El «testimonio de nuestro Señor»

2 Timoteo 1:8


person Autor: Paul FUZIER 20


El «testimonio de nuestro Señor» es una cosa que existe sobre la tierra, aun en un tiempo de ruina espiritual en la cristiandad como el que estamos atravesando. En 2 Timoteo 1:8, el apóstol dice a su “verdadero hijo en la fe”: «Por tanto, no te avergüences del testimonio de nuestro Señor». No le dice de no avergonzarse por ser un testigo del Señor, ni tampoco del testimonio que el mismo Señor, el testigo fiel por excelencia (Apoc. 3:14), ha manifestado, aunque dicha afirmación constituya una preciosa verdad: sino que el apóstol se refiere en este pasaje al testimonio colectivo rendido en esta tierra al Señor. Si nuestro testimonio individual es cosa importante y apreciado por Cristo, el testimonio colectivo tiene igual valor y es de mucho precio en sus ojos. Resulta altamente significativo el que esta exhortación del apóstol Pablo se encuentre en la Segunda Epístola a Timoteo que encierra las normas necesarias para guiar al cristiano verdadero en tiempos de ruina espiritual.

Consideremos ahora la exhortación contenida en el capítulo 2 (v. 19 y 22). Allí nos encontramos con tres cosas:

1. Apartarse de la iniquidad, es decir, de toda injusticia hecha a Cristo, sea por pecado moral o doctrina falsa.

2. Limpiarse de los vasos de deshonra, introducidos en la casa de Dios sobre la tierra, que ha venido a ser de este modo una «casa grande» en la cual se encuentra toda clase de mal.

3. Seguir la justicia, la fe, el amor y la paz con los que de corazón puro invocan al Señor.

Notemos bien este tercer punto: el apóstol no dice: “Sigue estas cosas individualmente, andando con piedad y quedando personalmente fiel al Señor porque en el estado actual de las cosas, ya no es factible un testimonio cristiano colectivo”. Muy por el contrario, él nos presenta una compañía de fieles invocando al Señor de todo corazón.

El corazón no puede ser «puro» si no ha sido previamente «purificado», como nos lo indica el mismo sentido de la palabra. Y somos purificados por la obediencia a la verdad, es decir, a la Palabra de Dios: «Habiendo purificado vuestras almas por la obediencia a la verdad…» (1 Pe. 1:22-23). De modo que un corazón puro es, en primer lugar, un corazón sometido en todo a la Palabra de Dios, a la Verdad. Dice el apóstol a Timoteo: “¡Anda con aquellos!”

Es astucia del Enemigo, el Maligno, valerse de la ruina existente para insinuar a los hijos de Dios que ya no se puede realizar un testimonio colectivo. La Palabra de Dios es completamente ajena a semejante pensamiento: en efecto, jamás presenta la piedad individual, los progresos espirituales individuales, como teniendo que llevar al creyente a aislarse del conjunto de los santos. En 1 Pedro 2:1-5, vemos que hemos de desechar toda malicia externa e interna, a fin de que la leche espiritual no adulterada de la Palabra de Dios pueda obrar un crecimiento para salud, «si habéis gustado que el Señor es bueno.» añade el apóstol. Un tal estado del alma es sumamente bueno, pero, ¿tiende acaso a individualizar al cristiano, dejándole alejado del conjunto de los demás creyentes? De ningún modo; por el contrario, induce al creyente a allegarse a Cristo, la Piedra viva, con todos los santos, piedras vivas, juntamente edificados como una casa espiritual, un sacerdocio santo para ofrecer sacrificios espirituales, agradables a Dios por medio de Jesucristo.

