¿Cómo conocer la voluntad de Dios?


person Autor: John Nelson DARBY 82

flag Tema: La piedad individual


Amado hermano:

No cabe imaginarse que un hijo –que suele descuidar a su padre y que sería del todo indiferente en cuanto a los pensamientos y a la voluntad de este– supiera con seguridad lo que le agradaría al pre­sentarse tal o cual circunstancia difícil. Así hay ciertas cosas que Dios deja intencionalmente en lo vago, o desconocido, para que el estado de un alma sea probado o ejercitado. Si en vez del hijo se tratara de la mujer, no tendría probablemente la menor duda: sabría inmediatamente lo que agradaría a su esposo, aunque este no hu­biese dicho la menor palabra. Esta prueba no puede usted evitarla; Dios no permite que escapemos a ella: «Si tu ojo es simple, todo tu cuerpo estará lleno de luz» (Mat. 6:22). Este modo fácil y confortable (al que alude usted) de conocer la voluntad de Dios independientemente de nuestro propio estado espiritual no existe.

1 - Un obstáculo: nuestra “importancia”

Hay otra cosa. A menudo nos damos demasiada importancia y nos imaginamos –sin motivo– que Dios tiene una determinada vo­luntad o propósito para nosotros en tal o cual circunstancia. Y, en realidad, Dios nada tiene que decirnos al respecto, y toda esa agi­tación suscitada en nosotros por el asunto que nos ocupa no es otra cosa sino el mal. La voluntad de Dios es que sepamos ocupar tranqui­lamente el lugar que nos corresponde, un lugar muchas veces insig­nificante.

Otras veces intentamos averiguar de qué manera Dios quiere que actuemos en ciertas circunstancias, cuando su única voluntad es que no este­mos allí de ningún modo, y, de tener una conciencia despierta, esta nos llevaría a salir enseguida de dicho lugar. Así, muchas veces, nuestra propia voluntad nos ha colocado allí y bien quisiéramos apo­yarnos en la mano de Dios, siendo guiados por él, en el camino de nuestra propia voluntad. Este es un caso muy corriente.

2 - Comunión

Este usted seguro de que, si nos mantenemos cerca de Dios, él no nos dejará ignorar sus designios. En el transcurso de una larga vida de actividad, Dios, en su amor, puede hacernos sentir nuestra depen­dencia cuando tenemos alguna veleidad de obrar según nuestra pro­pia voluntad, al no revelarnos inmediatamente la suya; pero de to­das formas permanece el principio: «Si tu ojo es simple, todo tu cuerpo estará lleno de luz». De donde resulta, como cosa cierta que, si todo el cuerpo no está lleno de luz, el ojo no es sencillo.

“¡Pobre consuelo es este!”, me dirá usted. No, por el contrario, es un dulce y precioso consuelo para aquellos cuyo propósito es de tener el ojo sencillo y de andar con Dios. No solo para ser liberados objetivamente –por así decirlo– por medio del conocimiento de su voluntad, sino de andar con él: «Si alguno anda de día no tro­pieza, porque ve la luz de este mundo. Pero si alguno anda de noche, tropieza, porque la luz no está en él» (Juan 11:9-10). Siempre es el mismo principio. «El que me sigue no andará en tinieblas, sino que ten­drá la luz de la vida» (Juan 8:12).

En vano intentaréis sustraeros a esta ley moral del cristianismo: resulta imposible. «Por eso también nosotros, desde el día que lo oímos, no cesamos de orar a Dios y de pedir que seáis llenos del conocimiento de su voluntad, en toda sabiduría e inteligencia espiritual; para que andéis como es digno del Señor, con el fin de agradarle en todo, dando fruto en toda buena obra, y creciendo por el conocimiento de Dios» (Col. 1:9-10).

La relación entre estas cosas es de inestimable valor para el alma. Necesitamos conocer al Señor para andar de manera digna de él, y crecer en el conocimiento de Dios. Así leemos aún en la Carta a los Filipenses: «Y esto oro: que vuestro amor abunde más y más en conocimiento y en toda inteligencia; para que sepáis discernir las cosas excelentes, a fin de que seáis puros e irreprochables hasta el día de Cristo» (Fil. 1:9-10). Y finalmente: «En cambio, el hombre espiritual lo juzga todo, y él mismo no es juzgado por nadie» (1 Cor. 2:15).

Es, pues, la voluntad de Dios, y una voluntad de gracia, que los hombres no seamos capaces de discernir su voluntad de ningún otro modo que según nuestro propio estado espiritual; y, en general, cuando pensamos tener un criterio sobre las circunstancias, o acerca de estas, es Dios quien nos enjuicia a nosotros y nuestro estado.

Repito, que nuestra única preocupación sea de mantenernos cerca de Dios. No sería manifestar amor de parte de Dios el dejarnos des­cubrir su voluntad; de otro modo semejante cosa podría convenir a un director de conciencia; pero el amor de Dios no puede dejar que vayamos a descubrir y corregir nuestro propio estado moral. De modo que si usted quiere averiguar cómo podrá descubrir la voluntad de Dios en sus detalles –fuera de dicho estado–, usted busca mal; y esto se puede ver diariamente.

