Índice general
4 - La adoración, el partimiento del pan y la oración (Juan 4:10-24)
La Iglesia de Dios
4.1 - Introducción
La primera parte y la más importante del tema que tenemos ahora ante nosotros es la adoración. Esto nos atañe más que ninguna otra cosa, debido a que es lo que toca más de cerca al mismo Dios; y estoy convencido de que este es el verdadero criterio, así como el más seguro y el más saludable para nuestras almas. Es indudable que el partimiento del pan puede incluirse en la adoración, pero demanda una consideración por separado, al ser de una naturaleza compleja y teniendo un aspecto distintivo hacia los santos mismos, en tanto que la adoración, como tal, se dirige esencialmente hacia Dios. Además, parecía acorde con su importancia darle un lugar propio, por cuanto proporciona de una manera impresionante, y en un acto que ocupa a todos los corazones, aquello que trae a nuestras almas la más profunda y solemne revelación de la santidad y gracia divinas en la muerte del Señor, en presencia de la cual todos hallan su nivel, todos reconocen lo que eran sin su preciosa sangre, lo que ahora son en virtud de ella, y por encima de todo lo que es Aquel que murió en expiación por ellos, a fin de que ellos le recuerden –y ello para siempre– en una paz agradecida y en adoración.
4.2 - Los requisitos para la adoración
El pasaje que hemos leído expone no solo que la adoración forma una parte bendita, elevada, y sumamente fructífera de la vida cristiana, sino que además el Señor mismo la pone en contraste con aquello que Dios había pedido en el pasado. Así como en ocasiones anteriores nos ha servido de ayuda considerar los caminos de Dios en el pasado para ver con mayor claridad las nuevas revelaciones de Dios en el Nuevo Testamento, así veremos lo mismo en el tema de la adoración.
Ante todo, dejemos sentado que es necesario un cierto estado del alma para la adoración. Dios busca la adoración de sus hijos, y se trata de un deber en el que todos ellos tienen un interés directo e inmediato; pero hay una base necesaria tanto por parte de Dios como de ellos, para que pueda haber una adoración real y propiamente cristiana. Así era con respecto al un Cuerpo, la Asamblea de Dios, y al don del Espíritu Santo. Si existe un ámbito en el que la intrusión de la voluntad humana sea a la vez un pecado y una vergüenza, es cuando esta se entromete en la adoración de Dios. Y, sin embargo, ¿hay acaso algo que se haga más frecuentemente y con menos conciencia? ¿Hay acaso un acto en el que el hombre se exalte más a sí mismo, e ignore de forma más palmaria al Espíritu de gracia? Que nadie suponga que esto sea hablar con una severidad excesiva. ¿Se puede hablar acaso con excesiva severidad en contra de una interferencia que engaña al mundo, que contamina a la Iglesia y que oculta la gloria moral de Cristo? Desde un falso fundamento o, mejor dicho, sin fundamento alguno, el hombre está constantemente deshonrando activamente a Dios, y esto frente a la más brillante manifestación que él haya hecho de sí mismo, porque es en su Hijo. Si en verdad Dios ha hablado y actuado así, entonces tenemos a Dios plenamente revelado; y sería necesario tener a alguien superior al Hijo de Dios a fin de hallar una revelación más brillante y plena que la que tenemos en Cristo.
Esta es pues la fuente de todas nuestras esperanzas y de toda nuestra bendición, y la base sobre la que procede la adoración cristiana. No obstante, aunque sea totalmente esencial para la adoración cristiana que haya una perfecta revelación de Dios en Cristo, esto, por infinito que sea, no es suficiente. Hay una necesidad por parte del hombre que tiene que ser suplida según la gloria divina. Dios no ha dejado de revelarse plenamente a sí mismo; nada ha dejado sin hacer; nada ha hecho que no sea absolutamente perfecto; y todo esto es así de forma que no es preciso que haya dudas ni cuestiones acerca de ello.
Es indudable que hubo un desarrollo gradual de la mente, voluntad y gloria de Dios; desde luego, creo que podríamos decir que él no hubiera podido expresar todo lo que estaba en su mente hasta que dio a su Hijo. Pero ahora que el Hijo de Dios ha venido, podemos decir sin presunción alguna, como creyentes: «Nos ha dado entendimiento para que conozcamos al verdadero». De hecho, tendríamos que dejar deliberadamente de lado o desobedecer maliciosamente lo que Dios nos ha dado a fin de que él pudiera ser conocido, si no dijéramos confiadamente: «conozcamos». ¿No es una cosa magnífica y grande en un mundo oscuro como este que Dios prepare, incluso para sus niños, un lenguaje como «conozcamos»? Sí, y él querría que nosotros probásemos la verdad de esta palabra «conozcamos», no solamente acerca de nosotros, sino de él mismo. Es una gran cosa tener un libro divino en el que podemos, conducidos por el Espíritu, mirar hacia atrás en el pasado, hacia adelante en el futuro, dentro del laberinto del presente, y decir, acerca de todo: «conozcamos». Es infinitamente más y mejor que podamos decir con humildad y verdad: «Nos ha dado entendimiento para que conozcamos al verdadero; y estamos en el verdadero, en su Hijo Jesucristo» (1 Juan 5).
No se trata aquí de hasta qué punto pueda haberse desarrollado la inteligencia en el hijo de Dios. Evidentemente, se da el desarrollo en el conocimiento; pero junto con esto tenemos que defender también la gran bendición y verdad fundamental de que cada alma que Dios ha traído a sí mismo tiene una unción del Santo y conoce todas las cosas. Ahora bien, la posesión de esta capacidad divina va mucho más allá de ninguna medida de diferencia que pueda haber en el desarrollo práctico. Naturalmente que existen tales diferencias, y existe por tanto lugar para el ejercicio de una mente espiritual, e indudablemente el Espíritu de Dios actúa a través de la verdad sobre nosotros a fin de que podamos progresar. Pero luego podemos descansar confiados, al pensar en los hijos de Dios, que, estén donde estén, quizá en las circunstancias más irregulares, Dios les ha dado una nueva naturaleza, una naturaleza capaz, por el Espíritu, de comprender, apreciar y gozar de él. Todo el tiempo pasado aquí es o debiera ser tan solo la época de crecimiento. Es la escuela en la que tenemos que aprender la verdad en la práctica; pero, con todo, se trata de la aplicación y de la profundización en nuestras almas de aquello que ya tenemos en la gracia de Dios. «No os he escrito porque ignoréis la verdad», dice el apóstol, «sino porque la sabéis, y ninguna mentira procede de la verdad» (1 Juan 2). Esta es la porción de cada hijo de Dios.
Pero este mismo privilegio indica el gran requisito esencial del hombre para ser adorador. El hombre, como tal, a no ser que nazca de Dios, es incapaz de adorar a Dios –no más capaz de ello que un caballo sea capaz de entender ciencia o filosofía. Niego enteramente, y en principio, que haya ninguna capacidad en el hombre, tal cual él es naturalmente, para adorar a Dios. Tiene que ser una nueva creación en Cristo; necesita poseer una nueva naturaleza que sea de Dios para poder comprender o adorar a Dios. No que el simple hecho de la vida eterna, que cada hombre recibe al creer en el Hijo de Dios, dé por sí sola la aptitud para adorar; pero tampoco Dios la da sola. Él ha proveído de otros medios de la mayor importancia, y los ha concedido no solamente a algunos, sino a todos sus hijos. No obstante, y es lamentable decirlo, en muchos casos puede estorbarse la manifestación y el goce de esta inmensa gracia. Puede que sea apenas posible discernir o bien la capacidad divina, o bien el poder de la adoración. Pero siempre tenemos derecho a contar con el Señor, con la infalible verdad de su Palabra, y con la plenitud de su gracia.
