El hijo pródigo
La gracia que busca y la gracia que recibe (Lucas 15)
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(Fuente autorizada: creced.ch – Reproducido con autorización)
En las tres parábolas de este capítulo, el Señor muestra a los fariseos que, a pesar de todas sus recriminaciones, no quería dejar de manifestar Su gracia y de condenar la propia justicia de ellos. En la parábola del hijo pródigo, el hermano mayor representa a todo hombre en su propia justicia y especialmente a esos jefes religiosos que murmuraban porque Él iba a casa de los pecadores, los recibía y comía con ellos.
Para Dios, no tenemos justicia, pero Él tiene una justicia para nosotros, la cual fue satisfecha mediante la obra del Señor Jesús. Si la ley de Dios habló con fuerza a la conciencia, el alma comprenderá que está lejos de poder cumplirla, porque la ley dice: «Amarás a tu prójimo como a ti mismo» (Mat. 22:39). Ningún hombre lo hizo, excepto el Hijo de Dios que vino en gracia aquí abajo. La ley dice también: «No codiciarás» (Rom. 7:7), y la codicia está en mi corazón. El hombre es juzgado por la ley, porque esta no fue dada para salvar, sino para juzgar el estado de todo hijo de Adán. Cuando Cristo «vino a buscar y a salvar lo que se había perdido» (Lucas 19:10) cumplió la ley y sufrió por nosotros. Cuando éramos pecadores y estábamos alejados de Dios, él se acercó a nosotros. Fue manifestado en carne en la persona de Jesús quien cumplió la obra de la redención, a fin de que estemos con él y seamos semejantes a él en gloria.
La ley exigía que fuésemos sin reproche, pero lo único que pudo hacer fue condenarnos. Cristo sufrió la maldición de la ley transgredida, para que la bendición nos alcanzase (Gál. 3:13-14).
En estas parábolas vemos dos aspectos de la gracia de Dios, la gracia que busca y la gracia que recibe, cuando venimos a Él. Cuando un alma es traída al arrepentimiento, el cielo se regocija; tal es la verdad que resulta de estos tres relatos. Hubo gozo también en el corazón del hijo pródigo cuando experimentó el amor de su padre, pero aquí no se hace mención de ello: El gozo de Dios se nos muestra de manera muy conmovedora.
En las dos primeras parábolas, Dios busca su oveja perdida y la dracma perdida. Hay gozo en el corazón del Pastor cuando encuentra su oveja extraviada. Lo mismo para la mujer, cuando encuentra su dracma perdida, invita a sus amigas y vecinas a compartir su gozo (Lucas 15:9).
En la tercera parábola, encontramos el mismo hecho, pero con más detalles sobre los pecados y el estado de depravación del hombre –o del hijo pródigo–; y luego sobre su acogida en la casa del Padre. El Señor describe su horrible deterioro y ruina moral, a fin de que sepamos que el peor de los pecadores puede ser recibido en gracia, porque Dios mira el corazón.
El pecado ya estaba en el corazón del joven cuando abandonó la casa de su padre. Habiendo entrado en el camino en que Satanás lo arrastraba, se entregó a la corrupción, buscando en vano, para satisfacer sus codicias, la dicha que perdió. El hombre ama todo en el mundo salvo a Cristo. Se puede hablar de todo en este mundo, pero pronuncie el nombre de Cristo y verá inmediatamente manifestarse la hostilidad del corazón natural contra Él. No se tiene vergüenza de profesar una religión falsa o un cristianismo con principios mezclados, pero se teme el oprobio de Cristo. ¡Cuán humillante es ver cómo el hombre da la espalda a Jesús para poder hacer su propia voluntad!
El hijo pródigo llegó a la provincia lejana y encontró el hambre. Dios se sirve de la adversidad para traer muchas almas al sentimiento de su miseria y hacerlas infelices, hasta que miren a Él, la fuente de toda gracia. Sin embargo, antes de venir a él, el hombre siempre procura salir del apuro por sus propios medios, esperando salvarse sin necesitar a Dios. Es lo que vemos en el hijo extraviado de la parábola: Se puso al servicio de «uno de los ciudadanos de aquella tierra» (v. 15). Es algo espantoso ver al hombre caer de esta manera bajo el poder de Satanás quien se complace en verlo degradarse cada vez más y lo envía a «que apacentase cerdos». Allí conduce esa sed de independencia que caracteriza al hombre caído: Prefiere echarse en los brazos de Satanás antes que estar en las manos de Dios.
Llegado al último escalón de la miseria, pereciendo de hambre bajo la esclavitud del maestro despiadado que eligió, el hijo pródigo volvió en sí y echó una mirada hacia el pasado. Un rayo de luz penetró en su alma y exclamó: «¡Cuántos jornaleros en casa de mi padre tienen abundancia de pan, y yo aquí perezco de hambre!» (v. 17). Se arrepintió, condenó su vida de pecado, reconoció su decadencia y su miseria, y vio que tenía tan solo un recurso: volver a Dios. Todavía no gozaba del perdón y de la salvación, pero se levantó para ir hacia su padre: Es la conversión.
Cuando Dios actúa en un corazón, este es llevado a buscar Su bondad reconociendo su estado de pecado, mientras que antes tenía miedo de acercarse a un Dios al que consideraba como juez. Con la recepción de la gracia, viene la confianza en el amor de Dios.
