Índice general
2 - Un Espíritu (1 Corintios 12:1-13)
La Iglesia de Dios
2.1 - Introducción
Estoy convencido de que mi tarea es la que debería ser la ocupación de todo cristiano, no solamente de palabra, sino en hecho y en verdad –afirmar los derechos del Espíritu de Dios en la Iglesia de Dios. Digo afirmar sus derechos, porque aquí doy por supuesta la personalidad del Espíritu Santo. Es innecesario dar aquí ninguna prueba de ello, como tampoco de su Divinidad. Estas verdades pueden darse por sentadas, no como si no hubiese pruebas abundantes de ellas en la Palabra de Dios, sino porque por ahora no es necesario. Pero ya es otra cosa, queridos amigos, cuando hablamos de los derechos del Espíritu Santo –su propia acción soberana en la Iglesia, fluyendo de su presencia personal como enviado del cielo. Sobre este tema muchos encuentran una gran cantidad de dificultades y oscuridad, y existe acerca de ello un gran desconocimiento incluso entre los hijos de Dios, y también entre aquellos que pueden haber recibido grandes bendiciones, personas en y por medio de las cuales el Espíritu Santo puede haber actuado poderosamente para el bien de las almas. Sin embargo, a no ser que conozcamos esta verdad de Dios, a no ser que la tengamos como una certeza divina en nuestras almas, está claro que sea lo que sea que la gracia pueda hacer para darnos una sumisión práctica, con todo ello habrá mucha cosa perdida ni no conocemos las maneras especiales en que es la voluntad de Dios que se honre al Espíritu Santo, que se halla presente tanto en el individuo como en la Iglesia de Dios. Es este tema –muy extenso para una sola conferencia– el que quiero tratar ahora.
2.2 - Toda la obra de Dios es mediante el Espíritu Santo
Aquí también, lo mismo que al tratar del un Cuerpo, quisiera mostrar desde la Palabra de Dios aquello que ha sido siempre cierto del Espíritu, y que por ello no tiene una relación específica con el tiempo presente, a fin de que podamos mejor discernir cómo Dios se está manifestando ahora, y cómo es que los cristianos –porque es acerca de ellos de los que hablo– son susceptibles de equivocarse acerca de esto. Una equivocación aquí es una cosa mucho más grave, ya que se trata de una cuestión de reconocer a la Persona divina de una manera apropiada. Si mantenemos el derecho del Espíritu Santo a actuar como él quiera en la Iglesia, no se suscita ya desde el principio ninguna duda acerca de su obra en las almas. Ninguna persona familiarizada con las Escrituras de una forma inteligente abriga duda alguna de este hecho ni de su importancia; ni tampoco tiene el menor pensamiento, deseo, ni motivo de dudar acerca de ello. El Espíritu Santo ha sido siempre el agente directo en todo aquello que Dios mismo ha emprendido hacer. Si contemplamos la creación, el Espíritu tuvo su parte en ella. Si consideramos de nuevo a los antiguos que obtuvieron un buen testimonio por la fe, ni un creyente pone en duda ni por un momento que fue solamente por la operación del Espíritu Santo que el hombre creía, entonces como ahora.
Él obró en Abel, Enoc, Noé, y en todos los otros de quienes las Escrituras dan testimonio como la línea de los santos. Así de nuevo, cuando Dios se desposó con su pueblo Israel, si él obró de alguna manera especial apropiada a la exhibición de su gloria en medio de ellos, era el Espíritu de Dios quien era el poder activador detrás y dentro de ello. Fue él quien, por ejemplo, obró desde un Moisés hasta un Bezaleel, desde un Sansón a un David. Cuando llegamos a los profetas, apenas si será necesario decir que fue bajo el poder del Espíritu Santo que hablaron los santos hombres de Dios; el Espíritu de Cristo les hizo ser de antemano testigos de sus sufrimientos, y de las glorias que debían seguir a los mismos, por poco que ellos mismos comprendieran sus sufrimientos. Así, en aquellos que se mantienen por los presentes privilegios, no hay deseo alguno de oscurecer, sino al contrario de apreciar en todo su valor todo aquello que el Espíritu Santo ha obrado siempre; porque en verdad no hubo nada de Dios en lo que él no obrara.
2.3 - Una nueva obra del Espíritu Santo
Pero cuando llegamos al Nuevo Testamento, algo nuevo se presenta a la vista. Un Hijo del hombre crucificado, despreciado, y que constituía algo muy extraño a sus oídos (véase Juan 12:34). Ellos esperaban que el Cristo continuase para siempre, y que reinase en gloria y en bendición justiciera sobre la tierra. Pero de manera gradual, con el rechazo por parte del hombre, y en especial de Israel, se fue haciendo más y más clara la verdad –asombrosa para el judío– de que él, el Mesías y el Hijo de Dios, iba a dejar la tierra. Soy bien consciente de que los gentiles no ven la importancia plena de ello; pero ¿acaso exhiben con ello una sabiduría superior? Para el judío constituía un anuncio de lo más asombroso, y a primera vista irreconciliable con la Ley y los profetas. Ellos habían estado esperándole a él, al Prometido, y los corazones de ellos se deleitaron con su presencia; era lo que los reyes y profetas habían deseado con mayor intensidad. Dios había puesto el deseo en sus almas; pero ahora que este deseo había quedado satisfecho con su venida, él iba a dejarlos, hundido en la tristeza, vergüenza y muerte– ¡y muerte de cruz! bajo la mano del hombre, y, ¡ay!, bajo la de Dios.
Y no solo esto, sino que cuando resucitó, en lugar de mantener su gloria desde el trono de su padre David, de llenar la tierra con la bendición que había sido predicha, de cumplir y más que cumplir, todo lo que sus corazones habían acariciado con tanta esperanza de que estaba a punto de amanecer y para siempre iluminar este mundo, él iba a dejar este mundo en su oscuridad; en todo caso, iba otra vez a retirarse a los cielos de donde había venido. Pero si iba a ascender a las alturas, no sería como descendió; porque él había descendido como el Hijo de Dios para hacerse hombre –«el Verbo se hizo carne» (Juan 1:14)–, y ahora, como hombre, resucitado de entre los muertos, dejaba este mundo para tomar su puesto a la diestra de Dios; y, durante su ausencia, desde las alturas, iba a enviar al Espíritu Santo de una manera jamás conocida antes.
El Antiguo Testamento prepara el corazón para un Mesías presente y el derramamiento del Espíritu Santo como el galardón apropiado que se da al reinado del Mesías sobre la tierra; pero que el Mesías, muriendo y resucitando, desapareciese de la vista del mundo que le había echado fuera, y que entrase en una escena nueva y celestial, y que el Espíritu Santo fuese enviado abajo de una manera personal durante su ausencia para que permaneciese aquí mientras él está allí arriba –todas esto era algo completamente inesperado para el judío. Si los gentiles no se detienen y se asombran ante esta gran maravilla, ello desde luego no se debe a un exceso de sensibilidad o inteligencia espirituales. Naturalmente, existe el asombro de la estupidez; pero también existe el caso en que no haya asombro debido a que uno no se detiene lo suficiente para pensar acerca de ello. Creo que esta es la verdadera razón del por qué, si hay por una parte el asombro de los hombres sorprendidos, haya por otra parte la falta de asombro en otros, debido a que están demasiado ocupados en cosas terrenales como para estar verdaderamente interesados en ello.
2.4 - La negación actual
Ahora bien, en segundo término, después de Cristo mismo, esta es la verdad central del Nuevo Testamento; pero lejos de ser esta la sólida base sobre la que los cristianos están ahora andando, de hecho, en las mentes de ellos todo ello queda reducido a una mera continuación de la influencia que el Espíritu Santo siempre ha ejercido. Y la consecuencia es que todos aquellos que rechazan su presencia especial en persona sobre la tierra como consecuencia de la redención son llevados a los manejos más penosos a fin de esquivar los más claros pasajes de las Escrituras. Puedo limitarme a mencionar un solo caso: quizás alarmará a algunos que lleguen a hacerse tal tipo de afirmaciones, y ello especialmente por parte de una persona de gran reputación de conocimiento espiritual.
