¿No hay respuesta a mi oración?
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(Fuente autorizada: creced.ch – Reproducido con autorización)
«Oraré con el espíritu, pero oraré también con el entendimiento» (1 Cor. 14:15).
Con frecuencia leemos la Palabra de Dios de manera superficial, y esto es para nuestro perjuicio, sobre todo cuando se trata de enseñanzas relativas a la oración. El desconocimiento de los principales pasajes que se nos presentan en el Nuevo Testamento puede tener consecuencias nefastas para la vida espiritual, conduciendo al desaliento y a la incredulidad. ¿Quién de nosotros no ha experimentado esos sentimientos porque, aparentemente, su oración no tuvo respuesta? Desaliento, porque habiendo orado con insistencia por determinados motivos finalmente no obtuvimos el otorgamiento; incredulidad, porque Dios, quien ha hecho tantas promesas a la oración de fe, parece haber permanecido sordo y sin cumplir su palabra. ¿No sería Dios fiel a sus promesas?
Es importante, pues, examinar con atención algunas de esas promesas que, si bien nos parecen incondicionales, están sometidas a condiciones precisas. Aparecen en negrita en los pasajes que nos proponemos estudiar juntos.
1) «Todo lo que pidiereis al Padre en mi nombre, lo haré, para que el Padre sea glorificado en el Hijo. Si algo pidiereis en mi nombre, yo lo haré» (Juan 14:13-14).
La promesa repetida alterna con una condición esencial que a veces se nos escapa. ¿Estamos siempre conscientes de que nuestras oraciones van más allá de nuestras propias circunstancias o de aquellas de las personas por las cuales intercedemos? Ellas interesan al Padre y al Hijo. Dios, quien vela por la gloria de Cristo, no puede permitir el uso excesivo del nombre de Jesús.
Para pedir algo en el nombre del Señor debemos estar seguros de que nuestro ruego es conforme al deseo de Aquel a quien el Padre no puede rehusarle nada.
«Yo lo haré», afirma entonces el Señor Jesús. Dicho de otro modo, mediante el poder de su nombre y por el hecho de que goza de un crédito ilimitado ante el Padre, hallará respuesta; Dios no puede rechazar la petición de su Hijo amado.
Esta consideración nos trae a la memoria lo que el Hijo es para el Padre y nos enseña a no usar el nombre del Señor en vano, como si fuese una fórmula que lo solucionara todo.
2) «Si permanecéis en mí, y mis palabras permanecen en vosotros, pedid todo lo que queréis, y os será hecho» (Juan 15:7).
«Si permanecéis en mí», dice el Señor a sus amados discípulos. Tomando el ejemplo del pámpano, el que debe permanecer en la vid para llevar fruto (Juan 15:4), Jesús acaba de recordarles lo que es la dependencia, esa gran virtud cristiana. Ahora bien, la oración es justamente la expresión de esta dependencia. Uno experimenta a la vez su propia debilidad y el poder del Señor, su propia ignorancia y la sabiduría del Señor; toma el lugar que le corresponde y reconoce el Suyo. El Señor posee todos los derechos sobre aquel que se inclina de rodillas ante él.
El Maestro agrega: «Si… mis palabras permanecen en vosotros»; esta condición va ligada a la primera. La Palabra nos comunica los secretos de Dios. A leerla, seremos capaces de comprender Sus pensamientos por el Espíritu. Entonces, si permanecemos en ella y nos sometemos a ella, no tendremos otros deseos más que los suyos. «Pedid todo lo que queréis, y os será hecho», dice entonces el Señor Jesús. Porque lo que queremos, es lo que el mismo Señor desea.
3) «Yo os elegí a vosotros, y os he puesto para que vayáis y llevéis fruto, y vuestro fruto permanezca; para que todo lo que pidiereis al Padre en mi nombre, él os lo dé» (Juan 15:16).
Aquí, la condición para ser otorgado está ligada a la del versículo 7, porque es absolutamente necesario depender del Señor y conocer su voluntad a través de su Palabra para saber cómo servirle. Para el discípulo escogido, establecido y enviado por el Señor, aquí se trata de ir y de llevar fruto, por ejemplo, el de realizar tal servicio útil.