Sabía que iba a estar mejor bajo el techo de su padre donde hay pan en abundancia, de manera que, si este quisiera recibirlo, estaría feliz de ser tratado como un jornalero (v. 19). No obstante, se sintió indigno de ser llamado hijo. Su conciencia estaba perfectamente despierta, pero no le impidió ponerse en marcha. Por la acción de la gracia, se levantó y se dirigió hacia su padre, y ¿qué encontró? Un amor inefable que hacía mucho más que todo lo que él habría podido pedir o pensar. Dios hace todo para la salvación y la felicidad eterna del pecador perdido.
El hijo estaba convertido, pero aún no había encontrado a su padre ni tenía la conciencia de su amor y de su favor. Pero, cuando el padre lo cubrió de besos y lo hizo vestir del mejor vestido (v. 20-22), ya no tenía ninguna duda. Dios es luz y amor. La luz manifiesta todo lo que está escondido y lo que es contrario a la voluntad de Dios; su acción es vista claramente en la experiencia del hijo pródigo. Dios vino aquí abajo en la persona de Jesús para mostrar a los hombres lo que eran, y cuánto se habían alejado de Él. Por el hecho de que éramos pecadores perdidos, vino en gracia para salvarnos.
«Cuando aún estaba lejos, lo vio su padre… y se echó sobre su cuello, y le besó». Luego su hijo, arrepentido y humillado, confesó y reveló su estado de pecado, y el padre hizo buscar «el mejor vestido» (v. 20-22). Entonces, recibiendo el testimonio de su sobreabundante gracia, el hijo ya no pidió ser tratado como uno de sus jornaleros. Tenía la certeza de que era un hijo, y fue recibido como tal por su padre, aunque estuviese aún cubierto de andrajos y no hubiera entrado en la casa. Sus relaciones con su padre fueron nuevas, y los pensamientos de este último le fueron revelados. «El mejor vestido», «un anillo» y «calzado en sus pies» fueron la expresión de ellos (v. 22). Entonces, el padre hizo preparar una fiesta en la casa en la cual su hijo podría participar. Estaba lleno de gozo porque ese hijo «muerto era, y ha revivido; se había perdido, y es hallado» (v. 24).
La ley condena enteramente al hombre porque, así como es santa, justa y buena, así el hombre es «vendido al pecado» (Rom. 7:12-14). El cristianismo nos revela un Salvador venido bajo la forma de un hombre para traer la expresión del amor de Dios a todos aquellos que lo necesitan y que lo buscan. Vino a nosotros cuando no podíamos venir a él, porque estaba escondido detrás del velo, como lo vemos en el tabernáculo erigido en el desierto. Cuando Dios vino en la Persona del Hijo, nos reveló todo su amor. Cristo murió en la cruz, el velo se rasgó de arriba abajo; el acceso a Dios nos fue abierto por su sangre derramada, y todos aquellos que se acercan a Dios por él, son recibidos, así como el hijo pródigo arrepentido lo fue por su padre.
El hecho de que el hombre regenerado es visto por Dios como sentado en Cristo en los lugares celestiales, no es una promesa incumplida, sino un hecho positivo y actual. El Señor Jesús bebió por nosotros la copa de dolores; fue clavado en la cruz, abandonado de Dios, y luego, habiéndolo glorificado en toda su obra, fue elevado a la diestra del Padre. Por su sangre derramada, los pecados de todos aquellos que creen en él son abolidos, borrados para siempre. Al resucitarlo de entre los muertos, Dios puso su sello de aprobación sobre la obra de Cristo, de manera que no imputa ninguna culpabilidad a aquellos que lo reciben por la fe. Si fuese de otra manera, Cristo habría muerto en vano. Pero el creyente, habiendo sido justificado, será introducido en la gloria, que sobrepasa infinitamente lo que el hijo pródigo esperaba recibir de su padre.
Cuando fue librado de sus harapos y revestido del mejor vestido, aprendió a conocer la grandeza de la gracia. Desde el momento en que gozamos del perdón, estamos en Cristo delante de Dios. Ahora, ninguna condenación hay para los que están en él. Ya que llevó nuestros pecados y fue elevado en la gloria, Dios no nos imputa más ninguna culpabilidad. Todo viene de él, es él quien nos revistió del mejor vestido. Lo «que Dios ha preparado para los que le aman» no ha surgido en el corazón del hombre, sino Dios nos lo «reveló por el Espíritu» (1 Cor. 2:9-10). Dios quiere que, en nuestras relaciones con él, tengamos entera confianza: «Por cuanto sois hijos, Dios envió a vuestros corazones el Espíritu de su Hijo, el cual clama: ¡Abba, Padre!» (Gál. 4:6). Cuanto más el creyente siente su indignidad, tanto más realiza el amor del Padre por él. Una vez revestido del mejor vestido, puede entrar en los lugares celestiales. No se pertenece más a sí mismo, sino que Cristo vive en él.
Es mi deber andar de una manera digna de la nueva relación en la cual me encuentro con Dios, y el «calzado en sus pies» del hijo pródigo nos habla de una nueva fuerza, la del Espíritu Santo, por la cual andamos en novedad de vida y en la libertad de hijos ante Dios. «El que dice que permanece en él, debe andar como él anduvo» (1 Juan 2:6).
Por la obra del Espíritu Santo en nosotros somos llevados al gozo de la paz y de la reconciliación con Dios, efectuados por la obra de Cristo en la cruz. El Padre nos ama como ama a Jesús. Que nos haga comprender a qué relación fuimos llevados con él.