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El Ministerio
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(Fuente autorizada: biblecentre.org)
El estado de la Iglesia de Dios nos permite utilizar, me parece, algunas observaciones sobre el ministerio, presentadas no para controversias, sino con el fin de aclarar un tema del que la controversia se ocupa mucho; por otra parte, es un tema elevado e interesante, para hacernos subir por encima de las nubes de los debates teológicos, y hacernos gozar de la agradable luz del cielo de donde nos viene este ministerio.
Y, en primer lugar, es bueno poner la idea del ministerio en su lugar y en su verdadera luz; porque me parece que no se le ha dado la total importancia. Los detalles vendrán más adelante.
1 - La naturaleza del sacerdocio levítico comparado con el ministerio evangélico
La existencia de un ministerio ocupa la naturaleza de la dispensación actual; y, diciendo esto, subimos muy alto para encontrar la fuente; porque la naturaleza de esta dispensación no es otra cosa que la soberana gracia de Dios, la actividad de su amor.
La posición y el carácter que revisten los siervos de Dios, están siempre y necesariamente en contacto con los principios de la relación que existe entre Dios y los hombres. Cuando Dios reconocía a ciertas familias solamente, el jefe de la familia era el sacerdote y profeta de su familia. Abraham, Noé y otros patriarcas son algunos ejemplos. Pero este principio llega a tener una aplicación más general y más importante, cuando se trata de toda una dispensación, como es en el caso de los judíos y del cristianismo; los caminos de Dios y los principios de sus relaciones con los pecadores están desarrollados allí con muchos más detalles para la conciencia, con más claridad y esplendor en cuanto al cumplimiento y a la revelación de la gracia.
1.1 - Distinciones de principios entre el judaísmo y el cristianismo
Bajo esta relación, veremos la gran distinción entre estas dos dispensaciones. En el judaísmo, en el monte del Sinaí, dónde la Ley fue dada, y donde las ordenanzas que reglamentaban las relaciones entre Dios y el pueblo fueron establecidas, tenemos al pueblo ya formado y reconocido como tal delante de Dios; pueblo que Dios ya había sacado (Éx. 19), había librado, que tenía su existencia y sus derechos de título como los hijos de Abraham, de Isaac y de Jacob, y que, en algunas excepciones, se encontraba en virtud de este principio genealógico. En una palabra, el pueblo ya había sido formado cuando Dios establece relaciones con él; porque Dios quiso probar si el hombre, privilegiado de este modo y gozando de todos los privilegios posibles para mantener su posición, podía subsistir ante él.
La obra y el principio del cristianismo son otros. El cristianismo muestra al hombre perdido. Muestra que la prueba que Dios le hizo por medio de la Ley, sirvió solo para demostrar más claramente la imposibilidad en la cual el hombre se encuentra, cualesquiera que sean sus ventajas y sus privilegios, para subsistir delante de Él. Pero esto demuestra que el cristianismo nos muestra a Dios que visita en su gracia a esta raza perdida. Ve a los gentiles hundidos en la ignorancia y la idolatría, y degradados por los pecados más escandalosos. Encuentra a los judíos más culpables aún, porque han sido infieles teniendo los más grandes privilegios; y presenta a todos, gentiles y judíos, como la prueba terrible de que la naturaleza humana está caída y corrompida, y que, en la carne, no existe ningún bien. Pero, aunque ve a los hombres malos, miserables, en rebelión y perdidos, también los ve según sus infinitas misericordias. Se informa de estas miserias del hombre solo para darles el testimonio de su misericordia. Desea y viene para llamar a los hombres, por medio de Jesús, para que se gocen en él y por él de la liberación y de la salvación, por medio de su favor y de su bendición.
La consecuencia de la posición del pueblo judío era muy simple: una Ley para dirigir la conducta del pueblo ya existente como tal delante de Dios, y un sacerdocio para mantener las relaciones que subsistían entre este pueblo y su Dios; relaciones que no tenían un carácter propio para acercar al pueblo hacia Él sin un intermediario. Se trataba no de llamar y buscar a los de fuera, pero sí de regularizar las relaciones de Dios con el pueblo ya reconocido como tal.
Como lo hemos visto, el cristianismo tiene un carácter muy diferente. Considera a todos los hombres como universalmente perdidos, demuestra que en efecto lo son, y busca, por el poder de una nueva vida, adoradores en espíritu y en verdad. También introduce a los mismos adoradores en la presencia de Dios quien se les revela como Padre, –un Padre que los ha buscado y salvado; y los introduce allí no por la intervención de una clase intermediaria de sacerdotes que se presentan en lugar de adoradores, porque estos mismos no podrían acercarse a un Dios terrible y conocido de manera imperfecta, sino en una total confianza en un Dios conocido y amado, porque él los ha amado, buscado y lavado de todos sus pecados, para que estén sin temor en su presencia.
1.2 - Distinción entre el sacerdocio judío y el ministerio cristiano
La consecuencia marcada de la diferencia de las relaciones con Dios entre judíos y cristianos es que los judíos tenían un sacerdocio que actuaba aparte del pueblo, y no un ministerio; mientras que el cristianismo tiene un ministerio que se ejerce en la revelación activa de lo que Dios es, sea dentro de la Iglesia, o sea fuera, y que no tiene en absoluto un sacerdote intermediario entre Dios y su pueblo, salvo él mismo (Jesús) como Sumo Sacerdote. El sacerdocio cristiano está compuesto por todo el conjunto de los verdaderos cristianos, que gozan todos del derecho a entrar en los lugares santos por el camino nuevo y vivo que les ha sido consagrado (Hebr. 10:19-20); sacerdocio cuyas relaciones son, además, esencialmente celestiales.
Luego el ministerio pertenece indispensablemente al cristianismo, que es la actividad del amor de Dios para sacar a las almas de la ruina y del pecado, y conducirlas a él mismo.
1.3 - Lugar del ministerio cristiano en relación al culto
Bajo el aspecto de las relaciones de Dios con los hombres, aquí en la tierra, un sacerdote era el rasgo distintivo de la dispensación judía, y un ministerio el de la economía cristiana, porque el sacerdote servía para mantener a los judíos en sus relaciones con Dios, y con el ministerio, el cristianismo busca en el mundo adoradores para el Padre. Digo: en la tierra, porque en realidad, cuando consideramos el lado más elevado de la posición cristiana, es decir en relación con el cielo, el cristianismo tiene sus «reyes y sacerdotes», a saber, todos los santos. El culto rendido a Dios no es un ministerio; es la expresión del corazón de los hijos delante de su Padre en el cielo, y de sacerdotes ante su Dios, en la intimidad de la presencia de Aquel que, en su amor, rasgó el velo que en su justicia le había colocado al pecador, y lo desgarró por un golpe que desarmó la justicia y le dejó la feliz tarea de vestirlo del vestido más bello para quienes tenían anteriormente la entrada prohibida. Suponer entonces que necesitamos de una clase especial de sacerdotes, es negar la eficacia de la obra de Cristo, que nos dio el privilegio de presentarnos nosotros mismos ante Dios; de hecho, es negar el cristianismo en su aplicación en la conciencia y en la justificación del pecador; es trastocar todas las relaciones que Dios mismo estableció para glorificarse a sí mismo, y para colocar al hombre en paz y bendición. Por otro lado, el ministerio cristiano es la expresión de que Dios actúa en el cristianismo según la actividad de su amor hacia los pecadores, y tiene su fuente en el poder de este amor, alimentando también a las almas que son llamadas y que Jesús ama.
Luego Pablo nos presenta el ministerio como una de las cosas que caracterizan al evangelio de Su gracia.
2 - Fuente del ministerio
2.1 - Lo que se origina de la venida de Dios en Cristo
«Dios estaba en Cristo reconciliando al mundo consigo mismo, no teniéndole en cuenta sus transgresiones; y dándonos la palabra de la reconciliación» (2 Cor. 5:19). He aquí las tres cosas que resultan de la venida de Dios en Cristo: reconciliando, no imputando, y poniendo también en nosotros la palabra de la reconciliación. Sin este último punto, la obra de la gracia quedaba imperfecta en su aplicación; porque Aquel que, en su venida aquí abajo, reconciliaba y no imputaba, este Jesús debió ser hecho pecado por nosotros (v. 21), morir e irse. La obra terminada permanecía así suspendida en su aplicación; y el complemento de esta obra gloriosa de la gracia de Dios era encomendar a los hombres «la palabra de la reconciliación» según su poder y su aprobación. Entraron así dos elementos en el ministerio:
1° Una convicción profunda, un sentimiento poderoso del amor manifestado en esta obra de reconciliación; y
2° Los dones que daban la capacidad de anunciar a los hombres, según sus necesidades, las riquezas de esta gracia que animaba a los corazones de aquellos que lo anunciaban.
