2 - La propia justicia

La salvación por las obras: una falsa doctrina peligrosa


Es natural en el hombre caído. Por eso es la esencia misma de todas las religiones falsas. Sean las que sean, todas coinciden en buscar la salvación a través de las propias obras. El que adora a sus ídolos torturará su cuerpo, ayunará, hará largas peregrinaciones, practicará o soportará cualquier cosa para merecer la salvación.

Vaya donde vaya, la religión natural del hombre caído es la salvación por sus propios méritos. Un viejo predicador dijo muy acertadamente: “Todo hombre nace hereje en este punto, y es naturalmente atraído a esa herejía en una forma u otra. La salvación adquirida por los propios medios, ya sea por mérito personal, arrepentimiento o resolución, es una esperanza arraigada en la naturaleza humana, y muy difícil de extirpar. Esta locura está arraigada en el corazón de todo niño, y ¿quién puede hacerle salir de ella?”.

Este concepto erróneo surge en parte de la ignorancia, pues los hombres desconocen la Ley de Dios y lo que es realmente la santidad. Si se dieran cuenta de que una acción errónea es una violación de la Ley, y que la Ley violada en un aspecto es violada en todos, se convencerían inmediatamente de que no puede haber justificación por la Ley para quienes ya la han ofendido.

No es solo la ignorancia lo que lleva a los hombres a un sentimiento de justicia propia: también los engaña su orgullo. El hombre no soporta estar salvado sobre la base de la misericordia; no le gusta declararse culpable y confiar en el favor del Señor; no acepta ser tratado como un indigente y ser bendecido como un objeto de gracia; desea participar en su propia salvación y reclamar al menos parte del crédito por ella. El orgulloso no quiere que el cielo mismo sea una gracia; pero mientras puede, invoca uno u otro argumento y se aferra a su propia justicia como si le fuera la vida en ello.

Esta confianza en sí mismo procede también de una perversa incredulidad, pues el hombre, por su orgullo, no quiere creer a Dios. Nada se revela más claramente en la Escritura que esto: nadie será justificado por las obras de la Ley, y, sin embargo, los hombres se aferran, de un modo u otro, a la esperanza de la justificación por la Ley; pretenden que deben prepararse para la gracia, o ayudar a la misericordia, o merecer, en alguna medida, la vida eterna. Prefieren sus propios prejuicios halagüeños a las declaraciones del Dios que escudriña los corazones. Rechazan el testimonio del Espíritu Santo acerca del engaño del corazón, y niegan por completo la sentencia divina de que «no hay nadie que haga el bien, no hay ni siquiera uno» (Rom. 3:12). ¿No es esto un gran mal?

El sentido de propia justicia también está fomentado por la ligereza casi universal que prevalece hoy en día. Solo porque los hombres se engañan a sí mismos pueden abrigar la idea de un mérito personal ante Dios. El que piensa seriamente y comienza a comprender el carácter de Dios, y así tiene una visión correcta de Dios, se odia a sí mismo en el polvo y las cenizas, y abandona para siempre toda idea de propia justicia.


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