Así verá usted a un cristiano sumido en la duda y la perplejidad allí donde otro –más espiritual– lo ve todo diáfano como en pleno día; se asombra de que haya una dificultad, y reconoce que es sencillamente el estado del primero lo que le impide ver: «Porque aquel en quien no están presentes estas cosas está ciego, tiene corta la vista» (2 Pe­. 1:9).

3 - Las circunstancias

Por lo que toca a las circunstancias, pienso que el hombre puede ser guiado por medio de ellas; y la Escritura, habla de dicho asunto, aunque lo describe como: «Ser sujetados con cabestro y con freno». «Te haré entender, y te enseñaré el camino en que debes andar; sobre ti fijaré mis ojos» (Sal. 32:9, 8). Tal es la promesa y el privile­gio de la fe que se mantiene lo suficientemente cerca de Dios como para captar su pensamiento tan solo en su mirada; siendo él fiel para di­rigirlo así y prometiendo hacerlo. Dios nos exhorta a no ser como el caballo, o como el mulo, los cuales son incapaces de entender inte­ligentemente la comunicación de los pensamientos y de los deseos de su amo; necesitan estar sujetos con cabestro y con freno, lo cual vale más, desde luego, que tropezar, caer, o correr en otra dirección que la que marca el que conduce; pero, al final de cuentas, es un triste estado. Esto es, pues, lo que se llama ser guiado por las circunstancias. Dios es lleno de bondad por ocuparse así de nosotros, pero esto revela en nosotros un triste estado.

Conviene distinguir aquí entre enjuiciar las circunstancias ac­tuando uno en medio de ellas, o bien ser llevado por las mismas; aquel que así es llevado obra siempre como si estuviese ciego en cuanto al conocimiento de la voluntad de Dios. Semejante dirección, o con­ducta, carece en absoluto de ética por cuanto es una fuerza proce­dente de fuera la que le obliga. Pero es muy probable que yo no tenga ninguna idea preconcebida sobre lo que me espera, y que desconozco las circunstancias en las cuales me hallaré, no pudiendo tomar, por con­siguiente, ninguna decisión de antemano. Y, sin embargo, cuando dichas circunstancias se presentarán juzgaré –con el más nítido criterio divino, cuál es el camino de la voluntad de Dios, cuál es el pensamiento y el poder del Espíritu en medio de estos aconteci­mientos. Y esto exige precisamente un mayor grado de espirituali­dad; en vez de ser llevado por las circunstancias, Dios nos guía, permaneciendo suficientemente cerca de él para juzgar lo que con­viene, en el momento oportuno. No bastan “impresiones”. Desde luego, Dios puede sugerir una cosa a nuestra mente –y lo hace por Su Espíritu–; pero cuando se percibe su carácter moral y su conveniencia estas cosas pueden ser tan diáfanas como en pleno día.

En respuesta a la oración, Dios puede alejar ciertas influencias carnales y dejar así que obren poderosamente en nuestra mente ciertos motivos espirituales que dan importancia a un deber moral completamente nublado por la preocupación de alguno de nuestros deseos, de alguna codicia nuestra. Esto se deja ver entre dos hombres: el uno puede carecer del discernimiento espiritual para descubrir el bien, pero si el otro le indica este bien, entonces él mismo lo ve claramente. Todos no son ingenieros para poder construir una carretera, pero el que conduce un automóvil bien sabe lo que es una buena carretera, una vez hecha. Así también, las impresiones que vienen de Dios no permanecen siempre en el estado de impre­siones, sino que son generalmente claras, siempre que se producen. Sin embargo, no dudo de que, si andamos con él y si lo escuchamos, Dios produzca a menudo dicha claridad en el alma.

Si, como usted dice, Satanás pone trabas, no está demostrado que Dios mismo no haya permitido estas trabas, u obstáculos, al cumplimiento de algún buen deseo; obstáculos causados por la acumulación del mal en las circunstancias que nos rodean, o por el poder avasallador del mal sobre otras personas.

4 - ¿Podemos obrar sin conocer la voluntad de Dios?

Su tercera pregunta presupone que una persona esté obrando sin conocer la voluntad de Dios, lo que no debería ocurrir nunca. La única regla que puede darse al respecto, es la de nunca actuar cuan­do se desconoce dicha voluntad. Si actúa usted sin conocerla estará al capricho de las circunstancias; porque Dios está dominando todo, porque este es el caso supuesto de su pregunta. Mas, ¿por qué obrar si desconozco la voluntad de Dios? Tal vez me detendrá (con algún obstáculo), porque si no ando suficientemente cerca de él y convencido de mi nulidad, no tendré tal vez bastante fe para cumplir lo que tengo bastante luz para discernir.