Volviendo al título que encabeza estos renglones: El «testimonio de nuestro Señor», notemos que el testimonio es una cosa, y los testigos que dan fe del mismo, otra. El testimonio subsiste, a través de los siglos, hasta la venida de Cristo; en cuanto a los testigos, se suceden unos a otros con las generaciones de los creyentes. Les ocurre como a aquellos muchos sacerdotes en el capítulo 7 de Hebreos, que no podían permanecer a causa de la muerte; también es verdad que se encuentran, por desgracia, cristianos que, tras haber profesado ser testigos, se han apartado del testimonio. Pero este último permanece, y el Señor sabrá levantar testigos, nuevos convertidos que reemplacen a los anteriores.

En Mateo, capítulo 10, tenemos un ejemplo de la diferencia que existe entre un testimonio atravesando los siglos y los testigos sucediéndose para dar fe del mismo. El Señor envía a los doce, con poder, para que cumplan una misión en medio del pueblo judío para anunciar a las ovejas perdidas de la casa de Israel que el reino de los cielos se ha acercado. Luego, habla de las persecuciones que padecerán los testigos después de su partida; por fin, en los versículos 21-23, les predice lo que acontecerá en los últimos tiempos, antes de su venida como Hijo del hombre. Aquí el Señor pasa por encima del largo lapso de tiempo en que Israel está dispersado entre las naciones gentiles, y fija su pensamiento sobre el testimonio ya empezado entonces, pero que no terminará hasta que Él venga en gloria. Dice Jesús a los doce que estaban delante de Él: (vosotros) «no acabaréis de recorrer las ciudades de Israel, hasta que venga el Hijo del hombre» (v. 23). Por supuesto, el Señor sabía muy bien que los doce no acabarían con esta misión, y veía desfilar anticipadamente todos los testigos que se sucederían para cumplirla; mas los testigos del fin eran representados en su pensamiento por los discípulos que enviaba en aquel momento. Tenemos pues aquí un notable ejemplo del testimonio atravesando todas las épocas y de testigos que desaparecen para dejar lugar a otros.

El pensamiento erróneo de que un testimonio colectivo ya no es factible a causa de la ruina, obligaría a los cristianos, al ser consecuentes consigo mismos, a dejar de celebrar colectivamente la Cena del Señor, porque, según la Palabra de Dios, no puede celebrarse de otro modo, es decir, en medio de la congregación donde la Mesa del Señor es levantada sobre la única base bíblica, la de la Unidad del Cuerpo de Cristo, que es la Iglesia (1 Cor. 10:16-17; Col. 1:18). Pero las Escrituras no mencionan en ninguna parte una época en que podría dejarse de celebrar la Cena en la Iglesia o Asamblea de Dios. En 1 Corintios 11:26, habiendo el apóstol Pablo enseñado cómo el Señor instituyó aquella cena, añade. «Porque siempre que comáis de este pan y bebáis de esta copa, la muerte del Señor proclamáis hasta que él venga». Así que no dice: Hasta tanto que podamos hacerlo, sino: «hasta que él venga». Por cierto, que el testimonio colectivo manifestado al Señor quedará hasta el momento bendito de su Venida, y no se acabará hasta entonces, y hasta aquel momento, el Señor tendrá, a pesar del estado de ruina espiritual, testigos sentados en su Mesa, según su pensamiento, para anunciar su muerte y su resurrección proclamando, asimismo, que su Iglesia, su Cuerpo es Uno.