Pero servirá para mostrar a dónde lleva la falta de fe acerca de la gran verdad de la presencia real del Espíritu Santo en una forma nunca experimentada a aquellos que se oponen de forma sistemática a ella. A fin de escapar a la clara indicación de una bendición nueva e incomparable en la persona del Consolador, alegan ellos que el Espíritu Santo (¡que siempre habría estado dado!) partió de la tierra cuando el Señor estaba aquí, a fin de que el Señor pudiera darlo otra vez a su ascensión al cielo. Así, por lo que respecta al Espíritu de Dios, ¡la época de la presencia del Salvador sobre la tierra no hubiera sido una ocasión de fiesta y de regocijo, sino de escasez y penuria! Solamente menciono esta línea de pensamiento para mostrar hasta qué postura tan violenta reduce la incredulidad incluso a inteligentes hombres de Dios.
¿Es acaso preciso decir que, por el contrario, aquellos que rodeaban al Salvador y que recibieron la bendición de su enseñanza, tuvieron todo lo que los santos del Antiguo Testamento habían siempre disfrutado, y mucho más? El Espíritu Santo había vivificado sus almas, como a sus predecesores, dándoles fe en Cristo. Además, los discípulos tenían la presencia del Mesías y la manifestación de la gracia y de la verdad en él, y todas sus palabras y caminos. Es indudable que había mucho entonces que no podían sobrellevar, como el mismo Señor les dijo; pero, con todo, eran tan verdaderamente creyentes como cualquiera antes que ellos. El hecho es que este tipo de razonamiento es el impotente esfuerzo humano que busca escapar a la solemne verdad de Dios.
2.5 - ¿Qué dice la Escritura?
El Nuevo Testamento es sumamente explícito. En primer lugar, nuestro Señor expone la doctrina del Espíritu; y esto en cuanto a que cubre totalmente la necesidad del hombre de nacer del Espíritu y de tener al Espíritu Santo, a fin de ser capaz de adorar al Padre en espíritu y en verdad. Pero más que esto, él prepara a los discípulos para la obra poderosa de esparcir la verdad y la gracia de Dios. Para esto era necesario el Espíritu Santo; y por ello lo tenemos en el capítulo 7 –una Escritura que es imposible rehuir. El Señor lo expresó en sentido figurado, que del vientre de aquel que creyera correrían ríos de agua viva. «Esto lo dijo respecto del Espíritu», (que no tendría que ser dado a una persona a fin de que pudiera creer, sino): «que los que creían en él recibirían; pues el Espíritu Santo no había sido dado todavía por cuanto Jesús no había sido aún glorificado» (v. 39). Aplicar complicados razonamientos a este pasaje de las Escrituras sería un deshonor a la Palabra de Dios. Allí donde pueda haber oscuridad, podemos tratar de explicar y de ilustrar; pero allí donde el lenguaje empleado es más claro que el que se pudiera emplear en su lugar, me parece que se le debe a las Escrituras que simplemente se apremie su significado llano.
En los últimos capítulos del mismo Evangelio tenemos de nuevo al Señor exponiendo no meramente el hecho de que después de la glorificación de Jesús el Espíritu Santo iba a ser dado de un modo como nunca lo había sido antes, sino que además tenemos su acción personal, cuando ya ha sido enviado y está presente, explicada de una manera plena y definitiva. De ahí que en Juan 14 se hable de él como el Consolador. Señalemos la importancia de esto. Podemos razonar acerca del otorgamiento del Espíritu Santo como si no significara nada más que un poder espiritual, pero no podemos atenuar así al Consolador que es enviado. ¿Quién es él, sino el mismo Espíritu Santo? Nadie puede decir que «Consolador» significa un milagro, ni una lengua, ni ninguna operación que uno quiera. Es indudable que él obra en todas estas diversas formas; pero se trata de una persona real que toma el lugar del Mesías cuando este deja la tierra.
Lean tan solo unos cuantos versículos de este capítulo para que esto quede todavía más claro: «Y yo rogaré al Padre, y él os dará otro Consolador, para que esté con vosotros para siempre» (v. 15). De nuevo tenemos ante nosotros lo más evidente. Los milagros han sido, las lenguas cesan; la profecía y el conocimiento se desvanecen; pero aquí tenemos a una persona divina que permanece para siempre con los santos –«El Espíritu de verdad, al que el mundo no puede recibir; porque no lo ve, ni le conoce; pero vosotros le conocéis; porque mora con vosotros y estará en vosotros» (v. 17). El mundo estaba obligado a recibir a Jesús, y en una forma exterior le tuvo ahí; pero aquí hallamos a Uno que, no habiéndose encarnado, no podría de ninguna manera quedar manifestado ante los ojos del mundo. Naturalmente, admito que el mundo no puede recibir espiritualmente a Jesús más que al Espíritu Santo; pero con todo tenemos una referencia expresa al modo de la presencia del Espíritu Santo aquí abajo, que le excluye a él como objeto de percepción por parte del mundo, tanto por la vista como por el conocimiento.
De nuevo tenemos en Juan 14:26: «El Consolador, el Espíritu Santo que el Padre enviará en mi nombre, él os enseñará todas las cosas, y os recordará todo lo que yo os he dicho». No se trata meramente de un don, ni de un poder ni de una influencia, sino de Uno que es verdaderamente enviado –de una persona que enseña todas las cosas y que lleva todos los dichos del Señor a la memoria de ellos. Tenemos entonces en el capítulo 15: «Cuando venga el Consolador». En este caso no se trata meramente de que sea «enviado» (porque quizás algunos argumentarán acerca del envío de una influencia), sino de «cuando venga». «Cuando venga el Consolador, a quien yo os enviaré de parte del Padre, es decir, el Espíritu de verdad [siempre cuidando este tema tan capital], que procede del Padre, él testificará de mí; y vosotros también testificaréis, porque habéis estado conmigo desde el principio» (v. 26-27). Desde luego, aquí tenemos la venida del Espíritu Santo presentada de manera clara y solemne.
En el capítulo anterior el Padre le envía en nombre de Cristo; en este, Cristo le envía procedente del Padre. En el primer caso se dice que él trae a su recuerdo todas las cosas que Cristo les había hablado; en el otro caso él viene enviado por el Hijo, y da testimonio de Él. Ellos le habían conocido en la tierra, y tenían que manifestarlo como testigos; también, procedente de Jesús en el cielo, desciende el Espíritu, a fin de que venga a establecer estos testigos conjuntos del Señor Jesucristo.
2.6 - Les conviene…
Después, en el capítulo 16 de Juan tenemos la verdad aún más desarrollada y con una mayor energía, si fuera posible, ya que ciertamente es del mayor interés e importancia. En el capítulo 14 el Señor les había dicho que tenían que gozarse debido a que él iba al Padre. Iba a dejar una escena de humillación y de sufrimientos para estar en el hogar del amor y de la gloria del Padre. Si el amor de ellos hubiera sido simple, si ellos hubieran estado pensando en él, y no en sí mismos, se hubieran gozado debido a que él iba al Padre. Pero ahora, en el capítulo 16, los pone en otro terreno: «Os conviene que yo me vaya» (v. 7), (y no solamente como si me conviniera a mí). ¡Qué! ¿Conveniente para estos pobres, débiles y temblorosos discípulos sobre los que él había estado velando, ante la amenaza de todo el Israel que le había despreciado y que no quería venir a él? De cierto, había reunido bajo sus alas a estos pequeñitos y les había dado refugio; en la misma hora de su rechazo les había dado su protección. Y ahora él tenía que dejarlos. Les convenía a ellos que él fuera al Padre. ¿Cómo podía ser esto? Hay solamente una respuesta, y es la respuesta que da el Señor.
Es lo que para él lo hacía conveniente. Por muy bendito que fuese tener al Mesías, su presencia (precisamente debido a que él era un hombre sobre la tierra con un grupo de discípulos a su alrededor) estaba necesariamente limitada. No podía estar como hombre en todas las partes de la tierra al mismo tiempo. El Espíritu Santo, a diferencia del Hijo, no había tomado naturaleza humana en unión con su persona. Pero más que esto, cuando se llevó a cabo la redención, él podía llevar a de los corazones de los discípulos, de la manera más entrañable, todo el valor que surgía de Cristo y de su obra –el Cristo exaltado al cielo y la estimación que tenía allí por parte de Dios el Padre.