Es lo que nos presenta la parábola de los talentos (Mat. 25). El que tenía cinco talentos, como aquel que tenía dos, fue estimulado por la confianza que da la gracia, por el conocimiento del carácter de su Señor, por la seguridad que hacía nacer en él este conocimiento que tenía de su Señor, y esta confianza dónde él mismo se veía como objeto de su parte. Sus capacidades y sus dones no eran iguales. Dios es soberano a este respecto. Aquel que tenía solo un talento proporcionado a su capacidad, le faltaba esta confianza que inspira el conocimiento de Dios en Cristo. Se equivocaba sobre el carácter de su Señor. Estaba inactivo a causa del estado de su alma, como los dos otros estaban activos por la misma razón.
La fuente o principio del ministerio: el amor por Cristo que produce la actividad y el llamado soberano de Dios que confiere los dones
Vemos así que el principio del ministerio es la energía activa del amor, de la gracia, que surge de la fe que nos hace conocer a Dios. Desechar esto, es trastocarlo todo en su principio fundamental. En su esencia, el ministerio proviene del conocimiento individual del carácter del Maestro. La gracia conocida, sentida vivamente, llega a ser la gracia activa en nuestros corazones, única fuente verdadera, única fuente posible, en la naturaleza de las cosas, del ministerio según Dios.
Vemos, además, que es la soberanía de Dios que da, como a él le place, sea la capacidad natural como vaso para contener el don, sea el don, según la medida del don de Cristo, sacado de los tesoros que se encuentran en Él y que ha recibido para los hombres.
Encontramos el ministerio basado sobre el mismo principio, cuando el Señor le dice a Pedro: «Simón, hijo de Jonás, ¿me amas?», y, sobre su respuesta, añade: «Pastorea mis ovejas: Apacienta mis corderos». Esto nos conduce a dos partes esenciales del ministerio, a saber:
1° La actividad libre del amor que empuja a llamar a las almas;
2° el servicio de amor que no se cansa en sus esfuerzos para edificarlas, cuando han sido llamadas.
En cuanto al ministerio de la Palabra (porque hay otros dones), estas dos partes nos son presentadas distintamente en el capítulo 1 de la epístola de Pablo a los Colosenses. En el versículo 23, Pablo es servidor del Evangelio, predicado en toda la creación que está bajo el cielo; y en el versículo 25, es el servidor de la Iglesia «para anunciar cumplidamente la palabra de Dios».
Hay dos cosas que tienen como resultado y fuente del ministerio: el amor que produce la gracia en el corazón, el amor que se posee en la actividad, y la soberanía de Dios que da los dones como bien le parece, que llama a tal o cual ministerio; llamamiento que hace del ministerio un asunto de fidelidad y de deber por parte de aquel que es llamado. Debemos observar en estos dos principios, que ambos suponen una total libertad con relación a los hombres, quienes no sabrían intervenir, como fuente o autorización del ministerio, sin que por un lado se pudiera neutralizar el amor como la fuente de actividad, o, por el otro, sin apoyarse en la soberanía de Dios que llama, envía y que hace del llamamiento un deber. La cooperación y la disciplina según la Palabra quedan siempre en su lugar.
Todo ministerio que no está fundado sobre ambos principios que acabamos de enunciar, no es en realidad un ministerio. La única fuente de actividad cristiana es el amor de Cristo y el llamamiento de Dios.
3 - El poder del ministerio y su responsabilidad
Habiendo ya tocado el asunto de la fuente del ministerio, que se une a los primeros principios mismos, a la existencia del cristianismo, y que tiene su ser en la actividad del amor de Dios, examinemos cuál es el poder que actúa en este ministerio, y aquellos que lo ejercen, bajo qué responsabilidad están.
3.1 - Poder del ministerio
El tercer capítulo de la segunda epístola a los Corintios designa en general su carácter: es el ministerio del Espíritu.
3.1.1 - Poder del Espíritu Santo en Jesús como hombre en la tierra
Dos grandes señales caracterizan la obra de Cristo en el mundo. Es el Cordero de Dios que quita el pecado, y él bautiza en el Espíritu Santo. Dejo a un lado el primer punto, aunque es de mucho interés, no pertenece a este tema, salvo que sea utilizado como un objeto del ministerio. Me quedo con la segunda de las señales designada por Juan el Bautista como la obra y gloria de Cristo: «él os bautizará en Espíritu Santo» (Mat. 3:11), señal evidente de mucha importancia, fuente de todo poder, de toda energía espiritual que se encuentra en la Iglesia. Porque se necesita la energía espiritual para que Satanás sea combatido con éxito, y que estos pobres cuerpos, la carne mortificada, lleguen a ser vasos del testimonio y del poder de Dios.
Esto, en el fondo, se efectuó por el mismo Señor Jesús. También, este poder del Espíritu Santo que está en el hombre es una verdad de mucha importancia. Jesús mismo fue ungido del Espíritu Santo y de poder. «Cómo», Pedro se lo dice a Cornelio, «Jesús de Nazaret; cómo Dios lo ungió con el Espíritu Santo y con poder; y este anduvo haciendo el bien por todas partes y sanando a todos los oprimidos del diablo; porque Dios estaba con él» (Hec. 10:38). No se trata aquí de su divinidad, porque él era Dios antes de la fundación del mundo; ni de su perfección como hombre, porque era carne santa porque había nacido de la virgen María. Era el Hijo de Dios, no solo cuando creó el mundo, sino también en el mundo, como hombre nacido de María por el poder del Espíritu Santo.
Era consciente cuando respondía a su madre que lo buscaba en el templo: «¿Por qué me buscabais? ¿no sabíais que debo estar en los asuntos de mi Padre?» (Lucas 2:49). Esto no se relacionaba con su amor: su presencia en el mundo era su mismo amor. Pero, además de todo esto, Juan el Bautista ve al Espíritu Santo descender como una paloma, y permanecer sobre Él. «Dios ungió a Jesús de Nazaret del Espíritu Santo y de poder». Solamente entonces, estando lleno del Espíritu Santo (Lucas 2:41), comienza su ministerio, oficialmente actúa como Hijo del hombre en el mundo, y sufre las tentaciones por las cuales el último Adán debía ser probado, para poder afirmar su derecho por sobre todo el poder de Satanás, mientras que el primer Adán había caído bajo este poder. Es ahora que le vemos echar a los demonios por el Espíritu de Dios, y decir a su madre: «Mujer, ¿en qué me concierne?» (Juan 2:4). Su vida estaba totalmente llena del Espíritu Santo para el ministerio. Por el Espíritu eterno, Él se ofreció intachable a Dios (Hebr. 9:14). Era más que un hombre; y Él era no obstante un hombre, «Jesús de Nazaret; cómo Dios lo ungió con el Espíritu Santo y con poder».
3.1.2 - Jesús vencedor de Satanás en la muerte, después de ser exaltado y recibiendo los dones
Nuestra parte en todo esto tiene otro elemento diferente. En el caso del Señor Jesús, era el hombre, el último Adán sobre la tierra, cumpliendo Él mismo, en presencia de Satanás, todo lo que el hombre espiritual podía ofrecerle a Dios en su vida. Su voz no fue oída en las calles (Mat. 12:19). Ha debido ser perfecto, y, como hombre, vencer a Satanás en este mundo donde el hombre había fallado y en las mismas circunstancias donde el hombre se encontraba por su caída. Es lo que este Salvador precioso cumplió perfectamente.
No obstante, hasta allí, Él no había comenzado el nuevo orden de cosas.
El primer Adán falló en el jardín del Edén, allí dónde estuvo rodeado de bendiciones. Solo cuando fue echado de allí, en su estado caído, llegó a ser el jefe de una raza caída en este mundo de pecado y de ruina. Jesús, el último Adán, debía primero ser manifestado perfecto, y personalmente triunfar sobre Satanás en medio de la ruina; victoria tan completa y tan perfecta que Él podía, habiendo atado al hombre fuerte, arrebatar sus bienes, y que, por la boca de aquellos a los que Él enviaba, su nombre bastaba para echar fuera a los demonios. Pero, para comenzar un nuevo mundo de gloria y de bendición, para rescatar a su Iglesia y hacerla semejante a Él mismo. Según el poder con el cual puede sujetarlo todo, debía cumplir la victoria sobre Satanás en la última fortaleza donde tenía al hombre cautivo, por el juicio y bajo la sentencia de Dios mismo, es decir en la muerte. Cristo debió sufrir totalmente la última consecuencia del pecado, como resultado de la ira de Dios, del poder de Satanás, así como de la debilidad del hombre. Es lo que Él hizo.