Es de suma importancia notar aquí el valor o precio que concede el Señor a la Iglesia de Dios sobre la tierra. La necesidad de dicha agrupación tiene su origen en el mismo día de la resurrección de Cristo (Juan 20:19); el Señor la sella con su presencia personal en medio de sus apóstoles, y vemos que ocho días después, el mismo hecho se repite. En el libro de los Hechos, capítulo 1:13-25, hallamos a los discípulos todos reunidos tan pronto hubo subido el Señor al cielo. En el capítulo 2 del mismo libro, al estar todos congregados en uno, el Espíritu Santo se posó sobre ellos. Al final del mismo capítulo, leemos que «fueron añadidas en aquel día como tres mil almas», después de la predicación de Pedro. En el versículo 42, estos miles de congregados «perseveraban en la doctrina de los apóstoles, en la comunión unos con otros, en el partimiento del pan y en las oraciones»; y en el versículo 47, leemos que «cada día el Señor añadía a la Iglesia los que iban siendo salvos». El remanente de aquel entonces era añadido a esa nueva entidad establecida sobre la tierra. La Asamblea o Iglesia cristiana, escapando así del juicio que iba a caer sobre la nación judía. Pronto, esta Iglesia o Asamblea vino a ser una multitud (Hec. 6). Después de la persecución originada a raíz del martirio de Esteban, la Obra se extendió a toda Palestina, según está escrito. «Entonces la Iglesia tenía paz por toda Judea, Galilea y Samaria, siendo edificada; y andando en el temor del Señor, y con la asistencia del Espíritu Santo, se multiplicaba» (Hec. 9:31).

La Obra se extendió luego a los gentiles, formándose la iglesia o asamblea en Antioquía (Hec. 9), la cual vino a ser un importante centro desde donde brillaba la luz de Cristo entre los paganos. En el capítulo 13 del libro de los Hechos, vemos a Pablo y Bernabé enviados desde Antioquía por el Espíritu Santo, con el fin de evangelizar a los gentiles y, cosa notable, aunque pasando de ciudad en ciudad y siendo obligados a menudo a cambiar de sitio, debido a las persecuciones, no solo hubo muchas almas convertidas, sino que en todas partes se formaron iglesias. En su viaje de vuelta, los apóstoles pasaron nuevamente por cada ciudad, fortaleciendo los ánimos de los discípulos y escogiéndoles ancianos en cada iglesia. No piensan que sea necesario examinar cómo estos nuevos convertidos andarán antes de estar constituidos en asambleas, porque están reunidos tan pronto como son convertidos; y lo mismo ocurrió después.

En Hechos 20:7, en el último viaje anterior a la cautividad del apóstol Pablo, estando con sus compañeros en Troas, leemos: «El primer día de la semana, reunidos los discípulos para partir el pan». Los discípulos se reunían pues el primer día de la semana, día de la resurrección, con el propósito tácito de «partir el pan» en memoria de Él, proclamando la unidad del Cuerpo de Cristo, (1 Cor. 10:16-17).

Por astucia satánica, la gran verdad bíblica de la unidad del Cuerpo de Cristo que es la Iglesia, ha sido completamente perdida durante largos siglos por la mayoría de los cristianos, teniendo como consecuencia el lamentable estado de ruina y de desunión que advertimos con dolor en el seno de la cristiandad profesa. Rogamos encarecidamente al lector creyente que medite a la luz del Espíritu Santo tan solo estos pocos pasajes: 1 Corintios 12; Efesios 4:1-16; Juan 17:20-23; 1 Corintios 10:16-17 y ss.; Romanos 12:1, 5, etc.

En aquellos tiempos, los redimidos eran reunidos en todas las localidades o sitios mencionados en la Palabra de Dios y en todo lugar. En cualquier sitio donde había una iglesia o asamblea, no se podía topar con una sola alma convertida que no fuese miembro de la misma. Ser convertido y ser parte integrante de la iglesia era una sola y misma cosa. Cuando, por ejemplo, el apóstol Pablo escribe a los corintios, no dirige su carta a los hijos de Dios que moran en Corinto, sino a la iglesia de Dios que está en Corinto. Todos los santos de dicha ciudad se encontraban en ella, (la Iglesia), excepción hecha desde luego, de los casos de disciplina; y esto era la realización del pensamiento del Señor en cuanto a la agrupación o reunión de todos los santos en la tierra. Preguntémonos: ¿Ha cambiado para nosotros dicho pensamiento hoy en día? De ningún modo; queda el mismo para todos los tiempos, hasta la bendita venida del Señor; y la Palabra que encierra dicho pensamiento es viva y permanente y quedará eternamente (1 Pe. 1:23, 25).