2.7 - El fundamento de la bendición
Así es como se echaron las grandes bases de la verdad. El Señor Jesús no iba a dejar este mundo ni a ir al Padre hasta que todas las cuestiones que Dios tenía con el hombre culpable quedasen solucionadas para siempre. Cuando fue quitado el pecado por el sacrificio de sí mismo en la cruz, cuando quedó establecida la justicia en Cristo resucitado de entre los muertos y exaltado en las alturas, ya no era todo pura gracia como antes, sino que ahora se trataba de la cuestión de la justicia de Dios mediante la obra del Salvador. La eficacia de su obra tumbó las balanzas en favor del hombre; porque era el hombre Cristo Jesús el que así había glorificado a Dios en cuanto al pecado. Es indudable que él era su amado Hijo, el don inestimable de su propia gracia; y los hombres no se podían vanagloriar de nada, porque él fue despreciado y desechado por los hombres –odiado sin causa. Con todo, quedaba el hecho de que Dios había estado contemplando la tierra, y más especialmente la cruz, para hallar al hombre que lo sufriera todo a fin de que el mismo Dios pudiera ser glorificado. Esta verdad lo cambiaba todo.
La cuestión ahora, por así decirlo, era esta para Dios: ¿Qué podría hacer él para este Hombre bendito? ¿Podía, el hecho de que Él fuera Hijo de Dios, constituir una razón para que él le amara o exaltara menos? Él levanta de la tumba al hombre Cristo Jesús, y lo pone a su diestra. Y esto no fue solamente un acto personal en honor de Cristo, sino que para los creyentes constituye la medida, en infinita gracia, de la aceptación que ahora tienen en virtud de Él. Todo el cielo quedó lleno de maravilla y alabanza a la vista del Hombre, hecho un poco menor que los ángeles, en la persona de Cristo más allá de todos los principados y potestades, para que se sentara en el trono de Dios. Y, además, a partir de aquel momento Dios hizo su ocupación y su delicia en mostrar su aprecio por aquel hombre que, frente al pecado y a la muerte, a Satanás y el juicio divino, justificó todo su carácter y dio gloria al nombre de Dios al librar hasta lo último a los culpables, sufriendo por ellos.
Antes de esto, el hombre había sido el agente público que constantemente deshonraba a Dios. Nunca fue Dios tan dejado a un lado, insultado, provocado por ninguna de sus criaturas, como por parte del hombre. Satanás, cuando dejó su primer estado, perdió de una vez por todas su lugar. Todavía hay un juicio más terrible esperándole; pero no había misericordia –ningún rayo de esperanza rasgó las tinieblas a las que el pecado había arrojado a un ángel caído. Pero ahora, después que el hombre hubiera preferido las tinieblas a la luz, después que este múltiple curso de rebelión en contra de Dios llegara a su fin, se hizo retroceder la marea en la muerte de Cristo, y en virtud de su obra Dios quedó obligado –por así decirlo– a bendecir al hombre mediante la fe por y en Cristo el Señor.
2.8 - La justicia de Dios
De ahí la expresión en la que tanto abunda Pablo: «La justicia de Dios» (en la Epístola a los Romanos 6 veces). Si bien ahora estaba demostrado que el hombre estaba perdido, Dios tenía ahora también una deuda que pagar. Como parte de su pago de esta, pone al Señor Jesús como hombre a su propia diestra; justifica libre y totalmente a cada creyente; y envía al Espíritu Santo a fin de que pueda ser el vínculo divino entre aquel bendito Hombre en la gloria y aquellos que creen en él, aquellos mismos, incluso, que habían temblado ante el solo pensamiento de su partida. ¡Qué cambio tenemos aquí! No solamente había ahora inteligencia espiritual, sino también poder. Pedro, que había negado al Señor, podía ahora adelantarse atrevidamente y decir: «Pero vosotros negasteis al Santo y Justo» (Hec. 3:14). Quedaron todos enmudecidos. Su propia negación había sido totalmente quitada, y me atrevo a decir que con más gloria para el Señor que si nunca la hubiera pronunciado.
Brillaban ahora en su alma una fortaleza y un triunfo positivos, un conocimiento no solo de su propia debilidad e indignidad, sino de Dios, de la resurrección y de su gracia –un sentimiento de lo que Cristo era para él que iba más allá de todo lo que había conocido antes. No digo que más allá de la gracia, excepto que Pedro hubiera hecho lo que había hecho; pero desde luego había un inmenso poder en sus palabras. Todos ellos sabían bien lo que él había hecho, en público, en el patio del sumo sacerdote, y ello ante gente muy bien dispuesta a ver los fallos de un discípulo. Sin embargo, aquel que recientemente había negado una y otra vez a su Señor estaba, por la abundancia de la gracia, tan lleno de valor como para levantarse y enfrentarse a todos ellos con la acusación de que eran ellos los que habían negado «al Santo y Justo». Su conciencia estaba purificada; no tenía más conciencia de pecado (Hec. 10); estaba borrado todo lo que pudiera acusarlo ante Dios. Sí, estaba justificado de todas las cosas.
Este era solamente un fruto, precioso como era; y ¿de dónde brotaba? Pedro ya era creyente antes, Dios le había atribuido, por anticipación, la obra de Cristo: ¿Cuál era pues la fuente de este cambio? Era en parte consecuencia de la gran salvación sustanciada en el poder del Espíritu de Dios venido del cielo, y así obrando en Pedro. Es indudable que hubo unos ejercicios morales previos en el alma, un profundo arrepentimiento de sus pecados, y la restauración de su alma; pero a continuación vino más que esto; el don y el poder positivos del Espíritu. Es en este punto, aunque no solamente en este, que la Iglesia muestra su debilidad debido a la incredulidad. Para el creyente no se trata meramente de una cuestión negativa, sino de un poder presente real; como fue dicho de Timoteo –al cual se le tuvo que recordar este hecho– que el espíritu que había recibido no era de cobardía, sino de fortaleza, de amor y de sensatez (véase 2 Tim. 1:7).
2.9 - La Trina Deidad
Pero tenemos que volver a la gran verdad: en Juan 14, 15 y 16, el Señor Jesús muestra quien iba a tomar el lugar de su presencia personal sobre la tierra –un verdadero Paracleto divino, Aquel a quien llamamos una persona de la Trinidad. No obstante, no me entusiasma la expresión segunda o tercera persona, y ello por la siguiente razón: que tiende a introducir una subordinación en la Deidad allí donde la Escritura no lo hace. Uno puede introducir razonamientos humanos en este tema, y hablar acerca de un hijo, y su subordinación al padre; pero ahí está lo que es tan peligroso, y de lo que, a mi manera de entender, el diablo ha sacado un gran provecho. Las Escrituras muestran que el Padre es Dios, que el Hijo es Dios y que el Espíritu Santo es Dios; que ellos son uno y todos igualmente Elohim (plural de Dios). La subordinación en cuanto a la Deidad es solamente una manera de minar la propia Deidad del Hijo y del Espíritu. La noción de subordinación es solamente cierta cuando contemplamos el lugar de humanidad que el Hijo se dignó tomar, o el oficio que el bendito Espíritu Santo está ahora cumpliendo para la gloria del Hijo, así como el Hijo sirvió y reinará aun a la gloria de Dios el Padre.
