La intercesión de Cristo


person Autor: John Nelson DARBY 84

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1 - Introducción

Deseamos llamar aquí la atención de los creyentes sobre el precioso servicio que el Señor glorificado lleva a cabo para con los suyos.

Una vez salvado, el creyente no tarda en darse cuenta de que en el moran dos naturalezas. Dios permite que experimente lo que es, y le revela entonces que, liberado del poder del pecado, tiene que considerar al «viejo hombre» como muerto, y –por el Espíritu– mortificar sus manifestaciones, para poder revelar la vida de Cristo [1].

[1]  N. del T.: véase el artículo «Tres liberaciones» de L. Porret-Bolens.

Pero esas verdades esenciales están vinculadas a otra, bastante descuidada y, sin embargo, de capital importancia para la conducta cristiana.

No solo es Cristo nuestro Salvador sino también nuestro Pontífice; un evangelio que se limitara a la muerte de Cristo sería incompleto. Al pecador le hace falta un Salvador, pero el creyente precisa un Sumo Sacerdote. Desde la conversión empieza la lucha para el creyente. Para alcanzar la meta en nuestra peregrinación, para terminar la carrera en la gloria del Señor (véase la palabra “salvación” en las Escrituras), debemos contar únicamente con Cristo.

Cristo en el cielo se ocupa constantemente de sus redimidos como, sacerdote y como abogado ¿lo comprendemos bien en nuestros corazones? ¿le estamos agradecidos por tan preciosa intercesión? Nos olvidamos demasiado de aquella santa actividad, sin la cual no podemos caminar fielmente un solo instante. El artículo siguiente nos invita a todos a meditar tan importantes cosas.

La doctrina de la intercesión de Cristo parece presentarse al espíritu de numerosos creyentes de una manera confusa e incierta que sería bueno aclarar. Lo intentaremos aquí, con la ayuda del Señor.

Unos ven en ella el medio para alcanzar la justicia y la paz, y aminoran así el verdadero carácter de la redención; otros, comprendiendo que la redención es perfecta y completa, suprimen la intercesión de Cristo, estimándola incompatible con aquella perfección, que, según ellos, la rebaja, y hasta la niega.

Todos esos cristianos se equivocan, y desconocen el verdadero carácter de la intercesión de Cristo. Este no es el medio de obtener la justicia y la paz; creerlo nos impide comprender que somos hechos «justicia de Dios en él (en Cristo)» (2 Cor. 5:21). Pero si suprimimos la intercesión porque sabemos que Cristo es nuestra justicia perfecta, transformamos esta justicia en una impasible seguridad, aniquilamos en nuestros corazones el benéfico sentimiento del constante amor de Cristo para con nosotros, y olvidamos que dependemos cada día del ejercicio de este amor. Es de trascendental importancia establecer bien esos dos puntos.

2 - La posición del cristiano y la intercesión de Cristo

1. La posición del cristiano es inconmovible: Cristo es su justicia para siempre.

El cristiano es perfecto delante de Dios y para siempre: es una posición y una relación que no pueden cambiar. Ocurre que numerosos cristianos que no lo han comprendido, no están seguros del amor de Dios en justicia, y acuden a Cristo cuando han faltado, para obtener de él que defienda su causa, e interceda ante Dios por ellos poniendo las cosas en orden. Sin darse cuenta, ven –de hecho– el amor en Cristo y el juicio en Dios. Se dirigen a Cristo para que mueva a Dios a compasión y obtenga el perdón. Pero la posición del creyente es muy diferente.

A causa de la obra de Cristo, que ha glorificado plenamente a Dios, el amor de Dios puede ejercerse con toda justicia para con el cristiano, y es para él la fuente de todos sus privilegios y de sus esperanzas «la gracia reine mediante [la] justicia» (Rom. 5:21).

Somos «justicia de Dios en él (en Cristo)», y esa justicia es tan perfecta como es constante y perpetua. Es una posición firmemente establecida delante de Dios: es inmutable.

2. Pero, en la tierra, el cristiano necesita la intercesión de Cristo porque se halla expuesto a faltar muchas veces (Sant. 3:2). Está en un mundo de tentaciones y en un cuerpo aún no rescatado. Para mantenerse en la luz divina, necesita misericordia y gracia para hallar el oportuno socorro: es la intercesión de Cristo que le mantiene en el disfrute de su posición.