¿Qué empleador envía a su obrero sin antes haberle dado los medios para llevar a cabo el trabajo que le ha encomendado? Si se trata de herramientas o de dinero, el obrero lo pedirá a su debido tiempo y, tratándose de los intereses del que lo envía, lo que pida no le podrá ser negado.
Así sucede, pues, con mucha más razón, el servicio cristiano; el Señor da lo necesario a la persona que él envía. Y si él no da nada, el obrero del Señor tendrá que preguntarse: ¿No significa ello que, lo que yo quiero emprender, no es lo que él me ha ordenado? Al contrario, si se trata de un fruto que ha de ser llevado para él, de un fruto que permanece ¿cómo ha de rechazar el Señor lo que necesita su siervo?
4) «Amados, si nuestro corazón no nos reprende, confianza tenemos en Dios; y cualquiera cosa que pidiéremos la recibiremos de él, porque guardamos sus mandamientos, y hacemos las cosas que son agradables delante de él» (1 Juan 3:21-22).
Aquí hallamos dos condiciones que encuadran una promesa.
La primera es un corazón que no nos reprende; dicho de otro modo, cualquiera sea la cosa que le pidamos a Dios, nos es necesaria una buena conciencia. ¿Cómo acercarnos a él, si en nosotros tenemos algo que juzgar? Percibiremos muy bien que la distancia moral producida por una falta no confesada nos hace cerrar la boca.
La segunda condición, guardar los mandamientos de Dios y practicar lo que le agrada, se comprende mejor aún: Un niño obediente, quien por su comportamiento complace a sus padres, obtendrá de ellos todo lo que él les pida, porque tienen confianza en él y saben que hará buen uso de ello.
Vemos que estas dos condiciones son complementarias o más bien constituyen dos aspectos de la misma actitud. La primera, una buena conciencia, manifiesta nuestros sentimientos para con Dios y nos da seguridad para dirigirle nuestras oraciones. La segunda expresa los sentimientos de Dios: desde el momento en que ponemos en práctica las cosas que le son agradables, se agrada también en satisfacer nuestras peticiones. Todo lo que pidamos, lo recibiremos de Él. Pero ¡qué buen estado espiritual se necesita de nuestra parte!
5) «Pedid, y se os dará; buscad, y hallaréis; llamad, y se os abrirá. Porque todo aquel que pide, recibe; y el que busca, halla; y al que llama, se le abrirá… Pues si vosotros, siendo malos, sabéis dar buenas dádivas a vuestros hijos, ¿cuánto más vuestro Padre que está en los cielos dará buenas cosas a los que le pidan?» (Mat. 7:7-11: ver también Lucas 11:9-13).
Tenemos a un Dios lleno de bondad, de quien no podemos esperar nada más que «buenas cosas». Este Padre no dará nunca una piedra a alguno de sus hijos que le haya pedido un pan. Sin embargo, si nos equivocamos y le pedimos una piedra, ¿nos dará una piedra? Antes bien, nos dará ese pan que no supimos pedirle. El corazón de Dios nos es abierto, así como sus manos; pero no esperemos de él otra cosa que no se relacione con su naturaleza.
Santiago 4:2-3 nos da dos motivos por los cuales no recibimos nada.
El primero es simplemente porque no pedimos. De ahí la invitación del Señor: «pedid… buscad… llamad».
El segundo es que pedimos mal: cosas malas para nosotros, mientras que nuestro Padre quiere darnos buenas cosas. Santiago explica: «Pedís, y no recibís, porque pedís mal, para gastar en vuestros deleites». Pidámosle a Dios buenas cosas para el bien de nuestras almas, para el bienestar espiritual de nuestras familias y el de la iglesia, así confirmaremos las promesas del Señor: «Todo aquel que pide, recibe».
6) «Todo lo que pidiereis en oración, creyendo, lo recibiréis» (Mat. 21:22).