2.10 - La misión del Espíritu respecto al mundo y a los creyentes
Pero volviendo a nuestro tema, el Señor Jesús nos dice que era conveniente que él se fuese: «Os conviene que yo me vaya. Porque si no me voy, el Consolador no vendrá a vosotros; pero si me voy, os lo enviaré. Cuando él venga, convencerá al mundo de pecado, de justicia y de juicio. De pecado, porque no creen en mí; de justicia, porque me voy al Padre, y ya no me veréis; de juicio, porque el príncipe de este mundo ha sido juzgado» (Juan 16:7-11). No es ahora el momento de buscar los detalles de este pasaje, sino su verdad general. Este era el propósito doble del Espíritu Santo al venir aquí. Él demuestra que el mundo está bajo pecado; que no hay justicia aquí, sino solamente en el Justo con el Padre; y que por lo que respecta al príncipe de este mundo, está juzgado –la sentencia no está aún ejecutada, pero está juzgado. Había esperanza en el mundo en el judío; pero ahora, desde el punto de vista en el que el Señor habla de su propia partida y de la venida del Espíritu Santo, el mundo está evidentemente perdido, y el Espíritu está aquí solamente con la misión de reprobar.
A continuación, este mismo Espíritu Santo guiaría a los discípulos a la verdad, tomando de las cosas de Cristo y glorificándolo. Así, el Espíritu Santo tiene una doble relación: con el mundo, como sistema exterior y condenado; con los santos, a los que conduce, les muestra las cosas que han de ser, y todas las cosas que pertenecen a Cristo y a su gloria. Esta es la clara doctrina del apóstol Juan con respecto al Espíritu.
De ahí pasamos a los Hechos de los Apóstoles: ¿Hay allí algo que, de hecho, se corresponda con las promesas de Dios? No hay necesidad de albergar ninguna duda. En el capítulo 1 los discípulos están con el Señor, entrando, aunque muy débilmente, en aquello que había llenado su corazón antes de que él se fuera. Todavía estaban esperando el reino con grandes cosas para la tierra y para Israel. Es cierto que no habían caído tan bajo como los pensamientos incrédulos de la cristiandad gentil (esto es: ¡un milenio sin Cristo!), y que es la vergüenza de aquellos que lo proclaman de una manera tan soberbia en la actualidad; pero con todo no se habían elevado mucho por encima de los pensamientos ordinarios de los judíos. No habían entrado todavía en la preciosa esperanza cristiana, y ello por esta sencilla razón: los pensamientos del cristiano son los pensamientos del cielo. Son las comunicaciones del Espíritu Santo que van en línea con el Padre, debido a que se centran en el Hijo y en su gloria celestial.
Es a esta comunión a la que estamos introducidos; y verdaderamente no es meramente con los profetas y con sus benditas visiones de la gloria que ha de venir sobre la tierra, sino «con el Padre y con su Hijo Jesucristo» (véase 1 Juan 1:3). Pero, por lo que respecta a los discípulos en Hechos 1, todavía no tenían la capacidad para entrar en estas cosas, porque el Espíritu Santo no había aún venido personalmente; y a pesar de ello no solamente tenían ya vida en aquel tiempo, sino además vida en resurrección. El Señor había soplado sobre ellos aquel día en que él resucitó, y les había dicho: «Recibid el Espíritu Santo» (Juan 20:22). Naturalmente, no se trataba del don del Consolador como tal, de Aquel que había sido prometido para tomar el lugar de Cristo sobre la tierra, sino más bien de la comunicación por el Espíritu Santo de su propia vida de resurrección. Por esto es, creo yo, que sopló sobre ellos, en una clara alusión al soplo de Dios sobre Adán. En la antigüedad le fue dado a Adán el soplo de la vida natural. Aquí estaba sobre la tierra Uno que era Señor y Dios (como Tomás reconocería después), y también el hombre resucitado o último Adán, el Espíritu vivificante. Por ello, él comunica esta vida, como siempre tiene que serlo, por el Espíritu Santo; y por esto se dice: «Recibid el Espíritu Santo».
Sin embargo, sabemos por Hechos 1 que el Espíritu, el Consolador, no había venido todavía. En verdad, deberíamos verlo por la simple realidad de que el Señor no se había ido todavía. «Si no me voy, el Consolador no vendrá a vosotros» (Juan 16:7). Ellos le vieron allí; y él les manda, estando ellos reunidos, que no se fueran de Jerusalén, sino que allí esperaran la promesa del Padre. Así, fuese cual fuese la bendición que habían recibido el día de la resurrección, no se trataba del cumplimiento de la promesa del Padre.
2.11 - La promesa del Padre
El siguiente capítulo nos muestra al Espíritu Santo actuando en la tierra en ausencia de Cristo, y esto de varias maneras. Registra la extraordinaria exhibición de la gracia divina en el don de lenguas que, sin eliminarla, sobreabundó sobre la confusión que el pecado del hombre y el juicio divino habían introducido en el mundo en las varias naciones, tribus y lenguas que han subsistido desde Babel hasta la actualidad. Ahora el Espíritu salía con las nuevas de las maravillosas obras de la gracia de Dios por todos, que demostraban que allí donde el pecado abundó, sobreabundó la gracia. Al mismo tiempo no nos olvidemos de que las nuevas lenguas, aunque siendo el fruto magnífico de la operación del Espíritu, no son lo mismo que su presencia; fueron un efecto y una señal característica de un Señor crucificado, pero ahora exaltado, el testimonio de la gracia del Evangelio y su declaración universal en contraste con la Ley, pero no eran lo mismo que el don del mismo Espíritu Santo. Esto es de suma importancia, debido a que la incredulidad de algunos ha ido tan lejos como para pensar y decir que, si las lenguas ya no existen, el Espíritu Santo está ausente. ¡Qué ceguera ante la promesa del Salvador! ¡Qué rebajamiento de la presencia del Espíritu Santo! ¡Qué negación del cristianismo y de la Iglesia!
La verdad es que las lenguas, y los otros poderes con que el Espíritu se complació en obrar, eran tan solo las señales milagrosas que correspondían a su presencia, además de inaugurar el Evangelio y la Iglesia. Era todo ello una nueva situación, sin precedentes. Cuando el Hijo estaba en la tierra, los milagros siguieron a sus pasos y a sus palabras, como correspondía, y como cumplimiento de las profecías. Habiendo venido otra persona divina, ¿no era apropiado que hubiera pruebas de ello, más especialmente al no adoptar él forma permanente y visible, como lo había hecho el Hijo de Dios? Era por ello más necesario que hubiese efectos y señales tangibles que atrajeran la atención de la mente, y que hicieran que el corazón ponderase lo que Dios es y lo que está haciendo, no solamente en lo que reveló el Hijo, sino en lo que testifica el Espíritu Santo presente en la tierra.
2.12 - La verdad fundamental de la nueva dispensación
Esta es la verdad fundamental sobre la que gira todo lo que hallamos en el gran cuerpo del Nuevo Testamento. Había ahora ante los hombres un hecho sin precedentes, totalmente desconocido para el mundo, y sorprendente incluso para aquellos mismos que habían sido instruidos por el Señor para
que lo esperaran –el hecho maravilloso de que el Espíritu Santo había descendido personalmente, dando a conocer su presencia mediante la firma de un poder lleno de gracia, a fin de ser conocido y leído de todos los hombres. Por consiguiente, a todo lo largo de los Hechos de los Apóstoles tenemos una y otra vez el testimonio no solo de su acción y de sus resultados, sino de la gloriosa verdad de que él mismo estaba allí. Observemos el primer estallido del rencor religioso del mundo en el capítulo 4, y su respuesta a ello en el versículo 31.
Veamos además el primer pecado y escándalo público, en el que Ananías y Safira fueron acusados en el acto de haber mentido no a los hombres, sino a Dios. ¿Y cómo se demostró esto? En que habían mentido al Espíritu Santo que estaba allí. El criterio por el que fueron juzgados fue aquella persona a la que habían deshonrado, y que estaba en medio de ellos. Esta medida de pecado, déjenme añadir, es tan cierta a nivel individual como lo es en la Iglesia. Por ello, en Efesios 4:30 no se trata meramente de que no se debe transgredir este o aquel mandamiento, sino: «No contristéis al Espíritu Santo de Dios, con el cual fuisteis sellados para el día de la redención». Tomemos buena nota de esto.