Las dos verdades que acabamos de mencionar no se pueden separar. Si el cristiano piensa solo en su posición inmutable pone a un lado la dependencia y cuanto a ella atañe, pone a un lado la preciosa intercesión de Cristo. Pero si desconoce u olvida su posición perfecta e invariable, es esclavo de sus aprensiones y temores, y acude a Cristo solo para su seguridad, olvidando que la justicia de Dios ha sido satisfecha.

3 - Cristo, pontífice y abogado

Consideremos ahora en qué consiste la intercesión de Cristo y qué lugar ocupa en el sistema cristiano.

Ella reviste dos caracteres: Cristo es sumo sacerdote delante de Dios por nosotros, y es nuestro abogado para con el Padre. Como sacerdote o Pontífice (Epístola a los Hebreos):

1. Permanece delante de Dios para que podamos acercarnos a Él cada día y,

2. Intercede para que obtengamos en todas circunstancias la misericordia y el socorro que necesitamos.

Como abogado (1 Juan) interviene para restablecer nuestra comunión con el Padre cuando hemos pecado. ¡Cuán maravilloso es pensar que Aquel que debiera ser nuestro Juez ha llegado a ser nuestro Abogado!

Hagamos aquí dos observaciones:

1. La palabra griega que tenemos en el original expresa la intercesión, o intervención, activa del Señor, y no como lo creyeron algunos, la sola presencia personal del Señor ante Dios por nosotros; por eso leemos que Cristo vive «siempre para interceder por ellos» (Hebr. 7:25).

2. Al contrario de lo que se ha afirmado a veces, la Epístola a los Hebreos que trata del precioso asunto del sacerdocio de Cristo en el cielo va dirigida a cristianos. Además, en aquel entonces no existía otro remanente judío que los cristianos (judíos convertidos) cuya vocación era los lugares celestiales.

4 - Fundamento de la intercesión de Cristo

Como lo hemos dicho, Cristo nuestro abogado intercede para restaurar nuestra comunión con el Padre en caso de haber pecado; Cristo Sumo Sacerdote interviene para que podamos acercarnos a Dios cada día y para que obtengamos misericordia y socorro. Pero el fundamento y la naturaleza de esos dos servicios son idénticos. Su base es la relación positiva en la cual estamos con Dios, en justicia, por la obra de Cristo, y ambos se aplican a nuestro andar y a nuestras inconsecuencias en el desierto.

1. Cristo intercede como Abogado, porque él, «el Justo», es nuestra justicia y la propiciación por nuestros pecados (1 Juan 2:1-2). Estas justicia y propiciación divinas y perfectas están continuamente delante de Dios, de modo que si faltamos («si alguno peca» 1 Juan 2:1), no hay acusación posible contra nosotros: es imposible, pues nuestros pecados fueron llevados, y la justicia está satisfecha. Pero Dios no quiere tolerar el pecado en aquellos que él ama y por ello Cristo intercede en favor nuestro como abogado, y restaura nuestras almas.

2. La intercesión de Cristo como Sumo Sacerdote tiene como base su sacrificio y su vida de sufrimientos en la tierra.

Bajo el primer pacto (o testamento), el ejercicio del sacerdocio tenía como base el sacrificio del gran día de las expiaciones, verificado una vez al año. El Sumo Sacerdote entraba en el santuario, rociaba la sangre hacia la cubierta (o propiciatorio), y confesaba todas las maldades del pueblo, poniendo ambas manos sobre la cabeza del macho cabrío Azazel (Lev. 16); era así substituto y representante del pueblo.