Si Dios ha dado una nueva vida a sus hijos, y los ha reconciliado consigo mismo mediante Aquel que ha llevado los pecados de ellos sobre su propio cuerpo en la cruz, ¿para qué fin se ha llevado a cabo esta obra? Indudablemente para su propia gloria y debido a su propio amor; pero es como una parte de esta gloria y como una respuesta a su amor que él llama ahora a sus hijos a alabarlo, así como a servirlo. Y tenemos ante nosotros precisamente la consideración de esta cuestión –la adoración cristiana, que precisa del don del Espíritu Santo tanto como pueda precisarlo la Asamblea o el ministerio– una parte del homenaje de los hijos de Dios, y una respuesta de corazón que Dios reclama de todos los que son suyos.
4.3 - El motivo de la adoración
Así, el primer gran requisito para el hombre para poder adorar como cristiano es que haya nacido de Dios como objeto de su gracia en Cristo, y que reciba al Espíritu Santo para que habite en él. El Señor enseña este principio en la respuesta que le da a la mujer samaritana: «: Si conocieras el don de Dios, y quién es el que te dice: Dame de beber; tú le habrías pedido a él, y él te hubiera dado agua viva». Ahí tenemos, por así decirlo, la base de la adoración –«Si conocieras el don de Dios». No se trata de la Ley, por mucho que procediera de Dios mismo, aunque ella no conocía la Ley como los que estaban bajo ella; porque los samaritanos eran un pueblo mestizo, gentiles en realidad, aparentados a los judíos en profesión y en forma. Pero incluso si hubiese habido el conocimiento de la Ley de Dios en toda su plenitud, no distorsionada ni corrompida por el hombre, lo cierto es que no hubiera hecho apto a nadie para la adoración según Dios (vean Juan 4:10). Pero la palabra era: «Si conocieras el don de Dios» –su libre don; si conociera a Dios como Dador– que él está actuando según su rica generosidad y amor. Esta es la primera verdad. Pero, en segundo lugar: «Si conocieras… quién es el que te dice: Dame de beber; tú le habrías pedido a él, y él te hubiera dado agua viva».
Durante todo el tiempo que Dios dio su sanción a la Ley como sistema, él habitó en espesas tinieblas; esto es, no se revelaba, sino que, por así decirlo, se ocultaba. Pero cuando el Hijo único reveló al Padre, Dios no ocupó ya más la posición de acreedor del hombre, que era necesariamente la forma en que la Ley presentaba su carácter. Naturalmente que este carácter era recto, justo y bueno, como el mandamiento mismo; y el hombre hubiera debido inclinarse y haber correspondido a su demanda. Pero el hombre era pecador; y el efecto de apremiar la demanda fue el de exponer con más claridad aún los pecados del hombre. Si la Ley hubiera sido la imagen de Dios, como algunos teólogos ignorantes y perversos enseñan, el hombre se hallaría perdido y dejado a un lado sin remedio. Pero esto está lejos de ser verdad. La Ley, aunque procede de Dios, ni es Dios ni un reflejo de Dios, sino solamente la medida moral de lo que el hombre pecador debe a Dios. Dios es luz; Dios es amor; y si el hombre se halla en lo más profundo de la necesidad, él da libre y plenamente, como corresponde a Su naturaleza. Ciertamente, esto es lo que sale de él, y lo que es su deleite. «Más dichoso es dar que recibir» (Hec. 20:35). Sería cosa extraña que Dios fuese defraudado de aquella que es la más bendita de las 2 cosas. Según la Ley él hubiera debido ser un receptor, si el hombre no se hubiera arruinado. En el Evangelio él es inequívocamente el Dador y lo que es más, un Dador de lo mejor de lo suyo a aquellos cuyo único merecimiento es la destrucción eterna. Pero esto deviene posible solo a través de la gloria y de la humillación del Hijo de Dios, descendiendo y sufriendo hasta lo indecible por los pecadores.
De qué manera tan hermosa y verdadera dice entonces el Señor: «Si conocieras el don de Dios, y quién es el que te dice: Dame de beber; tú le habrías pedido a él, y él te hubiera dado agua viva»: en otras palabras, si ella hubiera conocido la gracia de Dios y la gloria de Aquel que hablaba libremente con ella, ella hubiera buscado y hallado todo lo que anhelaba. Poco sospechaba ella quién era Aquel hombre humilde a quien tenía solamente por un judío, aunque se asombrase de que un judío pudiera ser tan solícito y rebajarse ante una mujer samaritana. Bien poco se imaginaba ella que se hallaba ante el Señor Dios del cielo y de la tierra, el único en el seno del Padre. Si ella hubiera sabido tan solo un poco de esto, le hubiera pedido y él le hubiera dado agua viva. Por esta «agua viva» se comprende el Espíritu Santo. Así, en este versículo tenemos, de una u otra manera, mencionada la Trinidad. La propia gracia de Dios es el primer pensamiento, la fuente; tenemos a continuación la gloria de la Persona del Hijo, y su presencia en humillación entre los hombres en la tierra; finalmente el Hijo, conforme a su propia gloria, da agua viva –el Espíritu Santo– a las almas sedientas y necesitadas. ¿Es acaso preciso decir que nadie sino una persona supremamente divina podría impartir tal bendición?
Aquí tenemos, pues, el testimonio de parte de nuestro Señor Jesús de las bases necesarias para la adoración cristiana: ante todo, la revelación de Dios que tenemos en el Evangelio, en contraste con la Ley –Dios en su gracia; en segundo lugar, el Hijo que desciende en perfecta bondad, y dispuesto a ser el deudor del hombre en algo sin importancia con el fin de que él pudiera bendecirle en lo más grande mediante un amor que puede ganar a los más descuidados y endurecidos. Y, en tercer lugar, el don del Espíritu Santo. ¡Qué no será la adoración cristiana en su verdadero carácter y objeto en la mente de Dios, si son necesarias todas estas cosas a fin de que pueda existir! Por sí misma presupone de parte de Dios una revelación plena de lo que él es en su propia naturaleza y en su gracia hacia el hombre. Presupone que el Hijo ha venido entre los hombres en amor para hacer efectiva esta revelación quitando el pecado mediante el sacrificio de sí mismo. Supone también que el corazón, despertado a sus verdaderas necesidades, ha pedido y recibido del Señor el agua viva, el Espíritu Santo, no solamente como el agente de la vida y de la renovación, sino como un manantial interior de refrigerio continuo, saltando para vida eterna.
4.4 - El carácter de la adoración
Por consiguiente, algo más adelante de este capítulo tenemos una instrucción más desarrollada acerca de este tema, aunque hemos visto su fundamento en el versículo 10.
La mujer, al sentir tocada su conciencia, y sintiendo que estaba en presencia de un profeta, aunque no reconociera en él aún al Mesías, le expuso sus dudas religiosas para que les diera solución, con la certeza de que él traía la verdad de Dios –«percibo que eres profeta» (v. 19). Observemos de pasada que el concepto esencial de un profeta, tanto en el sentido del Antiguo como del Nuevo Testamento, es que lleva la conciencia directamente ante la presencia de Dios, para que así su luz se derrame sobre el alma. Hubo muchos profetas que predijeron poco, pero no por ello fueron menos profetas. Así, al encontrarse en presencia de uno que podía anunciarle la verdad de Dios, ella anhela recibir respuesta a las dudas que tenía en su alma. Se dirigió a él con aquello en lo que en toda época y en todas partes ha tenido y debe tener un interés máximo y sin rival. El mundo mismo, ciego y muerto, no luchará por nada con mayor intensidad que por su religión. Había diferencias entonces, como ahora. «Nuestros padres adoraron en este monte, y vosotros decís que en Jerusalén está el lugar en donde se debe adorar». El Señor le dice solemnemente: «Mujer, créeme que viene la hora cuando ni en este monte ni en Jerusalén adoraréis al Padre». La reprende también: «Vosotros adoráis lo que no conocéis; nosotros adoramos lo que conocemos; porque la salvación es de los judíos». Es evidente que fuesen cuales fuesen las esperanzas de salvación prometidas a los judíos, estas se basaban en su fe en Cristo. Pero, en tanto que él vindica la posición (que no la condición) de los judíos, proclama también el amanecer de un día más radiante: «Pero la hora viene, y ahora es, cuando los verdaderos adoradores adorarán al Padre en espíritu y en verdad; porque también el Padre busca a los tales para que le adoren a él» (vean Juan 4:17-23). Él podía hablar con una claridad y poder tan grandes debido a que él mismo era el Hijo en el seno del Padre, y tenía derecho, en virtud de la gloria de su Persona, a introducir una adoración apropiada a su propio conocimiento íntimo y revelación perfecta del Padre.