Cuanto más se reflexione sobre esto, tanta más conciencia se tendrá de su inmensa importancia por parte de los hijos de Dios. Supongamos que ustedes se encuentran en presencia de una persona a la que aprecian en sumo grado, y con cuya presencia se deleitan, ¿Acaso su llegada no afecta a todas sus maneras y palabras en la misma proporción en que sean conscientes de su presencia y la amen? Pues que nos sintamos con toda la libertad posible; pero, aun así, si una persona así está con nosotros, que atrae nuestro aprecio y estimación, tal influencia se siente de manera profunda e inmediatamente. En el acto uno piensa en aquello que puede agradar a la otra persona; se teme con razón aquello que la pueda herir; el corazón está alerta y activo, y es un gozo hacer aquello que complacerá a los que amamos. Y así, en virtud de la redención, está presente el Espíritu Santo, debido a que, por lo que respecta a cada creyente, ha desaparecido todo lo que era ofensivo para Dios; y el santo está en pie con justicia divina delante de Dios –ha llegado a ser esto en Cristo.
Desde luego, ¿cómo podría estar alejado el Espíritu Santo? Él debe tener su parte en la realización de aquello que era del máximo valor para Dios y el hombre. Si el Padre llevaba a cabo sus intenciones en y mediante el Hijo, ¿podía acaso el Espíritu Santo estar ausente o inactivo? Y ahora Dios ha hecho la mayor de sus obras –la obra expiatoria de Cristo. Por tanto, allí donde se halla la sangre del sacrificio aceptado, el Espíritu Santo no solamente puede obrar, sino que debe morar. Si Cristo, por su propia sangre, ha entrado de una vez por todas en el Santísimo, habiendo obrado eterna redención, el Espíritu Santo ha venido a habitar para siempre con nosotros. Todo pende de esto, y todo se mide por esto. Por consiguiente, el libro de los Hechos es mucho más acerca de los hechos del Espíritu Santo que de los apóstoles, por muy importantes que estos fuesen como vasos de su poder, y no ellos solamente.
Hemos visto que, cuando se trata de una cuestión de pecado, él juzga por su presencia y actúa sobre este terreno. Hemos visto que, cuando estuvieron en peligro de sentirse alarmados por las amenazas de los hombres, el Espíritu dio una alentadora evidencia de su poderosa presencia. No se trataba meramente de Pedro, ni de Juan, ni de nadie más; sino que el lugar en que estaban tembló. ¿De quién era esta presencia, o en quién, en particular? Era la presencia del Espíritu Santo, no meramente en este o en aquel individuo, sino en la Asamblea de Dios. Aún más, el Espíritu de Dios, en el capítulo 13 de los Hechos, asume un papel activo, y envía a Pablo y a Bernabé. «Separadme a Bernabé y a Saulo, para la obra a la que los he llamado». «Ellos, enviados por el Espíritu Santo, descendieron…». Me refiero ahora a este caso para dejar patente que no se trata de una cuestión de milagros, de lenguas, ni de poderes, sino de una persona divina real, que era el principal agente presente en la Iglesia de Dios; y que esta presencia personal del Espíritu en el hombre era una cosa nueva, sin precedentes en el plan y en los caminos de Dios (comp. también Hec. 8:29, 39; 15:28; 16:7; 20:23; 21:11).
Llegamos ahora a las Epístolas, y dejamos de lado los pasajes que atestiguan de la presencia del Espíritu Santo en el individuo. Con toda la importancia que esto tiene, no se trata ahora del tema que estamos estudiando, sino de su presencia en la Iglesia. Por ello tenemos que omitir la Epístola a los Romanos, que se ocupa de nuestra relación individual con Dios, por la sencilla razón de que allí somos considerados como sus hijos. Somos sacados del lugar de la ira, hechos hijos de Dios, y si hijos, entonces herederos: el Espíritu Santo da el espíritu de adopción, y llena el corazón de esperanzas de la herencia que ha de seguir. Pero en las Epístolas a los Corintios tenemos no meramente el estado del hombre y la revelación de la justicia divina, con sus consecuencias en pecadores y en santos, como en Romanos, sino la Iglesia de Dios, en un doloroso estado de pecado, vergüenza y desorden, pero a pesar de todo todavía la Iglesia de Dios. Por consiguiente, se expone la doctrina del Espíritu Santo como morando allí en su sede capital. El pasaje que leemos (1 Cor. 12:1-13) desarrolla su acción en la Iglesia. ¿Qué hay que pueda ser más claro?
Aquí tenemos al Espíritu Santo considerando, como una persona real presente, y obrando indudablemente en dones de signos externos, así como en actividades de edificación. Pero, sea cual fuere la forma de su acción, la gran verdad es que él estaba allí y obrando en los muchos miembros de la Asamblea de Dios. La cuestión es, ¿se trataba todo esto de una exhibición temporal, o era su presencia perpetua el sustrato de todo ello? Lo que aquí leemos, ¿se limita acaso a una asamblea local particular y a una época especial ya pasada, o hay algo para nosotros, para la Iglesia de Dios en general, para esta y todas las épocas? La respuesta no puede dejar lugar a dudas, si nos hallamos sumisos a la Palabra de Dios. Es evidente que en Juan 14 el Señor había establecido, en contraste a su propia ausencia temporal, que el Espíritu de verdad tenía que morar para siempre con sus discípulos.
Pero, además, la Primera Epístola a los Corintios tiene una introducción en la que el Espíritu Santo le da la aplicación de mayor alcance. En el versículo 2 del primer capítulo leemos así: «A la iglesia de Dios que está en Corinto, a los santificados en Cristo Jesús, llamados a ser santos, con todos los que en todo lugar invocan el nombre de nuestro Señor Jesucristo, Señor de ellos y nuestro». Esto no se dice en la Segunda Epístola: desde luego, no tengo conocimiento de que haya nada similar a esto en todo el Nuevo Testamento. ¿Tenemos que suponer que se trata de un error? Que no haya nadie que se haga culpable de tal opinión o dicho. Espero que no haya aquí ningún alma que no denuncie tal postura como un pecado contra Dios. ¡Un error en la Palabra de Dios! Por el contrario, me parece que se trata de una sabiduría y bondad especial del Espíritu que se adelantó a la incredulidad de la cristiandad; era el Espíritu de Dios sabiendo que esta Epístola sería tratada como si fuese de interpretación restringida, como si perteneciera a un tiempo y a un lugar ya pasados, como si no se aplicara a aquellos que en todo lugar invocan el nombre de nuestro Señor Jesucristo –«Señor de ellos y nuestro».
Contra esto nos previene él en el mismo umbral de la Epístola, y hace que tal objeción constituya una resistencia clara a la Palabra de Dios. Así, deja de tratarse de una cuestión de opiniones. Dios ha hablado y ha escrito a fin de que le creamos a él; y esta Epístola amplía su alcance a propósito, de manera que la incredulidad con respecto a la perpetuidad de la acción del Espíritu Santo en la Asamblea, en tanto que él y su acción estén aquí, fuese tratada como pecado, como un rechazo positivo de la llana Palabra de Dios. ¿No es acaso la incredulidad lo que anula y se opone a la presencia personal del Espíritu Santo en la Iglesia?
2.13 - El cese de las señales
No afirmamos en absoluto que el Espíritu Santo obre necesariamente en las mismas formas que en la antigüedad, y menos aún con la misma medida de poder. En la segunda parte del Nuevo Testamento no leemos mucho acerca de milagros –muy poco– y menos según va transcurriendo el tiempo. Podemos comprender que, en la inauguración de unos nuevos tratos por parte de Dios, hubiera, en su bondad, una operación y exhibición maravillosa de estos grandes poderes a fin de despertar la atención incluso de los hombres negligentes. Pero, al quedar establecida la verdad de su presencia, y al irse registrando por escrito, de manera gradual, las nuevas comunicaciones de Dios, y al haber de esta manera ya no meramente la evidencia de señales externas, sino una Escritura positiva confiada a la responsabilidad humana, podemos ver fácilmente que las pruebas externas ya no eran tan necesarias, y que el Espíritu de Dios (contristado, como sabemos, por mucho de lo que se hallaba en aquellos que profesaban el nombre de Cristo) pudiera retirar gradualmente no su presencia, sino la manifestación de señales poderosas, y rehusar adornar externamente aquello que deshonraba al Señor Jesús.