Hoy, es decir, bajo el nuevo pacto, Cristo entró en el santuario con el valor moral de su propia sangre (Hebr. 9:6-28); en virtud de su sacrificio, ofrecido una sola vez, es imposible que el pecado del creyente le sea imputado, y este mismo sacrificio es la razón de su intervención como sacerdote para la bendición constante de los creyentes y su continua entrada al Padre por Él. Su vida de sufrimientos y tentaciones en la tierra le permite simpatizar con las debilidades de los creyentes y socorrer a los que son tentados: «Por lo cual debía ser en todo semejante a sus hermanos, para llegar a ser un misericordioso y fiel sumo sacerdote… Pues por cuanto él ha padecido siendo tentado, puede socorrer a los que son tentados» (Hebr. 2:17-18). «Porque no tenemos un sumo sacerdote que sea incapaz de compadecerse de nuestras debilidades, sino uno que ha sido tentado en todo conforme a nuestra semejanza, excepto en el pecado» (Hebr. 4:15).

El sacrificio de Cristo en la cruz, y su vida de sufrimiento y tentación, son la base de su misericordioso y continuo sacerdocio.

Los creyentes, tenemos, pues, un Sumo Sacerdote delante de Dios, y un Abogado para con el Padre en virtud de su sacrificio de la cruz, sentado a la diestra de Dios, viviendo siempre para interceder por nosotros. Leamos y meditemos sobre este tema: Hebreos 8:1-3; 3:11-14, 24-28; 10:5-22; 1 Juan 2:1-2.

5 - Algunos rasgos de esta intercesión

a) Notemos primero que no nos allegamos al Sumo Sacerdote, sino que acudimos a Dios mediante él.

No hay la menor duda en la Escritura sobre este punto. Cristo permanece en la presencia de Dios por nosotros, y nos acercamos a Dios mediante él. El allegarnos a Cristo como Sumo Sacerdote sería demostrar que no hemos gozado nunca el amor de Dios, ni la posición que tenemos, ni la relación que es nuestra, con él, en la luz, ni tampoco la plena libertad que tenemos para entrar en el santuario, por el velo rasgado; sería confesar que no hemos realizado que «No hay, pues, ahora ninguna condenación para los [que están] en Cristo Jesús» (Rom. 8:1). La Epístola a los Hebreos nos enseña claramente que nos allegamos confiadamente al trono de la gracia, porque Cristo está delante del trono, y así podemos hallar misericordia y gracia para el oportuno socorro (Hebr. 4:16). Si nos allegásemos a Cristo, Sumo Sacerdote, ello significaría que los redimidos no podríamos acudir directamente a Dios, y sería lo contrario de lo que enseña la Palabra.

 

b) Notemos ahora que la intercesión de Cristo solo se ejerce en favor de los creyentes.

«No ruego por el mundo, sino por los que tú me has dado…». «No ruego solamente por estos, sino también por los que crean en mí por medio de la palabra de ellos» (Juan 17:9, 20).

En la Epístola a los Hebreos, es evidente que Cristo aparece como sacerdote para aquellos que están vinculados con él (nótese cuantas veces sale la palabra «nosotros»); sin embargo, todo se relaciona más a la profesión y al pueblo que en la Epístola a los Romanos y en las del apóstol Juan. Esta Epístola a los Hebreos habla menos de nuestras faltas que aquellas del «discípulo a quien Jesús amaba», porque su principal objeto es demostrar la desaparición del sacerdocio terrenal, judaico, y el establecimiento del sacerdocio celestial de Cristo (véase por ejemplo las palabras «abrogado» e «introducción» en Hebr. 7:18-19).

 

c) Dicha intercesión supone que tenemos nuestro lugar en el cielo, pero que, sobre la tierra, corremos el peligro de no andar de un modo digno de esta posición.

La obra de Cristo se ejerce a favor de los que están sentados en los cielos con él (Efe. 2:6). Dios quiere que los suyos tengan aquí pies y corazones limpios, porque tales somos ante él. Por otra parte, él nos prueba y Cristo, de modo especial, participa en todos nuestros sufrimientos y nuestras enfermedades, remedia nuestras debilidades, obteniendo misericordia, justificación y restauración para nuestras culpas.

1. Esta intervención de Cristo, nada tiene que ver con nuestra aceptación delante de Dios (es decir: nuestra posición adquirida para siempre). La seguridad del creyente no es el fin, sino el principio del cristianismo.

En la Epístola a los Hebreos, queda bien claro que no obtenemos la justicia por medio del sacerdocio. «Porque con una sola ofrenda perfeccionó para siempre a los santificados» (Hebr. 10:14); dicha ofrenda o sacrificio ha sido realizado «una vez» (Hebr. 10:10; 7:27).