Así, habiendo pasado la ira de Dios, salvo para los que rechazan a Jesús, fue vencida la muerte, y todo el poder de Satanás destruido en el centro del poder en relación al hombre, sus puertas de bronce quebrantadas y abiertas; Jesús, último Adán vencedor de Satanás y de la muerte, Heredero, como Hijo del hombre y por la justicia de Dios, de todo lo que Adán poseía y de mucho más de lo que Adán había perdido. Como Hijo de Dios, sostiene todo por la palabra de su poder, imagen del Dios invisible y expresión de su gloria; Jesús, según los consejos de Dios en cuanto al hombre, comienza a actuar como Jefe de un nuevo mundo y de una nueva creación. Sin embargo, aunque abolió todo lo que estaba contra nosotros, aunque triunfó de Satanás en la cruz y llevó cautiva la cautividad (Efe. 4:8), no había llegado aún el tiempo de la liberación de la creación. El tiempo presente era solo el período para un testimonio del poder de Jesús en medio de la creación aun caída, y de donde Satanás aún no era echado; para la formación de la Iglesia de sus elegidos aparte del mundo, para alimentarlos y amarlos hasta que Le fueran presentados en gloria; en fin, para hacer de esta Iglesia aquí en la tierra, el vaso (*) de poder ganado por el Hijo del hombre sentado a la diestra de Dios; él, que llena todas las cosas, habiendo descendido primero a las partes más bajas de la tierra y elevado luego por encima de todos los cielos. Allí recibió dones para los hombres (Ef. 4:8-10).
(*) Cristo que había triunfado sobre Satanás y rescatado así a la Iglesia, pudo asociarla a él mismo, sentado en los lugares celestiales, y hacerla el vaso de la manifestación de este poder que había vencido a Satanás, aunque Satanás aún no es arrojado. Es lo que la Iglesia habría debido ser en práctica; es lo que ella fue al comienzo.
3.1.3 - Pentecostés y bautismo del Espíritu Santo
En Pentecostés no fue un cambio moral de los sentimientos, ni el soplo de vida de Jesús resucitado; todo esto ya se había efectuado. Los discípulos esperaron en Jerusalén, dónde fueron revestidos del poder de lo alto. Y no hay duda que, cuando fueron revestidos, este poder obró poderosamente sobre sus sentimientos, porque revelaba a Jesús con poder, porque la vida y los afectos ya estaban allí, lo mismo que, en un sentido mucho más elevado, la vida y los afectos del Hijo de Dios estaban en Jesús, antes de que el Espíritu Santo descendiera sobre Él como paloma. Jesús tomó lugar, según los consejos de Dios, con los fieles de Israel en el bautismo de Juan, «cumpliendo toda justicia»; y luego fue ungido para su servicio en medio de ellos. En virtud de su muerte y en virtud de su resurrección, coloca a sus discípulos en la misma relación con Dios donde Él mismo está, yendo hacia su Padre y nuestro Padre, a su Dios y nuestro Dios; y los bautiza del Espíritu Santo, como testimonio de Su gloria en los lugares celestiales, y con el poder que identifica a sus discípulos con él mismo en esta gloria. Es muy cierto, según las palabras del mismo Jesús (Hec. 1), que el don del Espíritu Santo el día del Pentecostés fue el bautismo del Espíritu Santo, y que nada que los apóstoles hubieran recibido antes era el cumplimiento de esta promesa, porque les dice: «seréis bautizados con el Espíritu Santo dentro de no muchos días».
El Evangelio según Lucas, del que los Hechos de los Apóstoles son solo una continuación de este (los Hechos repiten este tema en términos que casi son los mismos que los de este evangelio), nos presenta al Señor Jesús particularmente como Hijo del hombre, Cabeza de un nuevo orden de cosas. Este evangelio nos presenta moralmente esto: los Hechos, en poder.
El Evangelio según Juan, aunque tocando el mismo tema, lo presenta bajo otra forma. El Espíritu Santo es el Espíritu de verdad, el Abogado o el Consolador, enviado del Padre en su nombre, o de Jesús mismo de parte del Padre. Conduce a toda la verdad, muestra las cosas que vienen, y hace saber que Jesús está en el Padre, los discípulos en Jesús, y Él en ellos. Si yo tratara el tema del Espíritu Santo debería hablar del fin de este evangelio, donde Él es presentado como Espíritu de verdad que da testimonio contra el mundo por medio de su presencia, y conduce a los fieles a toda la verdad; tendría que considerar todos estos pasajes donde es presentado como el sello de la redención, las arras de la herencia y del Espíritu de adopción, tales como 2 Corintios 1, Efesios 1, Gálatas 4, Romanos 8, y muchos otros; pero recordemos, si el pensamiento de la presencia del Espíritu Santo, de este poder Consolador atrae nuestros corazones, que nuestro tema es el Ministerio, tema importante para glorificar al Espíritu hablando.
3.1.4 - Exaltación de Jesús y el envío del Espíritu Santo (Juan 7). Los milagros
Volviendo a nuestro tema, es a causa de la relación que existe entre la exaltación de Jesús a la diestra de Dios y el envío del Espíritu Santo del que acabamos de hablar, que encontramos en Juan que el Espíritu aún no había sido dado, porque Jesús aún no había sido glorificado (Juan 7:39); porque la presencia del Espíritu Santo en la tierra era la consecuencia de la glorificación de Aquel que aquí abajo había cumplido toda la obra de Dios, y llenado todas las cosas.
Podemos observar aquí, en relación con el punto que nos ocupa, la continuación de las ideas que nos presentan los capítulos 3, 4 y 7 del Evangelio de Juan. En el capítulo 3, el Espíritu Santo obra el nuevo nacimiento; en el capítulo 4, él es el poder de la comunión, la verdadera comunión; en el capítulo 7, el Hijo del hombre, no pudiendo aún manifestarse al mundo, declara que ríos de agua viva emanarán del vientre de los que creerán; porque el Espíritu aún no estaba, porque Jesús no había sido todavía glorificado, y sería entonces que (el Espíritu) debía ser testigo de la gloria del Hijo del hombre, y dar en esta tierra el testimonio de esta gloria.
¡Qué fuente del ministerio se nos abre ahora! El amor de Dios en Cristo hacia pobres pecadores, pero este amor cumplido (véase 1 Juan 4:9, 17) en la gloria que era la consecuencia de la muerte del Hijo del hombre, el cuál habiendo entrado en la más profunda miseria del hombre, había glorificado allí a Dios, y ahora él mismo era glorificado como hombre. ¡En qué posición es colocado el ministerio! ¡Qué función gloriosa, y cómo el hombre es desarmado delante de ella! Es en realidad el ministerio del Espíritu y de la justicia. Porque, si el amor de Dios es la fuente y el tema, la justicia de Dios cumple, en la glorificación del Hijo del hombre, quien lo había glorificado sobre la tierra y lo había restablecido en toda esta gloria de Dios que había sido alcanzada y derribada en apariencia por la victoria de Satanás y la ruina que había introducido en la creación de Dios, luego esta justicia llega también a ser la base. Y es a causa de la glorificación de Cristo en poder que hubo también sanidades y milagros unidos a este ministerio, por lo menos es una de las razones (*); porque los milagros eran también una confirmación muy importante, es decir de la palabra vivificante.
(*) Pero aquí también, en general, eran las manifestaciones del poder benéfico que, remediando los males perceptibles en nuestras facultades naturales, llamaban la atención de lo que, en el poder de la resurrección de Jesús, este gran milagro de la intervención divina en la miseria humana, llevo el remedio a la raíz del mal, el pecado. Lo he dicho: en general; porque tenemos ejemplos de los juicios del Espíritu Santo dentro de la Iglesia, como en el caso de Ananías y de Safira, y sobre el judaísmo apóstata, como en el caso de Elimas el mago (Hec. 5:13).
Pero estos eran también un testimonio dado a la victoria del Hijo del hombre sobre Satanás, y a su derecho de bendición sobre la creación a pesar de todo el mal que se encontraba allí. El tiempo vendría cuando todo este mal sería quitado, pero no había llegado aún el momento. Solamente Aquel que debía cumplirlo fue exaltado, y manifestaba este poder en el hombre en medio del mal. Así, el Príncipe de este mundo, quien tenía el poder de todo el mal que allí se encontraba, fue mostrado en juicio; y es por eso que también los milagros son llamados los poderes o los milagros del siglo venidero (Hebr. 6:5); porque en aquel tiempo, durante el milenio, todo este mal será subyugado y detenido por la presencia del Hijo del hombre. Los milagros fueron una muestra de este resultado bienaventurado, muestra hecha por el Espíritu Santo venido de lo alto. Bajo esta relación, actualmente presentamos un espectáculo verdaderamente triste al mundo en cuanto a la manifestación de la gloria del Hijo del hombre. Tengamos por lo menos la sabiduría de reconocerlo y de confesarlo.