Es cierto y evidente, por lo menos cuando llegamos a las iglesias del Apocalipsis, que ya no vemos ni oímos más de los poderes del siglo venidero. No me cabe duda alguna de que fue la sabiduría de Dios la que lo ordenó así todo, en vista de la situación que se estaba introduciendo con tanta rapidez. Creo que podemos discernir fácilmente, mediante consideraciones espirituales, por qué no hubiera sido apropiado para la gloria de Dios la continuación de aquellos poderes milagrosos. Supongamos, por ejemplo, que Dios fuera ahora a obrar de forma milagrosa, ¿no es evidente que tiene que ser de 1 o de 2 maneras? O bien él tiene que obrar allí donde se predica el nombre de Cristo y conocido hasta cierto punto. ¿Cuál sería la consecuencia?
¡Milagros en Roma, milagros en Canterbury, milagros entre todas las sectas y denominaciones de la cristiandad que tendrían sus milagros! Podría haber aquellos que se gozarían ante este espectáculo, pero no los envidio. Cada uno de los que leen estas líneas, espero yo, sentiría profundamente la anomalía de un sello tan externo sobre tal masa de confusión. Por otra parte, supongamos que Dios se dignara decir que él no podía dar estas señales de su poder y de su gloria allí donde la Iglesia se hallara en tal desorden y rebelión, sino que tenía que señalar a –¿a quién diremos? No puede ser, no debiera ser: Dios no quiera que ninguno de nosotros lo desee, tal como están las cosas.
Pero imaginemos por un momento que el Señor contempla a hijos de Dios reunidos en algún lugar, y que dice: Veo dónde mi pueblo está sometido a mi Palabra; y allí donde yo halle a 2 o 3 aquí y allá reunidos en mi nombre, allí obraré milagros. ¿Cuál sería la consecuencia? ¡No sabríamos comportarnos! Tan débiles somos, tan necios, tan aptos para llenarnos de vanidad, incluso ahora ante el hecho de una continua debilidad, así como del odio y desprecio de que se nos hace objeto, que no sabríamos como contenernos si tuviéramos estas manifestaciones de poder divino. Además ¡qué desaire para aquellos a los que nosotros reconocemos como verdaderos miembros de Cristo, y tan ciertamente habitados por el Espíritu como cualquiera de nosotros!
Así, estoy persuadido de que en esto hay una gracia y sabiduría perfectas en los caminos de Dios. Él ya no obra más de esta forma. Pero aquí está la verdad sobre la que me apoyo esta noche: el Espíritu Santo fue dado no meramente como una exhibición de poder sobre la tierra sino, si puedo expresarlo así, a la vez como señal y sustancia del valor que le da Dios a la cruz. Dios el Padre dio el Espíritu Santo como el sello de aquella redención que es siempre inmutablemente perfecta e infinitamente eficaz. Me atrevo a decir, y lo digo con toda reverencia que, si el Espíritu Santo fuese quitado ahora del más pobre y débil de sus santos en la tierra, no sería esto una deshonra tan grande para este santo como para el Hijo de Dios y su obra de expiación. Tácitamente, sería lo mismo que decir que la ruina de la Iglesia habría hecho que la sangre de Cristo fuese de menos valor. Pero ¿confirmará Dios jamás una mentira? Y aquí tenemos el baluarte de la fe –en esto podemos permanecer confiados– no solamente en que el Señor Jesús ha expresado la mente y las intenciones de Dios, sino que a través de su gracia podemos y debemos entrar según esta medida en su terreno, razón, carácter y propósito, además de en su significado.
Todo esto podemos apreciarlo y disfrutarlo mediante la fe, porque él nos lo ha explicado. ¿Para qué, pues, se nos da la Palabra de Dios, si no para que comprendamos su mente, sintamos su amor y estemos seguros de su verdad, sabiduría y bondad? De ahí somos conscientes de que Dios, al enviar al Espíritu a permanecer para siempre sea cual fuere la triste condición de los creyentes, ya individual o colectivamente, no dio una mera señal de aprobarlos a ellos, sino más bien las únicas arras adecuadas de su deleite en la obra personal de su amado Hijo. Como sabemos, el Espíritu Santo descendió sobre Cristo sin derramamiento de sangre cuando él estaba en la tierra, debido a que él era siempre sin pecado, tan perfecto aquí moralmente como lo era y es en el cielo, no menos absolutamente santo como hombre que como Dios. Naturalmente, no se olvida que tenía todavía que ser hecho perfecto en otro sentido, viniendo a ser jefe y autor de nuestra salvación, y ser consagrado como sacerdote celestial.
Está claro que tenía que cumplir una obra y que había un puesto oficial de la gloria que asumir; pero todo esto nada añadió ni podía añadir a su perfección moral. Por ello, insisto, él podía recibir y recibió al Espíritu Santo por sí mismo como hombre sin aplicación de sangre. Pero cuando Cristo ascendió a lo alto, él recibió del Padre la promesa del Espíritu Santo. ¡Qué asombroso consuelo, confianza y descanso debiera darnos esto! Si el Espíritu Santo nos hubiera sido dado directamente a nosotros, bien podríamos pensar que, si no nos comportábamos como debíamos, pudiera haber una revocación. Podemos comprender a un alma perturbada por tal tipo de pensamientos; pero, gracias a Dios, el Padre dio el Espíritu Santo por segunda vez a Cristo. Cuando él ascendió a lo alto, recibió del Padre la promesa del Espíritu Santo, y derramó aquello que fue visto y oído en Pentecostés. Así, el don se da enteramente en virtud de Cristo, después que él quitara nuestros pecados y que lo recibiera como consecuencia. Aquí tenemos en esto la base más cierta y segura sobre la que descansa ante Dios la perpetuidad de la presencia del Espíritu Santo en el creyente y en la Iglesia –su amor por Cristo, y su valoración de la obra de Cristo por nosotros, para no hablar de su Palabra inmutable.
2.14 - El reconocimiento práctico de la presencia del Espíritu Santo en la Iglesia
Y ahora pasemos, antes de terminar, a una breve exposición práctica. Tendremos otras aplicaciones y resultados de lo dicho en conferencias posteriores, a fin de no alargarnos demasiado ahora. Si hay una persona divina sobre la tierra que está ahora individualmente en cada santo, y con todos ellos como Iglesia de Dios, yo pregunto ahora: ¿Se puede considerar esto de importancia secundaria? ¿Se trata de algo que pueda ponerse de lado con el fin de no perturbarse uno mismo ni a los demás? ¿Pueden los hombres que piensan de esta manera, y que así hablan y actúan, creer en la realidad de la presencia personal del Espíritu y de su operación presente según las Escrituras? ¿Saben ellos que el Espíritu Santo está realmente en la Iglesia en la tierra? Naturalmente, no estoy ahora aludiendo a su gloria divina mediante la que llena todas las cosas, porque esto siempre es verdadero –tan verdadero antes de que Cristo viniera como lo ha sido después, e igualmente cierto de todas las personas en la Trinidad.
Pero, así como el Hijo descendió del cielo y fue aquí un hombre durante unos 30 o más años en la tierra, pero ahora se ha ido realmente, así ahora el Espíritu Santo ha descendido personalmente para morar con y en nosotros de una manera tal que era desconocida antes, excepto solamente en Cristo. El Espíritu Santo, digo, ha descendido para estar con nosotros personalmente; y así como Cristo fue el único verdadero templo de Dios, así ahora la Iglesia es el templo de Dios; porque estas 2 verdades se enseñan en la Palabra de Dios. Pero si se cree que esto es cierto, si se recibe como la verdad de Dios, ¿qué hay que pueda compararse con ello en importancia en cuanto a hecho práctico presente, y como privilegio asimismo presente, para el santo y para la Iglesia? Por ello la responsabilidad de los cristianos, si la aplicamos a su reunión, es que sus asambleas deberían estar gobernadas por la verdad de que el Espíritu Santo está allí.
