilidad de andar como Cuerpo de Cristo a sus miembros, ellos puedan volverse del error de sus caminos. Nunca negando que sean miembros del Cuerpo de Cristo; más bien recordándoles este mismo hecho y su suma importancia y solemnidad –que ellos son miembros de Su Cuerpo: ¿Por qué, pues, debieran ellos dar valor a ningún otro cuerpo? Si son miembros de este un Cuerpo, ¿por qué no admitirlo, y reconocerlo siempre, y nada más? Si pertenecen a la unidad del Espíritu, ¿por qué no son solícitos en guardarla? Dios está ahora suscitando una cuestión, no entre el papismo y el protestantismo, sino acerca de la negación que la cristiandad hace de la Iglesia de Cristo, su Cuerpo.
Nuestra ocupación no debe ser la de originar una iglesia, presente ni futura, sino la de adherirnos a la Iglesia que Dios ha hecho, y por consiguiente, confesar el pecado de todas las rivales –repudiarlas y salir de ellas. Apartemos de nosotros toda invención humana en las cosas de Dios, y guardémonos de ídolos. En todo tiempo la Palabra de Dios llama a sus hijos a someterse a Sí mismo y a su voluntad. ¿Estamos actuando así? Por una parte: «Si sabéis estas cosas, dichosos sois si las hacéis» (Juan 13:17); por la otra, «el que sabe hacer el bien y no lo hace, para él es un pecado» (Sant. 4:17). Ciertamente, si hay una cosa más que otra en la que la voluntad humana constituye pecado de una manera más evidente, es en aquel lugar en el que Dios exalta al Señor Cristo; allí donde él ha enviado al Espíritu Santo a fin de que él sea la fuente de poder en la obediencia de los suyos.
Aunque esta es meramente una conferencia introductoria, y que por ello no se supone que vaya ahora a entrar en todas las pruebas –sino como solamente echando una especie de fundamento para los temas que esperamos tratar, con todo esto espero haber dicho lo suficiente para poner en claro, incluso a los menos instruidos que me estén leyendo, la inmensa importancia de buscar en Dios la conciencia de que no son solamente santos, sino cristianos, descansando sobre la base de la redención, unidos a Cristo, y responsables de actuar como miembros de su Cuerpo, diligentes en mantener la unidad del Espíritu y ninguna otra en este mundo. Esta es una obligación divina superior a ningunos cambios en el estado de la Iglesia aquí abajo. No se trata de una cuestión de números, de cantidades de personas, sino de un deber siempre vinculante, aunque haya solamente 2 o 3 que vean la verdad.