El ministerio cristiano

¿Hasta dónde se debe aceptar o rechazar?


person Autor: John Nelson DARBY 82

flag Tema: El servicio


Se nos acusa de rechazar el ministerio cristiano, y respondemos simplemente esto, que solo rechazamos un ministerio no cristiano.

No creemos que nadie pueda entrar en posesión de este ministerio como resultado de un nombramiento hecho por las autoridades mundanas, o por los sufragios del pueblo, y este es el fondo de la cuestión. Sobre la base de la Palabra de Dios, no concedemos a ninguna autoridad ni al pueblo el derecho de llamar o elegir en esta materia. Solo Dios tiene ese derecho. Sin embargo, creemos que por el momento el ministerio cristiano es tan necesario como el regreso de Cristo; y estamos tan lejos de dejar de lado el ministerio cristiano, como convencidos de que es realmente de Dios. Pero no entendemos que la mera voluntad de un gobierno o del pueblo, aunque todos deben ser respetados en su lugar, deba interferir en un asunto tan sagrado, que solo el Señor regula según su voluntad.

Leemos que el Señor, tras ascender al cielo, ha dado a «unos apóstoles; a otros profetas; a otros evangelistas; y a otros pastores y maestros» (Efe. 4:11). Es esto, pero no la llamada de ningún gobierno o la elección por parte del pueblo, lo que constituye la única fuente del ministerio.

Se afirma muy bien, por un lado, que un gobierno tiene derecho a nombrar y, por otro, que el pueblo tiene derecho a elegir; pero nosotros negamos ambas cosas en lo que respecta al ministerio cristiano. Cristo confiere el ministerio cuando y como lo considera oportuno, y ¡ay de aquel que no reconozca tal ministerio! Pero si, como se afirma en un panfleto, un hombre tiene tanto derecho a elegir a su propio pastor como a elegir a su propio abogado en un tribunal, o a su propio médico en caso de enfermedad, entonces Dios parece estar, de hecho, totalmente excluido, y es a esto a lo que nos oponemos. Si Cristo ha conferido un don, el creyente está obligado a reconocer el ejercicio del mismo, y con ello la palabra de Cristo.

La prueba del don de un evangelista se muestra en las almas convertidas por su actividad, y la Iglesia está obligada a reconocer a un hombre así. Si los miembros de la Iglesia se encuentran en un buen estado espiritual, ciertamente no se negarán, cuando exista el don y la prueba de que Dios lo ha otorgado, a reconocerlo. Si se niegan, pecan contra Cristo que envió a este evangelista. Pero la consecuencia del nombramiento y de la elección humana es que los ojos se dirigen a alguien que –capaz o no– agrada a la autoridad, al patrón o al pueblo, y que, si la Iglesia no quiere perder los derechos que se le conceden, debe ser reconocido como la única personalidad en la que se unen todos los dones. De este modo, el predicador suele convertirse en el eje de todo el servicio de la Iglesia.

No nos oponemos, por tanto, al ministerio, sino al hecho de que una personalidad, cuya misión divina no está probada, se atreva a asumirlo; pues, aunque tal o cual don pueda existir en un hombre, no posee todos los dones. Si un hombre así está obviamente cualificado para ser evangelista, ¿puede y debe conferírsele el ministerio de pastor o maestro, para el que no está mínimamente cualificado? En verdad, deploramos sinceramente el establecimiento de un solo pastor –bueno o malo– para toda la obra del ministerio. ¿Y cuál es la consecuencia? El marco que rodea al Cuerpo de Cristo se ha desplazado, por así decirlo. ¿Y la misión, llamada interior o en nuestro país, es otra cosa que un esfuerzo por reparar las degradaciones demasiado evidentes del edificio de esas corporaciones que se llaman iglesias?

La razón, por la que juzgamos el ministerio tan necesario en el tiempo presente, se explica en estas palabras: «Dios estaba en Cristo reconciliando al mundo consigo mismo, no teniéndole en cuenta sus ofensas, y dándonos la palabra de la reconciliación» (2 Cor. 5:19). Así, la reconciliación del mundo, la no imputación de los pecados y la fundación del ministerio, tales eran las tres cosas que Dios realizó en Cristo. Entre los judíos no fue así; eran un pueblo formado por la descendencia, al que como tal se le dieron leyes positivas. Pero cuando Dios en Cristo apareció como el Dios reconciliador, entonces un ministerio se convirtió precisamente en el medio necesario para llevar a cabo este propósito de Dios.