Pero ¿cómo obra el Espíritu Santo cuando se le reconoce como presente? A esto ya se ha contestado, si solo con el pasaje de las Escrituras que ya hemos leído. Él distribuye o reparte a cada uno en particular como él quiere. Entonces, ¿no se ha de reconocer su presencia? ¿No se ha de respetar su actuación? ¿Qué es lo que encontramos, si examinamos el aspecto actual de la cristiandad mediante la Palabra de Dios? Lejos esté de mí querer perturbar a nadie sin necesidad, ni es mi deseo tratar de provocar polémica; pero hay unas verdades que de forma manifiesta no admiten amaños; y es bien cierto que toda verdad divina rechaza un manejo tan indigno como el de los amaños. Entonces, quisiera preguntar, ¿cómo están nuestras almas en cuanto al sentimiento, a la fe, a la adhesión que le damos a esta verdad, tan vital para la Iglesia, tan esencial para darle la verdadera honra al Espíritu Santo y al mismo Señor? ¿Dudan ustedes que la Iglesia de Dios se halla en desorden? ¿Dónde está el cristiano serio que no reconozca esto en mayor o en menor grado? ¿Es que hay algún hombre espiritual que quisiera mantener que el estado presente de la Iglesia se corresponde con lo que leemos en el Nuevo Testamento? ¿No tengo que tomar conciencia de este hecho y humillarme ante Dios por mi propio pecado, y por el de la Iglesia, en este asunto tan serio? ¿No tengo que tratar de estar allí donde se reconoce la presencia del Espíritu Santo?
No importa donde haya yo estado en mi ignorancia; indudablemente, he estado allí donde no había siquiera la sombra de reconocer su presencia ni su acción según las Escrituras; me puedo haber unido a otros orando a Dios para que volviera a derramar el Espíritu Santo, como si él no hubiera ya venido y no estuviera ya en la Iglesia de Dios. ¿Y llamarán a esta oración un reconocimiento espiritual de su presencia? ¿Qué hay que se pueda concebir como un rechazo más evidente o decidido de la verdad de que el Espíritu Santo está aquí? Si se hiciera oración pidiendo que el Espíritu de Dios no fuera contristado, o que los santos puedan ser llenos de él, esto sería acorde con las Escrituras. ¿Qué habría significado si un discípulo, en presencia de Jesús, hubiera orado al Padre que enviara a su Hijo? ¿Que suscitase al Mesías cuando el Mesías ya estaba allí? ¿No es este el espíritu del mundo, que no puede recibir al Espíritu, debido a que ni le ve, ni le conoce? Pero nosotros le conocemos –o por lo menos debiéramos conocerlo. Bien, si sabemos que él está aquí, ¿se trata de una cosa sin importancia que nos sometamos o rehusemos someternos a su acción en la Iglesia? Es en vano decir, reconozco la verdad de su presencia; y mucho peor, si no estoy sumiso a las Escrituras, que no nos dejan ninguna duda acerca de cómo actúa él para la gloria de Cristo. Las meras palabras no son suficientes: Dios espera fidelidad de nuestra parte, sumisión a su Palabra, y un reconocimiento práctico de la presencia del Espíritu Santo.
Nos reunimos, y puede que seamos muy pocos: ¿Con qué recursos contamos? Somos débiles e ignorantes, pero tenemos a Uno en medio de nosotros que conoce todas las cosas y es la fuente de todo poder. ¿Estamos satisfechos con él? ¿Podemos confiar en él frente a peligros y dificultades? ¿Por qué es tan débil la Iglesia? ¿Por qué entre los hijos de Dios hay una falta tan grande de poder y gozo, paz y consuelo? ¿Podemos asombrarnos de esto? De lo que más bien me asombro es de la misericordia y de la admirable paciencia de Dios, bendiciendo como bendice a pesar de tanta incredulidad. ¿Creéis de veras que puede tratarse de una cosa de nula importancia para Dios? ¿Acaso no pide él mi adhesión sin vacilar a su voluntad, mi apropiado reconocimiento de la presencia de su Espíritu y de su libre acción? ¿Y qué acerca de inclinarnos ante el gran hecho actual, ante el hecho de que, en virtud de la redención, y en honor del Señor Jesús, el Espíritu Santo se halla aquí personalmente en la Iglesia en la tierra? Esto pone el alma a prueba; en verdad, me parece a mí la mayor prueba para los cristianos. Naturalmente, Cristo sigue siendo la piedra de toque práctica para todo y para todas las personas; pero, con todo, si él es conocido y si mi alma le da valor como el camino, la verdad, y la vida, ¿acaso no es de su incumbencia que mis caminos en la Iglesia de Dios estén sobre la base que él me ha dado –la fe en la presencia del Espíritu Santo? ¿No se trata acaso de la verdad que el mismo Dios presupone como el alma misma, la fuente de energía, de la Iglesia?
Esto no afecta, en lo más mínimo, a la obra de Dios mediante los individuos. Él envía a uno a que predique el Evangelio a todo el mundo, suscita a otro para edificar a los hijos de Dios. Es otra rama de la verdad; y me refiero a ella ahora solamente para mostrar que, cuando luchamos por la inalienable obligación que la Iglesia tiene que reconocer la presencia del Espíritu Santo, tal verdad no se interfiere en lo más mínimo con la acción individual del Espíritu Santo en el ministerio. Reconociendo esto en todo su valor, importancia e integridad, quisiera plantear esta pregunta ante la conciencia de todos los que me oyen: ¿Dónde hay una asamblea de santos de Dios, que se reúna, y en la que el Espíritu quede en perfecta libertad de acción a fin de que pueda emplear a quienes él quiera como vasos de su poder? ¿Hay aquí algunos cristianos que nunca se encuentran así en la única asamblea que sanciona la Palabra de Dios? Si los hay, tan solo puedo decir: Sopesen estas palabras con oración, y pregunten a su alma el porqué de esta situación. ¡Ustedes, que son miembros de la Asamblea de Dios, y a pesar de ello no conocen esta asamblea reunida conforme a las Escrituras, ni la acción del Espíritu Santo propia de ella! ¡Ustedes, miembros del Cuerpo de Cristo, y a pesar de ello nunca se le permite al Espíritu Santo que les utilice, a ustedes o a otros miembros de este Cuerpo, para la gloria de Cristo y la edificación de sus hermanos! Si es así, ¿a qué se debe? ¿Por qué deben seguir así?
Es de reconocer que tenemos aquí unas cuestiones muy serias, y muchas dificultades; y estoy seguro de que deberíamos orar mucho por aquellos que se hallan así perplejos y abrumados. No vayamos a ocultarles lo que cuesta en este mundo ser fieles al Señor y a la Palabra inerrante de Dios. No está bien de parte de nadie (¡y que el Señor nos libre de ello!) tomarse a la ligera o fríamente a aquellos que se hallan en medio de esta intensa prueba: puede que algunos de nosotros hayamos sentido algo de su amargura. ¿Qué deseamos para los hijos de Dios? Nada menos que su liberación, sí, la liberación de cada uno de ellos. ¿No pertenecen al Cuerpo todos los santos que descansan sobre la redención de Cristo? ¿No los ha puesto Dios como le plugo a él en su Iglesia? Y nosotros, ¿qué hacemos? ¿Nos reunimos acaso para mejorar la acción del Espíritu Santo en la Iglesia de Dios? No lo quiera Dios: más bien lo hacemos para honrar al Señor en la certeza de que él se halla en medio de nosotros. Nuestra única razón, si es que tenemos alguna razón divina en absoluto, para congregarnos en el nombre del Señor Jesús, es que esta es su propia voluntad y forma de hacer; lo hacemos para complacerle. Y si se ha hecho teniendo que pagar un precio, Dios bendice esto en gran manera, y lo bendice también para la dulcificación del espíritu en la misma magnitud que para el ejercicio de la fe: si no es así, hay algo que no está bien con nuestras almas. Entonces, ¿me estoy aferrando, como centro de mi acción eclesial, a la presencia del Espíritu Santo? Si no, no tengo el centro de Dios para dicha acción, y me hallo todavía bajo el dominio de la tradición en una u otra forma, persistiendo en lo que mi padre hacía, o bien haciendo algo que va mejor con mi forma de pensar. Pero ¿dónde está Dios en todo esto?