La condición enunciada aquí es la fe de la que habla también el versículo precedente y el milagro de la higuera. Es necesario comprender bien qué es la fe. Algunos la consideran como una especie de autosugestión, de persuasión interior. Por ejemplo, en ciertos medios se dirá a un enfermo o inválido: «Usted debe ser curado por medio de la oración de fe; si no resulta, es porque no tiene suficiente fe». De este modo las pobres personas son sumergidas en el desaliento, llamadas a mirarse a sí mismas, a analizar su confianza en Dios para tratar de incrementarla por sus propias fuerzas, lo cual es absurdo.
Dios no da jamás su gloria al hombre. Ese sería el caso si sus respuestas dependieran solo de la intensidad de nuestras oraciones, de la cantidad o de las condiciones en las que se dirigen (ayunos, cadenas o noches de oración, etc.); con todas estas cosas, nuestro astuto corazón pronto buscaría hacer valer sus derechos y méritos.
Ahora bien, la fe no es solamente una certeza y una convicción; es «la certeza de lo que se espera, la convicción de lo que no se ve» (Heb. 11:1). La fe no es un puente que se apoya en el vacío, ni un ancla sin punto de sujeción. Se apoya sobre algo que está fuera de ella; viene «por el oír, y el oír, por la palabra de Dios» (Rom. 10:17). Si no poseo promesas precisas de parte de Dios, no tendré la libertad de dictar a Dios la manera en que estimo que deba responderme.
7) «Todo lo que pidiereis orando, creed que lo recibiréis, y os vendrá. Y cuando estéis orando, perdonad, si tenéis algo contra alguno, para que también vuestro Padre que está en los cielos os perdone a vosotros vuestras ofensas» (Marcos 11:24-25).
El pasaje corresponde al precedente de Mateo, pero Marcos añade otra condición suspensiva: el caso de que, teniendo algo contra alguien, somos incapaces de perdonarle. Observemos en primer lugar que esto es general: no importa qué ni contra quién. Señalemos a continuación que el resentimiento es considerado aquí como humanamente justificado; nosotros somos la parte perjudicada, pues somos los que debemos perdonar. Con mucha más razón, esa restricción se nos aplica cuando la falta está en nosotros mismos.
Antes de escucharnos, el Señor nos llama a poner en orden nuestras relaciones con el prójimo… pudiendo ser por ejemplo nuestro cónyuge.
8) «Al que cree todo le es posible» (Marcos 9:23).
Aunque no sea cuestión de orar en esa respuesta del Señor a un padre angustiado, podemos relacionar esta promesa con los versículos mencionados más arriba (ver punto 6). Nos confirma que podemos esperar grandes cosas de nuestro Dios todopoderoso y que debemos dirigir nuestros ojos hacia él de donde viene el socorro. Puede responder a todas nuestras necesidades; su poder es infinito. El versículo que hallamos en el capítulo siguiente nos afirma: «Todas las cosas son posibles para Dios» (10:27); ahí vemos la ilimitada perspectiva que se abre ante la fe. Todo lo que Dios puede, lo puede también la fe en Él.
Pero, entre todas las cosas posibles para Aquel a quien se le llama «el Dios de lo imposible», ¿pretenderíamos escoger la que nos parece más fácil para Dios? Eso no sería fe, sino falta de fe.
9) «Esta es la confianza que tenemos en él, que si pedimos alguna cosa conforme a su voluntad, él nos oye. Y si sabemos que él nos oye en cualquiera cosa que pidamos, sabemos que tenemos las peticiones que le hayamos hecho» (1 Juan 5:14-15).
Este precioso pasaje nos recuerda primero a quien hemos creído (2 Tim. 1:12). Nuestra fe, como acabamos de ver, se apoya en las promesas. Pero el valor de una promesa va unida a la calidad de aquel que la hizo.
Pedro habla de «preciosas y grandísimas promesas» porque es un gran Dios el que las hizo y tienen como garantía a Cristo, precioso para el corazón de Dios y del creyente (2 Pe. 1:4).