A continuación, se expone el carácter pleno y distintivo de la adoración según Dios. Se da a conocer a Dios como un Padre que llama y adopta hijos; más aún, que está buscando adoradores. En esto aparece la plenitud del amor divino que procede de y es para el cielo. En Israel, los hombres tenían que buscar a Jehová, y ello mediante unos ritos y unas rígidas ceremonias cuidadosamente prescritas; solo así podía el pueblo elegido presentarse en su adoración y comparecer ante Dios. A pesar del cuidado más estricto, nadie podía comparecer delante de la misma presencia de Dios –ni siquiera el mismo Sumo Sacerdote; y si a él le hubiera sido posible allegarse y quedarse cerca, no hubiera sido ante Dios revelado como Padre. Dios no era más Padre para Aarón, Finees o Sadoc que lo era para el último miembro de la más oscura tribu de Israel. En aquel tiempo Dios no se manifestaba de esta manera. Pero ahora estaba viniendo la hora, y en principio había llegado, en que el Padre estaba buscando adoradores. El sistema judío había sido juzgado y hallado falto, y estaba ahora sentenciado. Ante Dios, el santuario terreno ya estaba caído, y Cristo era el verdadero templo. El Hijo de Dios había venido, y esto no podía por menos que cambiar todas las cosas –no había venido solamente a enseñar, sino a cambiarlo todo. No es extraño entonces que hubiera, en y por su presencia, una nueva y plena manifestación de Dios, una declaración del nombre del Padre. Aquí Cristo da a conocer lo nuevo en este punto de vista: cómo tenía que desaparecer la adoración terrenal, no meramente en el monte Gerizim, sino incluso en Jerusalén; que a partir de ahora se trataba de una cuestión de adorar al Padre, y esto en espíritu y en verdad; porque, maravilloso es decirlo, ¡el Padre estaba buscando a los tales que le adoraran!
¡Qué verdad! ¡Dios el Padre saliendo en su propio amor eterno, creador, en busca de adoradores! Naturalmente, él estaba cumpliendo esta obra mediante su Hijo y en la energía del Espíritu Santo. Con todo, este era el principio, en contraste directo con la naturaleza y el judaísmo –que el Padre buscara adoradores. No solamente se trataba de un carácter enteramente nuevo de adoración, apropiado a la nueva revelación de Dios, y demandándola, sino que necesariamente apagaba totalmente las antiguas lámparas del santuario todavía reconocido del judaísmo. No solamente quedaba condenada más que nunca la adoración falsa de Samaria, sino que el resplandor del cielo, ahora brillando libremente, eclipsó los débiles rayos que en Israel tenían la misión de hacer que por lo menos se pudieran apreciar las tinieblas, y mantener un testimonio de la luz que iba a venir. Lo que había sido reconocido y utilizado temporalmente por parte de Dios estaba ahora pasando a ser algo sin valor y un estorbo; y, como sería de esperar, Dios introdujo con toda justicia el inmenso cambio. Hasta este momento el hombre había estado bajo prueba. El judío, como muestra de hombre elegido y favorecido, estaba siendo probado: ¿Y cuál fue el resultado? La cruz y la vergüenza del Señor Jesucristo. Rechazaron y mataron a su propio Mesías, sin darse verdaderamente cuenta de que él era Jehová Dios, sobre todo, bendito para siempre.
En justicia, por ello, y después de un largo ejercicio de paciencia, los judíos fueron puestos de lado. Tal fue el desarrollo moral de los caminos de Dios. No había nada arbitrario, como tiene que ver y sentir en el acto cada uno de los que creen lo que Dios declara en su Palabra con respecto al desprecio del Mesías por parte de Israel. En la vida y en el ministerio de Cristo hubo una manifestación de tal gracia y paciencia como jamás se había testificado, ni tan solo concebido, en la tierra. Pero ahora había llegado el fin ante Dios. Con su conducta, los judíos estaban rompiendo los últimos lazos que un pueblo en la carne pudiera tener con Dios. Al rechazar a su Mesías se rechazaron a sí mismos. Pero cuando la cruz constituyó un hecho, y la redención fue consumada, cuando Jesús fue levantado de entre los muertos, la gracia y la verdad que habían venido con él brillaron en su obra en la cruz, y la abundante redención, ahora no prometida, sino cumplida, fue dada a conocer por el Espíritu Santo. Por consiguiente, aquellos que creyesen quedaban capacitados para adorar al Padre. No se trataba meramente de que tuvieran fe en el Mesías, porque esta fe ya la tenían cuando él estaba aquí. Se trataba, ahora que tenían redención en él por su sangre, el perdón de los pecados; ahora que Cristo había dado a conocer a Dios como su Padre y el Padre de ellos, su Dios y el Dios de ellos (y esto en el poder y en la presencia del Espíritu Santo enviado del cielo), podían entrar en el Lugar Santísimo, y adorar en verdad al Dios verdadero; podían decir, no solamente mediante el Señor Jesús, sino con él: «¡Abba, Padre!» (vean Gál. 4:6).
No solo era necesaria la vida espiritual y la redención, sino que también se precisaba del Espíritu Santo; y por consiguiente el Señor añade aquí que «Dios es espíritu; y los que le adoran, deben adorarle en espíritu y en verdad» (v. 24). Señalemos la diferencia del lenguaje. Cuando él habla de su Padre buscando adoradores, se trata de la pura gracia que surge libremente; se trata de él que está buscando. No se trata meramente de que acepte la adoración de su pueblo, sino de que él busca adoradores. Pero recordemos que nuestro Padre es Dios. Es una cosa que fácilmente se olvida, por extraño que resulte decirlo; pero esto surge de nuestra carnalidad, y no de nuestro privilegio que tenemos, en su misericordia infinita, de ser hechos cercanos a él, que no debiera en ningún grado atenuar, sino incrementar y fortalecer nuestro sentido de su Majestad. «Dios es Espíritu», dice él; «y los que le adoran, deben adorarle en espíritu y en verdad». Hay aquí una cierta necesidad moral de la que no se puede prescindir. La verdad es que Cristo está creando, en tanto que la Ley nunca lo hace. La Ley mata; ¿qué otra cosa pudiera o debiera hacer a criaturas pecadoras? Sería una Ley mala si nos dejara tranquilos. Si yo merezco morir como hombre culpable responsable ante Dios, entonces, digo yo, la Ley es justa, santa y buena en condenarme. Es la función exclusiva del Salvador el de darme vida, y no esto meramente, sino de darme vida mediante su muerte y resurrección, sin pecado, en raíz o fruto, para que yo pueda estar en él en posesión de una nueva naturaleza, completamente liberado por gracia de la miseria, culpa, poder y condenación del viejo hombre.
Este es el lugar de cada cristiano. Estos son los elementos sencillos, pero de la mayor bendición, de su vida y de su posición ante Dios; pero, como son inseparables del don del Espíritu Santo, así él es absolutamente imprescindible para que podamos adorar a nuestro Dios y Padre; y él es dado para este y otros propósitos. Así vemos qué significa el agua de vida. «El que beba del agua que yo le daré, nunca más tendrá sed; sino que el agua que yo le daré será en él una fuente de agua que brota para vida eterna» (v. 14). Es el Espíritu Santo dado por Cristo para que esté en el creyente; sin él no puede haber poder de adoración. Pero él ha sido dado, y la hora de la adoración cristiana verdadera ha llegado ya en el sentido más estricto.