Se nos puede infamar, como todos bien sabemos, tratándonos de fanáticos y exclusivistas. ¿Acaso estos críticos nuestros han sopesado lo que significan estas palabras? Yo llamo fanatismo a toda adhesión irrazonable, sin una base divina sólida, a la propia doctrina particular de uno, o a la propia práctica, en desafío a todos los demás.
Dejen que pregunte: ¿Es fanatismo abandonar las asociaciones que uno más ama, para obedecer a la Palabra de Dios y para hacer su voluntad? ¿Es exclusivismo abandonar las sectas, una y todas, a fin de reunirme siempre allí donde pueda encontrarme con santos conforme a la Palabra, y en dependencia del Espíritu Santo, reunido al nombre de Cristo? No estoy asumiendo esto para nadie que no reconozca las Escrituras como la verdad inmutable de Dios; pero os pregunto a ustedes que sí las reconocen: ¿van a permitirse el apartaros del terreno conocido como divino, sea cual fuere la prueba adentro, o la tentación afuera? Con frecuencia hay relaciones de otro tipo que crean dificultades. Los amigos pueden pedirles que vayan aquí o allá por lo menos una vez; y parece difícil rehusar, especialmente en tanto que ellos no comprenden la fuerza de una convicción divina que ellos mismos no tienen.
Es posible que los invite a venir con ustedes, pero que ustedes declinen ir con ellos. ¿No parece esto orgulloso y falto de fraternidad? Bien, puede que les parezca singular, pero debiera ser perfectamente claro para ustedes; puede que haya una verdadera humildad, y también amor, por mucho que la crasa ignorancia lo cuente como orgullo y falta de amabilidad. Imaginemos un clérigo piadoso, o un no conformista, que haga la clara pregunta: “¿Cómo es que ustedes, que tienen tanta libertad y gozo en recibir a cristianos en el nombre de Cristo, no vienen conmigo a mi iglesia o capilla?” La respuesta es: “Bajo sus propios principios, como cristiano protestante, ustedes pueden venir aquí con una buena conciencia, cuando nosotros somos sabedores de que el sencillo deseo es el del estar sometidos al Señor y a su Palabra, en la unidad de su Cuerpo y en la libertad de su Espíritu. Con toda certeza ustedes reconocen que no es pecado el que nos reunamos como lo hacemos, según las Escrituras, y por ello ustedes pueden reunirse con nosotros.
Pero yo, por mi parte, me hallo convencido de que es contrario a las Escrituras abandonar el terreno escriturario para adoptar el del anglicanismo o el del no-conformismo, y por ello no es ninguna falta de amor, sino el temor a pecar lo que me impide ir con ustedes, que no pretenden estar reuniéndose sobre la base de la Asamblea de Dios”. Evidentemente, sería un fanático, o algo peor, el que me exigiera, o esperase de mí, que me uniera con él en contra de mi convicción positiva de que al hacerlo estaría pecando en contra de Dios. El pecado es el cumplimiento por parte del hombre de su propia voluntad, o de la voluntad de otro, que no sea la de Dios. Si uno me pide que me aparte de lo que conozco como la voluntad de Dios, será naturalmente un pecado de mi parte al acceder. No se trata solamente de que una cosa sea en sí misma pecaminosa, sino que sería más especialmente un pecado en mí, debido a que yo sé, si otro lo ignora, que es una infidelidad a la operación del Espíritu en la Iglesia.
Así, no se dejen mover por los reproches, como tampoco por los argumentos halagüeños. Porque no hay un verdadero amor excepto en el contexto de la obediencia a Dios (1 Juan 5:2-3). Nunca se aparten de lo que creen que es su voluntad. Puede que estén al principio poco familiarizados con la verdad, o con las solemnes responsabilidades que ella implica; quizás fue por esta razón que algunos se convirtieran aquí. Pero ahora, ¿qué hay de ustedes? ¿Han estado escudriñando la Palabra de Dios para descubrir su mente y voluntad? ¿Ven que la presencia y acción del Espíritu Santo en la Asamblea es la verdad de Dios? ¿No queda perfectamente claro y seguro que Dios ha enviado su Espíritu Santo, y que esta verdad tiene que ser reconocida y vivida por ustedes y por todos los cristianos? Esta verdad [1] ustedes no la pueden negar; saben muy bien que es de Dios; puede que no le den tanto valor como se debiera (¿y quién lo hace?), pero este es ya otro tema. Quiera el Señor que todos nosotros le demos más y más valor.
[1] Que las diferentes denominaciones presentan un estado directamente en oposición al de un Cuerpo y un Espíritu es cosa bien clara para tener que exponer una argumentación ante aquellos que están acostumbrados a inclinarse ante las Escrituras y a juzgar los hechos actuales por ella. ¡Cuán penoso resulta entonces leer sentimientos como los expresados en las palabras recientes (junio, 1869) de uno a quien no puedo dejar de amar y estimar por causa de su obra!: “Creo algunas veces que estas seguirán para siempre. No hacen daño alguno a la Iglesia de Dios (¡!) sino que le son una gran bendición (¡!); porque algunas de ellas recogen un punto de la verdad que ha sido descuidado, y algunas otro; y así entre ellas se expone la totalidad de la verdad (¡!); y me parece a mí que la Iglesia es todavía más una (¡!) que si las varias secciones fueran llevadas a unirse en un gran cuerpo eclesiástico [¿pero quién defiende tal cosa, excepto un papista?]; porque esto alimentaría indudablemente la vanidad de alguna persona ambiciosa, suscitando de nuevo otra dinastía de tiranía sacerdotal como las de la antigua Babilonia romana. Quizá ya esté muy bien tal como está ahora; pero que cada cuerpo de cristianos se dedique a su propia obra, y que no escarnezca la obra de los demás”. ¡Ay!, la Palabra de Dios no aparece en absoluto en este razonamiento de la incredulidad (aunque en un creyente); pero, como de costumbre, la misma publicación en la que aparece este artículo es un testimonio de que esta justificación del pecado es tan hueca como su profesión de amor y de orden. Porque una gran parte de ella se dedica a escarnecer a los únicos cristianos que en esta época están tratando de dar un efecto práctico a su fe en el un Cuerpo y un Espíritu. Estoy tan de acuerdo con mucha parte del artículo Order Heaven's first Law (El orden; la primera ley del cielo), que me siento más entristecido al señalar, aunque sea de una manera amistosa, una falta tan flagrante de coherencia tanto de principio como en la práctica. Mejor será que nos humillemos debido a nuestro común pecado, que tratemos de andar en obediencia y amor en tanto que esperamos al Señor Jesús, pero nunca abusemos de la gracia de Dios para negar su verdad cuando condena nuestros caminos.
Escudriñad las Escrituras, examinad la Palabra de Dios para vuestras propias almas; mediante esto obtenemos una verdadera inteligencia espiritual, pero esto solamente en obediencia, y no desearíamos que fuera de otra manera. La inteligencia que se consigue en desobediencia me parece peligrosa e indigna de confianza; aprender la verdad, paso a paso y viviéndola, es un camino más feliz y santo, y también de una fe más sencilla. Al mismo tiempo que le damos valor a la inteligencia, tenemos que recordar que hay algo todavía más importante –la sencilla sumisión a la voluntad de Dios, incluso si parecemos carecer de inteligencia en cuanto a mucho de ella. «El principio de la sabiduría es el temor de Jehová» (Prov. 1:7). Este pasaje no ha perdido vigencia; y creo que este es el camino divino, y por lo tanto el mejor, como comienzo. Hay bendición en un crecimiento gradual en la verdad de Dios, sobre todo mirándole a él a fin de ir andando en aquello que conocemos.
Por ahora, ruego al Señor que las grandes verdades de un Cuerpo y de un Espíritu, que han estado ante nosotros, sean apremiadas en nuestros corazones por su propio poder; de forma que nosotros que las conocemos podamos estar alentados y confirmados, y que aquellos que las desconocen puedan ser enseñados por él mismo acerca de ellas.