Si hacemos nuestra propia voluntad o si andamos descuidada­mente, Dios en su gracia puede advertirnos por medio de un obs­táculo –si lo tenemos en cuenta–, mientras que los simples pasan adelante y reciben el daño (Prov. 22:3.) Allí donde hay mucha actividad y trabajo, Dios puede permitir que Satanás suscite obs­táculos, para que nos mantengamos en su dependencia; pero jamás permite Dios que Satanás haga otra cosa que obrar sobre la carne. Daña, si dejamos la puerta abierta entre él y nosotros, porque nos hemos alejado de Dios; pero en los demás casos, Dios se sirve de él tan solo como instrumento para probarnos, a fin de alejar lo que sería para nosotros un peligro o un lazo induciéndonos a la soberbia. Dios permite a Satanás que dañe o haga sufrir la carne, y también el espíritu exteriormente, a fin de que el hombre interior sea conservado incólume y salvo.

Si se trata de algo más, tenemos que achacarlo a nuestros pro­pios “peros”, nuestras propias objeciones, o a los resultados de nuestra dejadez, la cual –por medio de estos “peros”– abrió la puerta al enemigo para turbarnos con dudas y dificultades, como si estas tuviesen sitio entre Dios y nosotros –por cuanto ya no sabe­mos “ver lejos” porque «el que es nacido de Dios, sí mismo se guarda y el maligno no lo toca» (1 Juan 5:18).

Finalmente, el asunto es moral. Si surge una cuestión particular que somos incapaces de resolver enseguida, notaremos a menudo que no se plantearía si estuviésemos en buen estado espiritual. Si no es el caso, solo resta humillarnos por todo cuanto se trata, y luego averiguar si la Escritura nos da una norma para orientar­nos; pero aquí resulta evidente que la espiritualidad lo hace todo. Siempre que pueda aplicarse, el principio de considerar lo que Jesús hubiese hecho en semejante caso es excelente, pero cuán a menudo no estamos en las circunstancias en las cuales él se hubiera en­contrado.

5 - ¿Cuál es el origen de nuestros deseos?

A menudo, resulta útil preguntarnos: ¿de dónde, o por qué nace en nosotros el deseo o el pensamiento de hacer esto o aquello?, y al hacerlo, llegué a la convicción de que uno llega así a decidirse sobre la mitad de los casos engorrosos en los cuales podemos en­contrarnos. Otras veces se debe a la precipitación, o a un mal precedente. Si el pensamiento es de Dios, y no de la carne, tan solo hemos de esperar en Dios en cuanto a la manera y a los medios por los cuales seremos pronto dirigidos. Hay casos en que precisamos dirección sin motivos, como cuando vacilamos en hacer tal o cual visita. Una vida de amor más fervorosa, o un amor más inteligentemente ejercitado por la comunión con Dios aclarará del todo los motivos de un lado o de otro y descubriremos, tal vez, que un lado –o aspecto– era tan solo dictado por el egoísmo.

“¿Y”, me dirá usted, “si no se trata de amor o de obediencia?” Pues bien, entonces le tocará a usted darme la razón, darme un motivo para obrar de tal o cual manera. Si le mueve su propia voluntad, no puede usted obligar a la sabiduría de Dios que ella sea el comodín de su capricho: esto es otra clase de numerosas dificultades las cua­les Dios nunca resolverá. En estos casos, nos enseñará, en gracia, la obediencia y nos mostrará cuanto tiempo hemos perdido en nuestra actividad. Por fin, «Encaminará a los humildes por el juicio, y enseñará a los mansos su carrera» (Sal. 25:9).

Le he dicho todo cuanto me viene a la mente de momento, y me temo que le habré dado poca satisfacción. Mas acuérdese de que solo la sabiduría de Dios nos guía en el camino de la voluntad de Dios. Si actúa nuestra propia voluntad, Dios no puede ser el servi­dor de esta; esto es lo que debemos descubrir en primer lugar. Es el secreto de la vida de Cristo. No conozco otro principio del cual se valga Dios, aunque él perdona y domina todo. Usted me ha preguntado en cuanto a ser dirigido: Dios guía al nuevo hombre, el cual no tiene otro pensamiento que Cristo, y él mortifica al vie­jo hombre; él nos purifica así para que llevemos fruto.


«Entonces dije: He aquí yo vengo… para hacer tu voluntad, oh Dios». «Con todo eso, Jehová quiso quebrantarlo, sujetándole a padecimiento. Cuando haya puesto su vida en expiación por el pecado, verá linaje, vivirá por largos días, y la voluntad de Jehová será en su mano prosperada» (Hebr. 10:7; Is. 53:10).

«El alguno quiere hacer su voluntad [la de Dios], conocerá de mi enseñanza, si es de Dios…». «El siervo que supo la voluntad de su señor, y no se preparó, ni hizo conforme a su voluntad, recibirá muchos azotes» (Juan 7:17; Lucas 12:47).

«Y el Dios de paz… os perfeccione en todo lo bueno para que hagáis su voluntad, obrando en vosotros lo que es agradable delante de él por Jesucristo, a quien sea la gloria por los siglos de los siglos. Amén» (Hebr. 13:20-21).

Revista «Vida cristiana», año 1957, N° 28 y 29