Y ustedes, que leen estas páginas, ¿están dispuestos a reconocer, por una cualquiera consideración, una adoración que no sea de este carácter? Ustedes, especialmente los jóvenes, y también, quizás poco arraigados en la verdad de Dios, oigan bien. Pueden ser tentados, no solamente debido a una apetencia del mundo y de su adoración, sino que tienen parientes, amigos, relaciones, que creen y es muy duro de parte de ustedes que no se unan a ellos. ¿En qué? ¿En adoración cristiana? En ella únanse a ellos totalmente. En todo lugar y en todo momento en que hallen adoración en espíritu y en verdad, no teman tomar parte; búsquenlo, sí, búsquenlo intensamente. Más bien les preguntaría, ¿estarán dispuestos a dejar de lado esta adoración por aquella que hace todo lo que puede para volver a la montaña de Samaria, ya que no puede llegar a Jerusalén, por un servicio religioso que es a la vez falso y formal; y por un orden que mezcla algunos adoradores genuinos con una multitud de adoradores falsos? ¿Cuántos hay en la actualidad que, pretendiendo de palabra poseer una liturgia celestial, pasan en realidad rápidamente a través de ella con un evidente desinterés que demuestra que el sermón es todo lo que les interesa? Uno se imagina que se trata de personas que nada saben, que nada desean, excepto oír el camino de salvación, en lugar de ser hijos de Dios, llamados y capacitados para adorar al Padre en espíritu y en verdad. Pero esta es la miseria que proviene de estar en una posición que está atada a lo que ellos aprecian en la carne y en el mundo, desde donde no se puede conocer ni se conoce la adoración al Padre según su Palabra.
Admitiré que incluso esto es mejor que pertenecer a otra clase de religiosos, nominalmente en la misma secta, que desconocedores de la redención de Cristo, soportan una predicación evangélica por amor a los servicios, cuya oscuridad les es deleitosa, debido a que se corresponde con la propia condición de ellos. La adoración carnal es apropiada a un estado carnal.
Mi censura no radica en que un hipócrita pueda deslizarse entre los verdaderos –es indudable que estos se deslizan por todas partes. El punto principal en que insisto es en el error y pecado de abrazar al mundo en una adoración conjunta a Dios debido a un falso principio, que es sumamente común en la actualidad [2], y a los ojos de algunos de lo más deseable. Es evidente que esto no es adoración cristiana; pero a pesar de todo recibe este nombre; se la acepta y justifica como tal; y el rechazo de tal cosa es denostado como fruto de un espíritu crítico y carente de amor, en lugar de ser considerado como lo que es, como un deseo que surge del corazón de cumplir la voluntad del Señor. Adoración no la puede haber, a no ser que se tome el terreno de la gracia: tiene que haber vida en el Espíritu, nada menos que la vida divina y el poder del Espíritu Santo obrando en el adorador.
[2] Escrito alrededor de 1890
4.5 - La influencia del mundo en contraste con la adoración en espíritu y en verdad
Insisto, no debería ser muy difícil discernir donde se encuentra la adoración cristiana. Se puede ver fácilmente dónde no está. ¿Cómo puede existir allí donde no hay un reconocimiento de la Asamblea de los fieles en separación del mundo; allí donde fórmulas humanas desplazan en buena medida la Palabra divina; allí donde el Espíritu Santo no es aceptado para que actúe según el orden establecido en las Escrituras; allí donde cualquiera puede estar afiliado y donde los inconversos pueden unirse o incluso dirigir los más serios servicios? El efecto invariable es que no se puede elevar al mundo a la altura de la fe, los creyentes que lo mezclan todo indiscriminadamente tienen que descender al nivel del mundo. Por ello, allí donde la adoración cristiana es desconocida u olvidada, se van introduciendo gradualmente hermosos edificios, ceremonias imponentes, una música conmovedora, el sentimiento poético. De ahí también la necesidad de un orden legal, porque parece temerario confiar en la gracia de Dios.
Puede haber adoradores cristianos en esta situación; no tengo ningún deseo de caer en una exageración; pero no puede haber adoración cristiana. ¿Lo dudan? Quizá porque nunca hayan conocido realmente lo que es adoración. Esto es en gran medida lo que sucede en la actualidad. Los pensamientos de los cristianos son tan inciertos, informes y oscuros que para muchos se ha perdido el significado mismo de la adoración. ¡Cuántos de ellos llaman al edificio en el que se van a reunir un lugar de adoración, y cuando van a escuchar algo, creen y dicen que van a adorar! ¿No demuestra todo esto que la misma idea de adoración es desconocida? Tampoco hay para asombrarse de ello. La verdad es que hay mucha predicación de Cristo en nuestros días, mucho que está calculado para despertar y también para ganar almas, pero ¿dónde tenemos una plena exposición del Evangelio de la gracia de Dios? Que Cristo sea predicado en absoluto es algo por lo que tenemos que dar gracias a Dios. Se convierten almas, y aprenden, hasta allí adonde llega, el testimonio ortodoxo normal, que es totalmente verdad respecto a sus pecados y al peligro en que se hallan; pero deseamos que se proclame plenamente el Evangelio de Dios –el Evangelio tal como lo vemos expuesto en las Epístolas– las gratas nuevas no solo de que la obra de Cristo ha quitado el pecado, sino de que el creyente está en posesión de una nueva vida y en una nueva relación con Dios, de la que el Espíritu Santo es dado como sello. Cuando esto se sabe, la adoración es el sencillo y necesario fruto; el corazón, así liberado por la gracia, acude a Dios en acción de gracias y alabanza.
Así, en el capítulo que hemos leído al comienzo, el creyente disfruta no solamente de una nueva vida que le es comunicada, sino de un manantial de agua dentro de él, que salta a vida eterna. Así, por la energía del Espíritu Santo que nos ha sido dado, poseemos, y ello de una manera consciente, una paz perfecta e inalterable, y no podemos dejar de respirar el gozo de nuestras almas redimidas para alabanza de nuestro Dios Salvador. De hecho, puede que esto no se encuentre entre los hijos de Dios, excepto en unos pocos, relativamente hablando, debido a que, en general, allí donde hay una percepción de Cristo, ponen la Ley en lugar del Espíritu Santo, y así caen en la incertidumbre que, invariablemente, allí donde exista la conciencia, brota de la Ley mal utilizada, en lugar de disfrutar de la luz, del poder y de la paz en Cristo y en su redención, lo cual es el fruto específico del testimonio del Espíritu Santo acerca de Cristo y del hecho de que él habita en el creyente. Es solamente en este caso que se puede tener adoración cristiana. Pero no solo esto: porque Dios es Espíritu, y la consecuencia de ello es que la adoración cristiana repudia el formalismo. «Dios es espíritu; y los que le adoran, deben adorarle en espíritu y en verdad». Ahí tenemos revelada la naturaleza de Dios, y de ahí se deduce la necesidad moral de adorarle en espíritu y en verdad, no según una forma terrena o una voluntad humana.