Hemos dicho que en los tiempos apostólicos no hubiera podido hallarse una sola alma convertida que no fuese incorporada a la iglesia de su localidad. Si con motivo de la ruina existente en medio de la cristiandad, encontramos hoy una cosa completamente diferente, no ha cambiado el pensamiento de Dios. Todos los hijos de Dios de determinado lugar, pueblo o ciudad, tendrían que estar juntamente reunidos y formar allí la asamblea o iglesia de Dios. Pero, desgraciadamente, las cosas no son así; sin embargo, si algunos creyentes en dicho lugar vienen a estar reunidos sobre la base de la unidad del Cuerpo, en el solo Nombre del Señor Jesucristo, ellos representan la Iglesia de Dios en aquel sitio, con los privilegios y las responsabilidades inherentes, y constituyen entonces una iglesia de Dios, aunque, por no estar integrada por todos los verdaderos creyentes de aquel lugar, no podrá llamarse la iglesia de Dios, lo cual sería obrar orgullosamente y negar prácticamente el estado de ruina en que nos encontramos. Sin embargo, hasta su venida, el Señor mantendrá estas pequeñas agrupaciones para testimonio de su Nombre con las características de Filadelfia: «porque aunque tienes poca fuerza, has guardado mi palabra, y no has negado mi nombre» (Apoc. 3:8); hasta su venida, su declaración queda infalible: «donde dos o tres se hallan reunidos a mi nombre, allí estoy yo en medio de ellos» (Mat. 18:20). Conste, de paso, que no dice: “se reúnen en mi Nombre”, sino «dos o tres se hallan reunidos a mi [solo] nombre», ya que ha de ser obra del Espíritu.

Nuestra salvaguardia en estos tiempos de ruina espiritual es asirnos firmemente a la Palabra, a toda la palabra de Dios. Astucia muy sutil del Enemigo es insinuar que ciertas partes del Nuevo Testamento no tienen hoy la misma actualidad que en aquel entonces. Muy al contrario, todos los escritos de los apóstoles tienen para nosotros la misma autoridad permanente. Como hemos visto en Hechos capítulo 2, los miles reunidos perseveraban en la doctrina y en la comunión de los apóstoles, y en el partimiento del pan y en las oraciones. Los apóstoles eran los depositarios y custodios de la verdad: era preciso escucharlos. Su enseñanza, por cierto, era oral, pero desde que han desaparecido ellos siguen enseñándonos por medio de sus escritos inspirados, y aún podemos oírlos y perseverar en su doctrina. Querer reunirse, como se hace hoy en día, para el partimiento del pan y las oraciones, dejando deliberadamente de lado los escritos de los apóstoles acerca de la agrupación de todos los hijos de Dios, no es sino una imitación fraudulenta de la verdad. Es de suma importancia para nosotros, y mayormente hoy en día, mantener toda la verdad de dichos escritos apostólicos, sin dar preferencia al uno u al otro, porque la Palabra de Dios es un todo que ha de permanecer hasta el fin.

Hay un pasaje en 1 Juan 4 digno de nuestra mayor atención. Juan, el último apóstol superviviente, ha quedado para vigilar sobre la Iglesia en un tiempo de decadencia, y, en cuanto a la meta de su ministerio revelado en sus escritos, queda hasta la Venida del Señor, según leemos en Juan 21:22. En el capítulo 4 de su Primera Epístola, dicho apóstol empieza por indicar cuál es la piedra de toque para probar los espíritus (en el sentido de principios y doctrinas) para saber si son de Dios. En el versículo 6 añade: «Nosotros somos de Dios; el que conoce a Dios, nos escucha; el que no es de Dios, no nos escucha. En esto conocemos el espíritu de la verdad y el espíritu del error». Todos los cristianos entendidos están de acuerdo para ver que esta palabra: «Nosotros», no se refiere aquí al conjunto de los creyentes, sino a los apóstoles. Es en el mismo sentido que hace falta entender el «tengamos» y «nos» en el capítulo 2, versículo 28. Resulta pues de ello que aquel que conoce a Dios escucha a sus apóstoles; y esto es el «espíritu de la verdad», mientras que aquel que no es de Dios no los escucha, y esto es «el espíritu del error». Hemos recordado pues que, hoy en día, podemos escuchar a los apóstoles, guardando sus escritos, y esto es el espíritu de la verdad; no obedecer a todos sus escritos es manifestar «el espíritu del error».