2. Pero tiene como finalidad guardarnos o volvernos al gozo de nuestra posición. El sacerdocio de Cristo es para aquellos que son tentados.

Él está para socorrerlos, viviendo siempre para interceder por ellos (Hebr. 7:25), puede compadecerse de sus debilidades (Hebr. 4:15), es Aquel por medio de quien tienen acceso a Dios.

Les hace hallar misericordia y socorro delante del trono de la gracia.

Es individualmente como precisamos la misericordia divina. Por eso notamos que las epístolas dirigidas a una persona individualmente hacen mención de la misericordia, mientras que las que van destinadas a las diferentes asambleas no la mencionan (véase, por ejemplo: Rom. 1:7; 1 Cor. 1:3; Gál. 1:3; Efe. 1:2, y, por otra parte, 1 y 2 Tim. 1:2; Tito 1:4; etc.).

 

d) Notemos por fin que: No somos nosotros los que conseguimos de Cristo que él interceda por nosotros: es él quien toma la iniciativa de ello.

Su intervención es cosa que nos es otorgada, y que no depende de nosotros.

1. Como Abogado, Cristo no intercede con motivo de nuestro arrepentimiento, o regreso hacia Dios, sino a causa de su gracia, de su sacrificio y de su posición cerca de Dios, en justicia. Está escrito: «si alguno peca» y no “si alguno se hubiere arrepentido” (1 Juan 2:1).

2. Como Sacerdote, tampoco somos nosotros los que conseguimos de Cristo que interceda a favor nuestro. En efecto, el Señor rogó por Pedro antes que este hubiera cometido el pecado de negarle, y pidió a Dios lo que Pedro necesitaba; que su fe no faltase. En el momento oportuno, por la gracia y la acción de Cristo, es alcanzado el corazón de Pedro y llora amargamente su culpa. Aquel arrepentimiento de Pedro no es la causa sino más bien el efecto, o resultado, de la obra de Cristo como sacerdote.

 

e) Sus resultados prácticos.

La intercesión de Cristo mantiene vivo en nosotros el sentimiento de nuestra dependencia y de una eterna confianza. Es precisamente, porque Cristo está delante del trono, el motivo por el cual podemos allegarnos a Dios por medio de él, sabiendo que somos hechos justicia de Dios en él, que nada puede sernos ya imputado y que él es nuestro sumo sacerdote y nuestro abogado celestial.

Manténgase, sin embargo, el sentimiento o consciencia personal de la culpa, el cual aquilata el de la gracia divina.

Con todo, no somos colocados nuevamente bajo la ley, y la conciencia de nuestra relación con Dios no sufre la menor merma, porque sabemos que nuestra aceptación delante de Dios no puede ser jamás cambiada.

La santidad de Dios se mantiene plenamente, en relación con nuestra conducta, y somos preservados en un espíritu de confesión cuando caemos.

Los afectos producidos por el estado de dependencia y de confianza son así mantenidos y cultivados, no como si recurriésemos al sumo sacerdote o al abogado en una dificultad, sino en la bienaventurada actividad y el ejercicio pleno de solicitud de su propio amor.

Amados hermanos, meditemos estas profundas y preciosas verdades. Quise demostrar que la intercesión de Cristo está fundamentada en el establecimiento de la justicia divina y el cumplimiento de la propiciación; que tiene por objeto conciliar las debilidades y las faltas inherentes a nuestra conducta aquí, con el sitio glorioso que Cristo nos ha adquirido delante de Dios. Interviene la gracia y nada puede sernos ya imputado, pero la actividad de Cristo no tolera nada que sea incompatible con nuestra gloriosa posición.

En esta tierra, nuestra posición no es pues una fría e insensible certidumbre en cuanto a la salvación. Sino que, siendo objeto de todos los cuidados de Cristo glorificado, tenemos una completa seguridad en él, la cual produce en nuestros corazones sentimientos de dependencia, de confianza y de amor, en espera del glorioso día en que estaremos para siempre con él, liberados de nuestras debilidades y cuando su intercesión ya no sea necesaria.

Revista «Vida cristiana», año 1954, Nos 9 y 11