4.6 - La adoración mediante el Espíritu
Estos son, pues, la fuente, la base y el carácter de la adoración según Dios. Pero tenemos un elemento adicional cuando proseguimos con las posteriores instrucciones del Nuevo Testamento. En 1 Corintios 14 la vemos relacionada con la Asamblea. Aprendemos allí sobre qué principio, y por quién, se da adoración a Dios. Esta es una importante adición a nuestro conocimiento de la voluntad de Dios. Nadie pretende ni por un momento que no deba predicarse el Evangelio, ni que los creyentes no deban ser instruidos en la verdad. Estos son unos deberes claramente conformes con las Escrituras. En los mismos tenemos una completa provisión para todo aquello que pueda ser necesario para el bien de la Iglesia y para el bienestar de las almas; tenemos a la vez el principio y el hecho de que todo servicio según Dios se halla establecido de la manera más clara en la Palabra de Dios. Entre todo lo demás no hay duda alguna acerca de la manera en que se deba llevar a cabo la adoración. Hemos visto que no hay nadie que pueda rendir a Dios una adoración aceptable salvo aquellos que ha nacido de Dios – el mundo queda claramente excluido de ella, según las enseñanzas de las Escrituras. No se trata de cerrar la puerta ni de excluir a nadie del lugar donde los fieles se reúnen; pero se hallan incapacitados para rendir una adoración propia y aceptable a Dios, debido a que ni tienen la nueva naturaleza, ni tienen el Espíritu Santo, quien es el único poder para la adoración; tampoco conocen la redención, que es la base de la adoración, ni tampoco conocen al Dios y Padre de nuestro Señor Jesucristo que, juntamente con el Hijo, es el objeto de la adoración. Así, desde todos los puntos de vista, el mundo queda necesariamente fuera del ámbito de la adoración, y el haber introducido al mundo constituye una gran parte del pecado y de la ruina de la cristiandad.
4.7 - El culto racional
De nuevo tenemos en 1 Corintios 14 el puesto que la acción de gracias tiene en la adoración a Dios; y ello relacionado no solamente con el individuo, ni con una clase separada, sino con el orden y la operación de Dios en la Asamblea. Por ello leemos: «¿Qué hacer entonces? Oraré con el espíritu, pero oraré también con el entendimiento; cantaré con el espíritu, pero cantaré también con el entendimiento» (v. 15). Por importante que sea cantar, su fin no es evidentemente el dulce son que tiene: lo esencial, como se nos dice, es cantar «con el espíritu… y también con el entendimiento». ¡Qué prueba de que Dios busca el servicio inteligente de su pueblo! Así, leemos en el versículo 16: «Porque si bendices con el espíritu, ¿cómo dirá amén a tu acción de gracias el que ocupa el lugar del poco instruido? Puesto que no entiende lo que dices». Si la expresión de la adoración fuera en una lengua desconocida al dar gracias o al bendecir a Dios, se traspasarían las normas de edificación de la Asamblea, debido a que se dejaría de lado a aquellos que no pudieran decir «Amén» de una manera inteligente. Este pasaje se utiliza también para demostrar que la acción de gracias y la bendición, así como el canto, y otros componentes de la adoración que nos son familiares, se hallaban desde el principio en la Asamblea.
Pero precisamente ahí se halla la dificultad. Miremos a la derecha o a la izquierda –miren a donde quieran: ¿dónde hallan la Asamblea? ¿Dónde se halla la reunión de los hijos de Dios en el nombre del Señor Jesús dedicados a la acción de gracias y a la bendición, a la alabanza y al canto, como leemos aquí? Y, con todo, la Asamblea de Dios, reunida como tal, es esencial para la adoración según Dios. Pudiera haber los mejores hombres elegidos para llevar el servicio, y también el orden de la alabanza y el de la oración pudieran ser tan impecables como abiertas a la crítica son las liturgias existentes. ¿Pero, qué entonces? ¿Sería esta la adoración de la familia de Dios? Si no, ¿cómo puede ser verdaderamente de carácter cristiano? Dios busca la adoración de sus hijos en el Espíritu. ¿Dirá alguno que después de todo se trata solamente de la ligera diferencia de que sean varios los que tomen parte, en lugar de solamente uno? Pero, por grave que pudiera ser, tal diferencia no constituye el punto esencial, sino esto: que pueda haber una perfecta libertad para la acción del Espíritu mediante aquel por el cual él se complazca en hablar. No se trata por tanto de una cuestión de un hombre o de media docena. En algunas ocasiones el Espíritu Santo pudiera utilizar a 1 o 2; en otras, a más de 6 en varias formas. Lo que demanda la Escritura es que haya fe en la presencia del Espíritu, demostrada al reconocerle a él su debido derecho a emplear a tantos como él quiera.
No se trata, por tanto, de una mera cuestión de uno, ni de unos pocos, ni de muchos oradores para dar las gracias o para bendecir, o para tomar parte en actos de adoración según Dios. La característica real y esencial es que el Espíritu Santo, hallándose presente, sea tenido en cuenta, y que se tenga en cuenta el empleo que él haga de este o de aquel cristiano como él quiera. En una asamblea en la que haya muchos hombres espirituales, sería sorprendente si tan solo 1 o 2 de ellos tomaran una parte activa en la adoración al Señor. Con todo, que sean pocos o muchos los que hablen en un momento dado, el único modo escriturario por el que se hace aceptable la adoración es aquel en el que se reúne toda la asamblea en la libertad del Espíritu, con corazón y mentes unidos, en la ofrenda de sus alabanzas y acciones de gracias a Dios por medio del Señor Jesucristo. El Espíritu Santo, actuando en la Asamblea mediante sus miembros, puede ver apropiado emplear a uno o a 12 para que proclamen las alabanzas apropiadas a Su intención, y ello según sea la condición de la asamblea. ¿Y qué hay que pueda ser más dulce para todos, tanto si son empleados así, como si no, como instrumentos audibles de adoración, que tener la conciencia de que el Espíritu Santo se digna realmente guiar a cada uno y a todos? Lo valioso es que él sea libre para dirigirlo todo para gloria de Cristo.
4.8 - La práctica de la adoración
Hay otra observación de tipo práctico que debe hacerse en cuanto a la adoración. Tenemos que guardarnos en contra de introducir en la Asamblea nuestros propios pensamientos acerca de la adoración que tenga que ofrecerse a Dios. Un individuo puede pedir un himno que a él le guste para que sea cantado, y que puede que sea no solamente bello sino además verdadero y espiritual en sí mismo; pero puede que sea un fallo de su parte el indicarlo –un himno totalmente inadecuado para la ocasión en que él desea que se cante. De nuevo, puede que haya algunos de fuera de la asamblea, conocidos o desconocidos que, por curiosidad, vengan a ver qué es la adoración. Y ¿acaso van ustedes, por temor a que se asombren del silencio de vez en cuando, a leer un capítulo, o a proponer un bello himno? ¿Tengo acaso que demostrar que un acto así es indefendible, y que está por debajo del carácter de las personas que creen en la presencia del Espíritu Santo? Algunos podrán pensar que hay libertad para hacer esto o algo parecido, pero ¿quién puso estos pensamientos en la mente? ¿Creen que el Espíritu Santo se halla preocupado por lo que puedan decir o pensar los de afuera, ni por nada por el estilo? ¿No está al contrario lleno de Sus propios pensamientos sobre Cristo, y comunicándonoslos? Por ello, lo pertinente en estas circunstancias es quitar la mirada de sobre nosotros mismos y de aquellos dentro y afuera, y dirigirla a Dios a fin de que él, obrando por el Espíritu, nos pueda dar comunión con los pensamientos presentes del Espíritu de Dios sobre el Señor Jesucristo.
Cuando esto es así, ¡cuán simple es el brote de acción de gracias por sus misericordias especiales a nosotros y a todos los santos! ¡Cuán fragante el sentido que Dios nos da de su deleite en Cristo! ¡Qué alabanza de su gracia! ¡Qué anticipaciones allí de su gloria, y del mismo Cristo! Todo esto y más aún son solo ingredientes; y predominarán de varias maneras en la forma que el Señor lo vea adecuado. Incluso un carácter inferior de adoración, si está apropiada a un estado determinado, es más agradable a Dios, a mi juicio, que cualquier línea elevada que no posea la energía presente del Espíritu de Dios conectada con ella.
