El desierto, el poder y el cuidado de Dios

Números 25


person Autor: John Nelson DARBY 89

flag Tema: El desierto para el cristiano


Cuando Balac quiso utilizar a Balaam para maldecir a Israel, Dios intervino en favor de su pueblo y se hizo cargo de su causa. Esta historia es un tipo de la forma en que Dios interviene, libera y justifica a los suyos; porque eso es cosa suya. En el capítulo 3 de Zacarías, vemos a Satanás de pie como acusador junto a Josué, y Josué no tenía nada que decirle, porque tenía la ropa sucia y no estaba en condiciones de presentarse ante Dios. Satanás tenía razón, pero Dios mismo intervino y le dijo: “Te estás metiendo en mis asuntos; yo saqué esta tea del fuego, ¡y tú quieres volver a echarla!” Dios deja totalmente de lado a Satanás en lo que se refiere a sus consejos y sus caminos. Sin duda no soporta la ropa sucia en su presencia, pero tampoco quiere rechazar a Josué; ese es asunto suyo: lo emprende él solo y lo lleva a buen término.

Balac también quiso oponerse a las promesas de Dios, y es muy importante notar que esto no ocurrió al principio, sino al final de la travesía del desierto. Cuando el corazón del pueblo se ha manifestado plenamente, el enemigo trata de cerrarle el acceso a Canaán. Lo mismo sucede con el cristiano, o con la Iglesia, al final de su carrera, cuando, puesta a prueba, ha fracasado en todo y se acerca el momento de entrar en la Tierra de Promisión. Satanás busca entonces hacer caer la maldición, ya sea sobre la Iglesia o, individualmente, sobre el cristiano. Este juicio es sin duda merecido, pero es el pensamiento de Satanás y no el de Dios; y Balaam se ve obligado a decir: «¿Por qué maldeciré yo al que Dios no maldijo?» (Núm. 23:8).

En Egipto, donde se trataba de los derechos de Dios sobre su pueblo, la cuestión era entre Dios y Faraón. Dios le había dicho: «Deja ir a mi pueblo» (Éx. 5; 7; 8; 9; 10). Faraón respondió: “No lo haré”. La cuestión era si Dios o Faraón tenían los derechos y el poder. Pero la dificultad tenía aún otro carácter: residía en el estado del pueblo en Egipto, pues Israel era más culpable de idolatría que los egipcios. En esta situación, ¿podía Dios abandonar sus principios? Tenía derecho a liberar, pero era un Dios justo, es decir, coherente consigo mismo, y no podía soportar el pecado. Fue entonces cuando Dios se hizo cargo de todo el asunto; le resultaba imposible encontrar inocencia en el pueblo, por lo que intervino mediante la sangre de un cordero colocada en los postes y en el dintel de la puerta. De lo contrario, Dios habría tenido que destruir a los primogénitos de los israelitas, así como a los de los egipcios; pero, para el pueblo, la sangre estaba allí ante los ojos de Dios.

El pecado había sido juzgado; Dios le había puesto fin en la sangre del cordero; pero dio paso a su justicia contra los egipcios. Primero fueron juzgados los primogénitos, luego Faraón y todo su ejército en el mar Rojo. Israel no tuvo más que pararse allí para ver la liberación de Jehová. Así es como Dios reclama sus derechos en Egipto; luego lleva a su pueblo al desierto, donde cometen falta tras falta. Entonces, al final del viaje, Satanás, que no pudo impedir que el pueblo saliera de Egipto, quería atraer sobre él la maldición de Dios para impedirle entrar en la tierra prometida. Israel, como Josué, no pudo hacer nada para defenderse, pero Dios intervino. Solo Dios responde al enemigo. Dice, por boca del propio acusador: «No ha notado iniquidad en Jacob, ni ha visto perversidad en Israel» (Núm. 23:21). Entonces Balaam vio que no podía hacer nada y que no había encantamientos contra Jacob; la maldición se transformó en bendición.