La voluntad divina, buena, agradable y perfecta, forma nuestro entendimiento y nos conduce a hacer peticiones sabias, de modo que puedan ser escuchadas por Dios. Entre el versículo 14 y el 15 es posible que transcurra cierto tiempo, apropiado para ejercer la paciencia de la fe. Pero, la fe tiene el privilegio de considerar la cosa pedida como ya otorgada. Los verbos están en presente; desde el momento en que la petición ha sido presentada, sabemos que tenemos las cosas que hemos pedido.
10) «Otra vez os digo, que si dos de vosotros se pusieren de acuerdo en la tierra acerca de cualquiera cosa que pidieren, les será hecho por mi Padre que está en los cielos. Porque donde están dos o tres congregados en mi nombre, allí estoy yo en medio de ellos» (Mat. 18:19-20).
He aquí dos promesas que se unen por medio de la palabra «porque». ¿Bastará en efecto que dos creyentes estén de acuerdo en pedir cualquier cosa para que sea hecha? No, esto podría ser para su perjuicio. Tal promesa se une de manera muy entrañable a la presencia del Señor prometida a los que se reúnen en su nombre, es decir, reconociendo su indiscutible autoridad. Ello da a entender que las peticiones presentadas tendrán su aprobación. Si gozamos de esa santa presencia, ¿cómo podríamos formular peticiones sin reflexión? El nombre de Jesús que reúne a los suyos es el que además nos abre el corazón de Dios. No va una cosa sin otra.
Habiendo considerado estos diversos pasajes, quizás digamos con cierto desaliento: «Si son tantas las condiciones que cumplir para ser favorecido por el Señor, no nos quedan muchas oportunidades para la oración; estamos lejos de conocer siempre la voluntad de Dios; raramente tenemos una promesa precisa sobre la cual reposar nuestra fe, ni estamos comprometido en un servicio que requiera demandarle medios a nuestro Padre celestial. Entonces ¿para qué somos invitados a orar sin cesar (1 Tes. 5:17), a orar «en todo tiempo con toda oración y súplica en el Espíritu…»? (Efe. 6:18)».
Reconozcamos primero que nuestro Dios es soberano y que su gracia jamás se dejará prender por nuestra lógica humana. Aunque nos da en el Nuevo Testamento algunas normas para que comprendamos los principios según los cuales él obra, a veces le agrada intervenir de una manera que nos extraña, respondiendo a nuestras oraciones a pesar de todas nuestras incapacidades.
De todos modos, recibiremos una respuesta. Un postrer pasaje lo prueba y nos alienta; hasta nos exhorta a orar cualesquiera que sean las necesidades, los momentos y las condiciones.
11) «En todas las circunstancias, por medio de la oración y la plegaria, con acciones de gracias, dense a conocer vuestras peticiones a Dios: y la paz de Dios, que sobrepuja todo entendimiento, guardará vuestros corazones y vuestros sentimientos, en Cristo Jesús» (Fil. 4:6-7, V.M.).
En todas las circunstancias: es algo general, sin ninguna clase de limitación, ni en número ni en forma. Sin condición alguna: nada demasiado grande, ni demasiado pequeño puede ser presentado al Señor. ¿Llevamos una carga o tenemos preocupaciones que no podemos solucionar, y no conocemos el pensamiento del Señor al respecto? Llevémoslo a él. En este caso, comprendemos que no podemos tener la promesa de que nuestra petición sea otorgada según nuestro deseo. Eso abriría la puerta a toda clase de oraciones careciendo de inteligencia que Dios no podría satisfacer. No está dicho, pues, que tendremos las cosas que pedimos, ya que no sabemos cuál es la voluntad de Dios al respecto.
No obstante, tenemos una respuesta para todo motivo, una promesa de elevado precio: La paz de Dios guardará el corazón del creyente. Se produce un intercambio que me favorece: mi carga para Él, Su paz para mí. Ella puede ahora llenar mi corazón, cualquiera sea la manera en que él se ocupe de lo que acabo de depositar sobre Él.