Hay otra cosa notable en el pasaje de 1 Juan 4:6. Es de suponer que, al escribir Juan esta epístola, los demás apóstoles no moraban ya en esta tierra. Sin embargo, notemos que Juan no dice: “Yo, apóstol, soy de Dios…”, sino que, por medio de la palabra «nosotros», se asocia a los demás apóstoles, reconociendo como cosa presente sus enseñanzas y autoridad. Recordemos que tenemos pues hoy a los apóstoles por medio de sus escritos inspirados y que, escuchándolos y perseverando en su doctrina, podremos ser considerados como conociendo a Dios y como siendo dirigidos por el «espíritu de la verdad».

Prestemos atención, hermanos, a lo que dice el apóstol Pablo a Timoteo, a su amado hijo en la fe: «Retén el modelo de las sanas palabras que oíste de mí, en fe y amor en Cristo Jesús» (2 Tim. 1:13). Y un poco más lejos: «Pero tú, persevera en lo que aprendiste y fuiste persuadido, sabiendo de quién lo aprendiste; y que desde la niñez conoces las Santas Escrituras, que pueden hacerte sabio para la salvación mediante la fe que es en Cristo Jesús. Toda la Escritura es inspirada por Dios…» (2 Tim. 3:14-17). De modo que Timoteo sabía que la doctrina del apóstol, añadida a estas «Santas Escrituras» (el Antiguo Testamento) que conocía desde su niñez, formaba parte de «Toda la Escritura es inspirada por Dios».

El apóstol Pedro, después de haber afirmado que somos renacidos de simiente incorruptible por la Palabra viva y permanente de Dios, la cual, según Isaías 40 permanece para siempre, añade: «Y esta es la palabra que os fue anunciada» (1 Pe. 1:23-25). Lo que Pedro, juntamente con los demás, les había anunciado, formaba parte de la Palabra que permanece para siempre.

Después de haber colocado las cartas del apóstol al rango de las Escrituras, Pedro termina su Segunda Epístola con las siguientes palabras. «Vosotros, pues, amados, conociéndolo de antemano, guardaos, no sea que arrastrados por el error de los inicuos, caigáis de vuestra propia firmeza. Antes bien, creced en la gracia y el conocimiento de nuestro Señor y Salvador Jesucristo» (2 Pe. 3:17-18).

El apóstol Juan termina su Primera Epístola con estas palabras: «Y sabemos que el Hijo de Dios ha venido, y nos ha dado entendimiento para que conozcamos al verdadero; y estamos en el verdadero, en su Hijo Jesucristo. Este es el verdadero Dios, y la vida eterna» (1 Juan 5:20).

A su vez, Judas, «hermano de Santiago», termina su importante epístola con la siguiente exclamación: «Y al que os puede guardar sin caída, y presentaros sin mancha ante él, con gran alegría, al único Dios, nuestro Salvador, mediante Jesucristo nuestro Señor, ¡sea gloria, majestad, dominio y autoridad, desde antes de todo siglo, ahora y por todos los siglos! Amén» (Judas 24-25).

Volvamos a repetir que nuestra salvaguardia consiste en guardar firmemente la Palabra, nada más que la Palabra, toda la Palabra de Dios.

Revista «Vida cristiana», año 1953, N° 1


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