Así, el ministerio es realmente el carácter distintivo del período actual. La gracia puede haber reunido, como en el caso de los apóstoles, los dones de forma maravillosa en una sola persona fiel, pero de ordinario se distribuyen en diferentes vasos de servicio. Son para el beneficio de la Iglesia, y la Iglesia está obligada a reconocerlos, de lo contrario niega el derecho del Señor Jesús a distribuir estos dones para el bien de la Iglesia, un derecho que necesariamente debe poseer, como el poder por el cual él, como Reconciliador, puede perdonar y no imputar los pecados. Cada uno de los reconciliados, estando preparado para ello, está obligado, en la medida de sus posibilidades, a proclamar la gloria de Cristo, el Reconciliador, a los que no la conocen. Hay algunos que tienen el don especial de predicar el evangelio; y naturalmente no es la Iglesia o la Asamblea el lugar donde se debe ejercer su don, sino el mundo donde predican el evangelio a los pecadores. Nadie tiene derecho a hablar en la Iglesia a menos que Dios le haya dado un don para edificarla. Aquí no hay lugar para la naturaleza o la carne, que ha encontrado su muerte en Cristo. Fuera de Cristo, está muerta en delitos y pecados; su porción es la perdición eterna. No podemos acordar al pecador rebelde otro derecho que el de reconocer que está perdido. Cristo tiene todo derecho y todo poder. La gracia nunca concede el derecho a hablar en la Iglesia, a menos que sea para la edificación de los hermanos. Los hermanos pronto descubrirán si son edificados por alguno o no; y en este último caso se manifiesta plenamente la incapacidad del orador, aunque tuviera la sabiduría de un príncipe de Tiro (Ez. 28), pues el Espíritu Santo siempre habla en beneficio de aquellos a quienes se dirige.

Sin duda, las circunstancias pueden ser tan desafortunadas que los hombres no estén dispuestos a soportar la sana enseñanza, y en tales casos no hay otro recurso que la intervención de la misericordia, que envía a alguna personalidad dotada para hacer volver a los que se extravían. La Iglesia tiene derecho a beneficiarse de cualquier ministerio, cualquier servicio, para el que Dios ha dotado a uno u otro de los hermanos para la edificación del conjunto. El que carece de este don debe naturalmente guardar silencio, pues es Dios el único que puede bendecir, y demuestra que esta prerrogativa le pertenece, concediendo sus dones a quien quiere. Si alguien está dotado por Dios, de manera especial, en conocimiento y sabiduría, para que en amor cuide de las almas, y en capacidad, para enderezar a los que viven en desorden, con el poder del Espíritu Santo, y para desenmascarar las artimañas de Satanás, su título para pastorear el rebaño de Cristo será pronto reconocido, y la parte espiritual de la Iglesia estará pronto dispuesta a muy bien vincularse a uno que es dado para la guía, el consuelo y el apoyo de sus hermanos.

Quien tiene un don tiene el deber de ejercerlo según la medida en que le ha sido otorgado, en un círculo estrecho o amplio. Si uno ha recibido de Dios el don de exponer con justeza la palabra de verdad, puede, poseyendo el de pastor, ejercer su don de maestro con tanto provecho como otro, que realiza otro servicio entre los hermanos. Que uno tenga una palabra de sabiduría, otro una palabra de conocimiento –la Iglesia tiene derecho a todas ellas. Todo lo que Dios ha dado es dado para el beneficio de la Iglesia. Pero, ¿cómo podemos disfrutar de estos dones, si no son puestos en práctica? Seguramente Cristo pedirá cuentas del talento que se le ha confiado. Pero hay mucho más que ganar que el mero ejercicio de los dones confiados por Dios; porque, para estar seguros, donde se reconoce al Espíritu Santo, habrá también el poder de la comunión; pero solo donde se honra al Espíritu Santo, las almas serán ricamente bendecidas con el poder que dan la comunión y la gracia.

Así, reconocemos plenamente el ministerio cristiano; pero, sobre el terreno de la Escritura, disputamos que esté en manos de aquellos que se creen autorizados a conferirlo a voluntad a cualquier hombre individualmente, por grande que sea su capacidad. Si hay alguien que posee un don permanente de carácter definido, es su deber ponerlo en actividad, dirigiendo en ocasiones una palabra útil y provechosa para las almas. Si hay algunos que, por la gracia de Dios, han adquirido experiencia en la dirección y el gobierno de la Iglesia, los santos serán guiados por el Espíritu de Dios a someterse, para su propio beneficio, a tales hombres; sí, todos estarán sujetos unos a otros. Donde existe el espíritu de gracia y amor, todo irá bien; donde no, el mal se manifestará pronto, si el Señor, en su misericordia, no interviene enviando a uno que advierta a los descarriados y convenza a los adversarios. El Señor ciertamente proveerá a la Iglesia de todo lo que necesita, aunque, por nuestro bien, nos haga esperar un poco, para enseñarnos que dependemos de él. Si tuviéramos los ojos fijos en él, no tendríamos tantas dificultades, pues actuaría por nosotros de una manera, diría, más visible.