3.1.5 - El Espíritu Santo fuente del testimonio en el amor de Dios y en la gloria de Cristo
Pero la verdad es, que estas cosas eran solo accesorias. Lo principal era el testimonio dado al amor de Dios, la victoria del último Adán y la obra que había cumplido como hombre; testimonio dado por la Palabra. Por esta Palabra que creó, que sostiene, que vivifica para vida eterna, que alimenta el alma renovada, y que revela toda la gloria de Dios; la Palabra en la cual Jesús es la plenitud viva
Considerado como ministerio de la Palabra, este manifestaba la presencia del Espíritu Santo, y al mismo tiempo manifestaba la soberanía de Dios, con el milagroso poder de Aquel que había enviado, en la extensión y actividad de la gracia.
Este ministerio se ejercitaba entre los judíos, o en el caso de Cornelio, entre los gentiles, por medio del don de lenguas. Los galileos y romanos hablaban todo tipo de lenguas. El hombre solo es un instrumento en las manos de Dios, un instrumento del Espíritu Santo enviado de lo alto. Él es quien gobierna, quien guía, quien actúa; pero lo hace con el fin de enviar el testimonio de la gloria del Hijo del hombre a todos los hombres, hablándoles de las obras maravillosas de Dios en la lengua del país dónde habían nacido, para atraer sus corazones por una gracia que descendía hasta ellos, con el poder que allí se manifestaba, y, al mismo tiempo, afirmar los derechos del último Adán en gracia sobre todos los hombres. Esto, evidentemente, comenzando con los judíos, se dirigía a toda la economía de los gentiles.
El juicio de Dios había separado a las naciones confundiendo sus lenguas, de modo que fueron contados por lenguas, familias y naciones (Gén. 10 y 11); y, separándolos, había establecido los límites de los pueblos según el número de los hijos de Israel (Deut. 32:8). El tiempo de poner fin a todo esto aún no había llegado, sin embargo, después de todo, la gracia se introduce y domina, en este estado de cosas, en medio de los judíos, y de todas las pecadoras naciones. Un testimonio aparece el cual se sirve del fruto mismo del pecado para demostrar que la gracia alcanzaba a los hombres justamente allí dónde el juicio de este pecado los había colocado. El Espíritu Santo les da a los judíos la capacidad de hablar todas las lenguas por las cuales los hombres y los corazones habían estado divididos, en virtud del juicio de Dios sobre el orgullo de una tierra renovada.
3.1.6 - Tema del ministerio: La gloria del hombre Jesús resucitado – luego la Iglesia es una con Cristo glorificado en el cielo
El tema de este ministerio –aunque las circunstancias que acompañaban su ejercicio manifestasen al ojo ejercitado la soberanía de Dios, los derechos del Hijo del hombre sobre las naciones, así como su gracia hacia los judíos que lo habían rechazado– era, al comienzo, la gloria del hombre Jesús resucitado de los muertos, la gloria que debía ser el centro y el lugar de reunión de las almas salvadas por el ejercicio de la gracia, y formadas en un cuerpo, la Iglesia, que debía desde entonces ser instruida y gobernada por este mismo Espíritu.
Jerusalén, que había sido tanto tiempo la ciudad amada, no habiéndose sometido a este testimonio de la gloria de Cristo, perdió por mucho tiempo el centro y la fuente fecunda de la administración evangélica. Sus ciudadanos le enviaron un mensaje con el Rey que había venido a recibir el reino (Lucas 19:12-14), diciéndole que no querían en absoluto que reinará sobre ellos; y luego, con ocasión de la muerte de Esteban, toda la Iglesia fue dispersa, «salvo los apóstoles». Sobre eso, Dios, encuentra siempre en el mal la ocasión de mostrar alguna gracia siempre gloriosa de lo que ha sido estropeado, Dios produce, independientemente de la obra en Jerusalén, un apóstol nacido después del tiempo, que no era «de hombres ni por hombre», quien revela, que la Iglesia es una con Cristo glorificado en el cielo, que es su Cuerpo, que la alimenta y ama como su propia carne, esta verdad infinitamente preciosa, de la cual el apóstol así llamado llega a ser el gran testigo. Así desaparece lo que Pedro les había anunciado a los judíos, a saber, que Cristo volvería hacia ellos en gracia como a un pueblo que permanecería delante de Él. Se trata desde ahora de las esperanzas que se relacionan con Cristo en el cielo, en su venida para tomarnos con él, en las bodas del Cordero, en la unión de la Esposa con el Esposo en el cielo. La aparición de Cristo en el mundo será totalmente en juicio, aunque sí para liberación de un residuo. Esto es, en cuanto al ministerio y a la administración de la Iglesia, un punto de progreso cuyos resultados se nos muestran bien.
Como consecuencia de la revelación plena de la unión de Cristo y de la Iglesia, encontramos en los escritos del apóstol Pablo un desarrollo mucho más grande de los dones del Espíritu Santo, en relación con la posición de aquel que, como miembro del Cuerpo de Cristo, poseía tal o cual don. No obstante, los mismos principios prácticamente son expuestos en los escritos del apóstol Pedro.
3.2 - La elección y los dones como poder del ministerio
3.2.1 - El ejemplo de Pablo: un ministerio de Dios y no de hombres
Ya hemos visto, y tenemos en Pablo un ejemplo muy sorprendente, que la soberanía de Dios se manifiesta tanto en el ministerio como en la salvación. «Vosotros no me elegisteis, sino que yo os elegí y os he designado para que vayáis y llevéis mucho fruto y permanezca vuestro fruto; para que todo lo que pidáis al Padre en mi nombre, os lo dé» (Juan 15:16). «Instrumento escogido me es este», le dice Jesús a Ananías, «para llevar mi nombre en presencia de los gentiles» (Hec. 9:15). De modo que, como esta soberanía de Dios excluye la elección del hombre, de la misma manera también aquel que niega la existencia de un ministerio que tiene una diversidad de dones, se encuentra en oposición con esta soberanía. Pero aquí, examinando la Palabra, encontraremos esta soberanía ejercida por el Espíritu Santo en medio de la Iglesia; y encontraremos también que Cristo es el que da, y que es Dios quien obra todo en todos.
En cuanto a su ministerio, lo primero sobre lo cual el apóstol insiste, como resultado de la posición notable que el Señor le había dado, es que él no era apóstol por hombre ni a través de hombres, sino por Jesucristo y Dios el Padre (Gál. 1:1).
A menudo se objeta que no era uno de los doce, que no era un apóstol regularmente establecido; este tema frecuentemente es discutido en las epístolas a los Corintios y a los Gálatas. El apóstol se ocupa de asegurarles que su ministerio era independiente del hombre, que no había consultado a sangre ni a carne, sino que había predicado a Cristo tan pronto como Dios se había revelado con ese fin. Basa su autoridad sobre las pruebas del poder espiritual que se le había dado. Más tarde, se entrevista con los demás apóstoles; les expone su evangelio, pero no recibe nada de ellos. Dios se preocupa de que hubiera unidad en Antioquía –centro de evangelización en ese entonces para los gentiles– y Jerusalén, podemos decir que antiguamente era el único asiento, de la Iglesia; vemos una cooperación (*) según las necesidades. Bernabé busca a Pablo que se había ido a Tarso; mientras que Silas decide quedarse en Antioquía, encontrando allí una obra que hacer. Pablo se asocia más tarde con varios obreros, e invita a Apolos a ir a Corinto; Apolos no desea ir. Pero, en medio de todas estas variadas circunstancias, Pablo repudia de una manera efectiva todas las pretensiones de los judíos quienes reclamaban y al mismo tiempo establecían otros principios judaicos, o hacían valer muy fácilmente, una misión humana que autorizará su ministerio. En efecto, no ha sido la sabiduría, ni el arreglo de los hombres que llevaron el evangelio más allá de Jerusalén; ha sido la dispersión de la Iglesia en su totalidad a excepción de los apóstoles. Todos los que habían sido dispersados, iban por todas partes predicando la Palabra; la mano del Señor estaba con ellos y muchos creyeron; su misión era la que les daban la persecución y su propio celo (**).
(*) La obra especial de Pedro y de Pablo han sido reconocidas de una y otra parte, siendo uno, según la voluntad de Dios, el apóstol de la circuncisión, y el otro de la incircuncision. Observe aquí que la misión general de los apóstoles a los gentiles (Mat. 28), no es mencionado igualmente en este arreglo.