Además, acudiendo a la cuestión de la crítica: no puedo creer que la Asamblea de Dios sea el sitio correcto para que nadie se ponga en pie y muestre en ella su superior sabiduría; por el contrario, este es, más que en toda otra ocasión, el lugar para que los más grandes muestren su pequeñez delante de Dios. Pueden surgir ocasiones y circunstancias en que juzgar lo que se está dando no sea un error, sino un deber; pero la Asamblea de Dios no es el lugar para una acción de esta clase. ¿Puedo tomarme la libertad de aplicar a esto lo que el apóstol establece con respecto a otra innovación?: «Si alguno cree poder discutir, nosotros no tenemos tal costumbre, ni las iglesias de Dios». ¿Cómo, dónde, puede uno encontrar una práctica así en la Palabra de Dios? Y aquí no me limito, ni en estas observaciones en general, a un texto determinado, sino que me refiero a todo el tenor, esencia y objeto de todo lo que se nos da en las Escrituras. Por consiguiente, así como no hay autorización para ello, el resultado no puede ser otra cosa que pernicioso. ¿Qué otro efecto puede tener la crítica en la Asamblea de Dios sino la siembra de discordia y de distracción allí donde debieran prevalecer la unidad y la concordia? Y a pesar de todo, puede que se haga demasiadas veces; quiero advertir fervientemente a mis oyentes en contra de ello. Todos somos susceptibles a errar, y todos merecemos ocasionalmente ser corregidos; pero, como norma general, los comentarios acerca de otro están fuera de lugar en la Asamblea cristiana. Existe un tiempo y un lugar apropiado para cada verdadero deber; y nunca puede ser justo tratar de rectificar un error mediante otro, por muy piadosa que sea la intención.
4.9 - La Cena del Señor
A continuación, con respecto al partimiento del pan, serán suficientes unos pocos pasajes. La Cena del Señor, no el bautismo, fue revelado por el Señor, como todos sabemos, al apóstol Pablo, como se expone en la misma Epístola (1 Cor. 11), de la cual ya se ha citado mucho. Es una institución santa, íntimamente ligada a la unidad del Cuerpo de Cristo y constituyendo su expresión exterior distintiva, lo que fue precisamente misión especial de Pablo desarrollarla. El Señor no había enviado a Pablo a bautizar, como él mismo dice, sino a predicar el Evangelio. No hay la menor duda de que él bautizaba, ni tampoco de que fuese perfectamente correcto de su parte que bautizara. Pero el bautismo, tan expresamente encomendado a los 11 después de la resurrección del Señor, no constituye solamente una observancia iniciadora sencilla –«un bautismo»– sino que es para cada individuo la confesión de la verdad fundamental de la muerte y resurrección de Cristo. El que recibe el bautismo se manifiesta como un creyente en Aquel que murió y resucitó; por tanto, el tal ya no es más un judío ni un pagano, sino un confesor de Cristo. La Cena del Señor, en cambio, pertenece a la Asamblea, y constituye un tema importante y conmovedor en la adoración de los santos de Dios. Es primeramente y en sentido estricto el signo permanente de nuestro único fundamento; constituye el testimonio de su amor hasta la muerte, y de su obra, en virtud de la cual podemos nosotros adorar.
Así, no es de extrañar que el apóstol Pablo exponga el solemne y bendito puesto que tiene la Cena en las revelaciones que el Señor le concedió: «Porque yo recibí del Señor lo que también os enseñé: Que el Señor Jesús, la noche que fue entregado, tomó pan; y después de dar gracias, lo partió y dijo: Esto es mi cuerpo, que es por vosotros. Haced esto en memoria de mí. Asimismo, tomó también la copa, después de cenar, diciendo: Esta copa es el nuevo pacto en mi sangre; haced esto, siempre que la bebáis, en memoria de mí. Porque siempre que comáis de este pan y bebáis de esta copa, la muerte del Señor proclamáis hasta que él venga» (v. 23-26). Es evidente, a la luz de esta afirmación, la importancia y el relieve que tiene la muerte del Señor en su Cena.
No se puede permitir por un momento que ningún gozo, ni el resplandor del favor de Dios en el cielo, ni la consiguiente comunión, ni las esperanzas de bendición eterna con él, nos distraigan, o ensombrezcan la muerte del Señor. Pero lo recíproco también es cierto; porque cuanto más el cristiano reconozca la importancia central de la muerte del Señor, todas las demás cosas brillan no solamente con más esplendor, sino de forma más dulce y conmovedora para el corazón. Y así es que el mismo hombre que fue el instrumento bendito de Dios para desarrollar en toda su extensión la verdad de los privilegios cristianos es el mismo que nos reúne alrededor de la muerte del Señor como aquello que atrae y llena de una manera preeminente los corazones de aquellos que aman su Nombre.
Está claro, por Hechos 20:7, que los santos debieran partir el pan el primer día de la semana, no del mes o del trimestre. Sin embargo, se trata del día de la resurrección, no del día de su muerte como si se nos llamara en tal día al desconsuelo por el muerto. Él ha resucitado, y por ello, con un gozo solemne y lleno de gratitud, tomamos la Cena en el día que nos habla de su poder en resurrección. No puedo dejar de creer que el Espíritu Santo registra este día para nuestra instrucción, así como primariamente para el objeto que convocaba a los creyentes a la reunión. Es indudable que el apóstol, que se iba a ir después de una corta estancia, hizo un discurso a los que se habían reunido; pero ellos se habían reunido aquel día para partir el pan. ¿Hemos consentido a otros pensamientos o arreglos? ¿O actuamos como creyendo que el Espíritu Santo conoce y nos muestra la manera más buena, más verdadera, más santa y feliz de complacer a Dios y de honrar a Cristo? La muerte del Señor mantiene constantemente ante el alma nuestra necesidad absoluta como habiendo sido una vez pecadores culpables, demostrado ello por la cruz; que nuestros pecados fueron totalmente borrados por su sangre; la glorificación de Dios hasta, y por encima de, la muerte misma; la manifestación de una gracia absoluta, y con ello la justicia de Dios al justificarnos; la gloria perfecta del Salvador; todas estas cosas, y una infinidad de otras, se nos presentan a la mente mediante estas sencillas pero maravillosas palabras: «La muerte del Señor».
Tomar la Cena en recuerdo del Señor, y mostrar así su muerte, es lo que nos reúne en cuanto a nuestro deseo principal. No puede haber duda alguna acerca del significado de la Palabra de Dios, la cual lo registra para nuestro consuelo y edificación. Pero ¿cómo podríamos deducir que esta es su voluntad si consideramos la práctica de los cristianos? Comparemos lo que hacen domingo tras domingo frente a las lecciones evidentes de las Escrituras y a la intención del Señor al revelarnos su pensamiento de esta manera, y digamos si la mayor parte de las veces este sencillo y conmovedor memorial no ha sido devaluado por los mismo verdaderos creyentes, y si su verdadero carácter no ha sido cambiado en la cristiandad de forma universal. No hablo de cuestiones de forma, sino de principio –de una interferencia tal con respecto a su modo de celebración que apenas deja nada que sea conforme a la institución del Señor.
Librémonos de pensar que algo pueda tener la misma importancia que anunciar adecuadamente la muerte del Señor. La Cena del Señor tiene una importancia incuestionable en la adoración de los santos. No se trata del mero hecho de celebrarla, con referencia al tiempo, en el momento central de la reunión. Ciertamente, es de destacar cómo el Espíritu Santo evita establecer leyes acerca de la Cena (y lo mismo es cierto acerca del cristianismo en general) –circunstancia de la que los faltos de fe abusan, pero que da un ámbito infinitamente mayor al espíritu del afecto y de la obediencia del cristiano. No obstante, podemos decir sin temor a errar que no se trata de una cuestión del instante en que tiene lugar el acto del partimiento del pan. Lo verdaderamente importante es que la Cena sea el pensamiento dominante cuando los santos están reunidos para este propósito el día del Señor; que las oraciones de muchos, como las enseñanzas de alguien, hagan sombra al gran objeto de la reunión. En el ministerio, por espiritual que este sea, el hombre tiene su lugar; en la Cena, si se celebra correctamente, solamente se exalta al humillado Señor. Pudiera haber ocasiones en que la evidente guía del Espíritu lo adelanta, o lo pospone hasta adelantada la reunión, y así cualquier norma técnica con respecto a su limitación al inicio, en el momento central, o a su fin, sería una limitación humana sobre Aquel que es el único autorizado para decidirlo en cada ocasión.