Aquí añadimos que, si cada ministerio o cada don es una bendición para la Iglesia y debe ser reconocido, es sin embargo un privilegio manifiesto de dos o tres cristianos reunirse en el nombre de Jesús, –siempre que no sea con espíritu de división– para el partimiento del pan, aunque no haya ningún ministerio o don entre ellos. Como cristianos tienen este privilegio. No hace falta decir que todos los dones son para el beneficio de los santos, y que deben ser acogidos con gozo y utilizados para el bien común; pero de ninguna manera deben confundirse con el privilegio verdaderamente permanente de la comunión y con los deberes mutuos que son la parte constante de todos. La necesidad –y por desgracia se ha llegado a esto– de tener un pastor para el servicio en la Iglesia o Asamblea, no es más que un resto de la caída de la Iglesia; aunque donde se reúnen muchos creyentes, los que sirven en la Asamblea parten el pan. El ministerio ciertamente no necesita confirmación ante el mundo y por el mundo; y sin embargo, se hace una condición para ser un clérigo en nuestros días. Pero en este caso los signos y la impronta de la apostasía –la unión de la Iglesia con el mundo– se ven claramente, y despreciamos y rechazamos en gran medida el establecimiento de un clérigo en este sentido, con este espíritu.

Solo la naturaleza o la carne –estamos convencidos– ama esa posición. La autoridad para atreverse a servir en la Iglesia solo depende de la competencia que Cristo confiere; su reconocimiento por parte de la Iglesia es, por tanto, una responsabilidad cuya seriedad es digna de consideración. Si el Espíritu de Dios está presente, él regulará todo lo necesario para el servicio y descubrirá y eliminará el error. Si hablamos de una autoridad para el servicio en la Iglesia, es ciertamente una gran responsabilidad ejercer esa autoridad de acuerdo con la Palabra de Dios; y sin duda Cristo pedirá cuentas y juzgará nuestra negligencia en esta área. Cualquier reconocimiento por parte de la Iglesia puede ser, en sí mismo y por el orden, fuerte en el lugar; pero ninguna facultad para el servicio puede ser conferida por ello. ¡Qué desgracia para la Iglesia si no reconoce lo que Cristo ha dado! El Señor puede, si le place, apartar a cualquiera para un servicio particular; si lo hace, él mismo preparará el camino para ello, y ese camino resultará bueno y será justificado por los hijos de la sabiduría. La historia de la iglesia en Antioquía nos lo muestra.

Dios obra, a pesar de nuestra debilidad y locura, con su fuerza, de forma más profunda y poderosa de lo que puede hacer la disposición arbitraria de las organizaciones humanas. Que él nos disponga a esperar su tiempo y sus caminos para cada don y dirección del Espíritu Santo. Su Espíritu es absolutamente soberano y se mostrará como tal, aunque los hombres establezcan canales para conducir las refrescantes corrientes de la verdad divina. Tal vez cuando las aguas desbordan estos canales y destruyen sus orillas, quede un precioso alimento y unción, mientras que el canal, al que se le presta la mayor solicitud, no lleve más en su lecho que arena y piedras, que molestan a la corriente, y solo sirven para romper los diques erigidos por la sabiduría del hombre. Estamos bien convencidos de que el Señor, si somos pacientes y sumisos, nos proporcionará muchas más bendiciones de las que hemos visto hasta ahora. Con respecto a aquellos que el Señor ha calificado para el beneficio de la Iglesia, y que, como solo se puede hacer por el Espíritu, están empleados y sometidos a la autoridad de Dios, reconocemos de corazón un ministerio en cada don activo al servicio de Dios, don que Cristo ha otorgado para el beneficio y la edificación de su Iglesia. Si Dios llama a alguien y le imparte algún don, es indiscutiblemente un siervo, y está obligado a servir con ese don. No tomamos nuestra sabiduría demasiado alta en estas cosas, pero las vemos en las Escrituras, y creemos que Dios es honrado cuando nos sometemos constantemente a sus pensamientos y caminos.

Traducido de «Le Messager Évangélique», año 1869, página 281


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