(**) Léase Gálatas 2:1, 10; Hechos 8:1-4; 11:19-26; 15; 1 Corintios 16:12.
3.2.2 - Fuente del ministerio de Dios en Cristo; misión directa del Espíritu Santo
En realidad, la Iglesia no puede ser la fuente del ministerio; porque esta expresión del poder del Espíritu Santo –la cual es el ministerio– antecede necesariamente, en varias cosas, a la existencia de la Iglesia; ella es creada, llamada, formada por su medio. El ministerio apostólico, o por lo menos el del evangelista, necesariamente precede, por la naturaleza misma, la existencia de la Iglesia (aunque, la Iglesia una vez formada, sus miembros puedan llegar a ser evangelistas); y la misión de estos apóstoles, o evangelistas, directamente debe ser de parte de Cristo y de parte del Espíritu Santo; sin esto, su misión es absolutamente nula.
Los doce apóstoles durante su vida ya tenían su misión de parte de Cristo, aunque, después de su resurrección, hayan sido dotados especialmente. Pablo, en cuanto a su llamamiento, tenía la misión de parte de Cristo en gloria, habiendo visto al Justo y oído la voz de Su propia boca; en cuanto a su separación para una obra especial, la dirección la había recibido inmediata del Espíritu Santo en Antioquía. Los evangelistas se iban algunas veces del seno de una iglesia, como Pablo en Antioquía; ellos informaban con alegría a la iglesia lo que Dios hacía por su medio; pero tenían su ministerio de parte de Dios y de Jesucristo; actuaban en el nombre, y por la autoridad de Dios y del Señor Jesús, y no reconocían ninguna otra autoridad. No podían agradar a los hombres y ser siervos de Jesucristo.
Era, y Pablo no lo escondía, poca cosa para ellos el ser juzgado por el juicio del hombre; el que los juzgaba era el Señor. Los fariseos, era verdad, ponen en tela de juicio la conducta de Pedro en el caso de Cornelio; pero el Dios de toda gracia no había esperado la decisión de ellos. El Espíritu Santo que venía sobre los gentiles había justificado los frutos de la gracia y de la obediencia en el apóstol acusado, y les cerraba la boca a los que se quejaban de la extensión y del poder de esta gracia.
Veo dos cosas en el ejercicio de este ministerio en la Iglesia como cuerpo:
1. El conjunto de este Cuerpo de donde Cristo, hombre glorificado, es el Jefe y la Cabeza, y así la posición de este Cuerpo como siendo parte de Dios en el mundo, para representar la gloria de su Jefe; y
2. Este Cuerpo considerado como el Cuerpo de Cristo mismo, objeto amado de sus afectos, la Esposa que él ha amado, por la cual él se ha dado, que la alimenta como su propia carne. –La Iglesia, instrumento de la gloria y del poder de Dios en el mundo, y la Iglesia, objeto amado de los afectos de Cristo.
3.2.3 - El ministerio; los dones y Cristo cabeza del Cuerpo (1 Cor. 12 al 14)
Los caracteres de los dones dependen, me parece, de estas dos relaciones. La primera de estas posiciones es mucho más general, y, al mismo tiempo, considera más la responsabilidad de la Iglesia; el otro encierra lo que Cristo ha hecho, y, en el fondo, no puede dejar de hacerlo por su Iglesia, su Esposa. En ambos casos, su fin es siempre la unidad del Cuerpo unido con Cristo. En uno, tenemos al Señor Jesús, su Cabeza en el cielo, pero que, al mismo tiempo, alimenta a su Cuerpo sobre la tierra hasta que todos lleguen a su estatura perfecta. En el otro, aunque, personalmente, Jesús esté necesariamente aparte del ministerio, él y la Iglesia son vistos sin embargo como un conjunto donde Dios actúa delante del mundo en su nombre, como se dice en 1 Corintios 12:12: «así también Cristo». Es por eso que en este caso (ver el mismo capítulo), el poder espiritual del cristianismo es puesto en contraste con la idolatría.
Primero, tenemos lo que distinguía al Espíritu Santo de los demonios (porque se trata de poderes espirituales): así «que nadie que hable por el Espíritu de Dios llama anatema a Jesús» y ninguno puede llamar: «a Jesús Señor, sino por el Espíritu Santo». Segundo, había diversidad de dones, pero el mismo Espíritu; diversidad de ministerios, pero el mismo Señor; diversas operaciones, pero el mismo Dios que operaba todo y en todos. Así el Espíritu, el Señor y Dios son presentados en relación con los dones, y agregó, con el fin de que viéramos la fuente inmediata de estas cosas en la Iglesia: «repartiendo a cada uno en particular como él quiere».
El poder del don venía del Espíritu Santo (comparando los versículos 6 y 11, vemos la divinidad del Espíritu Santo); pero ya que el Espíritu actuaba en cada uno para la gloria del Hijo, el Hijo lo ha hecho para la gloria del Padre, cada uno ha llegado a ser siervo de Cristo por su don, como Cristo mismo se hizo siervo en su ministerio. El Espíritu Santo actúa soberanamente, pero siempre en el cumplimiento de los consejos de Dios (así como el Hijo vivifica a aquellos a los que él quiere –Juan 5:21); y el Espíritu siendo testigo de la gloria de Jesús, Hijo del hombre y Señor, actúa en cada uno de aquellos que llegan a ser instrumentos obedientes de este Señor. Estas operaciones no provienen sin embargo de una causa segunda, de algún espíritu inferior, ni de algún ángel; son las operaciones de Dios mismo, y los siervos están en relación con él. Así el apóstol, dotado para su apostolado por el Espíritu Santo, se llama apóstol no de parte de los hombres, ni por el hombre, sino por Jesucristo y Dios el Padre. Él mismo se nombra apóstol de Jesucristo, siervo de Dios, y, en general, «por la voluntad de Dios».
En la lista que se nos da en este capítulo 12 de 1 Corintios, tenemos, en general, todos los dones que están para el establecimiento del cristianismo, señales para el mundo, pruebas de la gloria y victoria de Cristo hombre y de sus derechos de gobierno en la Iglesia. Los evangelistas y los pastores, los que se llamarían ahora ministros, no se encuentran allí. Es el conjunto de la operación divina y de la capacidad en el Cuerpo, más bien que el cuidado que Cristo toma del Cuerpo como suyo. Así, salvo el don de maestro que se relaciona con el de pastor, todos los dones que se encuentran aquí ahora han desaparecido, por lo menos en su forma y en su carácter primitivo. Hablo solamente de hecho. Dejo a otros la tarea de decir por qué esto sucedió así, y hasta qué punto esto pudiera justificarse. Es un tema muy serio para las almas que aprecian la gloria de Cristo y de su Iglesia, y que reconocen el poder del Espíritu.
Todas estas cosas, aunque fueron en un cierto sentido un testimonio del amor de Dios, podrían haberse ejercitado sin amor; porque se trataba más bien de poder. También el apóstol nos presenta un camino más excelente. El amor o la edificación habrían debido dirigir el ejercicio; y, en Corinto, ese no era el caso. La disciplina debía intervenir, como el apóstol nos lo enseña en estos capítulos. Los dones en sí mismos eran más bien la expresión del poder; es por eso que el Espíritu, mientras ejerce la autoridad de Cristo en la Iglesia, ajusta y controla el ejercicio de los dones que él había confiado a tal o cual individuo, y hasta reprime el ejercicio, cuando no se sirve de ello en amor para la edificación del Cuerpo. He aquí lo que se encuentra en la Epístola a los Corintios.
3.2.4 - Los dones en Efesios 1 al 4 –la edificación de la Iglesia como casa de Dios
En la Epístola a los Efesios, no vemos obrar a Dios en el Cuerpo como conjunto, y emplear a los miembros para su servicio con el fin de manifestar su poder; vemos más bien a Cristo descendido hasta las partes más bajas de la tierra, y levantado luego, con el fin de cumplir todas las cosas, habiendo llevado cautiva la cautividad y habiendo dado dones para los hombres, dones que él forma y alimenta para su Iglesia en la tierra para presentársela perfecta para la eternidad. Así su unidad, aunque en el fondo es la misma, es presentada aquí como el resultado de la gracia que llama a los que están lejos y los que están cerca, para que Dios haga de ellos Su morada por el Espíritu. Es una unidad de relación y de bendición, un solo Cuerpo, un solo Espíritu, un solo Dios y Padre, etc. (Ef. 4:3-6). Mientras que, en la epístola a los Corintios, la atención de los cristianos está dirigida sobre su condición como tales, en contraste con su estado pasado en la idolatría, donde había muchos dioses y muchos señores y, en realidad, muchos demonios, ahora era un Espíritu que hacía todo, un Señor y un Dios que operaba todo en todos, y no ídolos mudos.