Esta libertad puede parecer extraña a los habituados a formas rígidas, incluso cuando no hay formularios escritos, pero esta extrañeza aparente se debe más bien a su falta habitual de familiaridad con la verdadera presencia y guía del Espíritu Santo en la Asamblea. No obstante, allí donde queda abierta la puerta a la acción del Espíritu según las Escrituras, y allí donde la Asamblea está saturada de un sentido justo de lo que conviene, el Espíritu de Dios, de una u otra forma, y según la verdad de las cosas que tenga a la vista, sabe cómo ajustar el momento adecuado, así como también todas las otras cosas, y darnos el consuelo de su guía, si tan solo el Señor es la confianza de nuestras almas.
Puede ser que algunas veces vayan ustedes a la Mesa del Señor y salgan decepcionados debido a que no ha habido exposición de la Palabra ni exhortación. ¿Es posible que se haya ido a recordar y a anunciar la muerte de Cristo, y que se salga de allí con un sentimiento de decepción? ¿Cómo puede ser esto así? ¿No es esta la insalubre influencia del estado en que se halla la cristiandad? Es indudable que en el corazón natural hay aquello que sintoniza con lo que ahora está de moda y que le agrada; y es fácil desear los apetitosos alimentos de Egipto, en tanto que se detesta el maná celestial como alimento ligero. Es indudable que hay dentro de nosotros mismos aquello que ayuda a lo que se encuentra afuera; pero es algo que es humillante y que aflige a mi propia mente que pueda parecer indispensable un discurso para adornar el partimiento del pan, y que haya un sentido de necesidad en una reunión en la que la muerte del Señor ha estado ante los corazones, ¡cuando se ha estado reunido alrededor del Señor a su propio nombre con aquellos que le aman! ¿Suponen acaso que hay un servicio más aceptable para Dios mismo que el simple recuerdo de Cristo en su propia Cena?
Pero, sea como fuere que se valora esto, todo esto se ha olvidado con frecuencia, y no solo se ha pasado a celebrar la Cena en muchos casos con mucho menos frecuencia de lo que la Escritura permite, sino que se ha manipulado su propio carácter, y se han dejado completamente a un lado los límites que el Señor mismo había establecido, de forma que la celebración ha llegado a ser cualquier cosa que los hombres quieran llamarle, excepto la Cena del Señor. Digan, si quieren, que se trata de un sacramento, pero se podría dudar que, si es así, se trate de la Cena del Señor. Los corintios acostumbraban el domingo a tomar una comida juntos; porque en aquellos tiempos los cristianos sentían de manera intensa el carácter social del cristianismo, y es de lamentar que desde entonces se haya perdido tanto de vista. Después de la comida, celebraban la Cena. No obstante, el diablo consiguió mediante la licencia introducir oprobio y confusión en esta fiesta entre los corintios; algunos de ellos se emborrachaban. Indudablemente, se trataba de una terrible deshonra para el nombre del Señor; pero difícilmente les conviene hablar duramente a aquellos que están prontos a pronunciar los más duros de los reproches.
Tenemos que recordar que en aquella época acababan de salir del paganismo; y que solía formar parte de la adoración de los falsos dioses el emborracharse en su honor. Los gentiles no sentían la inmoralidad de esto de la manera que todo el mundo la conoce en la actualidad. No se creía que fuera una cosa impropia el excitarse así, y peor, en sus ritos religiosos y, ciertamente, en otras ocasiones. Es por ello probable que en esta iglesia acabada de nacer en Corinto no se considerase como una enormidad tan grande, como en la actualidad sabemos que es, que los cristianos se olvidaran hasta tal punto del Señor en el ágape. Lo que agravaba el pecado era que se mezclaba la Cena del Señor, entonces y allí, con el festín de amor, esta conducta era subversiva del carácter de su Cena. Comer y beber de esta manera conllevaba comer juicio (1 Cor. 11:29). Lo que había empezado en el Espíritu terminaba en la carne. Me refiero a esto simplemente con el propósito de mostrar que, al introducir una forma de placer carnal en una asamblea tan santa, perdemos o destruimos su verdadera naturaleza y propósito.
4.10 - El clericalismo humano contra la libertad divina
Así, sin limitarnos a señalar ningún grupo determinado, la práctica de designar a oficiales determinados que tuvieran en exclusiva [3] el derecho de administrar el pan y el vino a cada comunicante es claramente contraria a la práctica de las Escrituras, y se opone abiertamente a la evidente intención de Dios, tanto como la penosa conducta de estos corintios. Porque, ¿qué es la Cena del Señor? ¿No es la fiesta de familia? Cuando uno perturba el orden entre los miembros de la familia del Señor, o cuando se introducen aquellos que no pertenecen a su familia, desaparece su carácter, ya no se trata más de la fiesta de familia. Tomemos entonces la suposición menos desfavorable de que se trate de una compañía cristiana, y de que se trate exclusivamente de cristianos. Suponiendo, además, que la administración de la Cena, como dicen los hombres, se confía a un verdadero ministro de Cristo, o a todos los que son sus ministros, como prerrogativa exclusiva solamente de aquellos que ministran –y con ello presento la forma más favorable que se pueda concebir para el concepto popular– esto es, bajo cualquier circunstancia, una invención humana, no solamente carente de la autoridad de Cristo, sino decididamente en contra de la doctrina y de los hechos registrados en las Escrituras.
[3] Que se me permita dar unos pocos extractos de la famosa obra de un hombre capaz y moderado, el reformador Juan Calvino (1509-1564): “También es pertinente observar aquí, que es impropio que personas privadas se arroguen la administración del bautismo, porque ello, como también la administración de la Cena, forma parte del oficio ministerial; porque Cristo no dio mandato a hombres o mujeres en general para que bautizaran, sino a aquellos a los que él había señalado como apóstoles. Y cuando, en la administración de la Cena, él ordenó a sus discípulos que hicieran lo que le habían visto hacer a él (habiendo tomado él el lugar de dispensador legítimo), es indudable que significaba que en esto ellos debían imitar su ejemplo. La práctica que ha estado vigente durante muchos años, y casi desde el mismo inicio de la Iglesia, de que los laicos bauticen en caso de peligro de muerte, cuando un ministro no podía estar presente a tiempo, no puede, me parece a mí, ser defendida sobre una base suficiente” (Inst. IV., XV. 20). “Porque las palabras de Cristo son claras: «Id, pues, y haced discípulos de todas las naciones, bautizándolos» (Mat. 28:19). Ya que él designó a las mismas personas para ser predicadores del Evangelio y dispensadores del bautismo en la Iglesia –«Y nadie toma para sí esta honra, sino el que es llamado por Dios, como lo fue Aarón»– cualquiera que bautiza sin un llamamiento legítimo usurpa el oficio de otro” (Ibid. 22). A continuación, en el capítulo XVII. 43 del mismo libro IV., después de aludir a algunas antiguas ceremonias para rechazarlas, prosigue diciendo que la Cena “pudiera ser administrada muy apropiadamente, si se dispensara a la Iglesia con gran frecuencia, por lo menos una vez a la semana. El comienzo debiera ser con oración pública; a continuación, se debiera dar un sermón; después el ministro, habiendo puesto el pan y el vino sobre la mesa, debiera leer la institución de la Cena, después explicar la promesa que en ella nos ha sido dejada, y al mismo tiempo mantener fuera de la comunión [excomunicaret] a todos aquellos que están impedidos por la prohibición del Señor. Después de esto debiera orar que el Señor, conforme a la bondad con la que nos concedió este sagrado recuerdo, también de la misma manera nos instruya y nos forme para que lo recibamos con fe y gratitud de mente, y que nos haga dignos, mediante su misericordia, de esta fiesta, ya que no lo somos por nosotros mismos. Aquí se debieran cantar salmos, o bien se debiera leer algo, en tanto que los fieles, en debido orden, participan en el banquete sagrado, partiendo el pan los ministros, y distribuyéndolo al pueblo. Habiendo finalizado la Cena, se debiera dar una exhortación a la fe y una confesión sincera de ella, a la caridad y al comportamiento digno de los cristianos. Al final, se debiera ofrecer una acción de gracias, y cantar una alabanza al Señor. Esto hecho, se debiera despedir en paz a la Iglesia”. ¡Cómo le gusta a la naturaleza humana inmiscuirse y legislar! Ahora bien, es instructivo observar que la reglamentación más plena que tenemos de la Cena del Señor en las Escrituras aparece en 1 Corintios 11, esto es, en una Epístola escrita a una asamblea en la cual no había aún ancianos. Este creo yo que era el caso; pero incluso si existían ancianos en ella, permanece el hecho de que se mantiene un silencio absoluto con respecto a ellos, allí donde el pensamiento moderno hubiera demandado que aparecieran en el acto para afrontar el desorden mediante una administración apropiada del sacramento. Esto nunca se le ocurre al apóstol. Se exhorta a toda la asamblea en base de razones morales. Este es el remedio divino, y no una apelación a los ancianos si estos existían, ni tampoco unas instrucciones para que fueran designados a fin de corregir el abuso, si no existían aún.