Satanás había errado completamente su propósito; Dios había tomado la causa de su pueblo. Es muy precioso ver que esto sucede sin que Israel lo sepa siquiera. Lo mismo sucede con nosotros: sin que lo supiéramos, sin que Dios nos dijera una palabra al respecto, Cristo realizó todo para nuestra liberación y la bendición vino sobre nosotros sin nosotros. ¡Qué bendición que así sea! De lo contrario, lo habríamos echado todo a perder, pero Dios hace su obra solo, y Satanás tiene la boca cerrada. Lo mismo ocurre con la justificación: es Dios quien justifica. Lo hace no solo ante él, sino ante todos. Satanás dice: ¡Este hombre es malvado! Dios sabe que es verdad y que no valemos nada, pero a pesar de ello, Dios nos justifica y Satanás está reducido a silencio. No puede hacer nada, pero no por eso deja de ser nuestro enemigo, así que intenta crear obstáculos para impedir que Dios nos bendiga.

Ahora lo hace de otra manera. Este mismo Balaam, que tuvo que bendecir contra su voluntad, sabía muy bien que Dios es santo y no puede bendecir a un pueblo en pecado; así que bajó a la llanura para entrar en contacto con el pueblo; actuó abajo, porque no había podido actuar arriba contra Dios. Así que busca a mezclar a Israel con el mundo, tentándolo con sus concupiscencias. Israel cae en la trampa y, en su locura, adoró a Satanás como si fuera Dios (25:2). Se someten al enemigo y hacen caer sobre ellos el juicio de un Dios que no puede bendecirlos en su pecado, porque no puede abandonar su gobierno moral. Esto es lo que a menudo olvidan los hijos de Dios. Tal locura por parte del pueblo sería increíble, si sus ojos no hubieran sido cegados, porque habían consentido en decir: «Sí», a lo que el mundo les presentaba con una apariencia amable y deseable según la carne.

¿Dios va a destruir al pueblo? No, pero los castiga, y lo mismo ocurre con el cristiano. Si Israel no hubiera caído, no habría sido castigado, pues en el desierto Dios proveía a todas sus necesidades: sus vestidos y sus zapatos no se gastaron. Sin duda debían mostrar diligencia, pero no tenían otra cosa que hacer que pasar como extranjeros por el desierto. Para ellos, la batalla solo debía haber comenzado en Canaán; para nosotros, en los lugares celestiales. Fue cuando Israel hubo cruzado el Jordán cuando tuvo que luchar para tomar todas las ciudades. Como él, tenemos el maná y el agua de la Roca para atravesar el mundo, pero en cuanto queremos disfrutar de lo que el mundo nos ofrece, caemos bajo la disciplina y entramos en la batalla. Si pasamos por este mundo como por un desierto, experimentamos el poder y el cuidado de Dios, y entonces no hay lucha. Si nos rendimos al mundo, Dios dice: ¡Hay que cortar las cosas! Las dificultades surgen y se multiplican, Madián se opone; Dios quiere a toda costa romper los lazos que hemos formado. Lo conseguirá, pero cuánto dolor cuando los lazos que nuestra locura habían apretado, sean rotos.

Dios, y esto es muy precioso, mide lo que es necesario para nosotros, pues nunca abandona a su pueblo a Satanás. 20.000 hombres pueden caer bajo el juicio, pero Dios detiene la plaga por la fidelidad de Finees, mientras que en Canaán no pereció ni uno. Lo mismo sucede cuando Israel, después de la disciplina, se encuentra en una posición clara y tiene que luchar contra Madián; la victoria es plena y completa, y no cae ni uno de ellos. Todo el pueblo regresa al campamento y ofrece sacrificios a Jehová (31:49-50).

Toda esta historia nos muestra lo importante que es para nosotros estar siempre alerta, y no conocer en el desierto más que el maná y el agua de la Roca. No debemos ponernos bajo el poder de un enemigo que no tiene derecho sobre nosotros, ni ceder a la carne en lugar de mortificarla, ni dejarnos seducir por ella, allí donde no tenemos otra cosa que hacer que caminar en paz con nuestro Dios.

Traducido de «Le Messager Évangélique», año 1911, página 154


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