La Epístola a los Efesios nos presenta especialmente los privilegios de la Iglesia unida con Cristo. Dios es el Dios de nuestro Señor Jesucristo, y también el Padre de nuestro Señor Jesucristo. Al final del primer capítulo, Pablo pide para estos creyentes las bendiciones que emanaban de este título de Jesucristo como Dios, a saber, la inteligencia de la gloria de la herencia de Dios en los santos, y del poder que nos ha colocado con Cristo, como también lo ha colocado a él por Cabeza. En el capítulo 3, habiendo desarrollado «el misterio» que le había sido confiado, a saber la unión de los judíos y de los gentiles en un solo Cuerpo en Cristo, para que fueran la morada de Dios por el Espíritu, siendo salvos y lavados por Cristo y unidos con él en la gloria, pide las bendiciones que emanan del título de Padre de Jesucristo, es decir el conocimiento del amor de Cristo por el poder del Espíritu Santo que fortalece al hombre interior, para hacerlo capaz de gozar de estas cosas para que sea lleno de toda la plenitud de Dios.
He aquí las fuentes infinitas y fecundas de la bendición de la Iglesia, y esto es para la gloria de Aquel que obra en nosotros en la Iglesia por todas las generaciones de los siglos de los siglos. Pero, hasta que seamos conducidos a la perfección, estas bendiciones se cumplen por el Espíritu Santo que actúa en nosotros en la unidad del Cuerpo, según lo que Cristo ha recibido para los miembros de este Cuerpo. Habiendo cumplido todo, subió a lo alto, y recibió dones para los hombres; a unos los dio para ser apóstoles, a otros para ser profetas, a otros para ser evangelistas, otros para ser pastores y doctores.
Vemos que los dones, presentados aquí como el fruto de la ascensión de Cristo, no es el poder actuando de adentro del Cuerpo, y que actúa afuera para manifestar la gloria de Dios; sino que son aquellos que servían para establecer y para edificar la Iglesia, como «Casa» de Dios y objeto del amor de Cristo, con el fin de que todos llegasen a la medida de su estatura.
Primero se nos presenta aquí, como el andar digno de nuestro llamamiento que es la vivienda de Dios en la unidad, la humildad, el amor, los lazos de la paz. Luego siguen los dones individuales: «a cada uno le fue dada la gracia conforme a la medida del don de Cristo», quien es la Cabeza exaltada de este Cuerpo.
3.2.5 - Los dones y el ministerio (servicio)
Propiamente los dones aquí en cuestión, son lo que comúnmente se llaman ministerios. El apóstol no habla de milagros, de sanidades, de lenguas. Estas cosas, señales de poder delante del mundo no eran los canales directos del amor de Cristo para la Iglesia. Todo don es un ministerio; porque, como hay diversidad de dones, pero un solo Espíritu, así hay diversidad de ministerios, pero un solo Señor. Por la posesión de un don, llego a ser siervo de Cristo, de aquí que, por el Espíritu, tengo el don, y el Espíritu lo revela como Señor.
Así, todo don en ejercicio es un ministerio, un servicio cumplido bajo una responsabilidad hacia Cristo. Pero los dones, mencionados en Efesios 4, muy especialmente son los del ministerio, del servicio dado a Cristo en su Cuerpo, «a fin de perfeccionar a los santos para la obra del ministerio, para la edificación del cuerpo de Cristo». Era una obra, y no simplemente señales de poder.
3.2.6 - Detalles sobre los dones de Efesios 4
Tenemos en Efesios 4 esta enumeración de dones: apóstoles, profetas, evangelistas, pastores y maestros. Los dos primeros, en sus funciones más elevadas, colocaron los fundamentos de la Iglesia, sea por revelaciones, o sea por la autoridad de Cristo que les había sido confiada; es por esta última que los apóstoles se distinguían de los profetas. Un profeta revelaba el pensamiento de Dios y su obra, a este respecto, era cumplida. Un apóstol era enviado directamente, como un arquitecto autorizado por Cristo quien edifica su Iglesia. Ordenaban, ejecutaban, vigilaban, gobernaban, establecían autoridades en las iglesias, y se informaban, con autoridad, de lo que pasaba allí para poner orden. En una palabra, estaban autorizados, de parte de Cristo, para fundar y construir su Iglesia, y establecer las reglas. En ese sentido, hoy no hay apóstoles. Pablo sabía que después de su partida entrarían lobos rapaces. Pedro tiene cuidado, en su capítulo, de recordarles lo que les había dicho.
Pero me parece que, en un grado inferior, pudo haber apóstoles y profetas en todos los tiempos. Bernabé es llamado apóstol; Junias y Andrónico, fueron llamados apóstoles; y se dice de ellos que eran distinguidos entre los apóstoles (Rom. 16:7-8); de manera que habían otros que no son nombrados.
En cuanto a la palabra revelada por Dios, está completa; pero en cuanto a la autoridad de fundar la Iglesia, ya no existe más. Ni los doce, ni Pablo tuvieron sucesores. No podemos fundar dos veces; pero podemos actuar con una responsabilidad extraordinaria como enviados de Dios, y por una fe que acepta las comunicaciones divinas de aquel que únicamente se goza en Él (aunque no se encontrara ninguna nueva verdad en la Palabra), una línea de conducta que se justifica en los demás solo por los resultados de bendición de los hijos de Dios; he aquí lo que aún puede encontrarse. Podemos citar como ejemplos, sin pretender justificar todo lo que hicieron, Lutero, Calvino, Zwingli, y posiblemente otros más.
Igualmente, en cuanto a los profetas, aunque no había nuevas revelaciones en lo que atañe a la verdad, podían tener, como procedente de Dios mismo, un poder de aplicación para las circunstancias de la Iglesia o del mundo, verdades escondidas en la Palabra; en la práctica, este ministerio llegaba a ser profético. De ahí, que todos los que expresaban el pensamiento de Dios para la «edificación» eran llamados profetas, o al menos que profetizaban. Pero los apóstoles no dijeron nunca que en la Iglesia estos debían subsistir por mucho tiempo, o que los fieles tuvieran que esperar por mucho tiempo la venida de Cristo.
Los pastores y maestros, para guiar a las ovejas e instruirlas, están reunidos en un solo don (porque el Espíritu Santo habla de la edificación), aunque el don de maestro sea presentado por separado en otro lugar. Es por los dones que Cristo alimenta, cuida y fortalece a las ovejas, como por los evangelistas las llama y Se las trae. La distinción entre maestro y pastor se ve fácilmente, aunque estén reunidos; porque uno se ocupa de la doctrina, el otro de las ovejas; distinción evidente, pero muy importante, porque hay un interés de afecto en el progreso de las ovejas, un ejercicio de corazón en el don de pastor, un cuidado de las ovejas que el hecho simple de enseñar no supone. Así es como este don llega a ser la ocasión de los afectos más gratos y de los lazos más fuertes, como el del apóstol lo era también, y como aun lo es el de evangelista respecto de aquellos que se convierten por su medio.
3.2.7 - El don y la persona que tiene el don
Añado aquí que el apóstol no habla aquí de dones, sino de personas que los poseen. El ha dado pastores, maestros, etc.; el don, sin duda, estaba en el vaso; pero Dios se lo daba a la persona, y esta persona, conocida por su don, se daba a la Iglesia. No se puede estar unidos a un don, sino a una persona. Dios no ha dado simplemente un apostolado, sino un apóstol. Podemos, sin duda, concebir que aquel que posee el don sea infiel, y hasta que el don sea retirado, o que por lo menos no sea ejercido; pero, en general, es cuestión de una persona que tiene una cierta función que le es confiada de manera permanente; se trata de un ligamento en el Cuerpo, que queda para siempre.
