Yo y mi casa
Josué 24:15
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(Fuente autorizada: creced.ch – Reproducido con autorización)
«Yo y mi casa serviremos a Jehová» (Josué 24:15). El marido creyente debe manifestar su vida de piedad en el seno de la familia, en la iglesia y en el mundo que le rodea. Muy importante es también el testimonio de su familia, de la que él es cabeza. Su tarea y responsabilidad en este sentido son grandes. La Palabra nos muestra, a través de muchos ejemplos, cómo Dios asocia la familia con su cabeza para recibir las bendiciones que concede y para atravesar las pruebas por las que les hace pasar. La fe y el temor de Dios, incluso en el menor de los miembros ya responsables, pueden ser el origen de grandes bendiciones para toda la familia.
¡Qué preciosa creación de Dios es la familia! ¡Bienaventurado aquel en cuyo corazón gobiernan los principios divinos tales como amor, ayuda, entrega y obediencia y cuya influencia bienhechora se proyecta también hacia afuera!
La Palabra nos muestra, por medio de ejemplos, el significado y la responsabilidad que el jefe de familia tiene con respecto a esta, así como el interés que Dios, quien le formó, pone en él.
Así sucedió en el caso de Cornelio, el hombre principal, «piadoso y temeroso de Dios con toda su casa, y que hacía muchas limosnas al pueblo, y oraba a Dios siempre» (Hec. 10:2). Dios le envió al apóstol Pedro después de haberle advertido a este «que Dios no hace acepción de personas, sino que en toda nación se agrada del que le teme y hace justicia» (v. 34-35). Y «el Espíritu Santo cayó sobre todos los que oían el discurso» (v. 44). Así Cornelio llegó a ser con su familia, a consecuencia de su temor de Dios, el principio de la participación de las naciones en las bendiciones del Evangelio.
Dios ha dividido el mundo en naciones y a estas en familias. Sobre las naciones ha establecido cabezas a quienes les ha dado autoridad. También la familia tiene su cabeza. Quien lo es debe gobernar bien su casa y criar a sus hijos «en disciplina y amonestación del Señor» (Efe. 6:4).
Todo aquel que tenga la responsabilidad de ser padre y guía de la familia, debe preocuparse por el progreso de sus hijos en lo material y en lo espiritual. Ambos puntos de vista tienen gran significación en la vida. Pero ¿nuestros pensamientos no están con frecuencia mucho más ocupados con el aspecto material en perjuicio de la situación espiritual? A este respecto debemos estar atentos. Seamos, sobre todo, ejemplos para nuestros hijos a través de nuestra conducta y nuestra fidelidad al Señor. Esta es la mejor enseñanza que podemos darles. En nuestras oraciones pensemos siempre en ellos. Tenemos un hermoso ejemplo en Job, quien desde la mañana temprano pensaba en sus hijos. En su bienestar material, ellos hacían banquetes, pero «Job enviaba y los santificaba, y se levantaba de mañana y ofrecía holocaustos conforme al número de todos ellos. Porque decía Job: Quizá habrán pecado mis hijos, y habrán blasfemado contra Dios en sus corazones. De esta manera hacía todos los días» (Job 1:5).
El Señor nos dice que estamos en el mundo, pero que no somos del mundo (Juan 17:11, 14). ¿Lo manifestamos verdaderamente y, ante todo, en la formación de nuestros hijos? Quizá ambicionamos para ellos una posición que –merced a su talento, ciencia y trabajo– los ensalza entre los hombres. Si Dios los hace prosperar en hacer el bien, crear alivio, ser útiles a sus prójimos, hemos de darle las gracias por ello. Hemos de rogarle constantemente que los preserve en la humildad para así servir a otros sin pretender sacar de ello ningún provecho personal. Sea nuestro ruego que aprovechen la oportunidad para testificar con palabras y hechos que son hijos de Dios, acordándose de la repetida advertencia del Señor en cuanto a que el esfuerzo por enaltecerse y enriquecerse es algo opuesto a sus disposiciones. «Porque cualquiera que se enaltece, será humillado; y el que se humilla, será enaltecido» (Lucas 14:11). «Porque raíz de todos los males es el amor al dinero, el cual codiciando algunos, se extraviaron de la fe, y fueron traspasados de muchos dolores» (1 Tim. 6:10).
¿No puede compararse la cristiandad, en su actual decadencia, con el pueblo de Israel en los últimos días de Josué? Se gloriaban de ser el pueblo de Dios, pero en sus corazones estaban muy distanciados de Él. Pretendían servirle, pero vivían en la idolatría. ¿No corren los cristianos el mismo peligro? Por este motivo el apóstol Juan termina su primera carta con las siguientes palabras: «Hijitos, guardaos de los ídolos».
De muchos cristianos que en la actualidad representan el último tiempo se tiene que decir, como en 2 Timoteo 3:4-5, que son «amadores de los deleites más que de Dios, que tienen apariencia de piedad, pero niegan la eficacia de ella». Lo que el apóstol Pablo dice de los cretenses tiene también valor para ellos: «Profesan conocer a Dios, pero con los hechos lo niegan» (Tito 1:16).
Josué hace a su obstinado pueblo una seria advertencia: «Escogeos hoy a quién sirváis…; pero yo y mi casa serviremos a Jehová» (Josué 24:15).
El Señor nos conceda, como a Josué, esta firme voluntad de ser buenos y fieles testigos con la ayuda de su gracia, como lo fue Estéfanas, de quien el apóstol escribe: «Ya sabéis que la familia de Estéfanas es las primicias de Acaya, y que ellos se han dedicado al servicio de los santos» (1 Cor. 16:15).