Admito plenamente el ministerio; pero la Cena no tiene relación alguna con el mismo. Hagamos que la administración del pan y el vino sea una función necesaria de aquellos que tienen el gobierno, y deja de tener cualquier parecido siquiera exterior con la Cena. Viene a ser un sacramento, no su Cena; es una innovación manifiesta, un apartamiento decidido y completo de lo que el Señor ha dispuesto en su Palabra. La idea misma de que una persona se ponga aparte y pretenda administrarla como un derecho altera y arruina la Cena. Esta Cena, según las Escrituras, no deja lugar para la exhibición de la importancia humana en las pretensiones del clericalismo; y menos que nunca cuando había apóstoles en la tierra. Bendecidos y honrados de parte de Dios como lo eran, en la celebración de la Cena estaban ellos allí en su presencia como almas que habían sido salvadas del pecado y del juicio por la muerte del Señor. En la reglamentación de las iglesias, en la elección de ancianos, en la designación de diáconos, ellos tenían su propio puesto de dignidad apostólica. La Palabra de Dios demuestra clara y plenamente que la administración de la Cena por un ministro es un invento y una tradición de los hombres, totalmente carente del soporte de las Escrituras.
4.11 - El juicio propio y la participación
Pero hay otro punto que a menudo perturba algunas almas, y que pudiera inquietar, incluso allí donde se parte el pan de una manera santa, sencilla, y escrituraria– el peligro de comer indignamente y de por ello incurrir en juicio. Permítanme que trate acerca de esta cuestión en el acto mediante la certeza de que, aunque uno tiene que ser vigilante en contra de una participación descuidada o indigna por alguna otra razón, no se trata aquí de condenación, que ciertamente perturbaría al creyente, desarraigándolo del consuelo del Evangelio y de la línea general de la Palabra de Dios. Pero puede que algunos pregunten: ¿No es esto lo que dice la Palabra de Dios? No es de condenación de lo que aquí se trata. El apóstol nos está mostrando en este pasaje cuán esencial es que vayamos a la Mesa del Señor, a la cual estamos invitados cada día primero de la semana, para estar allí con corazones llenos del recuerdo agradecido del amor abnegado y sacrificado de Cristo, que murió en expiación por nuestros pecados a fin de que fuésemos salvados por él. ¿Cuál es el resultado de un estado superficial y falto de atención en la Cena? Si tomamos el pan y el vino en aquella fiesta santa como comemos el alimento común que Dios provee para nosotros en nuestras propias casas, no discerniendo el cuerpo del Señor –en otras palabras, si comemos y bebemos indignamente– no es la Cena del Señor lo que estamos comiendo, sino más bien juicio para nosotros mismos.
La mano del Señor estará sobre los tales, como el apóstol muestra en el caso de los desordenados corintios; pero incluso en este grave caso, se trataba expresamente de un juicio temporal, a fin de que no fuesen «condenados con el mundo» (v. 32). Por otra parte, no hay excusas para ausentarse de la Mesa del Señor. No hay forma de escapar a la mano del Señor, excepto por la propia humillación y la vindicación de él mediante el juicio de uno mismo, y compareciendo entonces. La Cena no es más un dulce privilegio que un solemne deber para todos los suyos, excepto para aquellos que se hallan bajo disciplina; y cuando pensamos en el amor que él nos ha mostrado en el sacrificio sin límites que ha hecho por nosotros –la liberación totalmente inmerecida que ha obrado por nosotros en su propia humillación profunda y sufrimiento bajo la ira de Dios en la cruz, juntamente con todo el aliento lleno de gracia que él nos ha traído para nuestra consolación, exhortación y apoyo en nuestro conflicto a través del mundo, no podemos sino considerar la agradecida conmemoración de la muerte del Señor como una obligación que no debiera ser dejada de lado bajo ninguna circunstancia.
La conducta de otra persona no debiera mantenerme apartado a mí: si impide justamente a una persona, debiera de impedir a todas. ¿Se tiene entonces que olvidar al Señor porque haya uno que merezca censura? Que el individuo que haya cometido la falta sea reprendido o que se trate con él de alguna otra forma según las Escrituras; pero mi lugar es el de «hacer esto en memoria» de Cristo. Además, tampoco me debiera mantener apartado el sentimiento de mi propia indignidad. «Cada uno se examine a sí mismo, y coma así del pan» (v. 28) –no que se mantenga aparte. El que se abstiene de la Cena está en la práctica como diciendo que no es de él.
Esto será suficiente en cuanto al partimiento del pan, por mucho que solamente se haya arañado el tema. Quedan por añadir unas pocas palabras con respecto a la oración. Se comete muy frecuentemente un gran error con respecto a la oración. Algunas veces oímos hablar del “don de la oración”; pero ¿dónde lo encontramos? Muéstrenme un pasaje en las Escrituras en el que se hable del “don de la oración” en el sentido en que la gente utiliza comúnmente el término. ¿Cuál es el efecto? Que con frecuencia se estorba a almas sencillas y modestas, que de otra manera se unirían de corazón a la oración en público. Pero no pueden considerarse dotados del “don de la oración”. Se intimidan por lo que es solamente un disparate –por lo que en realidad es, si ellos tan solo lo supieran, un desatino. La consecuencia es que se mantienen remisos, que se callan, cuando la reunión se beneficiaría en gran manera de su participación. ¿No hay algunos de ustedes que bien saben que han tenido en muchas ocasiones el deseo de orar, y de expresar de esta manera la necesidad de la Asamblea de Dios ante Él, pero que se han retenido debido a que temían su carencia de un “don de oración”, y que pudieran ser incapaces de orar el suficiente rato, o de una forma aceptable para algunos a los que ellos han oído hablar insistiendo acerca del “don de la oración”? ¿No es esto un hecho? Les apremio, queridos amigos, a que no escuchen más sus voces ni sus propios pensamientos y sentimientos.
Examinen por ustedes mismos la Palabra de Dios, y hallarán que el apóstol establece (1 Tim. 2), incluso de manera perentoria, su deseo de que los hombres oren en todo lugar. Que se confíen al Señor sin dudar, y que recuerden al mismo tiempo que las Escrituras nunca insinúan siquiera ningún “don de oración”. Esto nos lleva a otro punto relacionado con el que acabo de tratar de exponer. Es en mi opinión un concepto perjudicial que aquellos que poseen un don ministerial deban ser considerados como las únicas personas idóneas para levantar sus voces en la Asamblea de Dios.