3.3 - Responsabilidad del ministerio
3.3.1 - Responsabilidad del individuo hacia la Cabeza del Cuerpo
Además, el ejercicio del don, aunque sometido a la dirección de la Palabra, no depende de ninguna manera de la voluntad del Cuerpo, sino de la de la Cabeza Él ha dado, Él ha colocado tal y cual ligamento de apoyo en el cuerpo; y ellos son responsables hacia la Cabeza del cumplimiento de sus funciones. Al poner en duda el empleo del don, ponemos en duda la sabiduría de la Cabeza. Esta responsabilidad debe ejercitarse en amor y para edificación, —no de otro modo; pero no podemos poner a un lado la responsabilidad hacia Cristo, ni tocar los derechos de Cristo al servicio de su siervo. Las circunstancias de la Iglesia pueden ocasionar dificultades a este respecto; pero la humildad y la fidelidad al Señor sabrán siempre qué hacer. El amor y la obediencia encuentran siempre un camino. El Espíritu estará siempre con aquel que obedece a Cristo en un espíritu de amor. Esta responsabilidad del individuo hacia Cristo es de mucha importancia; tan importante en su lugar, en cuanto al servicio ejercido de un don, como en cuanto a la conducta moral. Todo aquel que atenta en esto, atenta contra los derechos de Cristo y contra la responsabilidad de la cual nadie puede sustraerse. Algunas veces vemos ambas cosas destruidas juntamente por el espíritu de un cristianismo corrompido. Sustraemos a los hombres de su responsabilidad individual por medio de deberes morales, así como de su responsabilidad hacia Cristo en el ejercicio de su don; pero Dios jamás abandona sus derechos sobre ellos.
Impedir este servicio no impide ni los herejes ni los falsos maestros. La carne en el verdadero cristiano debe ser reprimida en todas sus maneras; debe serlo en el abuso de los dones reales o supuestos tanto como en los otros. La carne jamás es un don de Dios. No podría pensar que, fortaleciendo el sentimiento de mi responsabilidad individual, sea el medio de abrir la puerta a la carne.
3.3.2 - Los dones para todo el Cuerpo
Colocados estos dones en la Iglesia como un todo, llegan a ser, en el Cuerpo de Cristo, ligamentos y lazos; y están colocados en la Iglesia, en el Cuerpo. Un don es un don en el Cuerpo, y para todo el Cuerpo, como un miembro del cuerpo humano que funciona para el conjunto. Mi ojo ve para todo mi cuerpo; mi pie anda para todo mi cuerpo. Darlos como cargo en lo que no es el cuerpo, es dislocarlos. Pueden ser ejercidos, es verdad, en una localidad dada, pero como la expresión de la gracia y de los derechos de Cristo; y esta gracia y estos derechos de Cristo se extienden a todo el Cuerpo. Acordémonos que jamás deben ejercitarse por la voluntad del hombre. Donde entra esta voluntad, entra también el pecado. Esto puede llegar como otro pecado, pero es un tema de disciplina como otro pecado; lo vemos en el abuso del don de las lenguas en Corinto. Por otra parte, el espíritu estrecho del hombre a menudo es corregido por los derechos universales e inalienables del Espíritu de Dios, supremo y uno en todo el Cuerpo. Ningún arreglo del hombre puede sustituir sus derechos; pero Cristo, como lo hemos visto, tiene el derecho de dirigir el ejercicio de todo don individual. Es Él quien ejerce el gobierno de Dios en la Iglesia.
Añadamos que es bueno recordar que los dones necesariamente no se ejercitan en una sola iglesia. Colocados en el Cuerpo, es en el Cuerpo que se ejercitan, aunque sin duda sean ejercidos a menudo en una iglesia; pero se ejercitan también en otras ocasiones.
3.3.3 - Los dones según Romanos 12 y 1 Pedro 4
Además de los dos los pasajes que acabamos de considerar, hay otros muy prácticos y preciosos, que tratan sobre el tema del ministerio en sus relaciones más elevadas con la gloria de Cristo y la gloria de Dios. No queremos dejarlos pasar.
El primero de estos pasajes (Rom. 12), particularmente insiste en la modestia que conduce al siervo de Dios a introducirse en el empleo asiduo y fiel del don que le ha sido confiado.
El segundo de los pasajes (1 Pe. 4) pide que, si alguno habla, lo haga como de parte de Dios, con el fin de que la gloria sea para Dios.
«Digo… a cada cual que está entre vosotros», tales son las palabras del apóstol Pablo, «que no tenga más alto concepto de sí mismo» (¡cuán dulce y buena es la Palabra de Dios, alentadora y al mismo tiempo sana para el corazón!) «Que el que debe tener… conforme a la medida de fe que Dios repartió a cada uno… De manera que, teniendo diferentes dones, según la gracia que nos es dada, si el de profecía, úsese conforme a la medida de la fe; o si de servicio, en servir; o el que enseña, en la enseñanza; el que exhorta, en la exhortación». Aquí, observamos también que no encontramos solamente dones especiales como ligamentos en el cuerpo, sino más bien en general el empleo humilde y fiel del talento confiado al siervo, talento con el cual él trata según su responsabilidad hacia el Maestro de quien lo recibió.
En 1 Pedro 4:10, la misma responsabilidad actúa en amor hacia los demás: «Cada uno según el don que ha recibido, minístrelo a los otros, como buenos administradores de la multiforme gracia de Dios. Si alguno habla, hable conforme a las palabras (oráculo) de Dios». —Sé que muchas personas temen a tal principio; pero esto no cambia la verdad. Si alguien no me habla como anunciando la verdad de Dios, no sé en absoluto por qué me habla. Además, es lo que el apóstol dice; no: según la palabra de Dios, como algunos traducen, sino: como oráculo de Dios, como anunciando la Palabra de Dios. Es lo que hace todo hombre que predica el evangelio; él no duda de la veracidad de lo que dice. Si no se tiene esta certeza, no debemos enseñar. Una cosa es la pretensión a la infalibilidad, otra cosa la certeza que poseemos de los pensamientos de Dios, y que, en tal o cual ocasión, los anunciamos de su parte y según su voluntad.
Esta responsabilidad a menudo impediría hablar cuando no se es enseñado por Dios. Y si, como los bereanos, juzgaron por medio de la Palabra hasta lo que un apóstol dijo, no hay en absoluto peligro. No se trata de nuevas revelaciones, ni de recibir sin examen las cosas que se oyen; pero el que habla debe tener la seguridad que lo que dice es el pensamiento de Dios, y que no son solamente sus propios pensamientos. Si alguien se propone enseñarme, y le pregunto: ¿Está seguro que esto viene de Dios, que es la verdad de Dios, y que Dios quiere que usted me enseñe? Si me dice que no está seguro, ¿qué confianza puedo tener en él? Bajo más responsabilidad se coloca aquel que habla, más seriedad y sobriedad habrá en su enseñanza: y, si hay amor y un verdadero don, no retrocederá ante esta responsabilidad; si de hecho, reflexiona sobre la parábola del siervo que entierra su talento. Si no está en él el amor para hacerlo por causa de la responsabilidad, será exactamente lo mismo que el caso de este mal siervo; que no actúa según la gracia. Esto nos recuerda un gran principio: responsabilidad directa hacia Cristo que nos ha confiado el talento; responsabilidad en la cual ninguna relación humana puede sustraernos. Los derechos de Cristo y su juicio están siempre allí.
3.3.4 - En resumen: Responsabilidad, poder, libertad según el Espíritu, y la carne sujeta
La responsabilidad, poder, libertad según el Espíritu, y la carne sujeta (riendas con freno), son los grandes principios del andar del cristiano con respecto al ministerio, andar en amor será siempre la fuente, el móvil, el motivo. –Un servicio que se relaciona con Cristo, colocado enteramente sobre el hombre, sin que la responsabilidad de Cristo sea destruida; un servicio que actúa en la unidad de todo el Cuerpo, de otra manera la unidad sería negada; este es el orden que solo el Espíritu Santo puede producir, porque solamente Él puede hacer desaparecer al hombre y someter su voluntad, comunicándole una libertad que no es la libertad del yo, sino la de Espíritu de Dios; libertad que reconoce siempre con gozo, y como su felicidad, es la autoridad del Señor y una sumisión entera a su voluntad; libertad que solo existe para servirle, y considera así la independencia como el miserable orgullo del pecado.
El que habla de los derechos de los hombres, sea de un individuo, o de la humanidad, habla solo de pecado. El que no reconoce los derechos del Espíritu Santo resiste a la soberanía de Dios, que, por medio de estos dones, exalta sobre la tierra a este Jesús que le visitó en otro tiempo en la humillación. La Iglesia, morada del Espíritu Santo ya en la tierra, es la gran verdad del ministerio, de la gloria de Cristo y de su servicio sobre la tierra. La presencia de Dios causa el gozo, la libertad, la responsabilidad y la seriedad. El hombre, en la presencia de Dios, es puesto a un lado en cuanto a su vanidad y en cuanto a su orgullo, y es fortalecido en su servicio y en su fidelidad.
4 - Conclusión
4.1 - Poder y fuente del ministerio solo en el Espíritu Santo
Tal es la fuente, poder y orden del ministerio, como nos es presentado en la Palabra de Dios.
Esencial en el cristianismo, porque el cristianismo, según la actividad del amor de Dios, busca lo que estuvo perdido, dando testimonio de la obra y de la victoria de Jesús, por medio del cual los perdidos pueden ser salvos –este ministerio de Jesús que solo es digno de ser glorificado así, recibe todo su poder y tiene su única fuente en el Espíritu Santo enviado del cielo. Es el ministerio del Espíritu Santo que está en la elección y el empleo de los siervos de Cristo. En todo esto, Dios es soberano. El ejercicio de los dones que dispensa es reglamentado por el Espíritu Santo actuando de una manera soberana en la Iglesia. La Palabra nos da las pruebas y ejemplos. Como fuente o como autoridad del ministerio, el hombre entra en su ejercicio solo por el pecado.
4.2 - No confundir los dones y los cargos (ancianos, obispos, diáconos)
Se verá que no toqué el asunto de los cargos locales, al no destacarlo exactamente en mi tema. Es evidente que el apóstol Pablo y sus delegados establecieron, bajo su dirección, varios ancianos en las iglesias a las que había reunido, y que servidores e igualmente diáconos de las iglesias, habían sido, por lo menos en unos casos, establecidos para asuntos temporales, y para las necesidades a las cuales la caridad de estas iglesias proveía. Pedro habla de los ancianos de manera mucho más vaga. No hay en absoluto pruebas que ancianos hubieran sido nombrados entre los hebreos convertidos. Parece más bien que hombres serios y considerados actuaban allí bajo su propia responsabilidad, responsabilidad colocada sobre ellos por el amor. En la Epístola a los Corintios, donde son dados los detalles de la disciplina, no se hace mención de ancianos. El Espíritu Santo posiblemente permitió esto para que tuviéramos estas cosas directamente de la mano del apóstol, creo que tenemos estas palabras únicamente en la Epístola a los Filipenses: «con los obispos y diáconos».
El estado de ruina en que se encuentra hoy la Iglesia actúa más directamente sobre el orden aparente del lado de los cargos que en el mismo ministerio, porque el hombre puede entrar más fácilmente en estas materias por medio de arreglos exteriores; pero no hay que confundir los dones, y el servicio que esto produce, con los cargos. Además, el Espíritu Santo es suficiente para la Iglesia a este respecto como para otra necesidad, con tal que tome la posición donde el Espíritu Santo la ve. El amor es suficiente entonces para todo lo que Dios pida, y dará el mejor provecho de todos los medios de bendición que Dios concede; y él concede siempre lo que conviene a su gloria, y al verdadero bienestar de su pueblo fiel.
4.3 - Autoridad de la Iglesia
Veo solo una dificultad real, en cuanto a la autoridad, con respecto al ministerio de la Palabra, porque la autoridad en la Iglesia no es un medio para ciertas atribuciones limitadas por una ley escrita, ni algo confiado por los hombres, celosos al ver sobrepasada la autoridad que les ha sido dada por la codicia del poder, por la ambición del depositario. La autoridad en la Iglesia es siempre, como el ministerio de la Palabra, el fruto del poder del Espíritu Santo sobre la conciencia, poder que, además, jamás faltará. Si esta autoridad es menospreciada, allí donde la Iglesia existe, Dios legitimará, aun con castigos, la autoridad de su Espíritu que él ha colocado en un hombre. La disciplina de la iglesia también la legitima en ciertos casos; podemos verlo en los ejemplos en la epístola a los Corintios. Si se creyera en la presencia de Dios en la Iglesia, no dudaríamos que él puede suscitar el respeto que le es debido, y esto por medio de la autoridad que él le ha confiado a quien ha puesto para esto.
4.4 - Renunciamiento y espíritu de servicio
En cuanto al espíritu en el cual este ministerio debería ser ejercido, no digo nada, porque no conviene que hable de eso. Una renuncia entera al yo (y esto va muy lejos cuando se conoce la sutileza del corazón) es el único medio de caminar con la bendición plena de quienes pertenecen en esta posición feliz del servicio hacia Dios, hacia nuestros hermanos y hacia los hombres. Recordemos siempre que si, por el poder de Dios, somos libres con respecto a todos los hombres, y responsables para con Dios solo del empleo del don que nos ha confiado, es con el propósito de que todos nosotros seamos los siervos. Recordemos que nadie puede librarse a sí mismo; y, si el amor de Dios nos dio la libertad, es para que, por este amor en nosotros, seamos siervos los unos de los otros. Nos libró del egoísmo, de la independencia, de nuestra propia voluntad, para actuar como Dios actúa, como actuó en Cristo: «no para agradarnos a nosotros mismos, sino para servirnos los unos a los otros en amor».
No hay nada más precioso en este mundo que tal ministerio. Sabremos pronto cuánta fe demanda esto, y cuánta de esta santidad nos tiene cerca de Dios, para que podamos tener fuerza. ¡Qué Dios nos enseñe a estar cerca de él a cada momento, con el fin de que, en los detalles, no sigamos nuestra propia voluntad, aun cuando, en el conjunto, procuraremos hacerlo!
4.5 - Fraternidad y no superioridad
Se presenta aquí una observación. La gracia hace falta, en estos tiempos, para realizar al mismo tiempo ambos principios, el de la fraternidad y el ejercicio de los dones, porque estos necesariamente dan, exteriormente, una apariencia de superioridad. La carne, es verdad, puede servirse de estos dones para buscar una superioridad terrenal, en lugar del amor y en lugar del servicio al otro. La humanidad, que busca solo el bien de todos, lo hace muy fácil. En el culto, hay una total igualdad de posición. Pero la santidad puede darnos una proximidad de Dios en la cual el culto será más verdadero y será la expresión más justa, y al mismo tiempo más acercada a Dios, a las necesidades de Iglesia. El Espíritu de Dios actuará más inmediatamente, y producirá un desarrollo más inteligente de las almas con Dios; de manera que puede haber una diferencia en la capacidad.
Y esto hay que buscarlo, es la espiritualidad. Es lo principal. El sacerdote tenía un lugar más elevado que el levita, y todos los sacerdotes eran uno, salvo el sumo sacerdote. Es nuestra posición como adoradores. Había una posición más bendita, y donde Dios, como soberano, asignaba la ocupación: era la de los levitas. La gloria del levita era hacer lo que Dios le había dado que hiciera. Un merarita no debía tocar los vasos del santuario, ni un kerarita las diferentes partes del tabernáculo. Los gersonitas y los meraritas tenían un cargo más amplio. No de bueyes ni de carros.
Es así que el apóstol razona con relación a los dones, comparándolos con los miembros del cuerpo. Todos los servicios, todos los dones son inferiores al culto. En la distribución de los dones, Dios es soberano, y coloca más honra exterior sobre aquellos que son menos honrosos. Los dones que no son adornados de tantas cosas exteriores, son a veces los más preciosos, Si se está en un estado poco espiritual, se verá en apariencia, y así se verán también los dones más exteriores; los gersonitas y los meraritas, con sus bueyes y sus carros, tendrían a nuestros ojos mayor importancia. Pero si estamos más cerca del santuario, discerniremos que los coatitas, que llevaban sobre sus espaldas todos los objetos reservados para los lugares santos, a menudo eran, si no todos, menos honrados que los demás. En todos los casos, cada uno será estimado dichoso, según como cumpla su tarea que Dios le ha dado para hacer. En Efesios 4, vemos en primera línea lo que es común para todos; lo que es especial para cada uno viene enseguida, y son solo para efectuar las primeras. Que la fraternidad no desplace a los dones; sino que los dones sirvan para la fraternidad. El sentimiento de la presencia de Dios pone todas las cosas en su lugar.
4.6 - Disciplina necesaria para el siervo
El mismo Señor dijo: «Vosotros sois todos hermanos» y «Fortalece a tus hermanos». Para poder verdaderamente fortificarlos, alguna experiencia penosa del yo siempre será necesaria, como en el caso de Pedro. El hombre no lo arreglaría así, pero así es como Dios lo ha ordenado. Negar al Salvador a quien había acompañado durante tres o cuatro años; destruir, si lo hubiera podido, su nombre de la faz de la tierra, he aquí, en cuanto a nuestra importancia, la preparación por la cual Dios hace pasar, cuando quiere poner a alguien delante en su servicio. Posiblemente, además, una astilla en la carne, porque la otra no fue suficiente. ¿Porque, qué somos, y quién es suficiente para estas cosas?
¡Que Dios mismo dirija a su Iglesia según sus necesidades, según el amor y las riquezas de su gracia que son en Jesús, por el poder del Espíritu Santo que permanece en ella!
Notas
a) El término economía puede ser reemplazado en general por el término dispensación (el período según el cual Dios actúa de una manera cierta con el hombre).
b) El término, ministerio corresponde en general al término bíblico de servicio –servicio dado para Cristo en su Cuerpo (en otras palabras: dones de gracia).